Barcelona, abril de 1335
Dalmau Clarà no logró pegar ojo en toda la noche. Las palabras de Elvira refiriéndose a Abelard como su propio hijo habían sido una provocación. Pero ¿por qué había decidido ayudarlo si estaba al corriente de ese secreto? ¿Qué ganaba con ello? Sea como fuere, había conseguido inquietarlo. Compartir techo con la mujer que había criado a su nieto bastardo lo incomodaba. Además, Ardoina aún no había atado cabos. De hacerlo, la situación podría complicarse.
Si alguien no tenía pelos en la lengua era su mujer, quien menospreciaba habitualmente a todo aquel que no formara parte de la burguesía. Nunca le había perdonado a Blanca el mal paso que había dado y culpaba a Dalmau de no haber sido capaz de ahogar a aquel bebé, al que, no obstante, creía fuera de su vida para siempre.
Movido por este mal presentimiento, Clara y su mujer abandonaron la casa de los Miravall al amanecer sin despedirse de nadie, como si fueran rateros. Solo Sara los acompañó hasta la puerta, donde ya los esperaban dos hombres a los que el día anterior habían hecho avisar.
Aprovechando que Ardoina estaba distraída, Ciará se dirigió a la esclava:
—Dile a tu señora que cuando el honor está en juego los sentimientos no cuentan, o quizá no cuentan demasiado.
Aquel episodio solo consiguió sacar una fugaz mueca de desprecio en el rostro de Elvira. Después de pedir disculpas a Pere Ballart por su actitud poco juiciosa y tras invitar a su casa a Gonçal Cervello, se puso a trabajar, había que actualizar el libro de cuentas. Clasificar las deudas, los envíos y los recibos no era una tarea sencilla y no había tiempo que perder. Abstraída como estaba en la confección del balance, no oyó llegar a Alèxia.
—¡Mamá! Salgo con Pietro Paladio. Iremos hasta el monasterio de Pedralbes; aún no he visto el pequeño convento que han construido para los frailes. Narcís nos ha dicho que, de camino, le hagamos una visita en el taller del maestro Bassa.
—No pensaréis ir solos, ¿verdad? —repuso Elvira mirando fijamente a su hija.
—¡Mamá, por favor, he sobrevivido a los piratas y he navegado con Pietro por mares plagados de peligros! Estate tranquila, que no nos pasará nada.
—Ya lo sé, hija, pero…
—¡Nada de sufrir! ¿Recuerdas lo que dice siempre papá? ¡El miedo nos paraliza! —exclamó Alèxia, apresurándose a darle el beso habitual en la frente y volviéndose rápidamente—. ¡Ah! —añadió desde la puerta—: También pasaremos por el horno del tío, a ver si rescatamos a la tía y nos acompaña.
Cuando su hija desapareció, Elvira aún no estaba segura de haberla visto; aquella chiquilla se movía a la velocidad del rayo y parecía incombustible. Pero lo que más le extrañó fue el comentario en relación a Margarida. Hacía días que no se acercaba por la casa. La última vez que lo había hecho, la había visto diferente; más risueña, como si le hubieran quitado diez años de encima. Quizá tenía que ver con que volvía a estar ocupada, y tal vez la relación con Mateu pasaba por un buen momento. Pensar que todo podría tener un final feliz la hizo suspirar.
—¡Loado sea Dios!
Con mirada serena volvió a su libro de cuentas. Al fondo de la casa se escuchaba una melodía, la voz amorosa de Elena cantando a su hija Maria.
Alèxia le indicó al napolitano que se apresurara, no quería dar más explicaciones ni que Sança se sumara al paseo. No le resultaba antipática, de hecho le caía bastante bien, pero no sabría de qué hablar con ella y, por otro lado, tenía ganas de caminar a solas con Pietro.
Recorrieron en zigzag el camino hasta la calle de los Boters, donde estaba el horno de Mateu. No era buena idea atravesar la plaza de Sant Jaume, donde tenía lugar la venta de objetos de segunda mano. Las personas con pocos recursos iban allí a vender sus trastos. Era gente que difícilmente podía comprar cosas nuevas, y también acudían revendedores.
Aquella marea humana entre vestidos, muebles, ropas y cacharros de toda clase generaba conflictos que solían acabar en reyertas y detenciones. Lo más importante era hacerse oír. El subastador a menudo trepaba al olmo que había en la plaza y ofrecía a gritos la mercancía al mejor postor. Todo el mundo sabía que eso estaba prohibido, que el olmo estaba destinado a la exhibición de los condenados a la vergüenza pública, pero, a pesar de su proximidad a la Casa del Concejo y al castillo del Veguer, el espectáculo se repetía con mucha frecuencia.
El único susto que puso en guardia a Alèxia y Pietro fue cerca de la judería. La lluvia de piedras con que unos pilluelos pretendían alejar a los perros famélicos por poco les rompe la cabeza. Pero ni siquiera este hecho consternó tanto a la hija del mercader como ver aparecer a su tía en el chaflán del castillo Nuevo.
—¡Caramba, tía! ¿Eres tú, de verdad? —preguntó Alèxia abriendo desmesuradamente los ojos.
—Me harás ruborizar —respondió Margarida.
—¿Adónde vas tan… tan pizpireta? Queríamos pedirte que nos acompañaras, vamos a dar una vuelta por Pedralbes.
—¡Me encantaría! —exclamó la tía y le dedicó una amplia sonrisa al napolitano, que también pareció alegrarse.
La muchacha los miró con curiosidad y por un momento le pareció que aquel encuentro no tenía nada de casual, pero después lo olvidó y los tres siguieron en dirección al taller de Ferrer Bassa.
La visita al taller del pintor fue corta. Su hijo Arnau y Narcís se marchaban en aquel mismo momento. Se los veía felices y hablaban de sus cosas, repasando los enseres que tenían que llevar para colorear un mural. Antes de despedirse, Narcís hizo una confidencia a su hermana.
—La he visto.
—¿A quién?
—A aquella muchacha a la que azotaban encima del asno. ¿Recuerdas?
—¿Qué ha sido de ella?
—La han expulsado de la ciudad. Le he llevado un poco de pan y queso y una manta, pero no los ha aceptado. Después he visto cómo un hombre sin piernas se lo llevaba todo al interior de una barraca.
—¿Dónde la has visto?
—En el portal del Orbs. Pero ni se te ocurra ir sola. Cuando tenga un momento iremos juntos, podemos pedirle a Pere Ballart que nos acompañe.
Pero el portal del Orbs les quedaba de camino. De hecho era el trayecto habitual para dirigirse al monasterio de Pedralbes. Alèxia miró en todas direcciones al traspasar la muralla, pero no vio ni rastro de la muchacha. Siguió caminando en dirección a la montaña y, en un momento dado, viendo que Pietro y su tía charlaban animadamente, dijo:
—Seguid sin mí, después os alcanzo. Intentaré coger un poco de tomillo, Sara me ha dicho que ya no queda y lo necesita para un jarabe.
—No es prudente que andes sola por estos lugares —respondió Margarida.
—Mujer, te ha dicho que no se alejará de los alrededores. Déjala ir. Me consta que sabe lo que hace.
—Gracias, Pietro. No os preocupéis, ¡nos vemos en el monasterio! A este paso aún llegaré yo primero —comentó Alèxia, divertida.
A la muchacha le extrañó que su tía cediera tan fácilmente, incluso se diría que la idea de quedarse a solas les resultaba atractiva, pero no tenía tiempo para pensar en eso y, a toda prisa, regresó a la ciudad.
El portal más próximo era el de los Bergants. Quizá tendría más suerte. No fue así y, sin entretenerse, caminó hasta la plaza de Santa Anna, donde tenía lugar el mercado del trabajo. Los desocupados, hombres sin oficio ni beneficio, y jornaleros sin trabajo, procuraban ganarse la vida en aquella olla de grillos ofreciéndose para cualquier faena a cambio de comida o unas monedas. La muchacha sin nombre tampoco se encontraba entre ellos. Inquieta porque el tiempo iba pasando, Alèxia volvió al portal de los Orbs. Cerca de la muralla había unas casetas a las que nunca se había acercado, su padre se lo tenía prohibido.
—¿Qué miras? ¿Nunca has visto a un hombre sin una mano? ¿O quizás has venido para hacernos más soportable el frío?
Al ver el muñón de aquel hombre desdentado a un palmo de la nariz, Alèxia soltó un grito y dio media vuelta, avergonzada.
—¡Vaya, vaya! La señorita es delicada —se burló otro individuo, deforme y cubierto de moscas.
—Perdonad, busco a una muchacha…
—¡A una muchacha, dice! ¿Acaso ninguno de nosotros te convence? —insistió el hombre del muñón, y volvió a acercársele en actitud obscena.
—¡Dejadla en paz! ¿No veis que es solo una criatura? ¡Cerdos! ¡Sois unos cerdos! —exclamó una vieja vestida de rojo, interponiéndose entre ella y el desconocido.
Lo que sentía Alèxia no era exactamente miedo, sino consternación al contemplar tanta miseria. Parecía que hubieran confinado allí a todos los desgraciados de Barcelona, como quien apila la basura fuera de la casa para no sentir su hedor. En aquellas miserables casetas se hacinaban ciegos, mancos, cojos y mendigos de todas las edades. Sin saber adonde dirigir la mirada, Alèxia se dejó llevar por la mano áspera y rugosa de su salvadora.
—¿No te han dicho tus padres que este no es un buen lugar para pasear? —Como no obtuvo respuesta, la vieja explicó—: No son mala gente, pero están enfadados con el mundo. ¿Lo entiendes? El mundo les ha escupido a la cara. Nos ha escupido a todos nosotros… Pero a ti no parece que te falte nada. ¿Qué haces aquí?
—Busco a una muchacha. La vi montada en un asno, es muy joven y…
—Hummm, sé de quién me hablas, pero no estoy segura de que quiera verte.
—¿Está con vosotros?
—Por pocos días, me temo.
—¿Qué quiere decir?
—La pobre ya no quiere vivir. No creo que sea aconsejable llevarte allí. ¡Vete a casa, criatura!
—¡No soy ninguna criatura! Tengo once años y…
—¡Once años, Virgen santa! Hazme caso.
—¡Quiero verla!
—¡Si yo fuera tu madre, te daría una buena zurra en el culo por tozuda! Pero ¡tú sabrás! Luego no me digas que no te he avisado.
Entrar en aquella casucha hecha de maderas y hierros fue como entrar en la garganta de un lobo en descomposición. Flanqueando a la muchacha sin nombre había dos cuerpos más echados sobre un jergón. Uno era un niño de no más de tres años que lloraba sin consuelo; el otro, una mujer agonizante, con llagas en las piernas.
—¡Dios mío! ¿Qué les ha pasado?
—De todo, niña, de todo…
La muchacha sin nombre la miró un momento y luego cerró los ojos.
—¿Se ha muerto? —preguntó Alèxia a la vieja con el espanto dibujado en el rostro.
—Hace mucho tiempo que está muerta. Tú no puedes entenderlo.
La vieja le explicó que la muchacha se llamaba Sabina y venía de muy lejos. Había sido violada y, al nacer el niño, lo habían ahogado con el mismo cordón que lo unía a su madre. La montaron en un carro y la enviaron a Barcelona para que se ganara la vida haciendo de nodriza. De esta manera, podría llevar dinero a casa y alimentar a sus hermanos pequeños. Pero el horror que vivió le hizo perder la leche.
—Una nodriza seca no sirve de nada, y vender su cuerpo era la única alternativa. No tuvo suerte en el burdel y me parece que el resto de la historia ya la sabes…
Dos lágrimas resbalaron por las mejillas de Alèxia.
—No llores, Dios lo ha querido así. Vuelve a casa y ruega por su alma.
Alèxia no dejó de correr hasta llegar al monasterio de Pedralbes. Una vez allí, arropada por los cánticos de las monjas, pidió a Dios que se apiadara de Sabina.
—¿Y el tomillo? ¿Estábamos preocupados? ¿Te encuentras bien? —preguntó su tía al verla.
—Creo que algo me ha sentado mal, tengo el estómago revuelto. ¿Volvemos a casa?