Capítulo 25

Alejandría, abril de 1335

La impresión majestuosa que daba la ciudad desde el mar, con las mezquitas, los palacios y minaretes recortándose contra el cielo, y su puerto lleno de barcos de todas partes, se desvanecía a medida que te internabas en sus callejuelas llenas de puestos y tiendas. Su disposición, las gentes y los aromas que intentaba reconocer sin éxito, le recordaban la judería de Barcelona; tanto que, por unos instantes, Jaume deseó que su amigo Ibrahim lo hubiera acompañado en aquel viaje.

Pensó que la cultura judía y la musulmana, aunque tenían diferencias esenciales, también compartían cosas. El sentido del trabajo, la estima por los pequeños momentos, el culto a la amistad. Sabía que eran conclusiones aventuradas, pero una vez más se movía sobre todo por sensaciones, por la manera en que le latía el corazón al asimilar la información que absorbían sus ojos.

Asimismo, el mercader percibía algunos aspectos que hermanaban Alejandría con Barcelona. En las calles había pobreza, personas que vivían rodeadas de inmundicias. Miradas tristes que saludaban el paso de la comitiva con un deje de odio y un evidente menosprecio por los extranjeros. En el barrio donde se hallaba el palacio del sultán, uno de los más antiguos de la ciudad, según supo con posterioridad, no había la misma animación y trajín que en el puerto. Después de haber hecho todo el viaje al lado de su hijo, la costumbre hizo que el mercader se volviera instintivamente hacia su derecha para comentarle todo aquello. No encontró a nadie.

Su orden había sido tajante. Abelard debía quedarse en el barco mientras él hacía la primera visita al sultán. No es que quisiera privarlo de aquella aventura, todo lo contrario, pues pensaba que sería una experiencia inolvidable para el muchacho, pero también temía que las cosas no salieran como había previsto. Más tarde enviaría a alguien a buscarlo, cuando estuviera seguro de las buenas intenciones del sultán.

El palacio de Abdulshalib era una enorme construcción flanqueada por dos minaretes que se proyectaban hacia el cielo, convirtiendo en insignificante a cualquiera que llegara a sus puertas. Los hombres del sultán estaban por todas partes y enseguida le cerraron el paso. Ni la presencia de su anfitrión mientras se encontrara en Alejandría evitó la discusión entre los guardias.

—No se ponen de acuerdo en si deben ataros las manos aquí mismo o esperar a que entréis en palacio —dijo Urgi Huseifi, el hombre que los había recibido en el puerto, el único que hablaba su lengua entre los que rodeaban a Jaume Miravall delante del palacio.

—No entiendo. ¿Por qué deben atarme las manos? Soy un enviado del rey de Aragón y mi deseo de paz es la única arma que llevo.

—Y yo no lo negaré, pero nadie puede estar en presencia del sultán si no tiene las manos atadas. Eso no quiere decir que el sentimiento que lo mueve sea la desconfianza.

—Lo encuentro humillante, según mis costumbres, y el sultán debería saberlo.

—Yo os recomiendo que hagáis gala de una inteligente discreción —dijo Urgi Huseifi—. Las costumbres, como muy bien habéis señalado, son muy diferentes de un lugar a otro, y ahora estáis en Alejandría.

Mientras aquel hombre de piel oscura y nariz aguileña le iba haciendo recomendaciones, otro más corpulento lo registraba de la cabeza a los pies.

—¡No! ¡No podéis quitarme eso! —exclamó al ver cómo el guardia palpaba su bolsa con la cajita.

No le hicieron caso. El guardia examinó el objeto de cerca. Dubitativo, lo depositó en el suelo de mármol y, dando órdenes a los demás para que estuvieran alertas, lo abrió con la punta de su espada.

Un puñado de pétalos marchitos dejaron perplejos a todos los presentes. Uno se acercó para confirmar que se trataba de flores ajadas y, después de olerías, le dio un puntapié a la cajita.

—¡Ordenad que me la devuelvan, es importante! —profirió Jaume con tono amenazador.

Entre carcajadas devolvieron la caja a la bolsa del mercader, que siguió su trayecto atravesando las enormes puertas del palacio, que se abrieron a su paso. Iba maniatado y pensó que, de momento, había acertado impidiendo que Abelard lo acompañara. Entraron en una gran sala donde se recibía a los visitantes. Allí no había ningún guardia, salvo los que marchaban detrás de él. Instantes después, Jaume entendió el porqué de aquella ausencia: una docena de perros salieron de detrás de las columnas que convertían la sala en algo muy parecido a una planta catedralicia.

Se hizo sangre en las muñecas intentando deshacerse de las ligaduras que le impedían defenderse, y de poco sirvieron las palabras de su anfitrión pidiéndole calma. En un santiamén los perros se le plantaron delante; eran enormes y ante cualquier movimiento reaccionaban con nerviosa ferocidad. Uno de ellos le apoyó las patas delanteras sobre el pecho antes de que los guardias lo apartaran, pero no le hizo nada, salvo darle un susto de muerte.

—Están bien adiestrados y no harán nada que no se les ordene —dijo Huseifi mientras hacía una señal con las manos y todos los perros se sentaban alrededor de los presentes.

Jaume no podía estar más en desacuerdo con aquel trato, pero no había llegado hasta allí para echarse atrás. Su palidez era evidente y Urgi Huseifi hizo que se sentara en uno de los bancos que había a lo largo de las paredes. Los perros habían recibido una nueva orden y daban vueltas con aspecto desganado, y ya solo de vez en cuando parecían recordar para qué se los había entrenado. Entonces se quedaban mirando fijamente al mercader con las orejas tiesas y las fauces listas para el ataque.

—Me dicen que el sultán no podrá recibiros inmediatamente —anunció su anfitrión, que se había alejado para hablar con otro personaje que vestía una túnica de pedrería.

—Pero… ¡esto es indignante! El sultán sabe de mi presencia. Vos mismo lo habéis afirmado.

—Sin duda, pero también debéis entender que el gran sultán Abdulshalib tiene muchos compromisos. Seréis nuestro invitado mientras no pueda recibiros.

—No quiero ser vuestro invitado, Urgi Huseifi. ¡Los invitados no tienen las manos atadas!

—Naturalmente os quitaremos las ataduras, pero entonces tendréis que aceptar permanecer en una estancia junto al palacio y bajo vigilancia.

—¿Me estáis pidiendo que acepte ser un prisionero?

—Expresadlo como queráis, mercader. Pero si decidís regresar al barco pasarán muchos días antes de que tengáis una nueva oportunidad. Enviaremos un emisario para avisar a vuestros hombres que no os esperen esta noche.

Jaume Miravall fue encerrado en una gran estancia con todas las comodidades; la mejor prueba de que el sultán lo consideraba su invitado, según se apresuró a precisar Urgi Huseifi. Su primer impulso había sido volver al barco y esperar a que lo llamaran de nuevo, pero pensar en la suerte de Joan de Serret si no conseguía sus propósitos lo hizo ceder. El padre Serafí le había advertido cómo podían cambiar las cosas para un prisionero del gran sultán, un hombre con fama de caprichoso y violento.

Durante las primeras horas en aquella estancia hizo balance de todo lo que debía negociar con Abdulshalib. El rey también había insistido en la recuperación de las reliquias de santa Bárbara, además del rescate de Joan de Serret y, por otro lado, su socio, Gonçal Cervello, le había pedido que procurara algún trato comercial sobre mercancías prohibidas: principalmente, armas.

Según Cervello, solo si conseguían negociar con armas podrían obtener auténticos beneficios del viaje, pero Jaume tenía otras opciones en la cabeza. Las especias que había visto en el puerto supondrían grandes ganancias en Barcelona y, al menos, no se incluían como prohibidas en el pliego de órdenes que había recibido desde Roma.

¿Cómo podía conjugar tantas voluntades? Hasta el momento apenas era un hombre solo, rodeado de riquezas que no le pertenecían, a la espera de que el sultán estimara conveniente recibirlo. Bien, no estaba del todo solo. En una jaula de madera que habían dejado sobre la mesa, uno de los gerifaltes que no habían liberado los piratas lo miraba con curiosidad. De nada le había servido hasta entonces. Pero había otra cosa sobre la mesa: la cajita con los pétalos de violeta. Los olfateó con cuidado, como si temiera robarles la fragancia. Con delicadeza pasó el dedo por una de las flores y recordó aquellas otras manos menudas y delgadas, ofreciéndole el extraño presente a pie de puerto. Jaume cerró los ojos y recordó la escena…

—Me han dicho que eres un gran mercader, que vas lejos a hacer negocios y que regresarás con mucho dinero.

—Espero que así sea.

—Me han dicho que en la tierra a la que vas gustan mucho las violetas, que con ellas hacen perfumes y también infusiones.

—¿Infusiones, dices?

—¡Sí! Para el dolor de cabeza. Le he oído decir a un marinero que hacen una mezcla de hojas de violeta y corteza de saúco en una infusión de romero.

—Podría ser…

—Si fuera mayor, yo mismo las llevaría, pero he pensado que quizá tú podrías venderlas. Te daré una parte del dinero —dijo el pequeño mendigo mirándolo con sus enormes ojos negros.

Mientras comía de una bandeja con extraños frutos secos, Jaume pensó que no lo defraudaría. Que volvería a casa con el trabajo hecho. Solo le preocupaba que su hijo tuviera algún impulso irracional. Conociendo a Abelard, era una posibilidad que no debía desechar.

Lleno de angustia y malos presentimientos, el mercader se echó unos momentos en la suntuosa cama que presidía la estancia. Le habría agradado yacer en ella con su anhelada Blanca de Clara. Este pensamiento le provocó un torrente de remordimientos.

El único consuelo de Abelard eran los gerifaltes. Durante el día se quedaba en el castillo de proa, siempre mirando en dirección a la puerta coronada con almenas por donde su padre se había adentrado en aquella ciudad desconocida. Por las noches se sentaba rodeado por las jaulas y los sacos de telas que habían servido de refugio a Alèxia. Se preguntaba si aquel mercader napolitano la había llevado sana y salva a Barcelona, si no habrían tenido algún contratiempo durante el viaje.

Pero su preocupación era dónde se había metido su padre. No tenía por costumbre desaparecer sin dejar rastro. Incluso cuando Narcís y él eran pequeños y se le hacía tarde por alguna faena atrasada en el almacén, enviaba a alguien a casa para dar aviso antes de que su familia se preocupara.

Hacía tres días que Jaume Miravall se había marchado para hablar con el sultán de Alejandría y Abelard comenzaba a desesperarse. El entretenimiento que habían supuesto las idas y venidas de los barcos lo habían distraído durante un tiempo, pero la preocupación se había ido acentuando y ya le oprimía el pecho. Nadie le había comunicado que la primera noche de su ausencia un enviado de Abdulshalib había traído un mensaje al barco, un mensaje que, al menos, debería haber apaciguado su inquietud.

No era el único que se preocupaba. Tampoco el capitán de la galera tenía aquella información, ni ninguno de los marineros había visto al enviado del sultán. La razón era que el padre Serafí estaba de guardia y había permanecido incólume al final de la pasarela hasta obtener su recompensa: cerrar el paso a aquel mensajero y luego hacer creer a todo el mundo que Jaume había desaparecido sin dejar rastro.

El superior de los padres mercedarios pensó que aquel secreto podía servirle para sus propósitos, y a partir de entonces puso en marcha su plan. Al principio era sencillo, aún contaba con tres monjes acostumbrados a las situaciones más adversas y entre sus ropas guardaba el plano que un antiguo cautivo le había trazado en Barcelona.

Pero el padre Serafí no era una persona corriente. Sus ideas sobre la justicia y su mente acostumbrada a cavilar y cavilar antes de actuar, siempre desembocaban en extraños atajos.

—¡Es la única oportunidad para tu padre! —le explicó al muchacho, que lo escuchaba incrédulo—. Solo hay un lugar donde pueden haberlo llevado, la prisión de Topka, y yo sé cómo entrar en ella, pero necesito un acompañante. Daremos la orden a los barcos para que estén listos para zarpar cuando regresemos con tu padre y Joan de Serret. El rey sabrá recompensar nuestra valentía.

Abelard estaba pasmado. Jaume no habría aprobado aquella incursión que pergeñaban los mercedarios. Él era un hombre de paz, un mercader acostumbrado a ganar sus batallas con la palabra. ¿Por qué habría de encarcelarlo el sultán? ¿Había fundados motivos para dudar que estuviera en alguna de esas interminables fiestas que algunos ricos ofrecían antes de cerrar sus negocios?

—Si crees que me equivoco, dime, ¿por qué no ha enviado un mensajero diciendo que tardaría unos días en volver? No es la manera de actuar de Jaume Miravall, como tú mismo has reconocido.

Estas palabras acabaron por decidir a Abelard. En ausencia del mercader, dio indicaciones al piloto para que estuviera preparado si era necesario partir de inmediato y fue a su cuchitril para coger el cuchillo que Jaume le había regalado, aunque nunca le dejara llevarlo en su presencia. Cuando volvió a la cubierta superior, los mercedarios ya estaban listos para la arriesgada misión, rescatar a dos hombres de la prisión de Topka, un lugar del que muy pocos habían salido para contarlo, y solo gracias a pagar un rescate astronómico.

—Tenemos suerte de que el padre prior de mi congregación haya estado prisionero tras la caída de San Juan de Acre; el lugar por el cual pudo escapar nos servirá ahora para entrar.

—¿Y qué lugar es ese?

—¡Las catacumbas, Abelard! Los canales que utilizaban los cristianos para ocultarse de sus perseguidores. Alejandría está llena de ellas y yo tengo un plano que nos conducirá a Topka.

—¡Dios os escuche, padre Serafí! Yo estoy dispuesto a acompañaros.

—Lo sé, pero aún tendremos que esperar un poco, hasta el anochecer.

Abelard miró el sol poniente y calculó que el momento idóneo estaba próximo. Fue unos momentos a la sentina y acarició a través de los barrotes al gerifalte que se había ganado su estima. Era un ejemplar pequeño, probablemente una cría, pero el muchacho se maravillaba de su inteligencia. Lo había sacado varias veces de la jaula y el ave se mantenía tranquila mientras él le hablaba de su familia y de aquel hombre, el Cojo de Blanes, que había sido como un segundo padre para él.

—Liberaremos a Jaume, amigo mío. No podría volver a casa y mirar a Elvira a la cara si él no viene conmigo, ¿entiendes? Este mercader es el único que, aparte del Cojo, se ha preocupado por mí. ¡No puedo decepcionarlo!

El sol ya proyectaba apenas una franja rojiza sobre el horizonte, una franja que iba diluyéndose rápidamente. Muy pronto oscurecería y Abelard abandonaría la seguridad de la Sant Climent para aventurarse en las catacumbas de Alejandría. Solo le preocupaban las últimas palabras del padre Serafí:

—Tendremos una oportunidad, muchacho, únicamente una. Pero sabremos aprovecharla. Dios está de nuestro lado.

Pocos habrían dicho que en aquel grupo de hombres una gran mayoría eran monjes. Los padres mercedarios se habían vestido con las ropas más corrientes que había en el barco. Avanzaron por el espigón hasta la puerta que había atravesado Jaume, pero en vez de seguir los pasos del mercader continuaron bordeando la ciudad por el lado de mar.

Abelard había creído que el padre Serafí había esperado a que oscureciera para poder dirigirse a la prisión por las calles desiertas; pero ahora, lejos de caminar en solitario, se iban cruzando con una multitud de tripulantes desembarcados que buscaban mujeres fáciles en los tugurios nocturnos.

Cuando se fijó bien en sus acompañantes, se dio cuenta de algo que los distinguía de los hombres que pululaban por allí, pero quizá solo él era capaz de advertirlo: los mercedarios marchaban casi en formación, con los rostros adustos y la mirada gacha. Por el contrario, los demás hombres miraban en todas direcciones, ansiosos por dar satisfacción a su avidez. Abelard seguía a los monjes a cierta distancia, como si le desagradase su compañía, pero el padre Serafí había dejado de prestarle atención. Tuvo que correr para alcanzarlos cuando se metieron por un callejón lleno de desechos.

Allí comenzaba un mundo aún más sórdido. Solo se veían hombres mayores que iban rebuscando en el suelo con bastones, igual que los perros famélicos que los seguían. Uno de los padres comentó que en aquel lugar debía de acabarse la permisividad del sultán con las costumbres de los extranjeros, pero el padre Serafí solo tenía una cosa en mente.

—¡Mucho mejor, así tendremos menos testigos!

Continuaron por las lúgubres callejas. Las casas del barrio que recorrían parecían montículos hechos por hormigas; las paredes eran cualquier cosa menos verticales y Abelard pensó que la lluvia debía de ir deshaciendo poco a poco el adobe con que estaban hechas. Pero más allá la calleja se ensanchaba y un edificio más grande ocupaba el centro.

Los mercedarios se desplegaron por los alrededores hasta asegurarse de que no había hombres del sultán y, a continuación, el padre Serafí forzó la puerta. El interior podía haber sido una iglesia cristiana, si no fuera porque las paredes estaban recubiertas de mosaicos de gran belleza. El muchacho se sorprendió tanto que le costó advertirlo, pero los monjes habían abierto una trampilla en el suelo y ya estaban bajando a las profundidades.

—Si quieres, puedes quedarte y esperarnos —dijo un mercedario.

—Ni pensarlo —respondió Abelard, olvidando de inmediato la fascinación que le habían producido los mosaicos.

Una escalera tallada en la piedra descendía hasta una especie de cripta. El pasadizo seguía y pasaron por diversos recintos, cada vez más espaciados. En las paredes había símbolos religiosos pintados y marcas que Abelard desconocía. La presencia humana era allí como el recuerdo de un sueño, vaga e imprecisa.

El padre Serafí iba delante, con una de las dos antorchas que habían encendido para guiarse en la oscuridad. Dos monjes tosían y el muchacho percibió que el aire se volvía casi irrespirable. Pero no tardaron en encontrar una gran estancia subterránea.

—¿Estáis seguros de que luego sabremos salir de aquí? —preguntó, asustado ante la decisión que mostraban aquellos hombres.

Pero el padre Serafí ya se dirigía hacia una pared lateral, donde la antorcha iluminó un corredor de escasa altura.

—Según nuestro prior, este pasillo nos conducirá hasta la prisión de Topka. Apagaremos una de las antorchas para que el humo no nos ahogue; la que quede encendida la llevará quien cierre la fila.

Recorrieron casi a gatas el pasillo hasta encontrar una puerta de madera y hierro. Abelard sintió que se ahogaba antes de que un monje consiguiera abrirla. Entonces recibieron el vaho acre de aquel recinto al que acababan de acceder. Era como si todas las inmundicias de la tierra se hubieran dado cita en él.

Pronto escucharon unos quejidos lejanos, como lamentos de niños agonizantes. El padre Serafí, siempre guiándose por el plano dibujado por su prior, los condujo por una serie de pasadizos. El muchacho habría querido quedarse sordo para siempre con tal de no escuchar los gemidos que provenían del otro lado de algunas puertas.

Un mercedario se detuvo y se llevó el dedo a los labios. Alguien se acercaba armando bastante ruido.

—¡Silencio! —susurró el padre Serafí—. ¡Ocultaos!

No había demasiado lugar para hacerlo, pero tampoco fue necesario. Dos monjes se abalanzaron sobre el carcelero apenas llegó a su altura. La sangre corrió por el suelo de la prisión, igual que la noche del abordaje pirata. Abelard estaba tan horrorizado que prometió la confesión de todos sus pecados si Dios le otorgaba la gracia de no ver nunca más la muerte desde tan cerca.

Pero enseguida se dio cuenta de que ni Dios podía prometer algo así en el mundo de los hombres.