Barcelona, mayo de 1348
Cuando se enteró de lo que estaba pasando no se lo pudo creer. Margarida siempre decía que era indestructible, que alguien tan desconsiderado con sus semejantes se alimentaba de los damnificados que iba dejando a su paso. Por eso se había marchado su tía, no quería ser otra víctima del carácter y la actitud ante la vida de Mateu.
Luego pensó en Elvira y en su tía de Reus, que tan buena acogida les había dispensado a ella y Tomás. Convencida de que en su familia había una rama que se tomaba muy en serio eso de ayudar a los necesitados, Alèxia dejó la rebotica donde llevaba las cuentas del negocio de los perfumes.
—Vuelvo enseguida —dijo a su socio, porque tal era la relación que los unía.
—Ve con cuidado. Hay algo extraño en las calles —respondió Tomás sin prestar demasiada atención, con la nariz metida en un frasco que contenía aromas de eneldo y madreselva.
Aquellas palabras se le quedaron grabadas. Hacía días que la gente hablaba de los enfermos, pero eso no era raro cuando comenzaba el calor. Alèxia pensaba que mucha gente caía enferma a causa de la miseria en que vivía, de la suciedad acumulada en las calles o en sus propios cuerpos. En todo caso, era bueno para el negocio y Tomás siempre lo repetía por las mismas fechas.
Hizo un esfuerzo por recordar una de las últimas conversaciones con su madre, cuando le había explicado que Mateu malvivía en las afueras después de perder por segunda vez su negocio. Todo indicaba que, desde entonces, no había enderezado su vida.
Dejar atrás el barrio de la Ribera, y más aún si se trataba de salir fuera de las murallas, le producía una sensación extraña. Buena parte de su vida había tenido lugar dentro de aquel recinto, salvo los viajes a Reus y Alejandría, y siempre transcurría mucho tiempo antes de una nueva salida. Alèxia tenía la creciente sensación de que el paso de los años no la ayudaba a conseguir sus objetivos. Era cierto que la nueva actitud de Abelard después de volver de Mallorca le había permitido tener más influencia en la cuadrilla, pero la relación entre ellos no se correspondía con las esperanzas que ella había albergado siempre.
Caminó en dirección sur hasta la calle Oilers. Justo al final podría atravesar la muralla por la puerta de las Trenta Claus. Según recordaba, Mateu vivía por aquella zona, en un barrio de chabolas que había antes de llegar a los huertos de Sant Pau.
Durante el trayecto la sorprendieron algunas escenas. En la misma calle Oilers unas mujeres lloraban desconsoladamente mientras dos jóvenes transportaban el cuerpo seguramente de un familiar, envuelto en una manta; lo depositaron en un carro mientras la mujer mayor aferraba las riendas de los caballos, impidiéndoles marcharse.
Más adelante, ya en la puerta de la muralla, los soldados discutían con un hombre que tenía un enorme bubón en el cuello. No querían dejarlo pasar, aunque él juraba que vivía en Barcelona e intentaba demostrarlo con unos papeles ajados. Alèxia aprovechó para salir sin rendir cuentas a nadie, pero el panorama en el exterior la impactó aún más. Varias personas esperaban tumbadas en el suelo, tosiendo o con la fiebre reflejada en los ojos. No tenía demasiada experiencia en enfermedades, pero al parecer esta provocaba que muchas personas se dejaran caer al suelo por última vez.
Quizá no había sido buena idea salir de la ciudad para ir a ver a Mateu, pero Alèxia pensaba que su madre se hubiera compadecido de él, a pesar de todo. No obstante, debía de haber avisado a su padre, hacerlo salir por un día de su madriguera inviolable.
Ya estaba hecho. Caminaba maquinalmente, sin una dirección precisa, entre chabolas construidas con cualquier cosa. Los niños le tiraban del vestido a su paso. Lo que entreveía a través de los trapos que colgaban de las puertas no la animaba a continuar, pero ella no era aprensiva, creía realmente que debía devolver de alguna manera todos los privilegios de su condición, hacerse merecedora de ellos, aunque sus fuerzas menguasen ante tanta miseria.
Al dejar atrás el primer grupo de casuchas, aunque dudaba si llamarlas así, encontró un claro entre los huertos. Una jauría de perros famélicos se entretenía rebuscando algo que llevarse a la boca, aunque a ella se le antojaba imposible que hallaran nada. Más allá se distinguía la iglesia de Sant Pau del Camp y, a la izquierda, un poblado construido con materiales aún más frágiles, si eso era posible.
Se apartó del camino, aliviada de perder de vista a los hombres y mujeres que se le acercaban al ver sus ropas. No le pedían ninguna limosna, solo ayuda, una ayuda que ella no sabía en qué consistía. El poblado hedía a meados y animales muertos. Vio a dos niños que yacían en el exterior de una chabola, pero fue incapaz de determinar si solo dormían o su sueño era definitivo.
Aquella sensación la espantó. Sintió el impulso de dar media vuelta y regresar a Barcelona, a la seguridad de su barrio, donde todo el mundo la conocía y respetaba, incluso los más pobres, pero de repente vio a una mujer mayor que le salía al paso. A pesar de plantarse delante de la muchacha, no la miró, sus ojos parecían extraviados, aunque no estaba ciega.
—¿Qué haces aquí? No es lugar para ti. ¡Vete!
—Busco al panadero Mateu. Quizá lo conozcáis, es amigo de nuestra familia —dijo atemorizada por la tristeza infinita que rezumaban aquellos ojos desviados.
—Te has vuelto loca, muchacha. De aquí nadie sale con vida. Dios ha querido castigar nuestra pobreza.
—¡No digáis eso! Dios es incapaz de castigar a los pobres. ¡Es una blasfemia!
La mujer hizo una mueca de incredulidad y lástima, como si aquella chica de familia rica que se dignaba a visitarlos no tuviera ni idea de la realidad. Después la precedió a través del poblado.
Alèxia quiso seguirla sin mirar alrededor, pero no pudo evitar sobrecogerse por el silencio reinante en aquel sitio. Cuando llegaron a una chabola con el techo caído, su acompañante abrió el trapo que colgaba de la puerta para franquearle el paso.
Allí había un olor insoportable y, por un instante, Alèxia recordó a Tomás inmerso en sus fragancias. Mateu no se percató de su irrupción; estaba acostado en un camastro, tapado hasta el pelo. Un movimiento debajo de la manta hizo pensar a Alèxia que se había despertado.
—¡Mateu! ¿Me oyes? Soy yo, la hija de Elvira. He venido a verte. ¿Mateu?
Intrigada, cogió la punta de la manta para destaparlo y de golpe se encontró con un montón de ratas que estaban dando cuenta de los despojos del panadero. La cabeza de Alèxia se colapso, aquella imagen superaba el horror más inimaginable. Le sobrevino un mareo. El angustioso grito que quería soltar excedía con mucho su capacidad física.
Se dio la vuelta y salió embistiendo impetuosamente a la mujer que esperaba en la puerta. Necesitaba escapar de allí, habría matado a quien hubiera intentado impedírselo. Corrió a través del mísero poblado mientras oía la voz de aquella mujer;—¡Ya ves cómo son las cosas, princesa! ¡No vuelvas nunca si quieres vivir en paz!
La abadesa Francesca Ça Portella regaba los lirios que había plantado meses atrás en el centro del claustro. Estaba encantada con los progresos de aquel jardín interior desde su llegada al monasterio. La primavera les había proporcionado unos colores vibrantes que la propia reina Elisenda había elogiado. Pero los lirios le provocaban un placer especial que, sin embargo, intentaba ocultar por si era pecaminoso a los ojos de Dios.
Por este motivo los regaba personalmente y en horas en que ninguna monja pudiera atisbar en su rostro indicios de la satisfacción que la invadía. Era cierto que estaba Narcís, el más joven de los pintores que se encargaban de los frescos de la capilla de San Miguel, pero él no contaba. Desde que lo había contratado Blanca de Ciará para decorar su celda, solo salía para dormir mientras aquella inquilina del convento pasaba el día en la iglesia.
Había sido muy condescendiente al admitir a la mujer de Gonçal de Llória. Se rumoreaban cosas de su vida anterior que no parecían demasiado ejemplares, pero se había impuesto el patrimonio que aportaba a la comunidad y, además, la recomendación de la propia reina Elisenda. ¿Qué podía hacer una simple monja ante los deseos de una reina? Aunque habían pasado años desde que perdiera el derecho a la Corona, Elisenda tenía un poder que la abadesa admiraba. Gracias a su influencia el monasterio era rico, con posesiones en todo el territorio y rentas suficientes para mantener una comunidad diez veces más grande. Ella era su mano derecha, a veces su esclava, pero no se quejaba; no había escogido aquella vida para pasar estrecheces.
Acariciaba los pétalos de una flor de lirio, el punto más álgido de su delectación, cuando Saurineta de Vallseca, la misma monja que había abierto la puerta a Narcís dos años atrás, cruzó en diagonal el jardín del claustro, sin importarle las flores o las matas que podía estropear en su carrera. Cuando se plantó ante la abadesa, temblaba tanto como uno de aquellos flanes escasos de huevo que hacía la monja cocinera.
—¡Madre abadesa! ¡Madre abadesa! —La agitación de la religiosa había convertido su cara, siempre dulce y armoniosa, en una tensa máscara de rasgos desencajados.
—Se puede saber qué pasa, Saurineta. Si no recuerdo mal, deberías estar en el pequeño convento, ayudando a la higiene de la reina.
Elisenda de Monteada se había hecho construir un pequeño edificio dentro del recinto para su uso personal, y en la práctica muchas monjas se pasaban el día pendientes de su bienestar. Como la monja se había quedado muda por el espanto, la abadesa decidió levantarse y abrazarla para tranquilizarla. Sor Saurineta se distendió y una súbita lluvia en forma de llanto empapó el hábito de la superiora.
—Por el amor de Dios, así no conseguiremos nada. ¿Por qué no me dices de una vez qué está pasando?
—¡Es que os parecerá horrible, espantoso!
—Una de mis funciones como abadesa de esta comunidad es soportar los castigos que nos envíe el Señor. ¿Qué has visto que te ha asustado tanto?
—No, si yo no he visto nada.
—¡Pero bueno! ¿Interrumpes mi tiempo de meditación sin ningún motivo?
—Es que me he enterado de la terrible pestilencia que se extiende por Barcelona. El muchacho que nos trae la verdura me lo ha contado, ¡y también que su padre ha caído enfermo!
—Pues yo ya estaba informada, Saurineta. Y no debes preocuparte demasiado, el Señor cuida de sus almas y ya me ha dado instrucciones para enfrentarnos a esta enfermedad.
—¿De veras? —preguntó la monja, que aunque era un pedazo de pan no era especialmente tonta.
—Haz el favor de ir a cumplir tus obligaciones. Yo me ocupo de todo, ¿de acuerdo?
La abadesa de Pedralbes lo dijo con toda la autoridad que sabía transmitir. Era cierto que ya sabía lo que pasaba en Barcelona, pero aún no había tomado ninguna decisión al respecto. Sus dos obligaciones, proteger la comunidad y obedecer a la reina Elisenda, no siempre podían conjugarse bien. Ella hace tiempo que habría dado orden de cerrarse al mundo exterior, pero la reina se negaba; cada día recibía visitas de las que no estaba dispuesta a prescindir.
Pero la situación exterior comenzaba a pedir soluciones. ¿Y si enfermaba alguna monja, o la propia reina? Hablaría con ella, le haría ver la conveniencia de cerrar el convento durante una temporada, por su seguridad, por la de todas, aunque ya sabía cómo reaccionaría la soberana.
—¿Cómo pretendéis cerrar la casa de Dios, Madre abadesa?
—Solo durante unos días, señora. La pestilencia va avanzando y ya hay muchos casos en la villa de Sarria. Debemos preservar la casa de Dios, mantenerla al margen de las impurezas de este mundo. ¡Es una enfermedad espantosa! —añadió para tocar el corazón de la reina.
Después de un tenso tira y afloja, la abadesa pensó que la reina Elisenda también debía de estar asustada, pues permitió el cierre del monasterio durante una semana, para intentar contener la enfermedad, pero a continuación volverían a reunirse y hablarían sobre qué otras medidas podían tomarse. La abadesa Ça Portella dio gracias al cielo y reunió a todas las monjas en el refectorio para comunicarles la decisión. No hubo quejas ni lamentos, pero al acabar decidió encarar un problema que aún no había resuelto. Con este pensamiento, se dirigió a la celda de Blanca de Ciará.
Al entrar, no reconoció el recinto. Aquel pintor lo había transformado en escenario de maravillas. Las imágenes de la Virgen, los santos con expresiones amables, los paisajes que se veían al fondo, todo resultaba excelso, a pesar de que se trataba de miniaturas, comparadas con las que podían verse en su propia capilla.
Aquello no eran estampas de vida religiosa, sino de una vida que se parecía mucho a la de los nobles, con sus ropajes extranjeros y la felicidad por su vida fácil. De pronto, todo lo que había sentido hacía un rato delante de sus lirios le parecía un juego de niños.
Narcís, ensimismado en su faena, no había advertido su presencia, pero ante la primera voz se levantó del suelo, donde estaba mezclando unos pigmentos.
—¿Qué pasaría si dejaras de pintar por unos días? —preguntó la abadesa.
—¿Cómo? ¿Por qué? Quiero decir… ¿he molestado en algo a vuestra comunidad?
—No, nada de eso, pero hay razones muy poderosas para cerrar el monasterio por un tiempo. De hecho ya he dado la orden y no podrás entrar y salir continuamente.
—Pero ¡yo no necesito salir! Puedo quedarme a dormir en el claustro, en cualquier rincón que vos misma me asignéis. ¡No me molesta! De otra manera, todo el trabajo que he hecho hasta ahora habrá sido en vano.
La abadesa reflexionó unos instantes. Había acudido directamente al pintor porque, temiendo la reacción de Blanca de Ciará, esperaba convencerlo de que alegara una indisposición, pero tampoco pasaría nada si satisfacía sus deseos.
—De acuerdo. Te quedarás en el monasterio, pero dormirás fuera del sagrado, con los esclavos.
—Lo que vos digáis, madre abadesa —respondió Narcís, y cayó en la cuenta de que la clausura le impediría ver a su familia, aunque hasta entonces nadie había enfermado.
La abadesa salió de la celda convencida de su capacidad para gobernar el monasterio de Pedralbes y preservarlo de todos los males que tenían lugar más allá de sus puertas.
—¿Cómo sabrá mi familia que estoy aquí dentro?—dijo Narcís, saliendo del claustro.
—Tranquilo. Enviaré un emisario para informar a todo el mundo.