Capítulo 7

Barcelona, verano de 1343

El hombre recorrió el camino que lo separaba de la calle Banys Veils con marcada parsimonia. A pesar de los cambios que había experimentado su vida en los últimos años, su casa continuaba siendo la misma, una estancia oscura en un pequeño edificio cerca de la playa. Pasaba su tiempo en el almacén, controlando a los hombres o haciendo recados para Abelard.

Al llegar a la casa de los Miravall advirtió que algo había cambiado. La puerta, contrariamente a lo habitual, estaba cerrada. Dos matones fornidos y armados impedían el paso, haciendo que los transeúntes se pegaran al otro lado de la calle para no pasar demasiado cerca.

Se plantó delante de ellos, que lo miraron de mala manera, como si eso les bastara para ahuyentar a los curiosos. Insistió y dio un paso al frente. Sabía que lo tomarían como un desafío, pero no pensaba echarse atrás.

—No puedes acercarte. Esta es la casa de Jaume Miravall —dijo el más alto con un tono que aún no quería ser amenazador.

—Me parece que no sabes con quién estás hablando, chaval.

La respuesta descolocó al guardia. Hacía tiempo que había dejado de ser un chaval y no le cuadraba que aquel viejo barbudo y pobremente vestido se atreviera a desafiarlo. Se acercó lo bastante como para que el recién llegado le retorciera el brazo y le pusiera una daga al cuello. Enseguida lo rodearon tres guardias más.

—Comunicad a vuestro amo que su amigo Pere Ballart ha venido a verlo, y podéis aprovechar para decirle que deje de contratar a escoria como vosotros para cuidar de su seguridad.

Los guardias retrocedieron, no solo porque la daga ya provocaba un pequeño hilo de sangre en el cuello de su compañero, sino también porque sabían que aquel nombre era intocable, aunque nunca le habían puesto cara.

—No es necesario presentarse así —dijo el que se había quedado delante de la puerta—, podíamos haberte matado.

—Tengo mis dudas —respondió Pere mientras indicaba a aquellos bribones que echaran un vistazo en derredor.

De todos los rincones comenzaron a salir hombres armados y con aspecto amenazador. Los guardias retrocedieron hasta la puerta de la casa, atemorizados por aquella cuadrilla que tenía fama de soportar pocas bromas. Que Pere mantuviera a su compañero con la daga al cuello ya no pareció importarles demasiado.

—Ahora mismo le avisamos, pero no creo que le agrade vuestra actitud.

—Avisad a Jaume y dejad de hacer el idiota, si estimáis vuestra vida. ¿O no es así?

Sin más dilaciones, uno de los guardias entró en el palacete y Pere Ballart aflojó la presión sobre el cuello de su rehén. Su enojo era evidente, su decisión de ver al mercader era inapelable. Jaume Miravall se recortó en la puerta poco después.

—¡Pere! ¿Cómo te presentas así y amenazas a mis hombres? ¡Podrías haberle dicho a Abelard que vendrías!

—¿Eso crees? Por lo que yo he podido comprobar estos últimos meses, Abelard te ha venido advirtiendo que nos estabas perjudicando y tú siempre le has dado largas. Por lo que respecta a tus hombres, durante mucho tiempo nos hiciste pensar que esta distinción solo la teníamos nosotros.

—¡Es suficiente! Entra en casa y hablaremos, ¡o entrad todos, tanto me da!

Pere siguió al mercader a través de la puerta mientras el resto de la cuadrilla frustraba las pretensiones de los guardias de custodiar a su amo. Cuando llegaron a la sala, Jaume llenó una jarra con vino y se la ofreció.

—¿Se puede saber qué motivos tienes para venir a mi casa como si estuviéramos en guerra, Pere? ¡Ya me cuesta bastante encontrar hombres válidos, para que me los espantéis de esta manera!

—¿Dices que estamos en guerra? Pues es una buena manera de verlo. Realmente pienso que lo estamos, si paso revista a cómo te has comportado en los últimos años.

—Si no te explicas…

—Con mucho gusto. Tu hijo lleva tiempo persiguiéndote para que lo escuches. He llegado a dudar de que compartieseis el mismo techo, dada la poca eficacia que demostraba a la hora de transmitir mi mensaje. Pero poco a poco me han ido llegando noticias del rumbo que has tomado. Ahora lo entiendo, pero necesitaba comprobarlo personalmente.

—Exageras. ¡Y mucho! Creo que tus reproches son injustos, Pere.

—¡Injustos, dices! ¡Cuando en diciembre pasado hubo aquella disposición real para prohibir la compra de paños extranjeros y la exportación de nuestra lana fuera de los territorios de la Corona tú la apoyaste!

—Un momento, en eso te equivocas. No hice nada de eso, Pere. Era una orden real.

—Entre las cosas que aprendí a tu lado, mercader, una es que no hacer nada significa dar apoyo. Sabías que esa disposición real perjudicaría a tu propio hijo y no moviste un dedo.

—No puedes entenderlo, Pere. El mundo va por otro lado. Ya no es posible hacer negocios como antes. Debes buscar alianzas, los que tienen el poder nos presionan cada vez más.

—¿Qué no entiendo? ¿Que solo persigues tu propio beneficio? ¿Que has dejado de lado a todos los que te ayudamos desde el comienzo?

—Necesitáis una autorización especial. Yo os la conseguiré…

—Lo que necesitamos, mercader, es al Jaume de antes, el que estaba a nuestro lado cada día y luchaba por hacer un mundo mejor.

—Es lo que hago, Pere. Lucho por todos vosotros, amigo.

—¿Y cómo lo haces? La última noticia que tengo es que uno de los nuestros ha sido desalojado de su casa y apaleado porque no había pagado el alquiler, con su mujer embarazada y tres niños pequeños. Tus esbirros fueron los ejecutores.

—¿Y cómo lo habéis permitido? Las deudas deben pagarse.

—Hay razones más importantes que las que marcan las leyes, Jaume. Tú mismo te has enfrentado muchas veces a ellas para poder sacar adelante a nuestra cuadrilla.

—Haré que se cambie esa decisión.

—Bien, tampoco hemos venido a pedirte limosna. Pero podrías hablar un poco más con tu hijo. Te necesita… Algún día sabrás adonde conduce tu manera de proceder.

—¿Crees que no lo intento? Lo hago a diario, pero se ha vuelto una persona caprichosa que no atiende a razones.

—¿Llamas capricho a amar a una mujer? No te reconozco, Jaume.

Ante el silencio del mercader, Pere Ballart se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Sabía que aquella visita lo decepcionaría, pero no hasta aquel punto. En cuanto se fue, uno de los ayudantes de Jaume se presentó en el escritorio.

—Señor, me pedisteis que os avisara antes de mediodía. Recordad que hoy partirá la flota que el rey ha reunido contra los mallorquines, y queréis estar presente.

Jaume Miravall dejó su casa rodeada por aquellos guardias que, más que nunca, estaban en máxima alerta para vigilar la seguridad del mercader. Y la suya propia.

No sospechaba que la partida de la flota le reportaría una sorpresa inquietante.

Hacía días que la fachada marítima de Barcelona se había convertido en un gran escenario. Los bajeles de los mercaderes extranjeros y las barcas de los pescadores se marchaban a otras ciudades próximas, desanimados por la tensión que se vivía en la playa y el fondeadero de las Tasques. La cantidad de personas que ocupaban las calles y plazas próximas, la mayoría atraída por la posibilidad de hacer negocios, hacía casi imposible caminar.

Para despedir al rey y su ejército se había celebrado una misa solemne en la catedral, con una presencia multitudinaria. Al acabar la liturgia, el rey, bajo palio y montado en un caballo negro, había hecho el recorrido hasta la playa en compañía de los consejeros y los hombres más importantes de la ciudad. Los ánimos estaban exaltados y nadie dudaba de la victoria, ni de los beneficios que les reportaría. Los estandartes y las imágenes de las cofradías habían desfilado detrás del séquito. Los más importantes, con representación en el Concejo de Ciento, abrían paso al soberano. Sastres, plateros, peleteros, zapateros y herreros blandían, orgullosos, sus insignias. Los cribadores, barqueros, tejedores y de otros oficios también quisieron hacer acto de presencia. Un único clamor iba de boca en boca.

—¡Que Dios proteja a nuestro rey y a su ejército en la batalla!

Los hombres de Jaume se abrían paso entre la multitud para que su amo pudiera asomarse al mar y ver el desfile de embarcaciones de todos los calibres que se habían reunido. Más de un centenar de velas se podían contar en la lejanía; galeras y buques, navíos de dos o tres cubiertas, muchos de ellos construidos en las atarazanas de la ciudad.

Los tratos que Jaume había hecho en Tortosa años atrás habían dado sus frutos. Además de la madera de los bosques del Montnegre o el Montseny, los barcos se habían construido con enormes troncos de abetos que ahora se elevaban como mástiles de las cocas y galeones.

Solo la casualidad hizo posible que entre aquel tráfico de hombres, soldados, vividores, alcahuetes y funcionarios; de bestias, caballos, cerdos, corderos y gallinas; Jaume encontrara a Abelard armado y listo para embarcarse entre las cajas y fardos repletos de provisiones.

Al principio no se lo pudo creer. Hacía días que no pasaba por casa, pero a menudo se quedaba en el almacén o faltaban los dos, él y Alèxia, y entonces Jaime sabía que dormían juntos.

El mercader ordenó a sus hombres que le abrieran paso hasta aquellas barcazas que trasladaban a los soldados a las naves. Instantes después llegó a tiempo de coger a Abelard por el brazo, poco antes de que este embarcara.

—¡Abelard, hijo! ¿Qué haces aquí?

—Pues me parece que es obvio, padre —respondió sin emoción en los ojos—: Quiero ayudar a nuestro rey a terminar esta guerra con los mallorquines de una vez por todas. La sentencia contra Jaume de Mallorca fue condenatoria, pero él la ha estado eludiendo durante mucho tiempo, ya es hora de que alguien lo haga entrar en razón.

—Pero tú no tienes experiencia como soldado. ¿Te lo has pensado bien? Podrías resultar herido o incluso morir…

—Nos enseñaste que debemos luchar por lo que consideramos justo. Además, si caigo en la batalla se resolverán muchos problemas.

Jaume quiso replicar, vencer en aquella discusión crucial, pero no encontró las palabras. Esto lo desconcertó. ¡Él había convencido a los negociadores más obstinados y ahora, cuando más lo necesitaba, se quedaba mudo!

El soldado que vigilaba el embarque de los hombres hizo recular al mercader con un empujón enérgico, pero Jaume no reaccionó, se limitó a indicar a sus guardias que no hicieran nada, que todo estaba bien. Abelard acompañó en la barcaza a aquellos desconocidos con los que arriesgaría la vida. Miraba al frente, hacia la galera que marcaría su destino. En el último momento, cuando aún podía distinguir a su padre, se volvió y levantó la mano en señal de adiós. Jaume respondió sin vacilar, como si aquel gesto pudiera enderezar la situación, hacerle entender que su empeño era una locura.

Los días siguientes a la partida de la flota real, los negocios de Jaume se resintieron por su estado de ánimo. Rehuía a Alèxia, convencido de que le reprocharía no haber sido capaz de convencer a su hijo para que no se sumara a aquella empresa, y también había aplazado las reuniones que le solicitaban. Muchos de sus socios comenzaban a mostrar su descontento, pero el mercader solo vivía para recabar noticias sobre cómo iba la conquista de Mallorca. Se pasaba el día en la playa, esperando la llegada de algún barco, y entonces se acercaba deprisa para comprobar si su capitán traía noticias del rey Pere.

Una nave de la Serenissima llegó a mediados de junio con noticias que, en vez de tranquilizarlo, le provocaron más inquietud.

El desembarco se había hecho en Santa Ponça y una semana después ya se había rendido la capital, pero había habido un asedio y, según le dijo el veneciano, muertos y heridos en los dos bandos.

Jaume se marchó a su palacete de la calle Banys Veils, del todo abatido, sin saber a qué atenerse. Pasarían semanas antes de que llegaran las primeras noticias sobre quiénes habían caído en la batalla. No obstante, dejó dos hombres de guardia en las Tasques, por si otro barco atracaba en Barcelona.

En las puertas de su casa lo esperaba Pere Ballart. Solo necesitó mirarlo para saber que a él también le habían llegado las novedades de Mallorca y que la preocupación lo invadía. Después de despedir a sus hombres, ambos amigos se reunieron en la sala en otro tiempo llena de risas y de juegos, de voces jóvenes con ganas de vivir. Jaume rogaba que su hijo hubiera mantenido aquel temple que lo hacía listo y capaz de cualquier proeza, que la tristeza que lo embargaba por su relación imposible con Alèxia no hubiera influido sobre su desempeño en la batalla.

Pere se sentó a la mesa y compartieron la cena que Sara había preparado. Lo hicieron en silencio, deseosos de que alguien llamara a la puerta, que viniera a interrumpirlos. Pero no fue así.

Al acabar, Jaume dijo a su antiguo lugarteniente que lo esperara, que solo tardaría un momento en redactar una carta que no admitía demora.