En el verano de 1967 pasé tres meses en el Sanatorio Antituberculoso que estaba y sigue estando contiguo al manicomio de Steinhof en Viena, en el pabellón Hermann, en el que había siete habitaciones con dos o tres personas cada una, todos esos pacientes murieron mientras yo estaba todavía allí, a excepción de un estudiante de teología y de mí mismo. Tengo que mencionarlo porque, sencillamente, es imprescindible para lo que sigue. Como con tanta frecuencia, había sido empujado otra vez al límite de mis posibilidades de existencia y dejado por los médicos en la estacada. No me habían dado más que unos meses, en el mejor de los casos un año escaso, y me sometí a mi destino. Me habían practicado un corte bajo la laringe con el fin de tomar una prueba de tejidos y durante seis semanas me dejaron con la certeza de perecer de cáncer, hasta que llegaron a la conclusión de que mi enfermedad, en cualquier caso relacionada con una afección pulmonar para toda la vida, consistía en un, así llamado, Morbus Boeck, lo que sin embargo hasta entonces no se había podido comprobar con seguridad, y hasta hoy existo con esa suposición y, según creo, con más intensidad que nunca.
En aquella época, en el pabellón Hermann, entre un cien por cien de candidatos a la muerte, tuve que resignarme, lo mismo que ellos, a mi próximo fin. El verano, recuerdo, era especialmente caluroso, y hacía estragos entonces la guerra entre Israel y Egipto que ha pasado a la historia como la de los Seis Días. Los pacientes estaban echados en sus camas con treinta grados a la sombra, y en verdad todos, como yo la mía, habían deseado que les llegara la muerte y también todos, como ya he dicho, murieron sucesivamente de acuerdo con su deseo, entre ellos también el expolicía Immervoll, que estaba en el cuarto de al lado y que, mientras estuvo en condiciones de hacerlo, venía a diario a mi cuarto para jugar conmigo a las veintiuna, él ganaba y yo perdía, durante semanas ganó él y yo perdí, hasta que él se murió y yo no. Los dos, jugadores apasionados de veintiuna, jugamos a las veintiuna, matando así el tiempo, hasta que él hubo muerto. Murió sólo tres horas después de haber jugado conmigo y ganado la última partida. A mi lado estaba echado un estudiante de teología al que, en pocas semanas entre la vida y la muerte, convertí en escéptico y, por consiguiente, también en buen católico, según creo, para siempre. Defendí ante él mis tesis contra el catolicismo beato, con ejemplos de la actualidad del hospital, de las relaciones diarias entre médicos, enfermeras y pacientes, y también mediante los repulsivos clérigos que, desde la sarnosa y ventosa Baumgartnerhöhe, una cordillera occidental vienesa, iban y venían, no me resultó difícil abrir los ojos del discípulo a mis enseñanzas. Creo que también sus propios padres me agradecieron mis lecciones, yo las impartía con pasión y, según me consta, su hijo no se convirtió en teólogo, sino posiblemente en un católico extraordinariamente bueno, no en un teólogo, y es hoy, tengo que decir por desgracia, como todos los demás de la Europa Central, un socialista bastante fracasado, apartado e incapaz de actuar. Sin embargo, para mí fue la mayor alegría explicar y realmente aclarar al Dios al que se había aferrado incondicionalmente, y despertar en su lecho de enfermo al escéptico medio dormido, lo que me despertó también en mi lecho de enfermo y posiblemente me hizo sobrevivir.
Lo cuento porque, cuando pienso en el, así llamado, Premio del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana, se me presenta otra vez sencillamente aquel asfixiante sanatorio veraniego con toda su desesperanza. Veo a los pacientes y a sus parientes, tanto unos como otros con una desesperanza que les aprieta cada vez más el cuello, los pérfidos médicos, las beatas enfermeras, nada más que personajes atrofiados en aquellos pasillos apestosos y pegajosos del sanatorio, bajeza e histeria y abnegación en igual medida, sólo con el fin de aniquilar al ser humano, y oigo en el otoño los millares y decenas de millares de cornejas rusas en el aire sobre el sanatorio, que a la tarde oscurecían y ensombrecían el cielo y con sus gritos destrozaban todos los oídos de todos los pacientes. Veo a las ardillas recoger los cientos de pañuelos de papel desechados y llenos de escupitajos de los enfermos de pulmón y correr con ellos, como locas, por los árboles. Veo al famoso profesor Salzer venir de la ciudad a la Baumgartnerhöhe, y cómo recorre los pasillos, para quitar a los pacientes en el quirófano los lóbulos pulmonares, con la famosa elegancia del profesor Salzer, el profesor estaba especializado en las laringes y los hemitórax, cada vez con más frecuencia venía Salzer a la Baumgarinerhöhe y cada vez más pacientes tenían cada vez menos laringes y hemitórax. Veo cómo todos se inclinan ante el profesor Salzer, aunque el profesor no podía hacer milagros y sólo podía, con la mejor intención y con la mayor habilidad, sajar a los pacientes y mutilarlos, y todas las semanas, según un plan exactamente establecido, llevaba a la tumba con su gran habilidad a las víctimas de su actividad, mucho antes de lo que habrían ido sin él de una forma natural, aunque él, el mejor de los mejores en su campo, no pudiera evitarlo, muy al contrario, porque él y su arte y su elegancia se regían por completo por su ética elevada, incluso elevadísima. Todos querían ser operados por el profesor Salzer, que era tío de mi amigo Paul Wittgenstein, por la eminencia universitaria de la ciudad, que era tan inaccesible que, si hubieran estado ante ella, se habrían quedado sin habla. Viene el profesor, se corría la voz, y el sanatorio entero era un lugar sagrado. La Guerra de los Seis Días entre Israel y Egipto estaba en su apogeo, y entonces mi tía, que cada día, en medio del calor abrasador, tras dos horas de tranvía, venía a la Baumgartnerhöhe con varios kilos de periódicos, me trajo el primer ejemplar de Trastorno. Pero yo estaba demasiado débil para poder alegrarme de ello ni por un momento. Que no me alegrara asombró a mi estudiante de teología, que no me sintiera orgulloso de aquel libro bellamente editado, yo ni siquiera había podido levantarlo. Mi tía se quedó conmigo todo el tiempo de visita, con cuánta frecuencia había mantenido la palangana ante mi barbilla cuando, tras las llamadas intervenciones, vomitaba. Allí estaba yo, y, como a los que murieron a mi derecha y a mi izquierda, me habían practicado el mismo corte de prueba bajo la laringe, y recibí la noticia de que me habían otorgado el Premio del Círculo Cultural de la Industria Alemana. He esbozado esta introducción más triste que divertida porque quiero justificar por qué acogí aquel, así llamado, galardón con más agrado que otra cosa. Para ser aceptado siquiera en el sanatorio, ¡y había tenido que ser ingresado en el sanatorio de la Baumgartnerhöhe!, había tenido que pagar antes la suma de quince mil chelines, que, como es natural, no tenía y que mi tía me había anticipado. Sin embargo, naturalmente, quería devolver a mi tía esa cantidad lo antes posible, de forma que, apenas ingresado en el sanatorio de la Baumgartnerhöhe, escribí a mi editor reclamando la suma, en realidad no al editor mismo sino a mi lectora editorial, expresando el deseo de que mi editor me transfiriera dos mil marcos. Rápidamente me llegaron efectivamente, unos días después de mi petición, dos mil marcos. Entonces escribí a mi lectora que agradecería inmediatamente a mi editor los dos mil marcos, pero, apenas había enviado la carta a la lectora, ella me telegrafió: ¡No dar gracias editor!, por qué no, yo no lo sabía. Supe que era ella quien me había pagado los dos mil marcos, de su cuenta privada, porque el editor no se había mostrado dispuesto. Es deprimente tener que encontrar quince mil chelines para ser admitido siquiera en una estación mortuoria, pero así eran las cosas, eso era lo que había. Dicho brevemente, en esa situación me llegó la noticia de que me aguardaba el Premio del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana. La entrega debía tener lugar en el otoño, si en septiembre o en octubre ya no lo recuerdo. En cualquier caso, sólo hacía dos o tres días que me habían dado de baja en el sanatorio cuando fui a Ratisbona, donde estaba prevista la entrega en el ayuntamiento. Conmigo recibió el premio la escritora Elisabeth Borchers. Fui a Ratisbona, con las piernas inseguras y una pequeña bolsa de mi abuelo al hombro. Durante ese viaje a Ratisbona pensaba sin interrupción en los ocho mil marcos, la enorme suma que recibiría, mientras remontaba el Danubio. Soñaba con los ojos cerrados en los ocho mil marcos, y me imaginaba hermosa la Ratisbona que me aguardaba. Debía alojarme en el Hotel Thurn und Taxis, es decir, en una dirección famosa. Mi debilidad me hizo dar cabezadas durante todo el viaje, una y otra vez, contra la ventanilla del compartimento, el Danubio, el gótico, los emperadores alemanes, pensaba una y otra vez, pero cada vez que me despertaba de mis cabezadas, antes que nada, en los ocho mil marcos. No conocía al señor Rudoll de le Roi, portavoz del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana que me había concedido el premio. Probablemente, pensé, conoce mi enfermedad y por esa enfermedad me ha conseguido el premio. Ese pensamiento era una restricción, porque me habría gustado recibir el galardón por Trastorno o por Helada, no por el Morbus Boeck. Pero no debía cavilar, me prohibí devaluar aquel galardón aun antes de haberlo recibido. Doderer y Gütersloh recibieron antes que tú ese galardón, pensé, grandes escritores que tuvieron su importancia, aunque por mi parte no haya tenido ni pueda tener relación alguna con esas celebridades. Hace tres días todavía en mi lecho de enfermo, ahora ya de viaje a Ratisbona, donde te aguarda el gótico, pensé. El Danubio se estrechaba cada vez más, el paisaje se volvía cada vez más encantador, finalmente, cuando se había vuelto otra vez de repente árido y gris y aburrido, Ratisbona. Me apeé y fui en seguida al Hotel Thurn und Taxis. Era realmente un hotel de primera para una ciudad como Ratisbona. Me gustó y realmente me sentí bien en seguida en el hotel, al fin y al cabo desde el principio no estuve solo sino en compañía de Elisabeth Borchers, a la que había conocido una vez en Luxemburgo, en uno de los muchos, así llamados, encuentros de escritores, a los que fui con mis poemas cuando tenía unos veinte años. De forma que no sentí el aburrimiento que normalmente me invade en todos los hoteles del mundo entero cuando llego solo a ellos. Sabía que la Borchers es una persona inteligente y una dama encantadora, y el concepto en que la tenía se vio confirmado de la forma más excelente. Deambulamos por la ciudad, nos reímos con alegría y aprovechamos la oportunidad para disfrutar de una velada despreocupada. Naturalmente no se hizo muy tarde, porque mi enfermedad me obligó a irme pronto a la cama. Al día siguiente conocí al señor Rudolf de le Roi y a Hans Bender, director de Akzente, que, supongo, participaba en la concesión del galardón. Todavía tengo una fotografía con la Borchers y Bender junto a una fuente gótica de Ratisbona. La ciudad no me gustó, es fría y repelente, y, de no haber tenido a la Borchers y los ocho mil marcos en perspectiva, me habría ido probablemente antes de una hora. Cómo aborrezco esas ciudades de tamaño medio con sus monumentos arquitectónicos famosos, por los que sus habitantes se dejan desfigurar durante toda la vida. Iglesias y calles estrechas en las que personas que cada vez se vuelven más apáticas vegetan hasta que se mueren. Salzburgo, Augsburgo, Ratisbona, Wurzburgo, las aborrezco a todas, porque en ellas, durante siglos, se ha mantenido al fuego la apatía. Pero una y otra vez pensaba en los ocho mil marcos.
Durante mi Morbus Boeck se habían acumulado muchas deudas, que ahora podría pagar por completo, pensé. Y al final me quedaría aún una cantidad para mí solo. De manera que aguardé que llegara la mañana de la solemne entrega del Premio del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana (como es natural, me esfuerzo siempre por dar el título correcto entero). El señor De le Roi nos recogió a la señora Borchers y a mí y fuimos al ayuntamiento, que pasa por ser uno de los más preciosos del gótico alemán. A mí amenazó aplastarme y asfixiarme cuando entré, pero me dije, ánimo, ánimo, siempre ánimo, colabora en todo lo que te va a pasar, y coge el cheque de ocho mil marcos y desaparece. La ceremonia fue bastante breve. El señor Von Bohlen und Halbach, entonces vicepresidente de la Asociación Federal de la Industria Alemana, debía encargarse de entregarnos el premio a la señora Borchers y a mí. Habíamos tomado asiento con el doctor De le Roi en la primera fila. A derecha e izquierda de nosotros estaban los notables de la ciudad, también el alcalde con su pesada cadena. Yo había comido demasiado la noche anterior y me sentía mal. No recuerdo ya si se pronunció un discurso, pero probablemente fue así, porque una ceremonia de esa índole no puede prescindir de un discurso. Los invitados de honor amenazaban con hacer reventar la sala. Yo apenas podía respirar. Corría peligro de asfixiarme en la atmósfera de aquella sala. Todo estaba lleno de sudor y dignidad. Pero nos habíamos reído tanto la víspera, pensé, la señora Borchers y yo, que sólo por eso valía la pena. ¡Y además ahora los ocho mil marcos! ¡Pronto habrá pasado todo el encanto y tendremos el cheque en la mano!, pensé. Naturalmente, también una orquesta de música de cámara había tomado asiento, ya no recuerdo qué tocó. Y entonces llegó también, como recuerdo, de forma totalmente sorprendente, el momento decisivo. El presidente Von Bohlen und Halbach subió al estrado y leyó en una hoja lo siguiente: ¡… y así entrego el premio de 1967 de la Asociación Federal de la Industria Alemana a la señora Bernhard y al señor Borchers! Mi vecina se estremeció, lo noté. Tuvo un segundo de pánico. Le apreté la mano y le dije que pensara sólo en el cheque, se tratara del señor Borchers y la señora Bernhard o del señor Bernhard y la señora Borchers, como era en realidad, daba igual. La señora Borchers y yo subimos al estrado del ayuntamiento de Ratisbona, en donde nadie más que los interesados y quizá el señor De le Roi y el señor Bender se habían dado cuenta del error del señor Von Bohlen und Halbach, y recogimos cada uno un cheque de ocho mil marcos. Pasamos todavía un día hermoso en aquella horrible ciudad y volví a Viena, donde estaba bien alojado con mi tía. Hace un año recibí un, así llamado, volumen conmemorativo de la Cámara de Cultura de la Asociación Federal de la Industria Alemana, el, así llamado, Jahresring (Círculo Anual), en el que se menciona con orgullo a todos sus galardonados. Sólo faltaba mi nombre. ¿Me habría borrado de la lista de honor el doctor De le Roi, un señor, como recuerdo, muy amable, a causa de mi vida posterior, de la que no me arrepiento en nada? En cualquier caso, aprovecho esta oportunidad para manifestar que también recibí aquel Premio del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana. Y concretamente en Ratisbona. Y concretamente en el ayuntamiento gótico de Ratisbona.