EPÍLOGO

—Alèxia se ha marchado —le había dicho Pere Ballart, sorprendido por la presencia de aquella mujer desconocida—. ¿Para qué la queréis?

—Creo que eso no os incumbe —respondió la monja, feliz por haber vuelto de nuevo al mundo.

Poco después, sor Saurineta entraba en el obrador de Tomás guiada por un chiquillo que había encontrado en la puerta del almacén.

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida —respondió una voz.

—¿Alèxia Miravall? —preguntó la monja.

—Yo misma —confirmó la hija del mercader—. ¿Venís a ayudarnos? Necesitamos manos, cuantas más mejor.

—Os traigo un mensaje de vuestros hermanos —dijo Saurineta, provocando que Alèxia tuviera que ahogar un grito de angustia.

Al escuchar el mensaje de sor Saurineta, la hija del mercader sintió como si se desgarrara por dentro y una punzada la obligó a cogerse el estómago. La monja bajó la mirada cuando Alèxia estalló en llanto. Por un momento todo quedó interrumpido. El hedor, el hambre y el agotamiento dejaron de existir. Solo el dolor instalado en el estómago y la rabia que le producía la impotencia daban fe de que no se trataba de una pesadilla.

Tomás se acercó a ella con intención de abrazarla, pero Alèxia ya se disponía a marcharse.

—¿Cómo habéis venido? —preguntó la joven.

—Unos campesinos se han ofrecido a traerme y he hecho el viaje en carro hasta extramuros, después he seguido a pie…

Alexia apenas la escuchó. Tenía prisa, mucha prisa. Ni siquiera se dio cuenta de que sor Saurineta de Vallseca ya solo era una figura que se alejaba. Salió a la calle, miró a ambos lados y vio a un hombre junto a una mula. Transportaba leña y ropas, seguramente pertenencias de alguien que había muerto apestado.

—¡Acompáñame! —dijo a Tomás. A continuación sacó unas monedas y le espetó al hombre—: ¡Necesito la mula! Soy Alèxia Miravall. ¡Explícale tú, Tomás! —pidió al muchacho, y después le entregó las monedas al hombre y procedió a deshacerse de la carga.

La carrera hasta Pedralbes fue frenética. La hija del mercader sorteaba obstáculos sin mirar si se trataba de personas o fardos. Nada tenía importancia, solo quería llegar y reunirse con su familia, abrazar quizá por última vez a su padre. La monja le había dicho que estaba cada vez peor, que no duraría demasiado.

El sol se ponía y las puertas de las murallas estaban a punto de cerrar.

—¡Dejadme pasar! ¡Por favor, apartaos!

Las lágrimas le enturbiaban la mirada y un sollozo acompañaba el lamento que dirigía al cielo…

—¿Por qué? ¿Por qué te lo quieres llevar también a él, Señor?

Una silueta familiar se recortaba a las puertas del monasterio. Al verla llegar, corrió a su encuentro. Abelard le entregó el anillo de su padre y Alèxia comprendió.

—Pensaba que me lo daría a mí, pero ha dejado bien claro que era para ti —le explicó el joven.

Se abrazaron largamente y emitieron un desgarrador grito que estremeció la noche. Después, cogidos de la mano, se dirigieron donde su padre yacía. Al verla entrar, Blanca se apartó de Jaume, temerosa de ocupar un lugar que no le correspondía. No parecía la misma. Estaba más delgada y pálida, su aspecto altivo había desaparecido y el humilde hábito le confería una apariencia frágil. Llevaba el dolor marcado en el rostro y en sus ojos brillantes se reflejaba una pena muy honda. Solo podía despertar compasión.

Narcís recibió a su hermana cariñosamente y los tres elevaron una plegaria por el alma del mercader. Un paso más atrás rezaba en silencio Blanca de Ciará.

En el exterior se oyó el canto de los grillos. Alèxia pensó que hacía mucho tiempo que no lo escuchaba. Se dirigió hacia la puerta y, con un leve gesto, dio a entender que deseaba estar sola.

Un puñado de estrellas ajenas a toda aquella miseria brillaba entre las nubes. La hija del mercader buscó las dos más relucientes y allí quiso ver la esencia de sus padres. La invadió una extraña paz. Dolorida, pero dejándose llevar por esa nueva sensación, caminó hasta el punto más alto de Petras Albas, donde permaneció un buen rato, o quizá solo unos instantes, el tiempo ya no contaba.

Con el anillo de su padre apretado en el puño, observó la ciudad de Barcelona salpicada de humos y hogueras. La distancia convertía el fuego purificador en una danza de pequeñas luciérnagas. Hizo el esfuerzo de imaginarse a la gente corriendo arriba y abajo, desorientada y desesperada. Por sus ojos pasaron imágenes que nunca podría olvidar.

Lejos de rendirse a la certeza del fracaso, Alèxia Miravall se colocó el anillo en el dedo corazón.

—Recojo agradecida tu testigo, padre. Sé que para ofrecerme este legado has tenido que luchar contra los principios que siempre te acompañaron. No te decepcionaré. Haré lo que esté en mi mano para que esta ciudad vuelva a ser envidiada por el alcance de sus empresas, por el coraje de los hombres y mujeres que la harán renacer. ¡Ahora más que nunca!

Sus lágrimas saladas se mezclaron con una fina llovizna y aquel regusto a mar se filtró entre sus labios. En el horizonte, una débil línea anaranjada apuntaba el nuevo día.

Tarragona, invierno de 2011