Barcelona estaba en carne viva. Los lamentos, las oraciones y los gritos de impotencia la habían convertido en un valle de lágrimas. Eran pocas las familias que seguían inmunes a la enfermedad, y ya no se señalaba con el dedo las casas malditas; el mal se había esparcido por doquier.
Desde los púlpitos, los predicadores anunciaban el fin del mundo y exhortaban al arrepentimiento. Una nueva Sodoma y Gomorra estaba a las puertas de aquel infierno ávido de víctimas. Largas colas de hombres y mujeres con sus hijos en brazos esperaban su turno para hacer las paces con Dios. Mientras tanto, otros se flagelaban en plazas y calles, haciendo una exhibición pública de su desgracia. Los chillidos perduraban en el latido de la ciudad, como un aullido constante y horrible.
¡Es un castigo divino! Eso gritaban los presbíteros. Dios había castigado a Barcelona por su intento de ir más allá de los dominios establecidos y del mar otorgado, pero también por haberse convertido en una sociedad de costumbres relajadas y relaciones promiscuas. Había que encontrar a los verdaderos culpables para apaciguar al Todopoderoso.
Se hablaba de sacrificio, pero también de venganza y redención. Eran muchos los que miraban en dirección a la judería. Aquellos usureros asesinos que habían dado muerte a Jesucristo, por fuerza debían ser la causa de su ira. También hubo quien dio salida a su odio haciendo correr la voz de que habían sido los judíos quienes, de manera premeditada, habían envenenado los pozos de agua. La población, enloquecida, asaltó la aljama y la sangre judía lavó el suelo de los cristianos sin que la pestilencia remitiera. El mal no entendía de religiones, de edades, ni de clases sociales; todo el mundo estaba expuesto a él.
En busca de respuestas, se levantaron voces que hablaban de señales en el cielo, de cometas y extrañas conjunciones de astros. Era frecuente que en plena noche se viera el resplandor de hogueras en la montaña, encendidas para purificar el aire corrompido. Las autoridades también dieron la orden de quemar los efectos personales de los apestados y las plazas, que apenas unas semanas atrás habían sido escenario de negocios, se convertían en altares improvisados para consumar los sacrificios.
En el hogar de los Miravall las velas se multiplicaban mientras se invocaba el alma de Elvira, para que intercediera ante la Virgen para librarlos de aquella calamidad. A Sara no le resultaba fácil obtener comida, comenzaban a escasear muchos productos y los precios eran desorbitados. La cuartera de trigo pasó de cinco a nueve sueldos en pocos días y seguía subiendo. Los más ricos acaparaban los víveres y el hambre agravaba más aún una situación desoladora.
—¿Has visto a Elena? He pasado por el obrador de Bernat y estaba cerrado a cal y canto —dijo Alexia a la esclava de la casa cuando esta regresaba de la calle.
—No. Lo siento. La verdad es que tampoco me he detenido demasiado…
—Ya; esta tarde pasaré por su casa para comprobar si necesitan algo.
—No sé qué pensará el señor, pero dicen que más vale no salir de casa a menos que sea estrictamente necesario.
—Es estrictamente necesario, Sara. No puedo seguir encerrada durante más tiempo con el miedo en el cuerpo. No puedo sacarme de la cabeza la horrible imagen del tío, aquellas ratas… y la voz de la vieja a quien pretendí dar lecciones. ¡Qué estúpida soy!
—No pienses más en ello. Hiciste lo que creías conveniente, pequeña.
—¡Cómo son las cosas! Me he pasado años frunciendo la nariz cada vez que mamá o tú me llamabais así y ahora es como una caricia, Sara.
No era habitual que la hija del mercader se mostrara dócil, quizá por eso la esclava le acarició la mejilla y aprovechó para añadir:
—¿Quieres que le diga a uno de los esclavos que pase por la casa del señor Bernat? —Con eso pretendía que no saliera de casa.
Alèxia sonrió con dulzura. El tono de Sara se fingía inocente, pero la hija del mercader la conocía muy bien.
—No sufras, iré con cuidado, de verdad.
—Pero…
—Mira, si todo va bien, no hay nada de qué preocuparse. Y si, si no es así —admitió finalmente—, entonces echaré una mano.
—¡Que Dios te bendiga! —exclamó Sara, con un gesto adoptado de Elvira después de tantos años a su servicio.
La hija del mercader se aventuró con pesar por las calles de la ciudad. Tres días después de su incursión a extramuros solo se había atrevido a visitar la herrería. Estaba preocupada, todo parecía hundirse bajo sus pies.
Confiaba en que Narcís se encontrara bien, quería creer que en el monasterio estaría protegido contra la pestilencia. Dios todopoderoso no dejaría que el diablo se apoderara de sus siervas y preservaría a la reina Elisenda. ¿En qué lo habían ofendido los demás? ¿Qué habían hecho las criaturas que vagaban desesperadas por las calles?
Alèxia pensaba que ella había desobedecido los mandamientos más que cualquier otro habitante de Barcelona, pero ¿no era san Juan quien decía «ama y haz lo que quieras»? ¿Dónde, pues, residía su culpa? ¿Por qué ella y Abelard debían pagar por el pecado cometido por sus padres?
Estos razonamientos la acompañaron durante el trayecto hasta la casa de la familia de Bernat, al lado de Palau. Al llegar, la puerta estaba cerrada. Llamó, primero con suavidad y después con insistencia. Cuando ya creía que no acudiría nadie, una voz respondió desde el otro lado:
—¿Quién llama? —Era Sança. Apenas se la escuchaba.
—¿Sança? Soy Alèxia. ¿Estáis bien?
La muchacha no respondió de inmediato.
—Sí, no te preocupes.
—Abre la puerta, por favor —insistió Alèxia.
—No puedo. No tengo las llaves. Mis padres se han marchado…
—¿Pasa algo? —A Alèxia le pareció que la muchacha lloraba, pero por mucho que se esforzó no consiguió otra respuesta.
El herrero apareció mucho más tarde, acompañado de Elena con la pequeña Maria en brazos.
—¿Qué haces aquí? ¡Por el amor de Dios, Alèxia! No estarás enferma, ¿verdad?
—No. Os lo aseguro. Estoy bien. ¡Muy bien! —insistió abriendo los brazos al observar que la mujer daba un paso atrás protegiendo a su hija.
—De acuerdo, pasa —dijo Bernat.
Una vez dentro, Sança y Francesc se abrazaron a sus padres y, con lágrimas en los ojos, preguntaron por la opinión del médico que había examinado a su hermana pequeña. El herrero traía una medicina llamada triaca y que, según decían, podría curarla.
—¡Está ardiendo! —exclamó Alèxia poniéndole la mano en la frente.
—Sí, pero ya no vomita. Ten fe —respondió Francesc.
La hija del mercader ayudó a la familia a rociar la casa con vinagre, tal como había aconsejado el doctor. Había que purificar el aire y reforzar su resistencia a la corrupción. El médico también había aconsejado ventilar la casa abriendo de par en par las ventanas cuando el sol calentara, y cerrarlas una vez que el aire estuviera renovado. Nada de basura ni vísceras de animales, les advirtió.
—Necesitamos hierbas aromáticas para quemar. Aguas perfumadas, incienso… Debemos crear un ambiente limpio, el médico ha insistido en que es muy importante.
Alèxia salió de la casa del herrero en dirección al obrador que compartía con Tomás. Sabía muy bien que lo encontraría enfadado por su ausencia, así que no le extrañó su airada bienvenida.
—¡Vaya, vaya, por fin te has dignado a venir! Hay un montón de cuentas por hacer.
—Lo siento, de verdad. He pasado un par de días un poco alicaída, pero ya estoy aquí. Por lo que veo, te las has apañado bastante bien —añadió la muchacha mientras observaba las estanterías prácticamente vacías.
—Oye, no estarás enferma tú también, ¿no?
—¿Se puede saber por qué todo el mundo me pregunta lo mismo?
—No quería ofenderte, pero tal como están las cosas…
—Está bien. No perdamos más tiempo. Necesito unos cuantos ramos de hierbas dulces e incienso, y…
—¡Para el carro! Hemos acabado las existencias. ¡Mira! —Tomás le entregó tres bolsas llenas de monedas, muy ufano—. ¿Quién lo hubiera dicho, eh?
Alèxia se sintió incómoda y bajó la cabeza. Claro que soñaba con elaborar fragancias exquisitas y que todas las damas de la ciudad hablaran de sus productos, pero no era exactamente eso lo que había sucedido. Aquel dinero le quemaba las manos y se deshizo de él recordando el tributo que pagaron a Judas.
—¿Qué haces? ¡Hemos trabajado duro para obtener beneficios! Tú ya no me ayudas como antes, pero si no me llevaras las cuentas no saldría adelante.
Alèxia no apartaba los ojos del dinero.
—Ya sé lo que piensas, pero las cosas son así, Alèxia. Los negocios son así. Recuerda cómo se enriqueció tu padre.
—¿Qué quieres decir? —replicó ella con gravedad, mirándolo a los ojos.
—No quería molestarte. Ya te he explicado que los negocios son así. Para que alguien se enriquezca deben empobrecerse los demás. ¡Son habas contadas! En tiempos de penuria siempre hay quien sale ganando. No le des más vueltas.
La muchacha pensó en la reflexión que Tomás le servía en bandeja. No le faltaba razón, pero aquello no era exactamente lo mismo, era muchísimo peor. Negociar con el sufrimiento no estaba bien, era simplemente espantoso.
—Mira, Tomas, las cosas han ido así y ya no hay vuelta atrás, pero a partir de este momento nos pondremos al servicio de todo aquel que no pueda pagar nuestros conocimientos. Cuando esta maldita pestilencia sea solo el recuerdo de una pesadilla volveremos a ganar dinero. ¿De acuerdo?
—Para ti es muy fácil. En el fondo solo se trata de un juego, ¿verdad? O quizá de un reto. Pero para mí… Para mí es mi vida, es lo único que tengo, lo que siempre había soñado. Quién sabe si de estas ganancias no tendré que vivir mucho tiempo. Yo sé qué es pasar hambre, Alèxia, tener piojos y sarna, sé cómo te sientes durmiendo a la intemperie en invierno, con dos piedras calientes bajo la manta para calentarte las manos. La humillación de tener que mendigar en las casas de los ricos y echar a correr cuando sus hijos te apedrean solo por divertirse…
Eran demasiadas dosis de realidad en tan poco tiempo. Alèxia volvió a sentirse mezquina. Durante largo rato permaneció cabizbaja. Después llegaron a un acuerdo: cada uno haría lo que le pareciera mejor con su parte. Era un trato justo para los dos.
—Y ahora, vamos a la playa a ver qué encontramos. Hay que invertir una parte de los beneficios en comprar especias y tal vez algún barco transporte almizcle. Dicen que colgado del cuello hace de escudo protector contra la pestilencia.
Ambos se apresuraron hacia el lugar, pero antes de llegar a donde los estibadores y barqueros realizaban su faena, los guardias los detuvieron.
—¿Adónde vais con tanta prisa?
—Soy la hija de Jaume Miravall y tenemos negocios que cerrar.
—Pues yo soy el encargado de la seguridad y tus negocios deberán esperar.
A Alèxia no le cayeron bien aquellas palabras. Orgullosa como era, su primer impulso la llevaba al desaire, pero se contuvo y tomó conciencia de la situación.
Los tripulantes de una embarcación procedente de Nápoles estaban en cuarentena en la playa. Parecía que todos presentaban síntomas de la terrible enfermedad. Había otra nave a la que ni siquiera habían permitido acercarse a las Tasques. Barcelona estaba aislada. Nadie podía entrar ni salir. Los dos muchachos retrocedieron con el corazón encogido.