Premio Nacional Austríaco de Literatura

El Premio Nacional Austríaco de Literatura lo recibí en 1967 y debo decir en seguida que se trataba del llamado Pequeño Premio Nacional, que recibe un escritor sólo por una obra determinada y ha de solicitar él mismo, presentando su obra al competente Ministerio de Arte y Cultura, y que yo lo recibí a una edad a la que normalmente no se recibe ya, concretamente a los treinta y muchos años, cuando lo habitual es recibir ese premio ya a los veintitantos, lo que es absolutamente acertado, es decir, que se trataba del llamado Pequeño Premio Nacional y no del llamado Grande, que se concede por lo que se llama la obra de una vida. Nadie se asombró más del hecho de que hubiera recibido el Pequeño Premio Nacional que yo, porque no había presentado ninguna de mis obras, nunca había hecho eso, no sabía que mi hermano, como más tarde me confesó, había entregado mi Helada en el portón del Ministerio de Arte y Cultura, en la Minoritenplatz, el último día del plazo de presentación. No me entusiasmó en absoluto la noticia de haber recibido el premio, porque antes que yo habían recibido ya ese premio un montón de jóvenes y, a mis ojos, lo habían devaluado bastante. Sin embargo, no quise ser aguafiestas y acepté el premio, también por el hecho de recibirlo exactamente treinta años más tarde que mi abuelo, que lo recibió en 1937. Fue ese aspecto el que me hizo comunicar al Ministerio que aceptaba el premio con el mayor placer. En realidad, se me revolvía el estómago ante la idea de tener que recibir casi con cuarenta años un premio que debía reservarse a los de veintitantos, y, en general, mantenía una tensa relación con mi Estado, como tengo también hoy, y en mucho mayor medida, y tenía esa tensa relación con nuestro Ministerio de Arte y Cultura, al que detestaba por conocerlo de cerca y muy bien, y en primer lugar al ministro de Cultura de entonces. En mis años de juventud fui con frecuencia a ese ministerio para recibir lo que se llamaba una bolsa de viaje al extranjero, con veintitantos años, porque quería viajar mucho y casi sin interrupción y no tenía dinero para ello, el ministerio me concedió dos o tres veces una de esas bolsas y con seguridad le debo dos viajes a Italia. Pero cada vez que salía del ministerio maldecía a sus funcionarios y la forma en que trataban en el ministerio a los que eran como yo, y también por muchas otras razones, que no quiero exponer aquí, había aprendido a odiarlos. A los funcionarios de allí los encontraba autoritarios y estúpidos, y no sabían de qué hablaba cuando hablaba con ellos, y en todas las esferas de nuestro arte y cultura tenían el peor gusto que cabe imaginar. En pocas palabras, ahora tenía que enfrentarme al hecho de que un día de primavera tendría que recoger el Premio Nacional por mi Helada, que mi hermano había entregado en la portería de la Minoritenplatz, por la absurda razón que fuera. Sentía como una humillación que me lanzaran ahora a la cabeza el llamado Pequeño Premio Nacional, pero no quería causar revuelo y mi hermano había conseguido convencerme de que lo adecuado era recibir el premio sin protesta. Así pues, ahora tenía que ir precisamente a ese ministerio y dejar que precisamente aquella gente a la que detestaba profundamente me colgara un premio que detestaba. Me había jurado no volver a pisar aquel ministerio, en el que siempre reinaban sólo la estupidez y la hipocresía, pero ahora llevaba aquella camisa de fuerza en que me había metido mi hermano. Varios periódicos habían dado la noticia como si se tratara del Gran Premio Nacional, cuando en realidad se trataba de aquel Pequeño Premio que me humillaba. El hecho me ahogaba y estuve semanas con ese ahogo en el cuello. Pero no quería exponerme a rechazarlo, porque entonces habrían vuelto a calificarme de arrogante y megalómano, como acostumbran, porque todavía hoy me califican de arrogante y megalómano, y quizá tengan razón y realmente sea megalómano y arrogante, no soy capaz de autojuzgarme de una forma total. Pero por mucho que me ahogara la idea de tener que entrar en el ministerio y recoger el Pequeño Premio Nacional, me salvaba sin embargo el hecho de que también aquel Pequeño Premio Nacional estaba dotado con una suma de dinero, con veinticinco mil chelines de entonces, que yo, endeudado hasta las cejas, necesitaba con urgencia. En esas deudas había pensado mi hermano al permitirse la monstruosidad de entregar mi Helada en la portería del ministerio. De forma que, lo reconozco, al pensar en la suma de veinticinco mil chelines del premio, estaba de acuerdo con el premio, con todos los horrores y contrariedades que llevaría aparejados el premio, sólo detestaba el premio mientras no pensaba en los veinticinco mil chelines, si pensaba en los veinticinco mil chelines me sometía a mi destino. Tener o no tener esos veinticinco mil, pensaba todo el tiempo, y por otra parte mi hermano tenía razón al decir que debía recoger sencillamente el premio, sin ningún revuelo, sin hacer comentarios. En secreto yo pensaba que el jurado se había permitido una desfachatez conmigo al darme el Pequeño Premio Nacional, cuando, en todo caso, lo que habría podido plantearse entonces, me sentía como es lógico sólo absolutamente preparado para el Gran Premio Nacional y no para el Pequeño, de forma que para mis enemigos literarios de ese jurado era por consiguiente un placer diabólico derribarme de mi estrado con aquel Pequeño Premio que me lanzaban a la cabeza. ¿Podían creer, pensé, con toda seriedad, que yo, personalmente, me había presentado al premio, me había expuesto conscientemente y con los ojos abiertos a su gusto diletante? Es posible que pensaran que yo mismo había depositado Helada en la portería del ministerio. Probablemente era así, ellos eran así y no podían pensar de otro modo. Las personas que me habían hablado del premio creían todas, naturalmente, que había recibido el Gran Premio Nacional, y cada vez tenía que pasar por la penosa situación de tener que decirles que se trataba del Pequeño Premio, que había recibido ya cualquier imbécil que escribía. Y cada vez me veía obligado a explicar a la gente la diferencia entre el Pequeño y el Gran Premio Nacional, y cuando lo había hecho tenía la sensación de que no me entendían en absoluto. El Gran Premio Nacional, decía una y otra vez, se daba por lo que se llamaba la obra de una vida, y se recibía en edad avanzada y lo concedía el llamado Senado de las Artes, compuesto por todos los que hasta entonces habían recibido el Gran Premio Nacional, y no había sólo un Gran Premio Nacional para literatura sino también para las llamadas artes plásticas y para la música, etcétera. Cuando la gente me preguntaba quién había recibido ese llamado Gran Premio Nacional, decía siempre que nada más que imbéciles, y si me preguntaban cómo se llamaban esos imbéciles, citaba una serie de imbéciles que para todos ellos eran desconocidos, sólo yo conocía a aquellos imbéciles. Y ese Senado de las Artes se componía por consiguiente nada más que de imbéciles, decían, porque calificas de imbéciles a todos los que componen el Senado de las Artes. Sí, decía yo, en el Senado de las Artes no hay más que imbéciles, y concretamente imbéciles católicos e imbéciles nacionalsocialistas, y además algunos judíos como coartada. A mí me asqueaban esas preguntas y esas respuestas. Y esos imbéciles, decía la gente, eligen cada año nuevos imbéciles para su Senado, al concederles el Gran Premio Nacional. Sí, decía yo, cada año se elige a nuevos imbéciles para el Senado que se llama Senado de las Artes, y es un mal imposible de extirpar y un absurdo perverso en nuestro Estado. Se trata de una asamblea de los mayores inútiles y cabrones, decía cada vez. Y entonces, ¿qué es el Pequeño Premio Nacional? Y yo respondía, el Pequeño Premio Nacional es lo que se llama un estímulo al talento, y lo han recibido ya tantos que no pueden enumerarse, entre ellos yo ahora, porque, como castigo, me han dado el Pequeño Premio Nacional. ¿Como castigo por qué?, me preguntaban, y yo no sabía qué responder. El Pequeño Premio Nacional, decía, es después de los treinta una infamia, y, como tengo ya casi cuarenta, es una infamia monstruosa. Decía sin embargo que me había jurado afrontar esa infamia y no pensaba rechazar aquella infamia monstruosa. No estoy dispuesto a rechazar veinticinco mil chelines, decía, soy codicioso, no tengo carácter, yo también soy un cerdo. La gente no cedía e insistía. Sabían exactamente en qué tenían que insistir para ponerme furioso. Me encontraban por la mañana y me felicitaban por mi premio y decían que ya era hora de que me concedieran el Premio Nacional de Literatura, y hacían luego una pausa significativa. Entonces tenía que explicarles que, en el caso de mi premio, se trataba del Pequeño Premio Nacional, de una infamia y no de un honor. Pero los premios, en general, no son ningún honor, decía luego, el honor es una perversión, no hay ningún honor en el mundo entero. La gente habla de honor pero se trata de una infamia, sea cual sea el honor de que se hable, decía. El Estado colma a sus ciudadanos trabajadores de honores y los colma en realidad de perversiones e infamias, decía. Mi tía había tenido siempre una opinión muy alta de nuestro Estado y, en general, del Estado, su marido había sido un alto funcionario público, y ella hizo como si me hubieran concedido un honor cuando apareció en el periódico la noticia de que recibía el premio, también a ella tuve que explicarle que se trataba del Pequeño y no del Gran Premio y, otra vez traté de explicarle exactamente la diferencia entre ambos premios, y al final de mi explicación dije que ni el Pequeño ni el Gran Premio Nacional valían nada, ambos premios eran una infamia y era una vileza aceptar cualquiera de ellos, pero mi falta de carácter bastaba para que aceptara el premio, porque quería recibir los veinticinco mil chelines. Mi tía se sintió decepcionada, hasta entonces había esperado demasiado de mí. No debía aceptar el premio, dijo, si yo pensaba lo que decía.

Sí, le dije, pienso lo que digo pero sin embargo aceptaré el premio. Cogeré el dinero porque hay que quitar al Estado, que todos los años tira por la ventana no sólo millones sino millardos, cualquier dinero, el ciudadano tenía derecho a ello y yo no era un necio. Teníamos un gobierno indigno, que no reparaba en medios para ponerse en escena y permanecer en el poder, y aunque el Estado se fuera al diablo, quitaría a ese Estado los veinticinco mil chelines. Vil o no, sin carácter o con él, dije. Mi tía me acusó de inconsecuencia. Mi punto de vista no la había convencido. No creo, le dije, que sea falta de carácter recoger la suma del premio de quien aborrezco y desprecio profundamente, todo lo contrario. Para resarcirme de la humillación de haberme dado el Pequeño Premio, debería hacer un viaje, había tantos países que me eran desconocidos, incluso en Europa, con esos veinticinco mil tendría la posibilidad, por ejemplo, de ir a España, donde nunca había estado. Si no utilizo ese dinero para un viaje, dije, lo arrojarán a las fauces de algún inútil que sólo cause desgracias y apeste el aire con sus realizaciones. Cuanto más se acercaba el día de la entrega de premios, más noches de insomnio casi insoportables pasaba. Lo que posiblemente algunos zoquetes habrían considerado un honor yo lo sentía, cuanto más lo pensaba, como una infamia, decapitación habría sido demasiado, pero infamia considero todavía hoy la designación más acertada. Los muchos jóvenes escritores de dramas radiofónicos, de veinte años y veintidós años y veinticinco años, vestidos a la moda, que me había encontrado en la calle, habían recibido todos el Premio Nacional. Hacían como si sólo entonces hubiera tenido yo su misma consagración. Eso me trabajaba. Por lo demás, su perspectiva era exacta. Mi Helada no había tenido en toda Austria una sola recensión favorable, al contrario, inmediatamente después de su publicación había sido desfavorablemente criticada por todos los periódicos austríacos sin excepción, pero no en los lugares pertinentes, como me había imaginado, sino de algún modo a derecha o izquierda por debajo, donde la descalificación y el desprecio tienen su lugar desde siempre. Me irrité y volví a irritarme por la falta de escrúpulos de aquellos incontrolados hasta el límite, pero al final me planteé la cuestión de si toda aquella gente no tendría razón. ¡Tal vez yo fuera sólo como me valoraban! Me prohibí reflexionar más sobre ello. El tiempo es despiadado. También entonces lo fue. La mañana de la entrega de premios estaba allí. También en aquella ocasión debía pronunciar un discurso, pero no soy orador y soy incapaz de pronunciar discursos, nunca he pronunciado un discurso porque no soy capaz de pronunciarlo. Sin embargo, tenía que pronunciar un discurso, la tradición es que el escritor que recibe ese premio con un pintor y un compositor, etcétera, pronuncie un discurso, calificado en la invitación del ministerio de discurso de agradecimiento. Sin embargo, como siempre que tenía que pronunciar un discurso, no se me ocurría ningún discurso, también en este caso pensé durante semanas qué diría, es decir, cuál sería mi discurso, pero no llegué a ninguna conclusión. Qué podía decirse en una ocasión así salvo la palabra ¡gracias!, que asfixia a quien la pronuncia y se le queda atravesada largo tiempo en el estómago. No encontraba ningún tema para un discurso. Pensé que quizá debería ocuparme de la situación mundial, que, como siempre, era suficientemente mala. ¿O de los países subdesarrollados? O de la desatendida asistencia médica. ¿O del mal estado sanitario de la dentadura de nuestros niños de edad escolar? ¿Debía decir algo sobre el Estado en sí o sobre el arte en sí o sobre la cultura en general? Todo lo encontraba repugnante y asqueroso. Finalmente me senté con mi tía a la mesa del desayuno y dije: no puedo pronunciar un discurso, no se me ocurre ningún discurso. No se me ocurre ningún tema, no se me ocurre nada. Tal vez después de desayunar, dijo mi tía, y yo pensé, sí, quizá después del desayuno, y desayuné y desayuné, pero seguía sin ocurrírseme nada. Me había puesto ya mi traje para la ceremonia, el traje recto de color antracita, y me había anudado la corbata y me ahogaba con el último bocado del desayuno, y no tenía ni rastro de idea para un discurso, de repente no tenía en la cabeza absolutamente nada, salvo una sensación de miedo, tenía miedo de lo que me aguardaba, aunque no supiera exactamente qué clase de miedo, tenía miedo de alguna perversión y al mismo tiempo de alguna ilegalidad y de alguna falta de equidad y de alguna situación absolutamente penosa. Ya estaba mi tía dispuesta a salir, tenía otra vez un aspecto muy elegante, y yo la admiré. ¡Si hubiera renunciado y no tuviera que ir ahora al ministerio!, dije. Y entonces, en el colmo de la desesperación, me senté junto al escritorio de la ventana y escribí a máquina unas cuantas frases. Tampoco era un discurso, como se me pedía, eran otra vez sólo unas frases lo que tenía en la mano. Sólo unas frases, dije a mi tía, y me avergoncé de leerle aquellas frases que acababa de escribir. Además tampoco habría tenido ya tiempo, porque teníamos que marcharnos, atrapamos un taxi en la esquina de Obkirchergasse y Grinzinger Allee y fuimos al centro. Aquel trayecto fue el trayecto a un patíbulo. En la llamada sala de audiencias del Ministerio de Cultura y Arte y Educación tenía lugar la entrega del premio. Cuando llegamos, estaban ya presentes todos los llamados invitados de honor. Sólo el ministro, el señor Piffl-Percevic, exsecretario de la Cámara Agrícola de Estiria, con bigote, que había pasado directamente de su puesto de Estiria al de ministro en el Ministerio de Cultura y Arte y Educación. A causa de su amigo del Partido, que acababa de ser nombrado canciller. Aquel Piffl-Perécvié había sido siempre para mí un horror, porque era incapaz de acabar correctamente una frase, y es posible que supiera algo de terneras y vacas estirias y de cerdos de la Alta Estiria y semilleros de estiércol de la Baja Estiria, pero en cualquier caso no sabía nada de arte y cultura, aunque sin pausa y por todas partes hablara de arte y cultura. Pero eso es algo distinto. El ministro del bigote entró en la sala de audiencias y pudo comenzar la entrega del premio. El ministro había tomado asiento en la primera fila, en la que se sentaban los galardonados con el premio, cinco o seis además de mí. También aquella entrega de premios comenzó con una pieza musical, se trataba de un cuarteto de cuerda, y el ministro lo escuchó con la cabeza inclinada hacia la izquierda. Los músicos no estaban en buena forma y pifiaron en varios pasajes, pero en esas ocasiones ni siquiera se da importancia a tocar correctamente. A mí me dolió que los músicos pifiaran precisamente en los mejores pasajes de la pieza. Finalmente terminó la música y su secretario pasó al ministro un papel con un texto probablemente redactado por el secretario, y entonces el ministro se levantó, subió al estrado y pronunció su discurso. No recuerdo ya el contenido del discurso, en él se presentaba a todos los premiados, se daba lectura a algunos datos biográficos y se citaban algunas de sus obras.

Naturalmente, no podía saber si lo que el ministro había leído de mala manera sobre los otros homenajeados era verdad, pero lo que dijo sobre mí era casi todo falso e inventado de la forma más burda. Mencionó por ejemplo que yo había escrito una novela que se desarrollaba en una isla de los mares del Sur, cosa que, en el momento en que el ministro lo dijo, oí por primera vez. Todo lo que decía el ministro era falso, y evidentemente su secretario me había confundido ton algún otro, pero no me irritó más, porque estoy acostumbrado a que los políticos, en esas ocasiones, sólo digan tonterías y cosas inventadas, por qué había de ser distinto el señor Piffl-Percevic. Sin embargo, lo que me hirió profundamente fue la manifestación del ministro de que yo, y lo recuerdo literalmente, era un extranjero nacido en Holanda, que sin embargo llevaba algún tiempo viviendo entre nosotros (es decir, entre los austríacos, en los que el ministro Percevic no me incluía). No se debe reprochar a la gente provinciana su provincianismo, pero, cuando actúa con una arrogancia tan inigualable como la del señor Piffl-Percevic, hay que dejar constancia si la ocasión llega. Ahora tengo esa ocasión y constato el hecho. En el rostro antiartístico, en definitiva estúpido y totalmente insensible del ministro de Cultura se dibujaba una soberbia realmente indescriptible mientras informaba a la asamblea de quién era yo. Pero probablemente tampoco en aquel caso, salvo mis amigos, sabía nadie que el ministro sólo había aireado en la sala una falsificación envuelta en estupidez. Él no sentía nada, sencillamente, con su monótono tono innato, leía una información falsa tras otra, una infamia tras otra. ¿Por qué tenía que aguantar yo aquello? Todavía durante el discurso del ministro me pregunté si no habría sido mejor no ir allí. Pero esa pregunta no tenía ya verdadero sentido. Estaba allí sentado y no podía defenderme, no podía ponerme en pie de un salto sencillamente y decir al ministro a la cara que lo que decía era un absurdo y una mentira. No podía hacerlo. Estaba atado a mi silla por un cinturón invisible, condenado a la inmovilidad. Ése es el castigo, pensé, ahora te pasan factura. Ahora te has unido a esos que se sientan en la sala y escuchan, y hacen causa común con su santidad el ministro con oídos hipócritas. Ahora eres uno de ellos, ahora perteneces también a esa gentuza, que siempre te ha enfurecido y con la que, durante toda tu vida, no has querido tener nada que ver. Te sientas ahí con tu traje oscuro y encajas golpe tras golpe, una desvergüenza tras otra. Y no te mueves, no te levantas de un salto y das una bofetada al ministro. Me convencí de que debía permanecer tranquilo, me decía sin cesar tranquilo, tranquilo, tranquilo, me lo dije hasta que el ministro hubo terminado con su arrogante desvergüenza. Habría merecido bofetadas, pero recibió un aplauso atronador. También entonces aplaudían las ovejas al dios que las alimentaba, y en medio del ruido de los aplausos el ministro volvió a sentarse y me tocó a mí levantarme y subir al estrado. Todavía temblaba de rabia. Pero no había perdido el dominio de mí mismo. Saqué el papel con mi texto del bolsillo de la chaqueta y lo leí, posiblemente con voz temblorosa, puede ser. También me temblaban las piernas, como es natural. Pero todavía no había acabado con mi texto cuando la sala se intranquilizó, yo no sabía por qué, porque había dicho tranquilamente mi texto y su tema era filosófico, aunque de cierta profundidad, como advertí, y había pronunciado un par de veces la palabra Estado. Pensé: es un texto muy tranquilo, con el que ahora, porque casi nadie lo entenderá, saldré del paso sin revuelo, trata de la muerte y de su superioridad y de la ridiculez de todo lo humano, de la incapacidad y la mortalidad de la humanidad y de la nulidad de todos los Estados. Todavía no había llegado al final de mi texto cuando el ministro, con el rostro de un rojo encendido, se puso en pie de un salto y se dirigió hacia mí, lanzándome a la cara algún insulto para mí incomprensible. Sumamente excitado, se alzó ante mí, amenazándome, efectivamente, se dirigió hacia mí alzando la mano con cólera. Luego avanzó dos o tres pasos en mi dirección y entonces dio una media vuelta brusca y abandonó la sala. Primero, sin acompañante alguno, se precipitó hacia la puerta de cristal de la sala de audiencias, salió y la cerró con estrépito. Todo eso sucedió en unos segundos. Apenas había el ministro, por su propia mano y furioso por todo, cerrado a sus espaldas la puerta de su sala de audiencias, se produjo en la sala el caos. Es decir, al principio, después de haber cerrado el ministro la puerta de golpe, reinó un momento de silencio cohibido.

Luego estalló el caos. Yo no comprendía nada de lo que había ocurrido. Había tenido que soportar allí una humillación tras otra y luego había leído mi texto, según creía inofensivo, y entonces el ministro había abandonado furioso la sala y sus vasallos se dirigían contra mí. Toda la turba de la sala, personas todas que dependían del ministerio y recibían subvenciones y pensiones, y en primer lugar el llamado Senado de las Artes, que probablemente había estado presente en todas las concesiones del Premio Nacional, se precipitaron detrás del ministro, saliendo de la sala de audiencias y bajando por la ancha escalinata. Sin embargo, todas esas personas que se precipitaron detrás del ministro no lo hicieron sin haberme dirigido antes al menos un mirada malévola, porque al parecer yo había sido la causa de aquella penosa escena y del abrupto derrumbamiento de la ceremonia. Me dirigieron sus miradas malévolas y se apresuraron a seguir al ministro, y muchas de ellas no se conformaron sólo con miradas malévolas sino que me amenazaron también con el puño, el primero, como recuerdo exactamente, el señor Rudolf Henz, presidente del Senado de las Artes, hombre que entonces tendría entre setenta y ochenta años, el cual se precipitó hacia mí amenazándome con el puño y siguió luego con los otros al ministro. ¿Qué he hecho?, me pregunté, dejado de pronto allí de pie en la sala de audiencias del ministro sólo con mi tía y dos o tres amigos. No tenía conciencia de haber hecho nada malo. El ministro no había comprendido mis frases y, como yo no había utilizado la palabra Estado en un contexto sumiso sino sumamente crítico, se había levantado de un salto y me había atacado y salido de la sala de audiencias y bajado por la escalinata. Y todos los demás, con las escasas excepciones ya mencionadas, se habían apresurado a seguirlo. Todavía hoy oigo cómo el ministro cerró de golpe la puerta de la sala de audiencias, nunca he oído cerrar una puerta con tanta fuerza. Yo estaba allí y no sabía qué decir. Los amigos, tres o cuatro, no más, y mi tía se habían acercado a mí y tampoco conocían la respuesta. Todo el grupo se volvió hacia el bufé, flanqueado todavía por dos camareros probablemente enviados por el Sacher o por el Bristol, rígidos y sumamente excitados, y se planteó qué pasaría con aquel bufé totalmente intacto. Irá a algún asilo de ancianos, pensé. Es el ministro quien te ha ofendido, no tú a él, dijo uno de mis amigos. Palabras acertadas. Ha ofendido a todos, dije yo. El ministro ha cerrado la puerta de la sala de audiencias con tal portazo que se han roto los cristales, pensé. Sin embargo, cuando inspeccioné la puerta de la sala de audiencias, resultó que no se había roto ningún cristal. Sólo había sonado como si los cristales de la puerta de la sala de audiencias se hubieran roto. Los periódicos escribieron al día siguiente sobre un escándalo que había provocado el escritor Bernhard. Un periódico de Viena, que se llamaba Wiener Montag, escribió en la primera página que yo era una chinche a la que habría que exterminar.