El Premio Franz Theodor Csokor

Franz Theodor Csokor fue filósofo y dramaturgo, y autor de un libro titulado Paisano en la guerra de los Balcanes, que descubrí en la biblioteca de mi abuelo, y fue muchos años presidente del PEN-Club y amigo de mi abuelo, al que sinceramente veneraba, y muchos años huésped de una hostería a orillas del Wallersee que pertenecía a parientes míos y por la que yo correteaba con tres y cuatro y con cinco y con seis y todavía con siete y con ocho años, sin sospechar quiénes eran aquellos dos señores, Franz Theodor Csokor y Ödön von Horváth, que se alojaban debajo de mí en habitaciones amuebladas con muebles imperio y Biedermeier e incluso con una serie de valiosos muebles josefinos, y de techos decorados con magníficos estucos, con vistas al bosque. Csokor y Horváth, los dos amigos que escribieron en la hostería de mis parientes una gran parte de sus obras de teatro y novelas, jugaban al parecer conmigo en el suelo de tablas de la sala de abajo y daban paseos también conmigo junto al lago, yo no puedo recordarlo. Mi abuelo, como sé, paseaba a menudo con Csokor y con Horváth.

En la hostería de mis parientes había una gran sala en el primer piso, en la que se representaba teatro durante todo el año, y tal vez era aquél el ambiente adecuado para aquellos dos autores teatrales, recuerdo aún el montón de vestidos teatrales de espléndidos colores que había en el desván y también una pieza que representaron en la sala, en la que un hombre desnudo, atado a un poste, era azotado, no sé por qué razón, pero todavía veo la escena muy claramente, tuvo un electo espantoso en mí, era un drama político. Es posible que a Csokor y Horváth los inspirase ese escenario. Luego encontré a Csokor una sola vez, en Salzburgo, con qué motivo no puedo decirlo ya, pero recuerdo que se sentó con el novelista George Saiko y conmigo en la terraza del restaurante de la Fortaleza y habló sin pausa de mi abuelo, anécdotas que me eran desconocidas. Quería a mi abuelo, porque de la forma que habló de él sólo se habla de una persona querida. Como yo también quise a mi abuelo como a nadie en el mundo, lo escuchaba con agrado. Para Saiko, un tipo seguro de sí mismo y egocéntrico, entonces hombre famoso, aquellas descripciones de Csokor resultaban casi insoportables, a veces hacía un intento de interrumpir a Csokor, pero Csokor no se dejaba interrumpir. Este señor, dijo Csokor, fue en otro tiempo director del Albertina de Viena, y esa información me impresionó enormemente. Al terminar la comida, Csokor, que era ya entonces un señor de edad, se sintió cansado, pero Saiko no lo estaba y por eso Csokor se despidió de mí, diciéndome que yo era joven y por ello, como era natural, no podía estar cansado, y que debía enseñar la ciudad de Salzburgo al señor Saiko, que tampoco lo estaba. En aquel momento no sabía aún qué catástrofe me aguardaba. Apenas se había despedido Csokor, Saiko, que había escrito la novela El hombre de los juncos, comenzó a explicarme qué era una novela. En medio del calor abrasador, comenzamos a recorrer la ciudad, y el señor Saiko insistía sin pausa en explicarme qué era una novela. Lo llevé de una calle a otra, de una iglesia a otra, pero él hablaba sólo de la novela, trataba de meterme en la cabeza su teoría de la novela, sin consideración, no tenía la menor idea de que su teoría continuamente expuesta me daba ya dolor de cabeza, y en definitiva, durante toda mi vida, nada he odiado más que las llamadas teorías de la novela, y por añadidura expuestas por teóricos fanáticos, como era Saiko, los cuales, como es totalmente lógico, quitan a sus oyentes toda afición por la materia, simplemente a causa de la intensidad de su voz. El señor Saiko no hacía más que hablar, y habló durante cuatro horas de que era una novela, citando incesantemente a algún escritor más o menos importante, y a veces decía que se había equivocado y no era Joyce quien había dicho esto o aquello, sino Thomas Mann, no Henry James sino Kipling. Mi admiración por el hecho de que aquel hombre, en definitiva, hubiera sido en otro tiempo director del Albertina se redujo a un mínimo de aprecio durante aquella conferencia de cuatro horas, en efecto, incluso odié de pronto a aquel conferenciante, lo odiaba y pensaba todo el tiempo en cómo podría deshacerme de él. Sin embargo, sólo después de cinco horas exactamente, así lo recuerdo, sólo cuando Saiko me vio de repente totalmente agotado, porque con su conferencia me había casi matado, se despidió. Yo estaba demasiado cansado para tomar aliento. Aquella noche fui a Venecia, como recuerdo, y desperté allí con una mañana espléndida y recorrí la plaza de San Marcos. Sin embargo, ¿quién abrió de pronto los brazos ya desde lejos cuando me vio ir hacia él? ¡El señor Saiko! Aquel absurdo no me asustó como era natural, sino que accedí a ir con Saiko a un restaurante situado cerca del Puente de los Suspiros, para comer queso y aceitunas y beber vino tinto. Entonces el señor Saiko no dijo absolutamente nada más y se mostró sólo como un perfecto sibarita. Iba con su mujer aquella noche a Ancona, me dijo, señalando un barco blanco al fondo. Sin embargo, yo no quería hablar ahora del señor Saiko, sino de Franz Theodor Csokor, al que todos los que lo conocían no podían dejar de querer. Después de volver de Venecia, encontré una carta de Csokor, en la que me comunicaba que el PEN-Club acababa de elegirme miembro. ¡Por unanimidad! ¡En votación secreta! Qué sorpresa más desagradable. Lo mismo que de cualquier otra asociación del mundo, tampoco quería, naturalmente, ser miembro del PEN-Club. ¿Cómo podía decírselo a aquel amable señor, autor del drama nacional austríaco que lleva el título de Tres de noviembre de 1918, sin herirlo? En el fondo, no tenía nada contra el PEN-Club, del que todavía hoy no sé qué es en realidad, pero no quería de ningún modo ser miembro de él, siempre había odiado las uniones y asociaciones y, como es natural, profundamente las asociaciones literarias. Por esa razón, sólo recientemente abandoné la Academia de Darmstadt, en la que nunca había entrado, y hace treinta años abandoné también el Partido Socialista, en el que sin embargo había ingresado poco antes, partidos y asociaciones no entraban ni entran en mis planes. De forma que me senté y escribí a Csokor que era consciente del enorme honor de haber sido elegido miembro del PEN-Club en votación secreta, según me decía, pero no podía renunciar a mi principio de no pertenecer a ninguna asociación, y por ello no podía ser miembro tampoco de la asociación aunque su presidente fuera él, Csokor. Me sentí horriblemente cuando eché la carta, No recibí respuesta. Finalmente murió Csokor, y también el señor Saiko, entre tanto, recibió cuatro o cinco semanas antes de su muerte el Gran Premio Nacional Austríaco de Literatura, y a mí (tres días antes de su muerte), durante un trayecto en tranvía desde Döbling hasta el distrito I, me explicó la ventaja de, cuando se compran zapatos, no hacerlo antes de las cuatro de la tarde, porque sólo a las cuatro de la tarde tiene el pie la consistencia adecuada y necesaria para comprar zapatos. Siempre que pienso en Saiko, que, como queda dicho, escribió El hombre de los juncos, recuerdo primero su conferencia sobre no comprar zapatos antes de las cuatro de la tarde, de la que todavía sé algo, y sólo en segundo lugar su conferencia de cuatro horas sobre qué es una novela. Los dos difuntos, sin embargo, tienen para mí algo excepcionalmente simpático, hayan escrito o no las obras maestras más increíbles de la literatura austríaca, vuelvo sobre ellos porque mi encuentro con ellos está necesariamente relacionado con la concesión del Premio Franz Theodor Csokor. Cuando recibí el premio dedicado a la memoria de Csokor, quienes me lo entregaron creían naturalmente que yo era miembro del PEN-Club, y cuando les conté mi historia con el PEN-Club se sintieron decepcionados, porque, al no ser miembro, quizá no me habrían dado el premio. Cuando recibí el premio en el Palais del PEN-Club en el distrito I, cerca de la iglesia de los Minoritas, de manos de Piero Rismondo, el único de los críticos de Viena al que interesaban mis obras de teatro, yo estaba precisamente expuesto en los periódicos austríacos a una campaña de aniquilación de mi persona especialmente violenta. Por qué, no lo sé. En cualquier caso, todos los pulgares apuntaban hacia abajo. Por eso la concesión me sentó muy bien. El señor Rismondo, sensible triestino, culto, no podía saber que sus palabras de aprobación ayudaban a alguien totalmente hundido, que sus elogios eran absorbidos con la mayor ansiedad por los oídos de alguien casi totalmente derrumbado. En aquella época, el Burgtheater había puesto en escena mis obras La partida de caza y El Presidente, y La cabalgata sobre el lago de Constanza de Peter Handke, y eso, increíblemente, había motivado que una delegación del llamado Senado de las Artes del Estado, encabezada por su presidente, el escritor Rudolf Henz, presentara en forma de resolución al Ministerio de Cultura la petición de que el ministro interviniera ante la dirección del Burgtheater para que no se volviera a representar a Bernhard ni a Handke, porque Bernhard y Handke, como podía leerse a diario en los periódicos vieneses, oran malos escritores, y él mismo, Henz, y su gente del Senado de Cultura, buenos. ¡Los beneficiarios de la sinecura estatal triunfaron! Los periódicos informaron sobre aquel episodio espeluznante sin un solo comentario. Ése es sólo un ejemplo concreto del ambiente literario reinante en el país contra Handke y contra mí. No fue la primera vez que dudé si debía aceptar o no premios. Después del Premio Julius Campe, el único premio que había recibido dando saltos de júbilo, había tenido siempre en el estómago una sensación de vacío cuando se trataba de recibir un premio, y mi cabeza se resistía cada vez a ello. Sin embargo, durante rodos los años en que seguí recibiendo premios, fui demasiado débil para decir que no. Mi carácter tenía en eso, pensaba siempre, una gran deficiencia. Despreciaba a los que daban premios, pero no rechazaba estrictamente los premios. Todo era repulsivo, pero yo me encontraba más repulsivo que nadie. Odiaba las ceremonias, pero participaba en ellas, odiaba a los que daban premios, pero aceptaba las sumas de dinero. Hoy no me resulta ya posible. Hasta los cuarenta, pensaba, sí, ¿pero luego? No haber aceptado los dieciocho mil chelines del Premio Franz Theodor Csokor sino haberlos transferido a la asistencia penitenciaria de Stein no era una solución. Tampoco esos actos, con un aspecto así llamado social, están en definitiva libres de vanidad, autocomplacencia e hipocresía. La cuestión, sencillamente, no se plantea ya, la única respuesta es no dejarse homenajear.