Capítulo 13

Ni el miedo a las tempestades en mar abierto, ni el pánico cuando Narcís no respiraba después del parto, ni siquiera la lucha encarnizada contra el embrujo que Blanca ejercía en su voluntad, eran comparables al tormento que Jaume tuvo que soportar durante aquella maldita primavera.

Arrastrar su cuerpo hasta la prisión del castillo del Veguer no le resultó fácil. Ver a Esteve sería un golpe demasiado fuerte. Había soñado con él aquella noche… Que organizaba un atraco con su grupo de mendigos, que lo liberaban… Jaume se espantaba de sus pensamientos. Nunca había tenido la necesidad de usar la violencia. Ahora solamente lo contenían sus lecturas piadosas, aunque en el otro platillo de la balanza comenzaba a tener mucho peso una palabra.

—¡Justicia! ¿Es posible que el mundo deba ser tan injusto? ¿Así es como lo quiere el Señor?

Toda esta inquietud lo acompañaba mientras se dirigía a la prisión. Le había costado lograr que le permitieran hacer una visita, pero tenía buenos contactos y nadie en la ciudad profesaba demasiada simpatía por Massip. Por más vueltas que le daba, no entendía el violento crimen que había cometido Esteve, un acto que lo condenaba a ser colgado hasta la muerte.

No se veía con ánimos para atravesar la plaza del Blat y marchaba pegado a las paredes, como si se ocultara. Conocía bien a los carpinteros que trabajaban allí instalando la horca donde al día siguiente sería ejecutado Esteve. Cuando reconocieron al mercader le dirigieron una mirada triste y uno de ellos abrió las manos, dándole a entender que no podían hacer otra cosa, que era su obligación como ciudadanos.

No respondió. Pensaba en el juicio, cómo se había desarrollado sin que el condenado abriera la boca, cómo no habían servido de nada los testimonios en contra de Massip. Esteve había quitado una vida y el jurado había dictado el castigo sin entusiasmo, pero convencido de que cumplía la voluntad de Dios y la ley de los hombres.

Muchas personas habían declarado que Esteve había actuado a sangre fría, sin provocación previa y sin dar ninguna opción a la víctima. Había sido un asesinato inapelable y cometido delante de media Barcelona; la pena no sería conmutada. Por primera vez el mercader entendió que su riqueza no lo ayudaría, su dinero no podría comprar la vida de Esteve. Aquella sensación de impotencia era nueva para un hombre que se había fijado metas tan elevadas.

De nada le sirvió alejarse a buen paso de la plaza donde colgarían a aquel joven que había visto crecer, los martillazos de los carpinteros le resonaban en las sienes, incluso cuando ya se había alejado unas cuantas calles. Aquel ruido reverberaba atrozmente en su conciencia. Se tapó las orejas con las manos y se concentró en no oír el martilleo, pero igual lo acompañó obsesivamente, como una penitencia merecida por su soberbia.

Al llegar a la torre, el carcelero salió a recibirlo con una amabilidad excesiva. Aunque vista desde el exterior parecía un edificio más, apenas traspasada la puerta los visitantes deseaban no tener que hacerlo nunca más. La suciedad se acumulaba en los rincones y el olor era indescriptible, acre como el de una alcantarilla y más espeso que la niebla en el bosque. Jaume se sintió incómodo ante las reverencias del hombre y la violencia con que apartaba a los reclusos para abrirle paso. Era difícil sentir miedo ante aquellos desechos humanos que apenas tenían fuerza para arrastrarse.

—Tiene la mejor cama, nada de dormir en la paja. ¡Ah!, y cada día ha comido pan blanco, tal como convenimos. Creedme, no le ha faltado nada.

—Está bien, está bien. Ahora, por favor, me gustaría verlo —dijo Jaume, entregándole unas monedas.

—¡Faltaría más, señor! Ahora mismo lo hago llamar. Por cierto… he tenido que sobornar a un compañero para que le dejase estar un rato más en el corral. Y no ha sido fácil, ni barato.

—¿Cómo decís?

—¡Perdonad! ¡Cómo podíais saberlo vos, un caballero! Nosotros, los de aquí dentro, quiero decir… Bien, ya me entiende. Así llamamos al patio donde los presos salen a respirar un poco de aire.

—Ah.

—Os decía que he tenido que sobornar a…

—Me hago cargo —dijo el mercader mientras sacaba de su bolsa unas monedas más para aquel hombre calvo de apariencia grasienta.

La espera no fue larga, pero para Jaume representó un descenso a los infiernos. El hedor se iba apoderando de la voluntad del visitante; llegaba a ser tan intenso que uno procuraba respirar lo más superficialmente posible. Una mezcla de humedad, orines y carne en descomposición le provocaban náuseas incontrolables. Protegiéndose la nariz con un pañuelo, tragaba saliva una y otra vez.

—¡Señor, señor, seguidme! —llamó por fin el hombre calvo.

Subieron una escalera que giraba sobre sí misma de manera irregular. Se detuvieron dos pisos más arriba, donde una rata cruzó entre las piernas del mercader. El carcelero la estrelló contra la pared de un puntapié. Los chillidos del roedor quedaron apagados por las maldiciones del hombre al ver el rastro de sangre en sus sandalias. Aún ascendieron otro piso, hasta un rellano donde había una ventana enrejada.

—¡Ya hemos llegado! ¡Aquí lo tenéis! —exclamó el carcelero con una mueca de satisfacción.

Jaume dio un paso al frente, esforzándose por ver allí dentro. La penumbra del otro lado solo dibujaba una silueta.

—Por favor, dejadnos solos —pidió el mercader.

Cuando el carcelero dio media vuelta, Jaume se aproximó más a la lúgubre abertura.

—Esteve. ¿Eres tú? —preguntó a media voz.

El joven no levantó la mirada hasta que Jaume pasó la mano entre los barrotes de hierro y lo tocó. Lo hizo lentamente, como un perro abandonado que ya no busca a su amo y vagabundea, vencido. Sus ojos hundidos parecían no pertenecerle. Tenía el labio partido y el pelo pegado al cráneo con costras de sangre seca.

—¡Dios mío! —musitó el mercader mientras una pena infinita le congestionaba el rostro.

—Me he caído. Estaba a oscuras y me he caído. Lo siento, señor. Siento todos los problemas que os estoy ocasionando —dijo Esteve antes de volver a replegarse sobre sí mismo.

—No, Esteve, no te rindas aún… —repuso el mercader—. Debes explicármelo todo. ¡Te conozco desde que eras un niño! Confía en mí, deja que te ayude —imploró finalmente, cuando las lágrimas ya le afloraban a los ojos.

—Él los mató. Massip. Eran buenas personas, mis amigos, los únicos que he tenido… Ahora ya no podrá hacer más daño. Nunca más podrá hacer daño a nadie…

—¿A quién mató? Esteve, ¿de qué hablas? —preguntó el mercader, angustiado.

—Fue Massip, señor. Fue él quien dio muerte al Cojo, a Cesc y a quién sabe cuántos más. Era un hombre malvado, no merecía vivir. Sé que habría acabado con todos nosotros… Es mejor así, pues… —concluyó.

—¿Cómo sabes tú eso? ¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué te lo guardaste durante el juicio?

—Espiaba a Massip. Hacía días que no me apartaba de él, lo conocía muy bien —explicó el joven apretando con fuerza la mano de su visitante.

—¿Tú? —preguntó Jaume, extrañado, incapaz de conciliar esas palabras con la opinión que tenía de Esteve.

El joven se apartó la túnica y se volvió para enseñarle la cicatriz que le cruzaba la espalda.

—Esta ya no me hace daño, pero la que me dejó en la memoria me ha acompañado todos y cada uno de los días de mi vida.

Cuando Esteve acabó su historia, el mercader proyectó todo su odio contra la reja que los separaba y, tras propinarle un puñetazo, exclamó:

—¡Malparido!

—Había soñado mil veces que lo mataba, de pequeño me despertaba sudado viendo cómo su sangre se derramaba en el suelo… Nunca fui capaz de hacerlo, pero cuando supe que había sido él, que era el único responsable…

—No tenemos demasiado tiempo, Esteve. Ahora tienes que contarme todo lo que sabes. Olvídate de tus sentimientos, dame algo que pueda utilizar en tu beneficio.

—Los envenenó, lo sé con seguridad. Ya hacía tres noches que me quedaba espiándolo. Dos días antes de la muerte del Cojo, Massip recibió una visita en su casa. Era pasada la medianoche y el hombre iba cubierto con una capucha. No sé qué hablaron, pero sé lo que vi. El encapuchado le dio un frasco a Massip, después sacó un gato del zurrón y le hicieron beber un poco de agua con unas gotas diluidas del frasco. Al poco, el animal murió entre fuertes espasmos, echando espuma por la boca… ¿Lo entendéis? ¡Tenéis que entenderlo, señor! ¡Tenéis que perdonarme! Cuando vi a Cesc morir en el cementerio ya no tuve ninguna duda. ¡Fue Massip!

—¿Por qué no lo dijiste en el juicio?

—Había mucha gente que odiaba a Massip, pero más aún que le temía. No me habrían creído. Además…

—Además ¿qué? ¡Habla!

—Antes de celebrarse el juicio recibí una visita. Dijeron que si quería vivir debía mantener la boca cerrada. No sé cómo me descubrieron, quizá solo sospechaban, o me habían visto siguiendo a Massip. No dijeron que venían de su parte, pero yo lo sabía y sin embargo no hice nada. Ahora Cesc podría estar vivo…

—Ellos te hicieron esto, ¿no?

—No os entrometáis en esto, señor. Esa gente no tiene escrúpulos. Pensad en vuestra familia, en vuestros hijos, quizá Massip dejó órdenes para el caso de que le sucediera algo. A mí nadie me echará en falta.

—No, Esteve, no. ¡Eso no es cierto! ¿No lo entiendes? No podría vivir con mi silencio en la conciencia. Si tuviéramos una muestra del veneno…

—Cogí un poco mientras Massip se despedía del extraño —dijo Esteve, y esbozó una sonrisa apenas perceptible entre las costras que rodeaban sus labios—. Lo oculté en el almacén, dentro de la caja donde guardamos la lana para hilar.

Jaume se marchó presuroso sin atender a las súplicas del joven. Bajó los escalones de dos en dos y fue directo al lugar que le había indicado. No fue difícil encontrar la caja. Solo conocía a una persona que podría ayudarlo, una persona sabia y de toda confianza.

Con paso firme se dirigió a la judería, a casa de Ibrahim. Esta vez no se quedó esperando el momento más propicio, ni vigiló que nadie lo viera llamar a la puerta. La vida de Esteve era lo único que importaba.