Narcís salió de casa con el último bocado de pan en la boca. No esperó a que su madre le preparara la pieza de fruta que siempre le daba a media mañana, ni tampoco a que Abelard acabara su historia sobre las mercancías que el día anterior había descargado en el puerto una embarcación venida de Chipre.
No había nada que le gustara más al hijo de los Miravall que llegar temprano al estudio del pintor Ferrer Bassa, donde lo habían admitido como discípulo. Quería enseñarle un esbozo en el que había trabajado la noche pasada. Solo era una prueba, pero estaba contento de ella. Esta vez no se había limitado a dibujar un nuevo sombrero para su madre. ¡Era su primer retrato! Ciertamente, le había costado Dios y ayuda retratar a Alèxia, que a sus ocho años era un verdadero terremoto.
—¡Dile a tu maestro que soy yo, eh! No quiero que se confunda —exclamó la pequeña al ver que su hermano se lo llevaba bajo el brazo.
Narcís, por toda respuesta, resopló mientras oía la risa de Abelard. Su madre lo siguió escaleras abajo. El solo tenía en la cabeza las palabras de Alèxia: «Tu maestro». ¿Se podía tener mejor maestro? Pero ante la insistencia de Elvira tuvo que detenerse.
—¿Pasa algo? —preguntó el muchacho.
Su madre se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y le indicó que bajara al patio interior. Cuando estuvo segura de que nadie los oía, le dijo:
—Tengo que pedirte un favor y mucha discreción.
—Me asustas. ¿De qué se trata, madre?
—No es nada por lo que te tengas que preocupar. Verás, ya sabes que la mujer de Pere murió durante el parto.
—Sí, lo contó Sara y papá se pasa todo el día echando pestes contra las comadronas. La entierran mañana, ¿no?
Elvira asintió con la cabeza, y tras un instante de desconcierto continuó.
—Hijo, ya no podemos hacer nada por quienes nos han dejado, pero sí por los que quedan. Pere está muy abatido y lo ha dejado todo en manos de sus padres. Han contratado una nodriza para el pequeño, pero a mí esa mujer no me agrada.
—Madre, no te metas.
—Sé de qué hablo, Narcís.
El chico, con la cabeza gacha, se dio cuenta de que aquella experiencia tan triste de Pere tocaba muy de cerca a su madre. Hacía dos inviernos que Abelard se había enterado de cómo había llegado a casa de los Miravall. La gente hablaba mal y las explicaciones que había dado la familia habían dado pie a las más diversas, a menudo malintencionadas, interpretaciones.
Narcís nunca olvidaría el llanto de su hermano, ni como tuvieron que buscarlo por todo el barrio de la Ribera.
Al saber que no llevaba la sangre de su familia, se había escapado en plena noche. Lo encontraron en la playa, al resguardo de una barca y muerto de frío. Tardó muchos meses en llamar de nuevo padre y madre a Jaume y Elvira. Le habían ahorrado los detalles, claro, pero Narcís sabía bastante del asunto, pasaba muchas horas en el obrador y poco a poco Elvira le había ido deshaciendo la madeja de aquella historia.
—Lo siento, madre. ¿Qué quieres que haga?
—Debes ir al hostal de la Flor del Lirio. Allí preguntas por la señora Teresa Solé. Le dices que vas de mi parte y le das esta bolsa. Ella ya sabrá qué hacer.
Sacó la bolsa de entre la ropa y se la entregó a su hijo con un tintineo de monedas. Narcís sonrió.
—¡Eres muy buena! ¡Incluso demasiado!
—¡Vamos! ¡Llegarás tarde! ¡Ah!, y de esto ni una palabra a nadie. ¿Entendido?
—Entendido —asintió él mientras se colgaba la bolsa del cinturón y la protegía con la capa.
Antes de cruzar la puerta que lo separaba de la calle, Narcís se hizo la señal de la cruz y se encomendó a San Lucas, patrón de los pintores, tal como había visto hacer a Arnau, el hijo de Ferrer Bassa.
El camino hasta el hostal era arduo. No tanto por la distancia, que habría salvado en poco tiempo, ni por el frío que aquel invierno se hacía sentir de veras, sino porque tenía que entrar en contacto con la miseria que obligaba a muchos ciudadanos de Barcelona a ganarse la vida de todas las maneras posibles.
Su destino estaba muy cerca de la capilla de San Marcus, aquella pequeña ermita románica de la calle de la Llana. Había oído decir a su padre que el nombre le venía porque un tal Bernat Marcús había donado su herencia para construir un hospital y un hostal, en medio de huertas regadas con el agua de los pozos. Sus alrededores estaban siempre llenos de gente con animales que se dedicaban al transporte, aprovechando que era uno de los caminos más importantes de salida de la ciudad. Correos a caballo, arrieros, alhóndigas, depósitos de mercancías, que también se usaban como dormitorios, y hostales menudeaban sin orden ni concierto.
Admiraba la capacidad de su padre para recordar las historias que le contaban y, aunque Jaume siempre se hacía cruces por la poca atención que le dispensaba, Narcís estaba con el oído alerta incluso cuando más concentrado se lo veía en algún dibujo.
Pero salvo las que escuchaba en casa, el muchacho era poco aficionado a las señales del mundo. Veía la realidad exterior en términos de líneas, contornos y colores. Poco amigo del ruido y la algazara, se sentía incómodo entre aquella multitud de gente y solo se detenía a ver pasar las caravanas que iban hacia el norte de Cataluña. Le agradaba el silencio de los campos, el traqueteo regular de los carros, la expresión concentrada de los viejos que esperaban la muerte sentados en la puerta de su casa, quizá observando con nostalgia los campos que ya no podían trabajar. Pensaba que un día, cuando fuera mayor, él también se uniría a uno de aquellos convoyes y recorrería tierras desconocidas como el hombre a quien tanto admiraba, buscando el rastro de otros maestros y sus obras.
Ferrer Bassa había vuelto recientemente de un largo viaje a la Toscana y a menudo se quedaba con el pincel en alto, recordando las maravillas que había visto, la impresión imperecedera que le habían causado los monasterios de Asís. Entonces explicaba que se había equivocado con sus primeros trabajos, que la influencia francesa lo había alejado de lo que se debía pintar en su época. Narcís no entendía demasiado de aquellas reflexiones, pero las guardaba con celo en su memoria mientras esperaba con paciencia a que el pincel volviera a posarse con delicadeza sobre la tabla en que el pintor estaba trabajando.
No obstante, antes de sumirse en el mundo de Ferrer Bassa, debía cumplir el encargo de su madre. Pasó por delante de un hostal con un letrero de madera estropeado del que fue incapaz de leer el nombre. Según había oído, allí pernoctaban barceloneses que por cualquier circunstancia se encontraban el portal nuevo cerrado y no podían entrar en la ciudad. Unos pasos más allá vislumbró el hostal de la Flor del Lirio. En una de las dos puertas de acceso había una pintura que representaba a una mujer amamantando a un bebé.
—Debe de ser aquí donde las mujeres ricas vienen a buscar a quien alimente a sus hijos —se dijo en voz alta, repitiendo un comentario escuchado a las vecinas.
Las mujeres de cierta posición no tenían la costumbre de criar a los hijos que traían al mundo. Las nodrizas del hostal de la Flor del Lirio eran selectas y habían pasado por una revisión médica. Además, estaban bastante bien pagadas y su oficio muy bien reglamentado.
El muchacho entró con ciertas reticencias.
—¿Qué se te ofrece?
—Busco a la señora Teresa Solé.
—¿Quién pregunta por ella? —repuso la mujer de mediana edad, que parecía regentar el hostal.
—Es que debo hablar con ella.
—Ya, pero aquí tenemos unas normas. ¿Entiendes?
—¡Oh, sí, claro! Mire, vengo de parte de la señora Miravall —respondió el chico en voz baja.
—Disculpa, pero no sé quién es esa dama.
Narcís comenzó a atolondrarse. Se sentía incómodo en aquel lugar. De buen grado se habría marchado, pero su encargo era importante. Tratando de conservar la calma, pensó un momento. La mujer ya no le prestaba atención.
—Perdone. Quizá… ¡Bovet! Señora Bovet —repitió Narcís, pensando que tal vez su madre había utilizado su nombre de soltera para extremar la discreción.
—¡Oh! Disculpa, muchacho, ahora le aviso. Justo hoy ha llegado el contrato que firmaron con el notario.
La nodriza tardó en aparecer. Cuando lo hizo, el muchacho le dio la bolsa sin levantar los ojos. Ansiaba marcharse de aquel lugar y llegar de una vez al taller de Ferrer Bassa.
Tomó por la calle de la Llana, pensando que aquel era un extraño oficio, amamantar niños que no habían salido de tus entrañas. En la calle de la Boira vio que algunos tenderos recogían sus negocios y hacían inventario. El mediodía estaba cerca y el pintor ya debía trabajar en alguna de las obras que tenía comenzadas. No le agradaba demasiado que lo interrumpieran en mitad del trabajo y Narcís forzó el paso.
Sin detenerse en la plaza del Oli, donde el pregonero volvía a repetir la prohibición de tirar basura o animales muertos a la calle y la obligación de barrerlo todo los sábados y las vísperas de fiesta, Narcís rezó una oración por la mujer de Pere al pasar por delante de la catedral.
Una repentina lluvia que presagiaba tormenta lo obligó a refugiarse debajo de la frondosa higuera de la calle Sabaters, que crecía a poca distancia del taller de Ferrer Bassa. Se detuvo un momento para proteger la pintura que llevaba bajo el brazo. Después se puso la capucha y pudo vencer la tentación de pasear la mirada por la plaza Cucurulla. Le costaba imaginar todos aquellos almeces centenarios que hacía solo once años habían sido cortados de raíz para construirla. Siempre había deseado pintar alguna figura que los tuviera como fondo.
No quería demorarse, pues comenzaba a sentir frío. La humedad no le resultaba nada favorable, su madre no se cansaba de repetírselo y, aquel invierno, ya había tenido que quedarse en cama durante una semana. Así pues, emprendió una carrera hasta su destino.
—Buenos días, Narcís. ¡Virgen santa, vienes hecho una sopa! —exclamó Ferrer Bassa observando cómo el muchacho iba dejando regueros de agua.
—Me ha pillado la lluvia…
—Ya lo veo. Pasa y sécate un poco, no quiero que te constipes. Llegas un poco tarde, ¿no? —añadió el pintor con aire distraído.
—He tenido que hacer una visita…
—¡Vaya, vaya! ¿Quizá tiene nombre de mujer esa visita?
Narcís se ruborizó y se esforzó por desmentirlo. El pintor podía ser muy insistente cuando se lo proponía.
—¡No, no! Es… es…
—Deja que lo adivine. ¿Tiene que ver con eso que llevas bajo el brazo?
—¡Sí, señor! Pero… —El muchacho no supo continuar, y bajó la mirada.
—Nada de excusas. A ver de qué se trata.
Ferrer Bassa se pasó la mano por el pelo y, aunque no le agradaban las distracciones, con las manos cruzadas sobre el pecho esperó pacientemente a que su discípulo desenvolviera aquel presente. Después de una observación atenta, que a Narcís le pareció una eternidad, el pintor movió la cabeza en señal de aprobación.
Si no hubiera sido por la insistencia de su hijo Arnau, nunca habría admitido a aquel muchacho en su taller, pero no se arrepentía. Narcís progresaba gracias a mantener una atención constante, y a la agilidad y destreza de sus manos. Fue más tarde cuando tuvo la noticia de que era hijo de Jaume Miravall, uno de los mercaderes más prestigiosos de la ciudad.
—¡No está nada mal, no señor!
—Eso quiere decir… ¿quiere decir que os agrada?
—¡Quiere decir que has trabajado duro, jovencito! Esta chiquilla es muy graciosa, podría servir de modelo a alguna Virgen, las proporciones están bien guardadas y los trazos tienen un cierto equilibrio, pero… —El maestro se detuvo un instante antes de añadir—: Pero le falta alma.
—¿Alma, señor?
—Sí, Narcís, alma. Mira, cuando pintas a una persona has de ser capaz de transmitir algo más que belleza o fealdad. ¿Me explico?
—No quería pintar a una Virgen, es mi hermana —susurró el muchacho.
—De acuerdo, es tu hermana, pero al mirarla debería poder descubrir su esencia.
—Ella es…
—No me lo digas, haz que lo sienta al mirarla. Fíjate en esta Virgen que estoy pintando. Es un encargo del obispo de Barcelona para su palacio, y en ella he tenido en cuenta todo lo que aprendí en Toscana. Podría ser cualquier mujer que encontramos por la calle, pero al mismo tiempo podemos contemplar su espíritu.
Narcís se quedó en silencio, un poco decepcionado por no satisfacer las expectativas siempre tan exigentes de su maestro. Le agradaba que Arnau estuviera presente, pero aquel día no lo vio por ninguna parte. Se quedó al lado del pintor mientras este rompía unos huevos para mezclar los pigmentos.
—Ya conoces esta técnica —dijo Ferrer Bassa—. ¿Te importaría ir preparando los colores mientras yo trabajo? Me serías de gran ayuda.
El muchacho ya había pintado al temple y sabía que solo esta solución era capaz de mantener el color original del pigmento, pero se secaba muy rápidamente al ser aplicada. Se sintió orgulloso de la responsabilidad que se le otorgaba y, remangándose la camisola aún mojada, se dispuso a iniciar la operación. Mientras su maestro preparaba una crema espesa con la yema de los huevos, añadiendo un poco de agua, él hacía otra con los pigmentos. Cuando las dos estuvieron en su punto las mezclaron poniendo el color sobre la paleta y agregando el huevo desleído.
—¿Por qué hoy variáis las cantidades, maestro? ¿No eran partes iguales?
—Eso depende del color que quieras obtener, Narcís. Hoy necesitamos sombra tostada.
El joven abrió desmesuradamente los ojos y se esforzó por recordarlo todo.
—¿Te parece que ya está a punto?
—Yo diría que sí…
—Haz la prueba.
Narcís pintó un trozo de vidrio y esperó a que se secara. Después, con cuidado, intentó despegarlo. Al comprobar que no se fragmentaba respiró tranquilo.
—Sí, señor. Todo de una pieza, listo para comenzar.
Desde aquel momento, en el taller de Ferrer Bassa solo se oyó el suave roce de la pincelada sobre la madera. Ni las quejas de sus estómagos fueron capaces de hacer perder la concentración al pintor y su discípulo.