Blanca de Clara atravesó las despensas con los ojos desencajados. Venía de la caseta donde se guardaban las herramientas del huerto, el único sitio que habían encontrado en el monasterio para ocultar a Jaume. El traslado hasta el monasterio no había sido una tarea fácil, pero tras salvar obstáculos y comprar voluntades, lo habían conseguido.
La novicia quería llorar, pero ni siquiera tenía ánimos para eso. El hombre que más amaba en este mundo yacía muy grave en un jergón mientras sus hijos lo rodeaban presos de la desesperación.
—Señora… —dijo una voz casi en un susurro, mientras ella buscaba el cántaro de agua fresca que había visto alguna vez colgado cerca de los barriles de aceite.
—¡Saurineta! ¡Me has asustado! No entiendo cómo puedes ser tan silenciosa. ¿Dónde está el agua?
Mientras la monja daba unos pasos para acercarle el cántaro que colgaba a muy poca distancia, Blanca pensó qué tenía aquella mujer, capaz de jugar en muchas direcciones sin preocuparse de las consecuencias. Sabía que Saurineta de Vallseca era una de las preferidas de la abadesa y que también recibía confidencias de la reina.
—¿Cómo se encuentra el mercader?
—¡Mal, sor Saurineta, mal! Si lográramos que Jaume d'Agramunt lo examinara… Para eso ha venido al monasterio desde Lleida, ¿no? ¡Para cuidar a los enfermos!
—¡Es cierto! Pero os aseguro que conozco bien a la reina y dudo mucho que lo apruebe. No admitirá que Jaume haya entrado en el monasterio sin su aquiescencia.
—¡Lo apruebe o no —dijo Blanca, alterada—, este médico verá a Jaume! No puedo consentir que muera así, sin remedio, sin que alguien intente salvarlo. ¿Verdad que me entiendes, Saurineta?
—¡Claro que os entiendo!
La monja retuvo el cántaro y acompañó a Blanca de nuevo al exterior. El huerto estaba desierto y abandonado, pero eso ya no importaba a nadie. Cada día entraban cajas de comida como tributo de los campesinos de Sarria y las despensas estaban llenas. Cuando las dos mujeres entraron en la caseta de las herramientas, Narcís y Abelard discutían.
—¿Quieres decir que ha sido buena idea traerlo aquí? En Barcelona habríais acabado encontrando un médico.
—No lo sé, Narcís, no lo sé. Todo el mundo anda enloquecido, la ciudad se ha llenado de magos y adivinos. Tú mismo has oído que Jaume d'Agramunt es la máxima autoridad en esta enfermedad…
—Sí, pero también tengo muy presentes las palabras de mi maestro. Ferrer Bassa piensa que un religioso es incapaz de ver la realidad de las cosas de este mundo, que todo lo que hacen está contaminado por una idea visionaria.
—¡No tenemos tiempo que perder! —exclamó Saurineta.
—¿Quién sois?
La pregunta de Abelard sorprendió a todos. Le habían dicho que alguien del monasterio los ayudaría, pero su preocupación había borrado los detalles. Sin responder, la monja se acercó a Jaume y lo examinó.
—Jaume d'Agramunt quizá sea muy religioso —dijo mientras miraba, seria, a Narcís—, tal como dice vuestro amigo pintor, pero ahora mismo es la única esperanza.
—¡Acabas de decirme que la reina nunca consentirá que lo visite! —intervino Blanca, muy nerviosa.
—Dios está siempre muy ocupado, y más en estos tiempos. Quizá sea cuestión de ponerle ante los ojos aquello que es más urgente.
Las palabras de la monja confundieron a los presentes. ¿De qué hablaba? Solo Abelard lo interpretó bien.
—¿Qué debemos hacer para traer al médico hasta aquí? ¿Nos ayudaréis?
—Como tenemos mucha prisa, iremos despacio —dijo Saurineta—. Jaume d'Agramunt no parece una persona capaz de contradecir a sus superiores, por tanto tendremos que convencerlo de que venga a examinar a vuestro padre. ¡Todo depende de vuestra destreza y valentía!
—No soy una persona valiente —respondió Narcís—, pero podéis contar conmigo. Haré lo que haga falta.
Blanca y Abelard cruzaron una mirada de complicidad. Saurineta de Vallseca les hizo prometer que esperarían durante un rato y salió corriendo hacia el interior del convento.
—Lástima que no se haya quedado, ella habría sabido qué hacer —comentó Narcís mientras Blanca y Abelard permanecían en la caseta, evitando mirarse.
—¿Hablas de Alèxia?
—¿De quién, sino? Es la que se parece más a papá, la única capaz de inventarse una manera de actuar según las circunstancias.
—No podía dejar solos a los que se han quedado en Barcelona, eso ha dicho. En eso es mejor que tú y yo, mejor que papá…
El regreso de la pequeña Saurineta, recortándose en la puerta, interrumpió la conversación. Parecía un ratón que sale de la madriguera en busca de comida, pero sus intenciones eran muy distintas.
Mientras Blanca se quedaba con el mercader, Narcís y Abelard siguieron al pie de la letra las indicaciones de la monja. Atravesaron el recinto de las despensas y, a continuación, subieron al claustro. Habían instalado a Jaume d'Agramunt en una de las salas que usaba la abadesa Ça Portella para recibir las visitas y el médico estaba deshaciendo su delicado equipaje.
—¿Serás capaz de entretenerlo? —dijo Abelard mientras Saurineta vigilaba entre las columnas del claustro.
—¿No le harás daño?
—Lo intentaré. Espero cogerle por sorpresa. Es un hombre fuerte y podría resistirse.
Narcís entró en la sala y permaneció unos instantes en silencio esperando que el médico le prestara atención, entonces utilizó toda su cháchara. Sin darse cuenta, Jaume d'Agramunt acabó de espaldas a la puerta.
Aunque tampoco destacaba por ser un hombre de acción, el movimiento de Abelard fue rápido y preciso. Antes de que el médico pudiera reaccionar ya tenía la daga en el cuello y Narcís le ponía una venda en los ojos. Saurineta los precedió de nuevo hasta el lugar donde yacía Jaume Miravall.
Solo la monja se quedó en el exterior. Aquel intento era tan desesperado que la mayor precaución, vendarle los ojos para que el religioso médico no supiera donde se encontraba, resultaba inútil. Solo importaba la salud del mercader.
Consciente de ser víctima de un secuestro, la presencia de Blanca desconcertó a Jaume d'Agramunt, quien miró alternativamente a Narcís y Abelard, como recriminándoles su acción. Fue este último quien le explicó los motivos. Puesto al corriente, el médico se acercó a Jaume al tiempo que abría los brazos para que ningún otro lo hiciera.
—Hace dos días que está enfermo —informó Blanca—. ¡Vos sois un gran médico! Tenéis que ayudarlo.
—¡Solo Dios puede ayudarlo! Lo examinaré, pero necesito la caja con mis enseres que tengo en el monasterio. No está demasiado lejos, ¿verdad?
—Es verdad —respondió Narcís sin advertir la picardía que llevaba implícita aquella frase—. Voy a buscarla.
Jaume d'Agramunt permaneció junto al mercader, a la espera de sus utensilios. Abelard lo miraba y Blanca mojó la frente del enfermo con un paño. Fueron unos instantes interminables. El médico pidió que abrieran la puerta, pero no recibió ninguna respuesta.
—En este espacio tan pequeño nos arriesgamos a enfermar todos —les advirtió.
—De momento, no hay más enfermo que mi padre —dijo Abelard.
—Sí, y por lo que veo su estado es muy grave. Las manchas ocupan buena parte de su cuerpo, y estas pústulas del cuello ya deben de haberse extendido a otras zonas menos visibles.
—¿Cómo lo sabe, así, sin haberlo examinado de cerca? —exclamó Narcís, sorprendido por la precisión del médico.
—He visto muchos, y este no es una excepción. ¿Se puede saber quién es?
—El mercader más importante de Barcelona —respondió Blanca—, y mi padre es Dalmau Ciará, quizás habéis oído hablar de él.
—Sí, su fama de hombre justo lo precede, pero, respecto a nuestro mercader, debe de haber vivido rodeado de impurezas para llegar a este estado.
—¿Qué estáis diciendo? —espetó Narcís—. Si venís conmigo a Barcelona os mostraré cómo la pestilencia afecta a todos por igual, ricos y pobres, cristianos y judíos.
—Estoy al servicio de Dios y de este monasterio, ¡no al vuestro! Pero os aseguro que mis investigaciones dejan muy claro que esta enfermedad se relaciona con los instintos más bajos, con la suciedad y la putrefacción de las almas.
Blanca de Ciará se estremeció. Ella había conducido a Jaume por un camino de depravación con sus actos y sus deseos. Sin duda, Dios los castigaba de aquella manera y ya nadie podría salvar al hombre que amaba.
Se fijó en que el médico leridano se ponía una especie de nariz artificial después de haberle metido dentro dos trozos de algodón impregnados en un líquido muy oloroso. Poco después Jaume quedó expuesto a la vista de todos y pudieron ver las pústulas que tenía en las axilas y en sus partes bajas. Blanca no pudo soportarlo y salió de la caseta, donde esperaba la monja, anhelante de noticias.
—¡Reza por mí, por favor!
—¿Qué pasa? ¿Cómo se encuentra el enfermo? ¿Se salvará?
—¡El enfermo está tan condenado como yo!
Blanca se quedó delante de la religiosa, como si fuera a convertirse en una estatua en aquel preciso momento. Después se desató el hábito de novicia y dejó a la vista su hombro, se abrió la axila con la mano hasta que apareció aquella mancha roja que poco a poco se iba transformando en pústula y que ya supuraba.
—¡Madre santísima! —exclamó Saurineta de Vallseca mientras se persignaba y, de manera instintiva, daba un paso atrás.
En la caseta, Jaume d'Agramunt explicaba a los dos hermanos que ya solo quedaba rezar por el alma del mercader, pero que, si querían hacerle más agradables las últimas horas, debían trasladarlo a algún lugar bien ventilado y donde el aire no estuviera enrarecido.
—Pero si la enfermedad está en el aire, estamos todos perdidos —dijo Abelard sin acabar de entenderlo.
—Todo depende de la pureza de tu alma. Mira, en los lugares sagrados cuesta mucho más que se haga presente esta pestilencia —dijo el médico mientras hacía la señal de la cruz delante del mercader.
—¡Marchaos! ¡Ahora mismo!
—¿Así es como me pagáis que os haya ayudado? —respondió Jaume d'Agramunt ante la salida de tono de Abelard.
—¿Ayudarnos? ¿A esto le decís ayuda? ¡No sois capaz de hacer nada por este enfermo, solo proferís palabras y amenazas y sospechas de impureza! ¿Vos sois puro? ¿Podéis lanzar la primera piedra?
Sor Saurineta vio cómo Blanca salía corriendo y con un paño limpio se restregaba la pústula con agua, como si así pudiera desterrarla de su cuerpo. La monja temió haberse equivocado, que permitiendo la entrada de Jaume Miravall en el monasterio los hubiese condenado a todos, incluso a ella misma. Blanca, que había estado en contacto con el enfermo muy poco tiempo también, estaba infectada.
Se tocó el cuerpo en busca de algún síntoma, pero no encontró nada. Cuando su respiración recuperó la normalidad, corrió hasta la capilla de San Miguel. La abadesa estaba rezando rodeada por las pinturas de Ferrer Bassa y su discípulo, y fue incapaz de reaccionar ante las palabras de la monja.
Narcís y Abelard dejaron marchar a Jaume d'Agramunt sin más precauciones. Se sentían incapaces de continuar adelante, como si ya nada valiera la pena.
—Me parece que Blanca ya no cuidará a nuestro padre. ¿Crees que tiene miedo? —preguntó Narcís mientras se acercaba al mercader para humedecerle la frente con un trapo.
—¡No pienses en eso! ¡De ninguna manera! Pero ella también está infectada, me lo ha confesado antes. Se siente sucia, cree que todo es culpa de sus pecados.
—¿Qué dices, Abelard? ¿Tu madre también…?
—Mi madre, dices bien. Yo nunca la he llamado así.
—¡Quizá ya sea momento de hacerlo! Yo me ocuparé de todo. Búscala… Quizá sea tu última oportunidad de arreglar las cosas con ella.
—¿De verdad quieres quedarte solo?
—¿Hay algo mejor que hacer?
—No, realmente no. Volveré lo antes posible.
—Tranquilo, estaremos bien.
Abelard observó todavía unos instantes a su hermano. Parecía mayor de lo que era en realidad y, con la atención que prestaba en refrescar la frente de su padre, se le marcaban unas finas arrugas en las comisuras de los ojos.