El Premio de Literatura de la Cámara Federal de Comercio fue el último premio literario que recibí, con Okopenko e Ilse Aichinger, por el libro titulado El sótano, en el que describo mi época de aprendiz de comercio en el poblado de Scherzhauserfeld, al margen de la ciudad de Salzburgo, y desde el principio no relacioné ese premio con mi actividad de escritor sino con mi actividad de aprendiz de comercio, y durante la ceremonia que, sin tener por otra parte nada que ver con la ciudad de Salzburgo, tuvo lugar en el antiguo palacio Klefiheim, a orillas del Saalach, también los señores de la Cámara Federal de Comercio que me habían dado el premio hablaron siempre sólo del aprendiz de comercio Bernhard y nunca del escritor Bernhard. Entre aquellos dignos señores del comercio me sentí sumamente bien todo el tiempo que estuve con ellos y no tuve la impresión de que pertenecía a la literatura sino de que pertenecía al comercio. Con su distinción e invitación al palacio Kleßheim, me habían recordado con la mayor eficacia aquella época de aprendizaje del comercio útil para toda mi vida, la época en que, bajo la protección de mi maestro Podlaha, servía comestibles a la población del poblado de Scherzhauserfeld. Paseando de un lado a otro ante el palacio antes de la ceremonia, me sentía otra vez, y el ambiente otoñal del parque me ayudaba en alto grado a reconstruir mi existencia de aprendiz, aquel muchacho de dieciséis y diecisiete años que, con la bata gris de la tienda, trasvasaba de la forma más virtuosa el vinagre y el aceite de los recipientes de medio metro de alto a los cuellos de botella más delgados, sin embudo, en lo que nadie de la tienda consiguió imitarme nunca. Llevaba los sacos de ochenta y de cien kilos del almacén a la tienda del sótano, y los sábados por la tarde me arrodillaba en el suelo para fregarlo mientras mi jefe hacía las cuentas del día. Abría la verja extensible por la mañana y la cerraba por la noche, y entre tanto mi voluntad incesante era servir a las gentes de Scherzhauserfeld y a mi maestro. Cuando hace unas semanas visité uno de los cientos de filiales del mayor consorcio de zapatos austríaco, en uno de los pueblos de los alrededores, estaban allí, expuestas en la pared, aquellas tesis por mí enunciadas sobre el comportamiento de los aprendices de comercio que expuse en mi libro El sótano. La dirección del consorcio había copiado aquellas tesis de mi libro y las había hecho imprimir en cientos de ejemplares para todos sus aprendices. Yo estaba en aquella tienda, en la que había querido comprarme unas zapatillas de deporte, y leí en la pared mis tesis y, por primera vez en mi carrera literaria, tuve la sensación de ser un escritor útil. Leí varias veces mis tesis, sin darme a conocer, y me compré luego el par de zapatillas deseado y salí de la tienda y sentí la mayor satisfacción. El sótano describe mi media vuelta en la Reichenhallerstraße, el instante en que, una mañana, en lugar de ir al instituto de enseñanza secundaria fui a la oficina de trabajo a buscar un puesto de aprendiz, y todo lo que siguió. En el parque de Kleßheim tuve entonces que ceder a la melancolía que me acometió en ese parque antes de la ceremonia de la entrega del premio, y cedí a ella de buena gana. Fui, primero solo y luego con amigos, a lo largo de los muros, que me eran muy bien conocidos porque a lo largo de esos muros, pensé, me deslizaba después de la guerra, para atravesar en el crepúsculo la frontera prohibida y muy defendida. De eso hace ya treinta y cinco años. En ese palacio quiso establecer Hitler una residencia. Pero ¿dónde está Hitler? En ese palacio pernoctaron varias veces los presidentes Nixon y Ford de Estados Unidos y la reina de Inglaterra. Ahora el palacio albergaba la escuela de hostelería, dependiente de la Cámara Federal de Comercio, que es famosa en el inundo entero. Y en esa escuela de hostelería habían preparado para todos los participantes en la ceremonia, los premiados y los demás, una comida absolutamente señorial y una mesa espléndida. La entrega de premios tuvo lugar en el vestíbulo, inaugurada por un cuarteto o quinteto. Los comerciantes van al grano, y en consecuencia el presidente de la Cámara Federal de Comercio fue breve. Los tres premiados pudimos escuchar sucesivamente laudatorias a cargo de catedráticos, en las que se intentaba justificar la adjudicación del premio. Al parecer, yo había encontrado una forma absolutamente nueva de autobiografía. Cuando entregaron los cheques, en mi caso se trataba de cincuenta mil chelines, y la orquesta de cámara puso fin a la ceremonia matutina. Como suele hacerse en esas ocasiones, mi sitio en la mesa estaba adornado con un tablilla con mi nombre escrito a mano. Y entonces me senté, con sorpresa, exactamente al lado del presidente de la Cámara de Comercio de Salzburgo, que, cuando me había sentado, me dijo que fue él quien me examinó verbalmente de aprendiz de comercio. Todavía podía recordar, con exactitud, cómo se había desarrollado aquel examen que se remontaba a más de treinta años. Sí, dije, yo también lo recuerdo. El presidente Haidenthaller tenía una voz baja y me gustó su forma de hablar. Enfrente de mí se sentaba mi tía, y a mi izquierda, mi editor de Salzburgo. Cuando mi vecino de la derecha, el presidente Haidenthaller, hizo una vez una pausa bastante larga, mi editor me susurró al oído que Haidenthaller estaba mortalmente enfermo y no viviría más de dos semanas, cáncer, me susurró al oído mi editor. Cuando el señor Haidenthaller se volvió hacia mí, nuestra conversación, como es natural, cobró una nueva dimensión. Ahora era yo mucho más considerado con aquel distinguido señor que, como yo sabía, provenía de una de las más antiguas familias de Salzburgo, de una dinastía de propietarios de molinos, y que luego resultó que estaba incluso emparentado conmigo. Había leído El sótano, me dijo, nada más. En mi examen de aprendiz de comercio me había preguntado por diversas clases de té chino y yo había dado la respuesta correcta. Esa pregunta había sido siempre la más difícil, dijo. La fiesta era tan informal como era posible, tal como son los comerciantes. Hoy los aprendices no sabían distinguir ya en los exámenes entre tantas clases de té, ni tampoco tantas clases de café, unas cien clases de té y unas cien clases de café, cien clases de café y de té diferentes de aspecto y aroma, la pregunta más difícil del examen, me dijo el presidente Haidenthaller. Como es natural, durante todo el resto de la conversación yo pensaba en lo que me había dicho el editor, la muerte pronta e inevitable de mi vecino de mesa. Pensaba todo el tiempo en qué y cómo decir algo a mi antiguo examinador para aprendiz de comercio a fin de hacerle la comida tan agradable como fuera posible. Intercambiamos algunas experiencias relativas a nuestra común ciudad natal de Salzburgo, mencionamos una serie de nombres conocidos por los dos, nos reímos algunas veces y me llamó la atención que mi vecino de mesa lo hiciera una vez incluso a carcajadas. ¿Sabría que moriría en un plazo brevísimo? ¿O era todo sólo un desagradable rumor? Conversar con alguien del que se sabe que morirá en plazo brevísimo no es de lo más fácil. En el fondo, me alegré cuando se levantó la mesa y todos los que habían participado se despidieron entre sí. La fiesta había comenzado de una forma bonita pero terminaba trágicamente. En los días que siguieron a la entrega del premio en Kleßheim leía siempre en primer lugar, en el café de Gmunden al que iba diariamente para leer el periódico, la columna en que se anuncian los fallecimientos. Habían pasado ya quince días, pero el nombre no aparecía, ni entre los fallecimientos ni entre las esquelas. Sin embargo, al decimoquinto o decimosexto día apareció el nombre de Haidenthaller con una orla negra y letra grande en el periódico. Mi editor se había equivocado sólo en uno o dos días, no había difundido ningún rumor. Yo estaba sentado en el café, observando por la ventana a las gaviotas que picoteaban con ansia los pedazos de pan de las pensionistas en las revueltas aguas del lago, y volvía a oír de repente todo lo que el señor Haidenthaller me había dicho en la mesa en Kleβheim, con la mayor discreción y con la elegancia que debía a su posición y a su antiquísima familia. Sin el Premio de la Cámara Federal de Comercio no habría vuelto a ver al señor Haidenthaller y hoy no sabría tanto sobre mis propios antepasados como después de encontrarme con él, que había conocido bien a mi familia.