Anton Wildgans es, como Weinheber, un Hölderlin de la periferia vienesa, muy apropiado para el alma popular austríaca. El premio que lleva su nombre lo concede la Asociación de Industriales, que tiene su sede en la Schwarzenbergplatz de Viena, en un magnífico palacio de la época de los años de Fundación. Una semana antes de que yo recibiera el Premio Nacional Austríaco, el presidente de la Asociación de Industriales, el entre tanto fallecido Mayer-Gunthof, me comunicó que el jurado competente había decidido concederme su premio ese año, es decir, en 1967. El presidente terminaba su escrito con la fórmula habitual en el comercio de que se alegraba extraordinariamente de poder hacerme esa notificación. En su momento, recibí la invitación para el acto solemne. El premio estaba dotado con veinticinco mil chelines. No tuve nada que oponer al Wildgans, porque lo apreciaba más que mis amigos escritores del jurado, que por la razón que fuera, pero en cualquier caso absurda, habían tenido la idea de concederme en 1967 el Premio Wildgans. En las escuelas de arte dramático austríacas, los alumnos se ocupan con insistencia de Wildgans y sobre todo aprenden ya para el examen de ingreso un fragmento de la obra Pobreza y recitan cada dos por tres poemas de Wildgans, y cuando se trata de organizar alguna fiesta oficial muy solemne, ya sea en el Burgtheater o en el llamado Josefstadt o en algún ministerio, se recurre sin falta a las obras de Wildgans. La concepción diletante que tiene el austríaco de la poesía ha encontrado en él su ideal, como también en Weinheber, y hasta hoy se aplica en todas partes, cuando hay algo que celebrar. La gente admira en Wildgans no sólo, como dicen, su extraordinariamente sincero arte poético, sino sobre todo el que fuera director del Burgtheater. Yo mismo admiré en Wildgans a su hijo trombonista, que fue un músico absolutamente genial y uno de los compositores más prometedores de su tiempo. Sin embargo, no quiero hablar aquí sobre Wildgans sino sobre el premio que lleva su nombre. Unos días antes de que tuviera lugar en el ministerio de la Minoritenplatz la entrega del Premio Nacional me llegó la invitación a la ceremonia en la Asociación de Industriales, un papel pomposo, impreso por la famosa impresora Huber & Lerner del Kohlmarkt, en el que se mencionaba como invitado de honor especial al ministro Piffl-Percevic.
Si quiero, pensé, poner en lugar de las viejas y casi podridas contraventanas de mi casa otras nuevas, tendré que aceptar el premio, y por eso decidí aceptar el Premio Wildgans y presentarme en la guarida de fieras de la Schwarzenbergplatz. En general había pensado que el ser humano debe aceptar el dinero siempre que se le ofrece sin titubear nunca por el cómo y el de dónde, todas esas consideraciones no eran siempre más que pura hipocresía, y por eso encargué al carpintero de mi pueblo mis contraventanas, con ellas me ahorraré un montón de gastos de calefacción, eso fue lo que pensé. Ningún hombre sensato rechaza veinticinco mil chelines caídos del cielo, quien ofrece dinero es porque lo tiene, y hay que aceptarlo, pensé. Y la Asociación de Industriales debería avergonzarse de dotar un premio literario con veinticinco mil chelines, cuando podría dotar un premio así sin más, y sin notarlo siquiera, con cinco millones, pero desde su punto de vista, pensé, valora la literatura y a los literatos muy justamente, y la admiré incluso en lo que se refería a su valoración de la literatura y de los literatos que la hacen. Habría aceptado de cualquiera veinticinco mil chelines, incluso del primero que me encontrara en la calle.
Nadie reprocha a un mendigo de la calle que acepte dinero de la gente sin preguntar de dónde viene el dinero que le dan. Y habría sido de lo más absurdo preguntárselo precisamente a la Asociación de Industriales, es decir, pensar si aceptar o no sólo habría sido ridículo. Si añado a los veinticinco mil chelines de la Asociación de Industriales los veinticinco mil del Premio Nacional, sumas desvergonzadamente bajas para su fin, pensé, el Estado debería avergonzarse, lo mismo que la Asociación de Industriales, por conceder premios de literatura de la cuantía del miserable sueldo mensual de un empleado municipal de nivel medio, serán cincuenta mil y con ellos podré hacer realmente algo. El Estado concede un premio de la cuantía de un sueldo miserable y la Asociación de Industriales hace lo mismo, y los dos se exponen así a la opinión pública, que no se percata de lo infame y perverso que es el proceso. En realidad, con la concesión de un miserable premio de veinticinco mil chelines, la Asociación de Industriales, que tiene millones y hasta miles de millones, se pone a la altura de un mecenas del arte y la cultura absolutamente extraordinario, y es alabada además por ello en todos los periódicos, en lugar de ser denunciada sin la menor consideración por su infamia. Sin embargo, yo no quería denunciar, sólo quería informar. La entrega del Premio Wildgans debía tener lugar una semana después de la entrega del Premio Nacional. Según la invitación. Sin embargo, después de que, como ya he contado, la entrega del Premio Nacional se hubiera frustrado y el ministro hubiera cerrado de un portazo la puerta de la sala de audiencias de su ministerio y se hubiera marchado indignado, la Asociación de Industriales de la Schwarzenbergplatz había perdido de repente a su invitado de honor en la prevista entrega del Premio Wildgans, porque el ministro, como invitado de honor, había notificado de pronto a la Asociación de Industriales que no quería ser invitado de honor en una ceremonia en cuyo centro figurase cierto señor Bernhard, había declinado y la Asociación de Industriales se había quedado plantada. Pero como la Asociación de Industriales no disponía ya de su principal atracción, es decir, del ministro, tampoco quería ya al escritor Bernhard, con el que sólo había querido exhibirse hipócritamente como mecenas nacional. ¿Y qué hizo la Asociación de Industriales? Canceló todo el acto solemne y envió las mismas invitaciones impresas por Huber & Lerner del Kohlmarkt que había enviado dos semanas antes, pero ahora no como invitación sino como desinvitación. La ceremonia que había anunciado quince días antes no se celebraría y se había cancelado, decían esas por mí llamadas tarjetas de desinvitación, otra vez en el mismo estilo hispano-habsbúrguico de las comunicaciones de la Corte, en negro y oro, de Huber & Lerner. Me enviaron esa desinvitación, como a todos los demás invitados antes, sin otra información sobre el cómo y el porqué, y, en un miserable tubo de impresos postales, por correo ordinario, el diploma, igualmente sin comentario. Por suerte me transfirieron igualmente sin comentario los veinticinco mil chelines, una suma que, creo, era demasiado baja para compensar toda aquella desvergüenza infame.
Poco después me reuní con Gerhard Fritsch, que había sido miembro del jurado y hasta entonces amigo mío, en el Café Museum, precisamente en la mesa en que solía sentarse Robert Musil, y le pregunté si, después de aquella cochinada de la Asociación de Industriales, protestaría contra aquella forma de actuar y dejaría el jurado, renunciando a su puesto. Sin embargo, Fritsch me dijo que no tenía intención de protestar ni de dejar el jurado. Tenía tres mujeres y un montón de hijos con esas mujeres que mantener, y no podía permitirse una protesta así, para mí lógica, ni una renuncia al jurado del Premio Wildgans, también lógica para mí. Como padre múltiple y mantenedor de tres mujeres que gastaban muchísimo dinero, se lamentó ante mí y me pidió que tuviera consideración con él, en un tono repulsivo. Pobre hombre, inconsecuente, lamentable, digno de lástima. No mucho tiempo después de esa conversación, Fritsch se ahorcó de un gancho de la puerta de su casa, su vida, que él mismo había echado a perder, había sido demasiado para él y lo había eliminado.