En 1964, el Premio Julius Campe, creado por la editorial Hoffmann und Campe de Hamburgo en memoria de Julius Campe, editor de Heine, se dividió en tres partes, y su cuantía de quince mil marcos fue a parar a Gisela Elsner, a Hubert Fichte y a mí. Era la primera vez que recibía una distinción por una obra literaria y me entusiasmó sobre todo que se tratara de una distinción que venía de Hamburgo y que está indisolublemente ligada al primer editor de Heine, porque Julius Campe fue el primer editor del Viaje por el Harz y de una serie de los mejores poemas que ha escrito jamás un poeta alemán. Naturalmente, Julius Campe no me era desconocido, había leído la biografía de Brienitzer. En realidad, el Premio Julius Campe de 1964 no se otorgó, porque el jurado no pudo ponerse de acuerdo en ningún escritor para el premio, y las tres partes iguales de la suma del premio se denominaron becas de trabajo, lo que no me impidió, desde el momento en que tuve en perspectiva esa beca, pensar y decir siempre que había recibido el Premio Julius Campe.
Estaba muy orgulloso y probablemente por primera vez totalmente sin inhibiciones y en el fondo de mi corazón, de un forma totalmente natural, feliz por aquella noticia llegada de Hamburgo, y traté de difundirla tan rápidamente como fuera posible y por todas partes, vivía en casa de mi tía en Viena y fui a través del primer distrito por el Graben y por la Kärntnerstraße y a través del Kohlmarkt y por el Volksgarten, pensando que toda la gente que me encontraba conocía mi suerte de haber recibido el Premio Julius Campe. Si me sentaba en un café, me sentaba a la mesa, desde el momento en que pude sentirme ganador del Premio Julius Campe, de una forma distinta de la de antes, encargaba mi café de una forma distinta de la de antes, sostenía los periódicos de una forma distinta de la de antes y en conjunto me asombraba de que todo el mundo no me hablara en la calle del acontecimiento. También informaba a quien no me lo preguntaba de que acababa de recibir el Premio Julius Campe y le explicaba quién fue Julius Campe, lo que nadie sabía en Viena, y quién fue Heinrich Heine, porque mucha gente tampoco lo sabía en Viena, y qué era lo que llevaba aparejado aquella extraordinaria distinción. Se trataba de un inmenso honor, decía, recibir un premio que llevaba el nombre de Heinrich Heine, y además procedente de Hamburgo, de la ciudad que en aquella época más quería y que siempre ha sido una de mis ciudades preferidas, todavía hoy no conozco en Alemania ninguna otra por la que deambule con tanta despreocupación y feliz naturalidad. Y en la que realmente podría vivir bastante tiempo y, quién sabe, tal vez incluso muchos años. A Hamburgo fui ya pronto y quizá se deba al hecho de que pasé el primer año de mi vida en un cúter pesquero en el puerto de Rotterdam el que Hamburgo sea para mí lo que popularmente se llama amor a primera vista. Con frecuencia y casi anualmente era huésped en una casa de ladrillo de Wellingsbüttel, no lejos del lugar donde nace el Alster, y, por ello, respeto y quiero a los hamburgueses. Ya la forma en que me concedieron una participación en el Premio Julius Campe debo calificarla como de lo más simpática. Me escribieron dos o tres frases, en el sentido de que me habían elegido para una de las tres partes del premio y podía recoger la suma de quince mil marcos cuando quisiera, porque estaba dispuesta en la sede de la editorial Hoffmann und Campe, en el Harvestehuder Weg. No habría ninguna ceremonia, ninguna fiesta. De forma que tuve realmente ocasión de volver a ir a Hamburgo, subí un día en la Westbahnhof a un tren con dirección a Copenhague y me recliné para dormir en el compartimento que me pareció más apropiado para ese fin. Sin embargo, no había que pensar naturalmente en dormir, porque mi excitación por mi primera distinción por una obra literaria, Helada, era demasiado grande. He recibido el premio de Hamburgo, de Hamburgo, de Hamburgo, pensaba una y otra vez, y despreciaba en secreto a los austríacos, que hasta entonces nunca me habían mostrado el menor rastro de reconocimiento. ¡Del mar del Norte había llegado la noticia, del Binnenalster! Ahora Hamburgo no era sólo para mí la más hermosa de las grandes ciudades sino también la cumbre del discernimiento, por no hablar del inmenso cosmopolitismo que ha caracterizado a Hamburgo desde siempre. En Hamburgo, la gente de Hoffmann und Campe me había reservado una gran habitación en una antigua villa del Binnenalster, e hice que el taxi me llevara allí. Apenas había llegado a mi habitación, me llamó un periódico que quería hacerme una entrevista. Yo me recosté en un sillón y accedí. Saqué mis pocas cosas y llamaron a la puerta y era la gente del periódico que estaba ya allí, con sus bolígrafos. Fue la primera entrevista de mi vida, posiblemente se la concedí al Hamburger Abendblatt, quién sabe. Estaba tan excitado que no podía acabar ninguna frase, sabía en seguida la respuesta a todas las preguntas, pero no me gustaba mi forma de expresarme. Pensé: la gente se dará cuenta de que vienes de Austria, allá en los quintos infiernos. Al día siguiente vi mi fotografía en el periódico y en lugar de alegrarme enormemente, como esperaba, me avergoncé de las tonterías que había dicho a la gente del periódico y me pareció aborrecible mi retrato, si realmente tengo el aspecto de esa foto, pensé, sería mejor retirarme para siempre a un sombrío valle de montaña y no volver a pisar el mundo exterior. Allí estaba ahora sentado, untando con una gruesa capa de mermelada de naranja el pan del desayuno y profundamente herido. No me atreví a abrir la cortina y pasé así varias horas, sentado en mi sillón y como acometido por una indefinible paralización de todo el cuerpo. Me sentía tan mal como nunca me había sentido antes. De pronto recordé sin embargo mi parte del premio, los quince mil marcos se apoderaron en seguida de mi cabeza y me puse la chaqueta y corrí a la editorial Hoffmann und Campe, fue un paseo espléndido en un aire purísimo y tuve la impresión de que, por primera vez en mi vida, veía aquel mundo elegante. Contemplé con el mayor interés y la mayor atención cada una de aquellas villas confortables del Binnenalster. Finalmente llegué a la editorial Hoffmann und Campe, me presenté y fui en seguida recibido personalmente por el director de la editorial. Me dio la mano, me pidió que me sentara y sacó del cajón de la mesa que abrió un sobre ya preparado y me lo tendió. Aquí tiene el cheque, me dijo. Luego me preguntó si estaba bien alojado. Luego se produjo una pausa, durante la cual yo no hacía más que pensar que debía decir algo inteligente, algo filosófico, quizá por lo menos algo sensato, pero no dije nada, no abrí la boca. Finalmente tuve la impresión de que se había producido una situación penosa y casi en seguida el señor dijo que debía acompañarlo a comer en el llamado English Club. Allí fui efectivamente al mediodía y comí con aquel señor una de las comidas más exquisitas que había comido hasta entonces. La comida terminó con un generoso trago de Fernet-Branca y luego me encontré en la calle, a orillas del Alster, habiéndome despedido ya del director de la editorial Hoffmann und Campe. Con ello terminó la razón principal de mi viaje a Hamburgo. Pasé otra vez la noche en la antigua villa del Alster y me trasladé luego a Wellingsbüttel, a casa de mis amigos. Ya no sé cuánto tiempo permanecí allí. Ahora era yo una celebridad, decían mis amigos, y, cuando hacían alguna visita conmigo, decían al anfitrión: este austríaco que nos acompaña es ahora una celebridad. Todos hacían que me resultara difícil marcharme de Hamburgo. Cuando llegué a Viena, cumplí la resolución que había tomado ya en el viaje a Hamburgo: me compré con toda la suma del premio un coche. La compra del coche se produjo del siguiente modo: en la exposición del concesionario de coches Heller, frente al llamado Heinrichshof, vi entre otros coches de lujo un Triumph Herald. El coche estaba pintado de blanco y tapizado de cuero rojo. Tenía un salpicadero de madera con botones negros y escrito exactamente el precio de treinta y cinco mil chelines, es decir, cinco mil marcos. Era el primer coche que había visto en mi vuelta de exploración para comprar un coche, y fue también el que me compré. Estuve alrededor de media hora, no ininterrumpida sino una y otra vez, ante la exposición, contemplando el coche. Era elegante, era inglés, lo que había sido ya casi un requisito, y tenía exactamente el tamaño que me convenía. Finalmente entré en la tienda y me dirigí al coche y di unas vueltas en torno a él y dije: quiero comprar este coche. Sí, dijo el vendedor, me cuidaré de que en los próximos días uno de estos coches esté disponible. No, dije yo, no en los próximos días, en seguida, dije, inmediatamente.
Dije inmediatamente como siempre lo he dicho, con decisión. No aguardaré unos días, dije, no podía hacerlo, no di ninguna razón, pero dije que no podía hacerlo y dije: sólo compraré este coche, tal como está. Cuando hice gesto de irme sin haber cerrado el trato, el vendedor dijo de pronto: está bien, puede llevarse el coche, éste, es un coche precioso. Lo dijo con tristeza en la voz, pero tenía razón, era un coche precioso. Sin embargo yo, me pasó en ese instante por la cabeza, nunca había conducido antes un coche normal, siempre sólo camiones pesados, ya que pasé primero el examen de camiones porque en otro tiempo quise ir a África, a repartir medicinas a los negros, lo que sin embargo se quedó en nada, conducir camiones había sido el requisito para mi puesto en África, habría debido trabajar en Ghana, pero, por la muerte del director norteamericano que habría sido mi superior, mi colocación en África se aplazó y finalmente se suprimió, así pues, ni siquiera sé cómo sacar el coche de la tienda, pensé. Sí, dije entonces al vendedor, el negocio se ha cerrado, compro el coche, pero habría que dejarlo delante del escaparate, dije, en el curso del día lo recogeré. Está bien, dijo el vendedor. Firmé un contrato y pagué el precio. Empleé para ello todo el Premio Julius Campe. Para gasolina me quedaba algún dinero. Durante unas horas recorrí el centro de la ciudad con la alegría de tener un coche, el primer coche de mi vida y ¡qué coche! Me felicitaba por mi buen gusto. Ni se me había ocurrido la idea de pedir consejo a algún experto sobre si el coche, por dentro, valía algo también. ¡Tengo un coche! ¡Tengo un coche blanco!, pensaba. Finalmente di media vuelta y volví a la empresa concesionaria Heller, que era una de las más elegantes de Viena, y, al dar la vuelta a la esquina, mi coche estaba ya ante la puerta. Recogí los papeles en la tienda, me metí en el coche y me fui. Realmente no tuve ninguna clase de dificultades para conducir el coche, aunque era absolutamente más sencillo conducir los camiones que el Triumph Herald. Entonces, naturalmente, fui a la Obkirchergasse y enseñé a mi tía el coche. Se quedó estupefacta de que, por cinco mil marcos, se pudiera comprar un coche tan elegante. Por otra parte, ¡quince mil marcos eran un montón de dinero! Naturalmente, no paré e hice mi primer viaje largo, que me llevó primero en dirección norte sobre el Danubio y, como no me pareció bastante, pasando por Hollabrunn hasta Retz. En Retz había gastado ya mucha gasolina. Volví a llenar el depósito y regresé, era un día espléndido. Sin embargo, cuando volví a estar cerca de la Obkirchergasse no quise detenerme y bajar, sino que fui en dirección al este. Atravesé primero la ciudad entera y fui luego al Burgenland. Poco antes de Eisenstadt anocheció y pensé: si sigo, en media hora estaré en Hungría. Volví atrás. Durante la noche no podía pensar en dormir, era un sentimiento grandioso tener un coche, y además inglés, blanco, con asientos de cuero rojo y un salpicadero de madera. Y todo ello por mi Helada, pensé. Al día siguiente hice con mi tía una excursión a Klosterneuburg y en el camino de vuelta nos detuvimos también en el cementerio de Grinzing. Dos meses más tarde me había acostumbrado ya a tener el coche, y conducir mi Herald se había convertido en costumbre, fui a Istria, a la costa de Lovran, donde mi tía había estado ya unas semanas antes. Vivíamos, como antes con frecuencia, en la Villa Eugenija, una villa señorial del año ochenta y ocho, con balcones amplios y espléndidos y un sendero de grava que se curvaba suavemente al lado mismo del agua profundamente azul. Gagarin acababa de realizar su primer vuelo al espacio, todavía me acuerdo. Mi Herald blanco estaba abajo, junto al portón de entrada, no era una puerta de entrada, era un portón de entrada, y yo escribí arriba, en el segundo piso, como único ocupante de tres grandes habitaciones con seis grandes ventanas tras finísimas cortinas de seda que eran aún de la época anterior a la guerra, Amras. En cuanto terminé de escribir Amras, se lo envié en seguida a mi lectora de la editorial Insel. Cuatro o cinco días después de enviar Amras, me levanté ya a las tres de la mañana con el sentimiento incontenible de que tenía que ir a las alturas, fuera a las alturas, porque hacía un día completamente despejado, claro y perfumado. Vestirlo con pantalones y zapatillas de deporte, y sólo con una camisa de manga corta, subí las escarpadas paredes del llamado Monte Maggiore, hoy Ucka. A media altura me eché a la sombra y contemplé el mar, que se extendía muy lejos debajo de mí y que surcaban los barcos. Era más feliz que nunca. Cuando hacia el mediodía bajé de la montaña, riéndome a carcajadas, agotado de felicidad, puedo decir, tuve otra vez la sensación de que no quería cambiarme por ningún ser humano en el mundo entero. En la Eugenija me aguardaba un telegrama. Amras extraordinario, todo muy bien, decía su texto. Me cambié de ropa y subí al coche y fui a Rijeka, la antiquísima ciudad portuaria croato-húngara. Allí recorrí las calles y ni siquiera me molestó lo gris de las personas, ni siquiera el aire contaminado por cientos de coches. Lo percibía todo con la mayor intensidad, lo escuchaba todo, lo aspiraba todo. Hacia las cinco de la tarde volví hacia la Eugenija, la carretera de la costa, pasando por delante de los astilleros. Creo que iba cantando. Allí donde la gran pared escarpada de Opatija resplandecía cegadoramente al sol de la tarde, un coche invadió desde la izquierda mi carril, chocó de frente con la parte delantera del mío y la aplastó por completo. A mí me arrojó fuera del coche, pero en seguida me puse en pie, sin sentir dolor alguno. También el coche del yugoslavo había quedado completamente destrozado. De la chatarra había saltado el conductor, que huyó gritando, con una mujer detrás que le chillaba sin cesar: Idiot! Idiot! Idiot! Yo tenía ante mí un montón de hojalata en medio de la carretera, y todo el tráfico que venía de los astilleros se había interrumpido. Los Idiot! Idiot! Idiot! cesaron y me quedé solo allí. De pronto vi a personas que venían corriendo hacia mí y me miré y vi que tenía todo el cuerpo cubierto de sangre. Había resultado herido en la cabeza y el derramamiento de sangre había sido tan violento que creí que me había roto el cráneo, pero seguía sin sentir ningún dolor. Entonces me agarró alguien que había salido de un pequeño Fiat 500 y me metió en su coche. Hizo rugir el motor y me llevó a toda velocidad al hospital por la carretera de la costa, a una velocidad tan increíble que creí que se produciría entonces un accidente importante de verdad. Durante aquella carrera desenfrenada yo me agarraba continuamente la cabeza, porque creía que se me estaba vaciando. Además, tenía la sensación de que tenía que escribir al menos mi nombre en un papel, porque si no nadie sabría de quién se trataba cuando me hubiera desangrado por completo. Naturalmente tampoco quería mancharle el coche al hombre con mi sangre, y trataba de dirigir el chorro siempre hacia mí mismo y entre mis rodillas. Pronto me desmayaré, pensé, y todo habrá acabado. Al llegar al hospital, una enfermera me puso inmediatamente en un carrito y se me llevó. La enfermera me afeitó en un lavabo la mitad del cráneo. Luego me encontré ya en un quirófano y tuve la suerte de que el cirujano hablara alemán y me preguntara en seguida en alemán todo lo esencial. Si había vomitado o no, etcétera. Entonces me dieron un anestésico, sólo lo que se llama anestesia local, y se ocuparon de mí y volvieron a coserme la cabeza. Lo que me había parecido una herida enorme sólo había sido una herida abierta y dos días después pude volver a Villa Eugenija.
Antes había podido visitar mi chatarra en el cuartel de policía situado no lejos del hospital. Y, para mi asombro, la policía había hecho una reconstrucción exactísima del accidente. El yugoslavo era el culpable, al cien por cien, y así lo decía el expediente. Quien había gritado sin pausa Idiot! cuando él había huido había sido su mujer, para su desgracia enfermera en el hospital y que, como supe luego, había sido despedida al instante de éste, porque, en lugar de ayudarme, había huido con su marido. Lo sentí pero no podía hacer nada. Mi Herald era un montón de hojalata, di un par de vueltas alrededor y pensé que sólo había hecho mil doscientos kilómetros con él. Con un turbante blanco en la cabeza y con mi tía y su mucho equipaje emprendí el viaje de vuelta a Viena. Ni siquiera deprimido, porque al fin y al cabo había salido con vida por un milagro, pero muy decepcionado por el fin de mi felicidad automovilística. En el concesionario Heller me facilitaron la dirección de un joven abogado que residía en el Heinrichshof. Seguiría mi caso con la minuciosidad que lo caracterizaba, dijo el abogado, y la gente a la que comunicaba mi percance decía que nunca vería un céntimo de los yugoslavos, sabido era que no pagaban nada en esos casos, es decir, en esos accidentes, aunque el contrario fuera culpable al cien por cien. Me irrité por haber tomado a aquel abogado, muy caro según me pareció, estaba furioso por mi estupidez. De forma que no sólo he perdido ahora mi Herald, sino que pago además a un abogado, instalado como un príncipe en tres o cuatro habitaciones gigantescas con vistas sobre la Ópera y sin sentido de la realidad. Amras fue impreso y yo, bastante deprimido, recorría Viena. Nada me contentaba, echaba en falta mi Herald y de repente tuve la sensación de estar acabado. Las personas desgraciadas no salen nunca de su desgracia, me dije, pensando en mí. Era injusto pero comprensible. Cada tantos días o semanas revoloteaba una carta del abogado, en la que me decía, siempre con las mismas palabras, que seguía mi caso con la mayor atención. La recepción de cada una de aquellas cartas me sacaba de quicio. Pero tampoco tenía ya valor para ir al abogado y decirle que dejara el asunto, me daban miedo ahora los enormes gastos. En el parque de Wertheimstein y en el Casino Zögernitz leí las galeradas de Amras. El libro está logrado, es un libro romántico, escrito por un joven después de leer a Novalis durante meses. Después de Helada creí no poder escribir, ni poder escribir nunca más, pero entonces, a orillas del mar, me puse a ello y Amras estaba allí. Siempre había sido el mar lo que me había salvado, sólo necesitaba ir al mar y estaba salvado. Una mañana volvió a entrar revoloteando una de aquellas cartas del abogado y me dispuse a hacerla pedazos. El contenido de la carta era distinto. Venga a mi oficina, escribía el abogado, he podido resolver su caso de forma plenamente satisfactoria. Realmente, los seguros yugoslavos habían atendido todas las exigencias de mi abogado, sin restricciones. No sólo me sustituirían el coche, sino que me darían también una indemnización por daños personales. Y una, así llamada, compensación por vestuario, de increíble cuantía. El abogado no había comunicado lo que correspondía a los hechos, porque yo sólo llevaba unos pantalones baratos, una camisa y sandalias, y no un traje caro y la ropa interior más costosa. Como es natural, salí del despacho del abogado sumamente satisfecho. Me compré un Herald nuevo y fui con él todavía con frecuencia a Yugoslavia, que, en todo aquel accidente, se había portado conmigo tan correctamente y, en realidad, con gran generosidad. Todo esto lo he escrito porque, como puede verse, guarda relación con el Premio Julius Campe. De la forma más lógica.