El Premio Grillparzer

Para la entrega del Premio Grillparzer de la Academia de Ciencias en Viena tuve que comprarme un traje, porque, dos horas antes del solemne acto, comprendí que no podía aparecer con pantalones y jersey en aquella ceremonia indudablemente extraordinaria, y en efecto tomé en el llamado Graben la decisión de ir al Kohlmarkt y vestirme de una forma debidamente solemne, y con ese fin fui a la tienda de caballeros, muy bien conocida por mí por haber comprado en ella varias veces calcetines y que llevaba el característico nombre de Sir Anthony, si bien recuerdo, eran las diez menos cuarto cuando entré en el salón de Sir Anthony, la entrega del Premio Grillparzer debía tener lugar a las once y todavía tenía mucho tiempo. Mi intención era comprarme, aunque de confección, el mejor traje de lana pura de color antracita, con unos calcetines a juego, una corbata y una camisa Arrow muy elegante, de rayita gris y azul. Sabida es la dificultad de hacerse comprender en seguida en las, así llamadas, tiendas elegantes, aunque el cliente diga rápidamente y de la forma más precisa lo que quiere, primero lo miran a uno fijamente con incredulidad, hasta que repite lo que desea. Sin embargo, naturalmente, el vendedor interpelado tampoco comprende aún. Por eso, también entonces, en Sir Anthony me hizo falta mucho más tiempo del necesario para ser conducido a las estanterías pertinentes. En realidad, por mis compras de calcetines, conocía ya la disposición de la tienda y sabía mejor que el vendedor dónde encontrar el traje que buscaba. Me dirigí a la estantería del posible traje y señalé uno determinado, que el vendedor bajó de la barra para ponérmelo ante los ojos. Examiné la calidad de la tela y me probé el traje en seguida en la cabina. Me incliné unas cuantas veces hacia delante y me eché hacia atrás, y encontré que los pantalones me estaban bien. Me puse la chaqueta, me volví un par de veces ante el espejo, levanté los brazos y los bajé de nuevo: la chaqueta me sentaba igual que los pantalones. Di unos pasos con el traje por la tienda y entre tanto elegí la camisa y los calcetines. Finalmente dije que me quedaría con el traje puesto y que quería ponerme también la camisa y los calcetines. Escogí una corbata, me la anudé, apreté el nudo lo más posible, me miré otra vez en el espejo, pagué y salí. Me habían metido los otros pantalones y el jersey en una bolsa con la inscripción Sir Anthony, y con la bolsa en la mano, fui por el Kohlmarkt para reunirme con mi tía, con la que estaba citado en el restaurante Gerstner de la Kärntnerstraße, en el primer piso. Queríamos tomar uno o dos bocadillos en el Gerstner, antes de la ceremonia, para prevenir cualquier malestar o incluso desfallecimiento durante el acto. Mi tía estaba ya en el Gerstner, consideró mi transformación aceptable y pronunció uno de sus famosos Bueno… Yo, durante años, no había llevado hasta aquel momento un traje, en efecto, hasta entonces me había dejado ver siempre sólo con pantalones y jersey, incluso en el teatro, cuando iba, llevaba únicamente, como mucho, pantalones y jersey, sobre todo unos pantalones grises de lana y un jersey de oveja de punto grueso y un rojo estallante que me regaló un americano bondadoso inmediatamente después de la guerra. Con ese atuendo, recuerdo, había ido varias veces a Venecia y al famoso teatro La Fenice, una de ellas a una representación del Tancredi de Monteverdi que dirigió Vittorio Gui, y con esos pantalones y ese jersey había estado en Roma, en Palermo, en Taormina y en Florencia y en casi todas las demás capitales europeas, por no hablar de que en casa había llevado casi siempre esas prendas, cuanto más raídas estaban tanto más las quería, durante años me habían conocido sólo con esos pantalones y ese jersey, y todavía hoy me preguntan los amigos de entonces por esos pantalones y ese jersey, he llevado esas prendas durante más de un cuarto de siglo. De pronto, en el Graben, como queda dicho y dos horas antes de la entrega del Premio Grillparzer, encontré de repente esas prendas pegadas a mi cuerpo inapropiadas para el acto vinculado al nombre de Grillparzer que debía celebrarse en la Academia de Ciencias. Al sentarme en el Gerstner tuve de repente la sensación de que los pantalones me estaban demasiado estrechos, pero pensé que probablemente se tenía siempre la misma sensación con unos pantalones nuevos, y también la chaqueta me pareció de repente demasiado estrecha y también con respecto a la chaqueta pensé que era algo normal. Pedí un bocadillo y lo acompañé de un vaso de cerveza. Mi tía me preguntó quién había recibido antes de mí el, así llamado, Premio Grillparzer, y en aquel momento sólo se me ocurrió Gerhart Hauptmann, lo había leído una vez y, con ese motivo, tuve noticia por primera vez de la existencia del Premio Grillparzer. El premio no se concedía regularmente sino sólo de vez en cuando, dije, y pensé que entre las concesiones habían transcurrido seis o siete años, tal vez sólo cinco, no lo sabía y todavía sigo sin saberlo. Además, aquella concesión del premio me ponía como es natural nervioso, y traté de distraerme y de distraer a mi tía del hecho de que hasta el comienzo de la ceremonia faltaba aún media hora, y le hablé de la monstruosidad de que precisamente en el Graben acabara de tomar la decisión de comprarme un traje para esa ceremonia y de que me había parecido natural entrar en la tienda del Kohlmarkt en la que podían comprarse los trajes ingleses de las firmas Chester Barry y Burberry. Por qué no iba a comprarme en seguida, aunque fuera de confección, había pensado, un traje de primera clase, y ahora el traje que llevaba era un traje de la firma Barry. Mi tía palpó otra vez la tela y se mostró contenta de la calidad inglesa. Dijo de nuevo uno de sus famosos Bueno… Sobre el corte, nada. Era el corte clásico. Se sentía muy feliz por el hecho de que la Academia de Ciencias me entregara hoy su Premio Grillparzer, dijo, y también orgullosa, pero más feliz aún que orgullosa, y se levantó y yo la seguí, bajando del Gerstner a la Kärntnerstraße. Sólo teníamos que dar unos pasos hasta la Academia de Ciencias. La bolsa con el rótulo Sir Anthony me resultaba profundamente repulsiva, pero no podía hacer nada.

Dejaré la bolsa antes de entrar en la Academia de Ciencias, me dije. Algunos amigos que no querían perderse mi galardón estaban ya en camino, y los encontramos en el vestíbulo de la Academia. Allí había ya mucha gente reunida y parecía como si el salón de ceremonias estuviera ya lleno. Mis amigos nos dejaron en paz, y miramos en el salón a nuestro alrededor, buscando alguna personalidad que nos recibiera. Fui con mi tía unas cuantas veces de un lado a otro del vestíbulo, pero nadie nos hizo el menor caso. Bueno, entremos, me dije, pensando que en la sala me recibiría alguna personalidad y me conduciría con mi tía al lugar correspondiente. Todo en la sala indicaba una enorme ceremonia, y realmente tuve la sensación de que me temblaban las rodillas. También mi tía, lo mismo que yo, buscaba sin cesar alguna personalidad que nos recibiera. En vano. De forma que nos situamos sencillamente bajo la puerta de entrada del salón de ceremonias y aguardamos. Sin embargo, la gente pasaba por nuestro lado empujando y comprendimos que habíamos elegido el lugar menos apropiado para esperar. Bueno, ¿es que no va a recibirnos nadie?, pensamos. Nos miramos. La sala se había llenado casi por completo y con el único fin de entregarme el Premio Grillparzer de la Academia de Ciencias, pensé. Y nadie nos recibe a mi tía y a mí. Con sus ochenta y un años, ella tenía un aspecto estupendo, elegante e inteligente, y en aquellos momentos me pareció más valiente que nunca. Ahora algunos músicos de la Filarmónica habían tomado asiento también en el estrado y todo indicaba que la ceremonia iba a comenzar. Sin embargo, de nosotros, que al fin y al cabo debíamos ser el centro, como pensábamos, nadie había hecho caso. Entonces tuve de pronto una idea: vamos a entrar sencillamente, le dije a mi tía, y a sentarnos en el centro de la sala, donde todavía hay algunos asientos libres, y esperaremos. Entramos en la sala y buscamos esos asientos libres del centro, muchas personas tuvieron que levantarse y se quejaron cuando nos abrimos paso por delante de ellas. Y entonces nos sentamos en la décima o undécima fila en el centro del salón de ceremonias de la Academia de Ciencias y aguardamos. Todos los, así llamados, huéspedes de honor habían tomado asiento. Sin embargo, la fiesta, naturalmente, no comenzó. Y sólo mi tía y yo sabíamos por qué. En la parte delantera del estrado, unos señores nerviosos corrían de un lado a otro con intervalos cada vez más breves, como si buscaran algo. Y realmente buscaban algo, concretamente me buscaban a mí. Ese ir y venir de los señores por el estrado duró un rato, durante el cual la intranquilidad se extendió también a la sala. Entre tanto había llegado igualmente la ministra de Ciencia y había tomado asiento en la primera fila. Había sido recibida por el presidente de la Academia, llamado Hunger, y conducida a su asiento. También habían recibido a una serie de otros, así llamados, dignatarios y los habían conducido a la primera o la segunda fila. De pronto vi cómo un señor del estrado susurraba algo al oído de otro, señalando al mismo tiempo hacia la décima o undécima fila con la mano extendida, y sólo yo supe que me señalaba a mí. Entonces ocurrió lo siguiente: el señor que había susurrado al otro algo al oído y me había señalado bajó a la sala, y concretamente hasta mi fila, y se abrió paso por ella hasta mí. Bueno, dijo, ¿por qué se ha sentado aquí cuando es el protagonista de esta ceremonia, y no delante en la primera fila, donde nosotros, realmente dijo nosotros, hemos reservado para usted y su acompañante dos asientos? Sí, ¿por qué?, preguntó otra vez, y pareció como si todas las miradas de la sala se dirigieran a aquel señor y a mí. El señor presidente, dijo el señor, le ruega que se adelante, por favor, adelántese, su puesto, señor Bernhard, está al lado de la señora ministra. Sí, dije yo, pero no es tan fácil, naturalmente sólo iré a la primera fila si el señor presidente Hunger me invita a hacerlo personalmente, naturalmente, sólo si el señor presidente Hunger me invita a hacerlo personalmente. Mi tía guardó silencio ante esa escena y los invitados a la ceremonia nos miraron todos, y el señor volvió a recorrer la fila entera y fue luego hacia delante, donde susurró algo al oído al presidente Hunger, al lado de la señora ministra. Entonces se produjo un gran revuelo en la sala, que sólo por los ensayos de los músicos de la Filarmónica con sus instrumentos no se convirtió en algo horrible, y vi cómo el presidente Hunger se abría paso hacia mí. Ahora hay que ser firme, pensé, demostrar intransigencia, el valor, la consecuencia. No iré hacia ellos, pensé, lo mismo que ellos no han venido hacia mí en el sentido más exacto de la palabra. Cuando el presidente Hunger llegó a mi lado, dijo que lo lamentaba, pero no dijo qué era lo que lamentaba. Me pidió que fuera con mi tía hacia delante, a la primera fila, porque mi puesto y el de mi tía estaban entre la señora ministra y él. De modo que mi tía y yo seguimos al presidente Hunger a la primera fila. Cuando nos hubimos sentado y un murmullo indefinido había recorrido la sala entera, la ceremonia pudo comenzar. Creo que la Filarmónica tocó una pieza de Mozart. Luego se pronunciaron conferencias más largas o más breves sobre Grillparzer. Cuando la miré una vez, vi que la señora ministra Firnberg, así se llamaba, se había dormido, lo que tampoco se le había escapado al presidente Hunger, porque la ministra roncaba, aunque muy suavemente, roncaba, roncaba con el suave ronquido de los ministros, conocido en el mundo entero.

Mi tía seguía la llamada ceremonia con la mayor atención, y de vez en cuando me miraba con complicidad cuando un giro de alguno de los discursos resultaba demasiado estúpido o simplemente demasiado cómico. Finalmente, al cabo de una hora y media aproximadamente, el presidente Hunger se puso en pie, subió al estrado y anunció que se me iba a entregar el Premio Grillparzer. Leyó mal unas palabras de elogio de mi obra, no sin nombrar algunos títulos de piezas teatrales que al parecer eran mías pero que yo no había escrito, y enumeró a una serie de celebridades europeas que habían sido galardonadas antes que yo con el Premio Grillparzer. El señor Bernhard recibía el premio por su obra teatral Una fiesta para Boris, dijo Hunger (obra que un año antes había sido muy mal representada por el Burgtheater en el Akademietheater), y entonces, como si quisiera abrazarme, abrió los brazos. Era el signo para que yo subiera al estrado. Me levanté y me dirigí hacia Hunger. El me dio la mano y me entregó el llamado diploma de concesión, cuyo mal gusto, como el de todos los demás diplomas de premios que he recibido nunca, era insuperable. Yo no había tenido intención de decir nada desde el estrado, ni se me había pedido. De forma que, para reprimir mi apuro, sólo dije un breve ¡Gracias! y volví a bajar a la sala y me senté. Entonces se sentó también el señor Hunger y la Filarmónica tocó una pieza de Beethoven. Mientras tocaba la Filarmónica, reflexioné sobre toda la ceremonia que acababa de terminar, de cuya rareza y mal gusto e insensatez, como es natural, todavía no había cobrado conciencia. Apenas había terminado de tocar la Filarmónica, se levantó la ministra Firnberg e inmediatamente también el presidente Hunger, y los dos subieron al estrado. Todos se habían puesto de pie en la sala, precipitándose hacia el estrado, naturalmente hacia la ministra y el presidente Hunger, que hablaba con la ministra. Yo estaba a un lado con mi tía como atontado y cada vez más perplejo, escuchando el torrente de palabras cada vez más excitadas de aquellas mil personas. Al cabo de un rato, la ministra miró a su alrededor y preguntó con voz de arrogancia y estupidez inimitables: Bueno, ¿dónde está el escritorzuelo? Yo estaba justo al lado de ella, pero no me atreví a darme a conocer. Agarré a mi tía y abandonamos la sala. Sin que nadie lo impidiera ni nadie nos hiciera caso, dejamos hacia la una de la tarde la Academia de Ciencias. Fuera nos aguardaban algunos amigos. Y con esos amigos fuimos a comer en la, así llamada, Gösser Bierklinik. Un filósofo, un arquitecto, su mujer y mi hermano. Nada más que gente divertida. Ya no recuerdo qué comimos. Cuando durante la comida me preguntaron cuál era la cuantía del premio, me di cuenta realmente por primera vez de que el premio no llevaba aparejada suma alguna. Entonces sentí mi humillación realmente como una infame desvergüenza. Sin embargo, recibir el Premio Grillparzer de la Academia de Ciencias es uno de los mayores honores que puede obtener un austríaco, dijo alguien en la mesa, creo que fue el arquitecto. Una monstruosidad, dijo el filósofo. Mi hermano, como siempre en esas ocasiones, guardaba silencio. Después de comer tuve de pronto la sensación de que el traje recién comprado me estaba demasiado estrecho y, sin pensarlo mucho, fui a la tienda del Kohlmarkt, es decir, a Sir Anthony, y dije, con tono bastante resuelto, aunque no sin la máxima cortesía, que quería cambiar el traje, acababa de comprar ese traje, como sabían, pero era por lo menos una talla demasiado pequeño para mí. Mi decisión hizo que el vendedor interpelado me dejara ir en seguida a la estantería de donde había sacado el traje. Me dejó ponerme sin resistencia el mismo traje, aunque una talla mayor, e inmediatamente tuve la sensación de que aquel traje me estaba bien. Cómo había podido creer sólo unas horas antes que el traje una talla menor me sentaba bien. Me llevé las manos a la cabeza. Ahora tenía el traje que realmente me sentaba bien y, con el mayor alivio, salí de la tienda. Quien compre el traje que acabo de devolver no sabrá que ha estado ya en la entrega del Premio Grillpazer de la Academia de Ciencias de Viena, pensé. Era un pensamiento absurdo. Ese pensamiento absurdo me animó. Pasé con mi tía un día muy placentero y una y otra vez nos reímos de que en Sir Anthony me hubieran cambiado el traje sin reparos, aunque lo hubiera llevado en la entrega del Premio Grillparzer de la Academia de Ciencias. Nunca olvidaré que el personal de Sir Anthony en el Kohlmarkt fuera tan complaciente.