Después de no haber escrito en cinco años absolutamente nada y luego, en un año (1962) en Viena, Helada, mi futuro era más desesperado que nunca. Había enviado Helada a un amigo, que era lector de la editorial Insel, y el manuscrito había sido aceptado en un plazo de tres días. Sin embargo, cuando fue aceptado me enteré de que mi trabajo estaba incompleto y no podía publicarse de esa forma insuficiente. En una pensión de Fráncfort, situada en una de las calles más transitadas, cerca de la Torre de Eschenheim, que era una de las más baratas que podía permitirme, volví a escribir el libro entero, y en esa pensión escribí todos los fragmentos, a los que puse títulos. Me levantaba a las cinco de la mañana y me sentaba en la mesita que había junto a la ventana, y cuando al mediodía había terminado cinco u ocho o incluso diez páginas, iba con ellas a mi lectora de la editorial Insel para hablar con ella de dónde debían ponerse esas páginas en el manuscrito. Cambié totalmente el libro entero en esas semanas de Fráncfort y deseché muchas páginas, probablemente unas cien, y de esa forma resultó, según creía, aceptable y pudo ser compuesto. Cuando se imprimieron las galeradas, estaba de viaje hacia Varsovia, donde visité a una amiga que estudiaba allí en la Academia de Bellas Artes. Me alojé en la estación más fría del año en la llamada Dziekanka, una residencia estudiantil situada al lado mismo del Palacio del Gobierno, recorrí durante semanas la hermosa y excitante e inquietante ciudad de Varsovia, y leí las pruebas. Al mediodía comía en el llamado club de escritores y por la noche con los actores, donde se comía mejor aún. Viví en Varsovia una de mis épocas más felices, tenía siempre las galeradas de imprenta en el bolsillo del abrigo y mi interlocutor era el humorista Lec, que escribía sus famosos aforismos en el libro de cocina de su mujer y me invitaba con frecuencia a su casa y, a veces, me pagaba también un café en la Nowy Swiat. Estaba feliz con mi libro, que apareció en la primavera del 63, al mismo tiempo que una recensión de una página en Die Zeit, de Zuckmayer. Sin embargo, cuando pasó la tormenta general de críticas, insólitamente violenta y totalmente controvertida, desde los elogios más embarazosos hasta las críticas más malévolas, me sentí de repente con el ánimo por los suelos y como si hubiera caído en una fosa espantosamente desesperada. Creí que iba a asfixiarme por haber pensado erróneamente que la literatura era mi esperanza. No quería saber ya nada de la literatura.
La literatura no me había hecho feliz sino que me había arrojado a aquella fosa apestosa y sofocante de donde, según creía, no había escapatoria. Maldije la literatura y mi deshonesta relación con ella, y fui a unas obras y me contraté como chófer de camión en la empresa Christophorus, de la Klosterneuburgerstraße. Durante meses fui repartidor de cerveza de la famosa Gósser-Brauerei. De esa forma no sólo aprendí a conducir camiones muy bien, sino a conocer toda la ciudad de Viena todavía mejor de lo que hasta entonces la conocía. Vivía con mi tía y me ganaba la vida como conductor de camiones. De la literatura no quería saber ya nada, le había dedicado todo lo que tenía, y ella me había arrojado a una fosa. La literatura me asqueaba, odiaba a todos los editores y todas las editoriales y todos los libros. Me parecía que, al haber escrito Helada, había sido víctima de un monstruoso engaño. Me sentía feliz cuando, con mi chaqueta de cuero, me dejaba caer en el asiento del conductor y atronaba la ciudad con mi viejo camión Steyrer. Ahora se veía lo acertado que había sido, hace ya años, aprender a conducir camiones, requisito para un puesto en África que había querido ocupar años antes, lo que, como hoy sé, no se produjo por una serie de circunstancias realmente felices. Sin embargo, como era natural, también la felicidad de poder trabajar como conductor para la Gósser-Brauerei se acabó. De repente odié mi trabajo y renuncié, de la noche a la mañana, y me enterré bajo la colcha en mi cuartito de casa de mi tía. Ella había comprendido mi estado, porque un día me invitó a ir con ella unos meses a la montaña. Dijo que a los dos nos sentaría bien dejar la absoluta crueldad y perniciosidad de la gran ciudad por unos meses y dedicarnos a la naturaleza. Su meta era Sankt Veit en el land de Salzburgo, lugar próximo al sanatorio antituberculoso del que yo había sido paciente durante un año, a ochocientos metros de altura y, por consiguiente, en un sitio extraordinariamente ideal para recuperarnos. Una mañana temprano iniciamos en la Westbahnhof nuestro viaje a la montaña mi tía y yo, su acompañante con gastos pagados. Sin embargo, ¿debo decir que, ya al salir el tren de la Westbahnhof, maldije el campo y añoré la ciudad de Viena? Cuanto más se alejaba el tren de Viena, tanto más me entristecía, estoy cometiendo un error, pensé, al volver la espalda a Viena e ir con mi tía al campo, pero no puedo ya enmendar ese error. No soy un hombre de campo, soy un hombre de ciudad y no hay vuelta atrás. Como era natural, no encontré en el campo la felicidad, me aburrían las personas, las detestaba, me aburría la naturaleza y la detestaba, comencé a odiar a las personas y a la naturaleza.
Me había convertido en un meditabundo melancólico, que iba de un lado a otro por y entre los prados, que andaba por los bosques con la cabeza baja y que, finalmente, rehusó toda alimentación. De esa forma, mi secreta oposición a la vida en el campo y la montaña me llevaba directamente a la catástrofe, sólo era ya una lamentable caricatura de mí mismo y estaba encadenado a mi horripilante desgracia existencial cuando llegó el Premio de la Ciudad Libre y Hanseática de Bremen. No fue el premio mismo el que me salvó de mi catástrofe anímica, incluso existencial, sino el pensamiento de poder enderezar mi vida con el premio de diez mil marcos, darle un giro radical, volver a hacerla posible. Se había anunciado el premio, conocía la suma del premio, tenía la posibilidad de hacer lo más razonable con ese dinero. Mi deseo había sido siempre tener una casa para mí solo, y, si no una verdadera casa, al menos paredes a mi alrededor dentro de las cuales pudiera hacer o dejar de hacer lo que quisiera, dentro de las cuales pudiera encerrarme. Por eso pensé: compraré esas paredes con la suma del premio, y me puse en contacto con un agente de la propiedad inmobiliaria, que me visitó en seguida en Sankt Veit y me propuso algunos inmuebles. Naturalmente, todos esos inmuebles eran demasiado caros, cuando tuviera el dinero del premio tendría en mis manos sólo una parte del precio de compra. Pero ¿por qué no?, pensé, y convine con el agente de la propiedad inmobiliaria un encuentro a principios de enero en la Alta Austria, donde tenía su residencia y los inmuebles a mano, se trataba sobre todo de granjas, en parte ya desmoronadas, lo que me ofrecía, todas de precio comprendido entre los cien y los doscientos mil chelines. Sin embargo, la cuantía de mi premio era sólo de setenta mil chelines. Quizá encuentre ya por setenta mil unas paredes apropiadas para mí, a fin de poder encerrarme en ellas, no pensaba en una casa cuando pensaba en un inmueble para mí, pensaba en paredes, y concretamente en paredes para poder encerrarme dentro de ellas. Fui a la Alta Austria y mi tía vino conmigo y buscamos al agente de la propiedad inmobiliaria. El hombre me impresionó, en seguida me había gustado, era eficiente y su carácter me pareció irreprochable. Llegamos a un paisaje cubierto de nieve de metros de profundidad y caminamos pesadamente hasta la casa del agente de la propiedad inmobiliaria. Nos acomodó en su coche y nos explicó, por medio de un papel, dónde estaban los inmuebles que íbamos a visitar y cuál sería nuestra ruta de inmueble en inmueble. En total, tenía unas once o doce granjas dispuestas para la venta anotadas en su hoja. Cerró las puertas del coche y comenzó el viaje de visitas. Sobre todo el paisaje había caído una espesa niebla y no veíamos nada, ni siquiera veíamos la carretera por la que el agente de la propiedad inmobiliaria nos llevaba al primer inmueble. El mismo no veía ante sí más que niebla, pero conocía la carretera y confiamos en él. Mi tía sentía curiosidad como yo, los dos guardábamos silencio, yo no sabía lo que pensaba mi tía, ella no sabía lo que yo pensaba, el agente de la propiedad inmobiliaria no sabía lo que pensábamos nosotros dos, no decía palabra, se detuvo de repente y dijo que debíamos bajar. Efectivamente vi en la niebla ante mí un muro enorme, compuesto de bloques de piedra. El agente de la propiedad inmobiliaria abrió una gran puerta de madera sacada de sus goznes y entramos en una gran granja. También la granja estaba cubierta por metros de nieve, parecía como si los propietarios del inmueble lo hubieran dejado de golpe y porrazo y abandonado todo, de pie o tumbado, pensé que a los propietarios les habría ocurrido una grave desgracia. El inmueble llevaba un año desocupado, dijo el agente de la propiedad inmobiliaria, y nos precedió. En cada una de las habitaciones en que entramos dijo que se trataba de una habitación especialmente hermosa y dijo además una y otra vez las palabras magníficas proporciones, y no le molestaba lo más mínimo hundirse a cada momento en alguno de los podridos suelos y tener que salvarse con un hábil salto de la profundidad de la podredumbre. El agente de la propiedad inmobiliaria iba delante, yo lo seguía y detrás iba mi tía. Recorrimos las habitaciones como sobre tablas, como si tuviéramos que atravesar una charca apestosa y turbia, a veces me volvía a mirar a mi tía, que sin embargo era muy hábil, más hábil que yo y el agente de la propiedad. Había once o doce habitaciones que visitar, todas en un estado de total abandono y con el olor de cientos, si es que no, como pensé, miles de viejos ratones y ratas resecos en el aire. Todos los suelos estaban completamente carcomidos, completamente podridos, y la mayoría de los marcos de las ventanas arrancados por el viento y la intemperie. Abajo en la cocina, en donde había una gran estufa de esmalte que escupía porquería, totalmente oxidada, no habían cerrado el agua, y ésta se había derramado sobre el suelo y bajo el suelo, y el agente de la propiedad inmobiliaria dijo que los propietarios que habían dejado la casa hacía un año habían olvidado cerrar el grifo del agua, y fue al grifo del agua y lo cerró. Él no había visitado nunca el inmueble, nosotros éramos los primeros a quienes se lo enseñaba, y estaba encantado de sus proporciones extraordinariamente logradas. Mi tía se había puesto un pañuelo ante la boca para soportar el hedor que despedía el inmueble, no sólo el olor a podrido, en los establos había aún enormes montones de estiércol que los propietarios no habían eliminado. Una y otra vez decía el agente de la propiedad inmobiliaria extraordinarias proporciones, y cuanto más hacía esa constatación, tanto más claro me resultaba que tenía razón, y al final no decía ya que él, el inmueble, tenía proporciones extraordinarias sino que era yo quien decía que el inmueble tenía proporciones extraordinarias y lo decía a cada momento. Me dejé llevar a decir proporciones extraordinarias con intervalos cada vez más breves, y finalmente me convencí de que todo el inmueble tenía realmente, por completo, unas proporciones extraordinarias. De improviso, me sentí obsesionado por el inmueble entero y, cuando estuvimos otra vez ante la puerta, para dirigirnos en coche al siguiente, y el agente de la propiedad inmobiliaria tenía prisa, porque nos quedaban otros diez o doce inmuebles que visitar, dije que todos esos inmuebles no me interesaban ya, había encontrado ya el inmueble para mí, que era aquél, porque tenía por completo unas proporciones extraordinarias, que eran las ideales para mí, y estaba dispuesto a cerrar en seguida con el agente de la propiedad inmobiliaria el necesario contrato. Entre esa manifestación mía y el comienzo de la visita no había transcurrido más de un cuarto de hora. Mi tía estaba asustada, dijo que no debía hacer tonterías, encontraba aquellas paredes espantosas, como era natural, y cuando volvimos a sentarnos en el coche para regresar a casa del agente de la propiedad inmobiliaria y extender el contrato, dijo una y otra vez detrás de mí que debía meditar todavía a fondo toda la cuestión, consultarla con la almohada, dijo. Pero mi decisión era firme. Había encontrado mis paredes. Hice al agente de la propiedad inmobiliaria la propuesta de pagar un anticipo de setenta mil chelines a finales de enero, es decir, después de la entrega del premio en Bremen, y el resto en el curso del año. De todas formas, ese resto era una suma de más de ciento cincuenta mil chelines, y, aunque no supiera en absoluto de dónde vendría ese dinero, eso no me causaba preocupación alguna. Reflexionar, consultar con la almohada, decía mi tía una y otra vez mientras el agente de la propiedad inmobiliaria estaba extendiendo ya el contrato. Me gustó la forma de actuar del agente de la propiedad inmobiliaria, la forma en que escribía, lo que decía, todo su entorno. Por mi parte, hice como si el dinero no desempeñara ningún papel, y eso impresionó al agente de la propiedad inmobiliaria, mientras su mujer nos preparaba en la cocina unos deliciosos huevos revueltos. Media hora después de haber visto por primera vez Nathal, así se llamaban mis paredes, sin verlas siquiera claramente, porque, como he dicho, estaban completamente envueltas en niebla, y prescindiendo por completo de que no había visto absolutamente nada del entorno de las paredes, es decir, del paisaje, haciendo sólo suposiciones, firmé el llamado precontrato. Nos comimos los huevos revueltos y conversamos todavía un rato con el agente de la propiedad inmobiliaria, antes de dejarlo. Nos llevó a la estación y volvimos en tren a la montaña. Realmente reconozco que durante ese viaje, durante el cual mi tía, con un espantoso presentimiento, no volvió a abrir la boca, me entraron como suele decirse escalofríos, pensé de repente en lo que en realidad había ocurrido, en aquello a lo que me había dejado arrastrar, porque, como era natural, me había dejado arrastrar a algo horrible. Pasé una serie de noches sin dormir, en las que, como es natural, no podía aclararme qué era lo que realmente había hecho y firmado, ni de dónde iba a sacar los ciento cincuenta mil chelines, así llamados restantes. Sin embargo, llegará el día de la entrega del premio en Bremen y entonces tendré el plazo de los primeros setenta mil chelines y estaré salvado, pensé. Mi tía se abstuvo de todo comentario. Por primera vez desde que estaba con ella no había escuchado su consejo. De forma que fui a Bremen, que no conocía. Hamburgo lo conocía y me gustó siempre, lo mismo que hoy, pero Bremen lo detesté desde el primer momento, es una ciudad pequeñoburguesa, inaceptablemente estéril. Inmediatamente enfrente de la estación me habían reservado una habitación en un hotel de reciente construcción, ya no recuerdo cómo se llamaba.
Me encerré en mi habitación de hotel, para no tener que ver la ciudad de Bremen, y aguardé la mañana de la entrega del premio. Esa entrega del premio debía tener lugar en el antiguo ayuntamiento de Bremen, y efectivamente tuvo lugar allí. Mi mayor problema era que me habían pedido que pronunciara un discurso ante la asamblea, y estaba ya en Bremen y seguía sin tener la menor idea para un discurso de esa índole, del que había sabido desde hacía semanas, y tampoco por la noche se me ocurrió ninguna idea para el discurso, ni la tenía aún por la mañana. Sin embargo, ahora corría prisa. Durante el desayuno se me ocurrió que, en relación con Bremen, estaban los músicos de la ciudad, y me hice un borrador mental en cuyo centro estaban los músicos de la ciudad de Bremen. Me tomé el té y fui a mi cuarto y me senté en la cama e hice un borrador. Hice otro y un tercero. Entonces tuve que comprender que mi idea era mala y que debía tener otra. Pero el tiempo apremiaba. Entre tanto, me habían telefoneado y me habían preguntado cuál sería la duración de mi discurso. No es largo, dije por teléfono, nada largo, lo dije aunque ni siquiera había encontrado la idea para ese discurso. Media hora antes de que comenzara la ceremonia en el ayuntamiento, me senté en la cama y escribí la frase «Con el frío aumenta la claridad», y pensé, ahora tengo una ocurrencia aceptable para mi discurso ante la asamblea. Rápidamente, con esa frase como centro, se desarrollaron otras frases y, en diez o doce minutos, había escrito al fin y al cabo media hoja de arriba abajo. Cuando me recogieron y llevaron del hotel al ayuntamiento, acababa de terminar mi discurso. Con el frío aumenta la claridad, pensé, mientras unos señores me acompañaban al ayuntamiento, tenía la sensación de que me llevaban a un juicio. Habían puesto a su preso en el centro y lo habían llevado del hotel a la ciudad, al ayuntamiento. El ayuntamiento estaba ya completamente lleno, sobre todo de alumnos de colegios. También ese ayuntamiento de Bremen es un ayuntamiento famoso, pero también ese ayuntamiento me oprimió como todos los otros ayuntamientos famosos me han oprimido siempre. También allí centelleaban las condecoraciones y resplandecían las cadenas de alcalde. Me llevaron solemnemente a la primera fila y tuve que sentarme junto al alcalde. Un hombre subió al estrado y habló de mí. Había venido de Fráncfort para hablar media hora sobre mi libro en prosa. Habló con mucha insistencia y, según recuerdo, sólo pronunció elogios, pero yo no entendí nada. Durante todo el tiempo sólo veía mis paredes de Nathal y pensaba en cómo pagaría aquellas paredes. Que se prolongue todo hasta que el dinero llegue por fin. Cuando el que me elogiaba terminó y sobre todo los chicos de los colegios, al parecer, aplaudieron entusiasmados, me hicieron señal de que subiera al estrado. Allí me entregaron el diploma del premio, que hoy no sé ya qué aspecto tenía, no lo tengo ya, lo mismo que tampoco tengo todos los demás diplomas de premios, se han perdido en el curso de los años. Ahora tenía el diploma y el cheque en la mano, y fui al estrado y leí mis notas sobre la claridad que aumenta con el frío. Precisamente cuando los oyentes comenzaban a sintonizar con mi discurso, éste se terminó. Fue el discurso más breve que nunca había pronunciado un galardonado con el Premio Bremen, pensé, y después de la ceremonia tuve la confirmación. Luego me quedé allí de pie y tuve que estrechar otra vez la mano al alcalde para los fotógrafos. Fuera en el pasillo estuvo de pronto ante mí, de forma totalmente imprevista, mi antiguo amigo el lector de la editorial, que había aceptado Helada en tres días y me dijo, cuando supo que estaba por completo solo conmigo, por decirlo así confidencialmente: por favor, préstame cincuenta mil marcos, porque los necesito urgentemente. Sí, claro, dije yo, sin darme cuenta clara de las consecuencias, y le dije que inmediatamente después de las dos, cuando los bancos de Bremen abrieran otra vez, iría con él a un banco, cobraría el cheque y le daría los cincuenta mil marcos. Cuántas veces me ha prestado él dinero, pensé, una y otra vez y una y otra vez, y todavía no hace mucho ¡me salvó de una de mis fatales catástrofes financieras! Inmediatamente después de la ceremonia hubo una comida en un distinguido restaurante de Bremen, del que salí hacia las dos para ir con mi amigo al banco y cobrar el cheque de Helada. Al fin y al cabo, voy de Bremen a Gießen y pronuncio allí una conferencia en un, así llamado, centro de formación evangélico, y recibo por ello dos mil marcos. Así vuelvo a tener al menos siete mil. Ese pensamiento me hace feliz otra vez en seguida. Al día siguiente visito a otro amigo en Bremen, que vive allí en una buhardilla y con el que, con un buen té y con vistas sobre el plomizo Weser, conversó de forma excelente sobre teatro, hablando sobre todo de Artaud. Inmediatamente después de esa conversación volví a Viena. Y, como es natural, no pude esperar para trasladarme a mis paredes recién adquiridas de Nathal. No es éste el lugar para hablar de cómo finalmente pude dominarlas y, con mis propias manos, reformarlas y derribarlas, y luego además, en el curso del año, financiarlas.
Sin embargo, el premio de Bremen fue el empujón para mis paredes, sin él todo habría tomado conmigo probablemente otra dirección y desarrollo. En cualquier caso, fui a Bremen otra vez en relación con el así llamado Premio de Literatura de Bremen y no estoy dispuesto a silenciar la experiencia que viví en ese segundo viaje a Bremen. Era lo que se llama un miembro del jurado para el siguiente premio y fui a Bremen con la intención inconmovible de dar mi voto a Canetti, que, según creo, no había recibido hasta entonces ni un solo premio literario. Por la razón que fuera, para mí nadie más que Canetti entraba entonces en consideración, todos los demás me parecían ridículos. Según creo, la reunión del jurado se celebraba en una larga mesa en un restaurante de Bremen, a la que se sentaba una serie de los llamados señores con derecho a voto, entre ellos también el famoso senador Harmsen, con el que me entendí excelentemente. Creo que todos habían designado a sus candidatos, nunca a Ca netti, cuando fue mi turno y dije Canetti. Yo era partidario de dar el premio a Canetti por su Auto de fe, su genial obra de juventud que, un año antes de aquella reunión del jurado, se había reeditado. Varias veces dije la palabra Canetti, y cada vez los rostros sentados a la larga mesa se habían contraído dolorosamente. Muchos de los que se sentaban a la mesa no sabían quién era Canetti, pero entre los pocos que lo conocían había uno que, de pronto, después de haber vuelto a decir yo Canetti, dijo: es que también es judío. Entonces hubo aún un murmullo y el nombre de Canetti dejó de ser tomado en consideración. Todavía hoy tengo esa frase en los oídos, ¡es que también es judío!, aunque no puedo decir quién la pronunció en la mesa. Pero todavía hoy oigo muy a menudo esa frase, que vino de algún rincón sumamente siniestro, aunque no sé quién la dijo. Esa frase ahogó en la cuna todo debate ulterior sobre mi propuesta de dar a Canetti el premio. Entonces decidí no participar en absoluto en el debate ulterior y me limité a permanecer sentado a la mesa en silencio. Sin embargo, había pasado mucho tiempo y, aunque entre tanto se habían citado infinitos nombres espantosos, a los que sólo había podido relacionar con charlatanería y diletantismo, seguía sin haber un nombre para el premio. Aquellos señores miraban sus relojes, y por las puertas batientes entraba ya el olor del asado. De forma que la mesa, sencillamente, tuvo que tomar una decisión.
Con gran estupefacción por mi parte, uno de aquellos señores, tampoco sé cuál, sacó del montón de libros que había sobre la mesa, según me pareció sin orden ni concierto, un libro de Hildesheimer y dijo, en tono increíblemente ingenuo y ya al levantarse para ir a comer: Cojamos a Hildesheimer, cojamos a Hildesheimer; cuando Hildesheimer era un nombre que durante aquellos debates de horas no se había oído en absoluto. Ahora se había oído de pronto el nombre de Hildesheimer, y todos se recostaron en sus sillas, aliviados, y dieron su aprobación al nombre de Hildesheimer, y en unos minutos fue elegido Hildesheimer nuevo ganador del Premio Bremen. Probablemente ninguno sabía quién era realmente Hildesheimer. Al instante se comunicó también a la prensa que, tras aquella sesión de más de dos horas, Hildesheimer era el nuevo ganador del premio. Los señores se levantaron y se dirigieron al comedor. El judío Hildesheimer había recibido el premio. Para mí aquello fue lo mejor del premio. No he podido callármelo.