Barcelona, junio de 1334
Todo tiene un precio y no siempre aquello que anhelamos se nos otorga en el momento más oportuno. A veces habría que vigilar con mucho celo el origen y el destino de nuestros deseos, no sea caso de que, al cumplirse, el miedo nos clave en el suelo impidiéndonos el vuelo…
Estos pensamientos rondaban a Jaume Miravall después de recibir las credenciales del rey de Aragón, Alfons III. Se lo autorizaba a emprender un viaje a Egipto con una embarcación cargada de mercancías y escoltado por una galera real. Alejandría estaba por fin a su alcance, el próximo puerto donde comerciar, la tierra prometida.
Conjuntamente con su socio, Gonçal Cervello, habían sabido conferir a la expedición la dignidad propia de una misión diplomática, presentándose no solo como conocedores del mundo mercantil, sino también del funcionamiento de la curia real de Barcelona.
—Sé que para ti es muy importante y que supondrá un gran paso adelante en tus aspiraciones, pero se comentan tantas cosas… —dijo Elvira, que había abandonado el obrador visiblemente alterada al conocer la noticia.
—Todo irá bien. Hace tiempo que te hablo de ello, debemos abrirnos a la mar, buscar otros mercados. Si lo consiguió un hombre sin escrúpulos como Francesc Massip, quizá nosotros, con otros métodos… El mundo es muy grande. —El mercader levantó la vista hacia el horizonte más allá de la ventana.
—Eso me da miedo, Jaume, que sea necesario no tener escrúpulos para esta clase de negocio. ¡Nos va bien! El negocio con la madera de Tortosa ha permitido la construcción de las naves que el rey necesitaba y siempre te estará agradecido. Tus hombres siguen trabajando en la confección del velamen… ¿Qué más quieres? ¡Quizá no necesitemos ir tan lejos, vivimos como nunca habríamos soñado! Al menos, es mi manera de verlo —añadió, tras pensar que los sueños de su esposo aún no estaban satisfechos.
—Lo sé, lo sé, pero un buen mercader se tiene que adelantar a las necesidades. ¿Qué harán, qué harán cuando la flota esté preparada? Nuestros hombres cada vez están más especializados, ya no podemos ponerlos a cargar y descargar bultos, al menos no todo el tiempo.
—¡Tenemos lo suficiente, Jaume! Ellos te están muy agradecidos, no te exigen nada —repuso Elvira.
—Es cierto, nosotros tenemos bastante, pero ¿y nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos? Debemos abrirnos más a Oriente, buscar la manera de consolidar las vías comerciales, que ningún gobierno ni religión sean capaces de detener la libre circulación de mercancías. Es el futuro.
—De nada nos servirá el dinero ni las grandes ideas si acabas en manos de los piratas o prisionero de los genoveses —dijo la mujer con lágrimas en los ojos.
—Dios estará con nosotros. ¡Ten confianza, Elvira!
—¿Cómo dices eso? ¡Dios no quiere tratos con los infieles! Recuerda que la Santa Cruz nos previene contra esos bárbaros. Tú, que lees tanto y estás tan bien informado, deberías saberlo. San Juan de Acre cayó en sus manos y también aniquilaron los restos de los estados croatas.
—¡No me lo pongas así, por favor! Tengo la licencia papal. Es más, me han encomendado la santa misión de rescatar a Joan de Serret, un cristiano al que tienen cautivo. Y sé que lo conseguiré, Elvira. Soy un instrumento en manos del Altísimo.
—Jaume, eso es pecado de soberbia… Además, ya he oído hablar de ese Joan de Serret, un noble amigo del rey que no destacaba especialmente por su espíritu cristiano antes de caer prisionero.
—¿Pecado de soberbia, dices? ¡Al otro lado del mar también hay gente que sufre! Puedo negociar con nuestros productos y lograr a cambio el paso franco para los peregrinos cristianos que van a Jerusalén, para los que no han renunciado a pesar de que fuimos incapaces de recuperar Tierra Santa.
Estas conversaciones, y otras similares, llenaban los días y las noches en casa de los Miravall. Elvira no ocultaba su sorpresa por la intensa devoción al rey y la Iglesia que mostraba Jaume, pero otras veces lo atribuía a la ayuda que suponía para sus aspiraciones. El mercader intentaba no desfallecer, poner convicción en cada uno de sus argumentos, como si necesitara que también su mujer estuviera convencida. A pesar de los avances que hacía, una mezcla de euforia y desazón no le permitía saborear la consecución de aquel viejo anhelo.
Barcelona se había ido convirtiendo en una madriguera de ratas y ladrones, todos movidos por el hambre. Se extendía por plazas y calles, se dejaba ver en los ojos de los amigos, los conocidos, los vecinos. Pero algunos hombres emergían del caos y plantaban cara a su destino.
La cuadrilla de Jaume Miravall parecía más unida que nunca, a pesar de la muerte de sus voces más señaladas. Continuaban trabajando e, incluso, habían buscado nuevas maneras de incidir en su entorno. Aprovechando el desorden, recababan información. Había que moverse rápido, saber de qué mercados se podía obtener más beneficios, qué vendedores se encontraban con el agua al cuello. Después debían comprar y vender sin que pasara mucho tiempo… Esta serie de operaciones serviría para consolidar aquella otra que Jaume Miravall estaba a punto de emprender y que tendría lugar en Oriente, con un enorme riesgo para todos los que decidieran participar.
Jaume se refugiaba en sus libros, saltaba de las lecturas piadosas a los relatos de Marco Polo. A veces cerraba los ojos y se encomendaba a la Virgen mientras bajo sus párpados surgían paisajes exóticos y especies desconocidas. El mercader quería y temía.
—¡Padre! ¡Debes llevar a tus hombres a casa de Pere Jujol! —exclamó Abelard tras irrumpir jadeando en la sala a media mañana.
—Por el amor de Dios, ¿qué pasa? Siéntate y explícate —pidió Elvira al ver el estado de exaltación del muchacho—. ¡Tráele un vaso de agua, Sara!
—¡No tengo tiempo de sentarme, mucho menos de beber agua! Tienes que venir ya mismo. La gente está enloquecida, dicen que el trapero guarda grano en su casa. Han entrado en ella por la fuerza…
—¡Alabado sea Dios! —profirió Jaume y se puso de pie dispuesto a seguir a Abelard.
—¿Adónde vais? ¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué podéis hacer? Ya se encargarán los guardias…
Sus palabras fueron en balde. Padre e hijo se encaminaron presurosos a la casa de su amigo. Elvira se dejó caer en la silla bajo la mirada inquisitiva de Alèxia.
—¿Y tú qué miras? Eres demasiado pequeña para entender nada, ¿oyes?
La niña no parpadeó.
—Ve a tu habitación y no salgas hasta que yo te diga, ¿entendido?
Una vez a solas, la mujer del mercader rompió a llorar desconsoladamente. Sara no se atrevió a acercarse y permaneció en la cocina, expectante.
—¡Sara! ¡Sara!
—Estoy aquí —se apresuró a responder.
—¡Narcís! ¿Dónde está Narcís?
—Se ha marchado temprano, señora. Ha dicho que pasaría el día con el pintor y su hijo. No recuerdo el nombre…
—Bassa. Ferrer Bassa.
—¿Quieres que lo vaya a buscar? —preguntó Alèxia, presentándose de improviso.
—¡Lo que quiero es que no me des más quebraderos de cabeza! Quiero que, por una vez, hagas lo que te mando. Para empezar, ¡desaparece de mi vista! —gritó Elvira, fuera de sí.
—Como quieras. Pero, por si sirve de algo, viven muy cerca efe la judería —dijo la niña, dándose la vuelta.
—¡Espera! ¿Qué quieres decir? ¡Alèxia! —exclamó Elvira para detener la marcha de su hija.
—Nada, no quiero decir nada. Pensaba que tal vez te interesaría saberlo.
—Haz el favor de explicarte. ¡Tienes la virtud de sacarme de quicio!
—Mamá, vives encerrada en tu obrador. Los sombreros son tu mundo. ¿No lo sabes o no quieres saberlo?
Elvira miró a su hija echando chispas por los ojos. De buen grado la habría abofeteado, pero no habría servido de nada, y lo sabía muy bien. Era indolente, descarada y, aún peor, solía tener razón.
—Alèxia, no son maneras de hablar a tu madre. Eso no es lo que te he enseñado, ese carácter tuyo te traerá muchos disgustos. Pero ahora no quiero discutir. Estoy demasiado… demasiado cansada —añadió, dando la batalla por perdida—. ¿Podrías explicarme qué tiene que ver que Ferrer Bassa viva cerca de la judería? ¡Por favor, Alèxia!
—Como quieras, pero no estoy segura de que a papá le haga mucha gracia.
—Ya hablaré yo con tu padre. ¿Qué está pasando? Vamos, desembucha.
—La gente habla, mamá. Dicen que los Bassa son amigos de los judíos y que estos tienen la culpa de que la gente se muera de hambre. ¿Recuerdas el sermón del domingo?
Elvira asintió con la cabeza.
—El cura dijo que los judíos mataron a Nuestro Señor. Ese es el motivo de que nos castigue. Dicen que mucha gente los quiere echar de la ciudad, por las buenas o por las malas, que tanto les da.
El día expiraba y Elvira seguía esperando con el corazón en un puño la llegada de su esposo y sus dos hijos. Lo hacía desde la ventana del desván, en lo más alto de la casa. Desde allí se podía ver buena parte de la calle Banys Veils y, cuando hacía mal tiempo, se colaba un olor a tierra mojada y sal capaz de reanimar a un muerto.
Hacía mucho tiempo que no se abandonaba a aquella sensación, pero la tormenta desatada por Alèxia no venía del exterior. Las palabras que, sin ningún tipo de miramiento, había soltado su hija la hacían sentirse mezquina.
¿Qué había hecho mal? Sentada en un banco pasó revista a los últimos años mientras abría los ojos a la realidad. Los terrados y patios de las casas estaban vacíos, parecían abandonados a su suerte. Añoraba el vocerío alegre de las mujeres anunciando la venta de pollos y gallinas, y el guirigay de familias enteras pisando la uva a la puerta de las casas. ¿Qué se había hecho del trigo que se batía en la calle Telers? Ahora solo se escuchaba el tañido de las campanas llamando a la oración; las carrerillas de unos y otros, persiguiendo a alguien o huyendo de otro, marcaban el pulso de la ciudad.
Una explosión precedió la aparición de Jaume y los muchachos. A Elvira le dio un vuelco el corazón y no fue capaz de acompasar el latido hasta que, entre una nube de polvo, los vio sanos y salvos. Bajó las escaleras y los abrazó con lágrimas en los ojos. Los tres traían el cansancio reflejado en el rostro. El aprendiz de pintor explicó los sucesos en la judería mientras el mercader y Abelard mantenían un silencio pactado y denso.
Elvira lo intentó de la mejor manera que sabía. Incluso lo imploró, pero no sirvió de nada. Ni su hijo dejaría de ir al taller del pintor, ni Jaume se echaría atrás en su proyecto de viajar a Alejandría.
—¡El miedo es una trampa, Elvira! Nos frena, no nos deja hacer las cosas que queremos. No es eso lo que hemos enseñado a nuestros hijos. No lo quiero para ellos, ni tampoco para nosotros.
Con estas palabras Jaume zanjó el tema. Se tragó muchas de las cosas que aquella tarde lo habían horrorizado. No contó nada de las salvajadas que tuvieron lugar en casa de su amigo, ni del llanto de la mujer de Pere Jujol asegurando una y otra vez que solo se trataba de calumnias. Después de destrozar todo lo que encontraron a su paso, la turba se fue con las manos vacías de grano, pero manchadas de sangre.
A raíz de todo eso, Jaume Miravall decidió escribir a su amigo Bernat y le pidió, por la amistad que los unía, que volviera a Barcelona. Estaría más tranquilo si partía con la convicción de que un hombre de bien se hacía cargo de su familia. Tampoco compartió esta decisión con Elvira.
No había más salida que seguir adelante con su proyecto. La decisión ya estaba tomada y nada lo detendría. Confiaba ciegamente en el éxito de la empresa y, así, el viaje a Alejandría se transformó en el motor de todos sus actos.
Por eso, lo invirtió prácticamente todo. Irían a partes iguales con su socio, Gonçal Cervello, tanto en beneficios como en gastos.
Cervello contrató una embarcación a Francesc Sebastida por cuatro mil ochocientas libras. Jaume debería hacer frente a la mitad de dicha cantidad, más mil florines de oro como aportación a la sociedad. A este gasto había que añadir los tres mil sueldos que entregarían a la curia real en concepto de tasa para la concesión de la embajada.
Cada obstáculo que Jaume encontraba en el camino se convertía en un reto, por eso no le importaba que fuera tan arriesgado. La vitalidad y el entusiasmo que volvía a imprimir a su empeño eran las mejores garantías y actuaban como un imán. Todos los ciudadanos de Barcelona que tenían poder o riquezas veían en la empresa de la compañía Miravall-Cervelló una oportunidad para hacer negocios, la mejor manera de escapar de una crisis que parecía extenderse por la ciudad como la lava de un volcán en erupción.
Bastaron unas pocas semanas para que cerca de una veintena de mercaderes aportaran recursos e hicieran pedidos. La lista estaba encabezada por los Mitjavila con seiscientas libras, pero también se sumaron, con cantidades nada despreciables, Arnau Olot, Bartomeu de Deu, Francesc Aymerich, el mallorquín Francesc de Comieres y Arnau Espaher.
Los hombres de la cuadrilla redoblaban esfuerzos para hacerse merecedores del honor que suponía trabajar para su benefactor. Hasta Esteve, desde la prisión, tenía ideas que aportar:
—No os conforméis con llevar telas, ¡he oído decir que el sultán tiene pasión por los gerifaltes, esa especie de halcones tan hermosos!
Un centenar de gerifaltes, pues, también viajarían a Oriente con muchos otros productos, como plomo comprado en Falset, coral de Cerdeña y del Cap de Creus, miel, estaño, espejos y avellanas. Sin olvidar paños de toda clase y de todas partes, quizá comprados en Bellpuig o en Barcelona, y también vestidos traídos de Inglaterra o telas de Châlons y Flandes.
La actividad se volvió frenética. Abelard, siempre pura energía, levantaba los ánimos de todo el mundo, Narcís pintaba posibles escenarios y Alèxia soñaba con que formaba parte de la expedición. Mientras tanto, Elvira hilvanaba sombreros buscando aplacar el miedo que sentía.