Capítulo 17

Barcelona, verano de 1325

El calor del horno de Mateu hacía más insoportable un verano que amenazaba con descargar una lluvia de fuego sobre la ciudad. Margarida intentaba oscurecer la estancia donde su suegra Ximena pasaba las horas, para protegerla del sol. Pero los ratos que estaban juntas se espaciaban cada vez más. La vieja a menudo estaba ocupada preparando ungüentos y remedios para los enfermos y su nuera era reclamada por el horno que regentaba su marido.

En aquella atmósfera infernal se cocían panes sencillos y panes dobles, pero también muchas otras cosas. A menudo el olor de roscones, de cazuelas de carne o pescado se mezclaba con la cocción de hierbas en el piso de arriba. Combinado con el hedor de los desechos que se pudrían en la calle o los excrementos de personas y animales, a menudo provocaban el vómito de Margarida.

—¿Te encuentras bien, hija? Haces mala cara y te veo más delgada —le dijo Ximena, visiblemente preocupada.

—No es nada, solo este calor…

—A mí también me costó acostumbrarme, no creas —comentó la vieja con gesto de hacer memoria.

—¿No habéis nacido en esta casa?

—¡Qué va! Yo conocí al padre de Mateu cuando tenía tu edad, más o menos.

—¿Veintiocho años?

—Puede que sí; ha pasado mucho tiempo.

—¿Y cómo fue? Contadme.

—Es una historia muy larga… Y también muy triste. No creo que…

—Mateu está horneando y no me necesitará hasta dentro de un buen rato. Me agradaría escucharla.

—¿Sabes?, a veces, cuando pienso, me parece que se trata de otra persona, que todo aquello me lo han contado, que no he sido yo. No sé si me entiendes…

Margarida se sentó al lado de aquella mujer abatida por el paso del tiempo y una vida plagada de infortunios. Poco a poco, la vieja fue cambiando de expresión, según el recuerdo que evocaba y los momentos que revivía.

—Teníamos una casa en el campo…

—¿Con el padre de Mateu? —preguntó Margarida, impaciente.

—¡No! Yo entonces era muy joven, me casé con Pere a los diecisiete años. Estábamos muy enamorados, solo nos teníamos el uno al otro y muchos pájaros en la cabeza —dijo la vieja mientras una sonrisa agridulce alteró las arrugas que le surcaban el rostro.

Margarida también sonrió y se acercó un poco más a ella. Pasado un momento, Ximena prosiguió.

—Trabajábamos para el señor. No importaba que lloviera o hubiera un sol de justicia, las tierras del amo eran buenas y durante dos años conseguimos que fueran las más rentables de la comarca.

—¿Dos años? ¿Qué pasó después?

—Después… después Pere se puso enfermo, muy enfermo. Decían que eran las fiebres… murió en menos de una semana.

Margarida no supo qué decir cuando Ximena bajó la mirada y, tragando saliva, prosiguió su historia.

—Entonces pensaba que eso era lo peor que me pasaría nunca. —Esbozó una sonrisa irónica asintiendo con la cabeza, como si así ratificase aquella convicción.

Esta vez la nuera no dijo nada. Solo cuando la cogió de la mano la anciana continuó con su relato.

—El señor dijo que me ayudaría. ¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar la oferta de servirlo en su casa? Lo llamaban NicolauMoner y me engatusó bien engatusada. Criada de día y ramera de noche, ¡durante siete años! Le servía la cena a él y sus invitados y, después, cuando ya todos estaban como cubas, me ordenaba que me quitara la ropa…

—Lo siento mucho. Yo no pretendía…

—Da igual, hija. Tengo los ojos secos y el corazón yermo de tanto llorar y de tanta rabia.

—¡No diga eso! Desde que la conozco no le he visto hacer otra cosa que ayudar a la gente.

—Quiero creer que con eso me hago perdonar parte de mis pecados, Margarida.

—Pero…

—Los he cometido muy gordos. Dos veces me dejé arrancar el hijo que llevaba en las entrañas. El señor me habría echado, y yo no tenía dónde ir…

—Os dejó embarazada y…

—No sé si fue él o alguno de sus amigos, da lo mismo, todos estaban hechos de la misma pasta. Pero no sirvió de nada. Un día trajo a la casa a una niña de quince años y a mí me destinó a las caballerizas.

—Al menos allí no tendría que aguantar tantas humillaciones…

—Eso pensé yo, pero no tenía la suerte de mi parte. Dios me castigó, ¡ya lo creo! No estaba acostumbrada a tratar con los animales, y mientras limpiaba los establos un caballo me dio una coz y me rompió una pierna y dos costillas.

—Por eso es coja… —se dijo Margarida en voz baja.

—¿Cómo dices?

—¿Andáis coja desde entonces? —alzó la voz la mujer del panadero.

—Tardé mucho tiempo en caminar de nuevo, el malparido no quiso llevarme al médico. Un criado me entablilló la pierna, pero el dolor era insoportable. Después me echó, alegando que ya no le servía para nada, y me dejó en la calle. Allí aprendí todo lo que sé de hierbas y plantas. Iba a comer a la Pia Almoina y luego recogía plantas que intentaba vender por la calle. Poco a poco me interesé por sus propiedades curativas, una mujer mayor me enseñó. Fue como la madre que no conocí. Entonces apareció en mi vida el padre de Mateu. Era un invierno muy duro, la nieve había helado los campos y yo no tenía donde dormir. Enric era un buen hombre. Cuando me vio en la calle me llevó a su horno para calentarme y me dio pan y un plato de caldo. Así que me quedé con él —añadió, con un nuevo brillo en los ojos—. Enric había enviudado hacía unos años y antes de dos meses nos casamos. Todo me iba bien por primera vez en mucho tiempo… Mateu nació enseguida. Trabajamos duro, fueron años buenos. ¡Sí que lo fueron! —Pero su mirada volvió a oscurecerse de repente.

—¿Pasa algo? —preguntó Margarida.

Ximena no respondió.

Como si no fuera capaz de despertar de aquella pesadilla, continuó:

—Once años —susurró.

—¿Perdón?

—Mateu tenía once años… —Hizo una pausa y añadió—: Cayó la noche y Enric no volvía a casa. Había ido a comprar leña de brezo para el horno… No volví a verlo con vida. Seis días más tarde lo encontraron muerto en el fondo de un pozo. El hedor puso en alerta a unos pastores de los alrededores. Lo reconocieron por la ropa que se adivinaba debajo del fango y los gusanos.

—¡Virgen santísima! ¿Quién pudo hacer algo así?

—Nunca lo supimos, Margarida. Él no se metía con nadie, ayudaba a todo el mundo. Quizá fueron las envidias, pero nunca lo sabremos. Después no fue fácil que me dieran el permiso para hacerme cargo del horno, ya sabes que las mujeres no contamos para nada, solo para trabajar como bestias y parir un hijo tras otro. Pero Mateu ya casi tenía edad de ponerse al frente, conocía el oficio… El resto ya lo sabes.

Un silencio largo y reverente se apoderó del lugar. Margarida no sabía qué decir ante aquella confesión. Fue la vieja quien, cogiéndola de la barbilla, la miró a los ojos y dijo:

—Hay una cosa que no te he dicho y me parece que ya es hora: me hace feliz saber que cuando yo falte mi hijo no estará solo. La soledad no es buena compañía, créeme.

La mujer del panadero iba a responder cuando se oyó un gran revuelo en la calle. Una voz de hombre les gritaba mirando hacia la ventana del primer piso.

—¡Bruja, más que bruja! Tú la provocaste, ¿crees que no lo sé? No te tengo miedo. ¡Mira!

Aquel hombre enfurecido blandía con actitud desafiante una cruz que llevaba colgada del cuello.

—¡He perdido toda la cosecha! ¡Pero me lo pagarás caro, ya lo creo que sí!

—¿De qué habla ese hombre? ¿Lo conocéis? —preguntó Margarida mientras, medio escondida, seguía sus movimientos desde la ventana.

—¡Y tanto! ¡No necesito verlo! Esa es la voz de Martí Badia —respondió la vieja sin inmutarse.

—Pero ¿qué quiere? ¡Parece un loco! Nunca lo he visto en casa… Esa cara… —dijo la joven mientras intentaba hacer memoria.

—Sí, hace justo una semana, si no me equivoco. Se hizo daño con la azada mientras cavaba, y la herida se le infectó.

—¡Es verdad! No sé cómo se puede acordar de todos, y todas las historias que… Pero ya estaba mejor. ¿No fue él quien nos trajo un queso? —preguntó Margarida con gesto de no entender nada.

—Sí, un queso muy bueno —respondió la vieja sin moverse del banco.

—Ximena, hemos de hacerlo callar. La gente está haciendo un corro y a Mateu no le hará ninguna gracia.

—Mira, hija, hemos de hacer el bien y aceptar que a veces hay cosas que no están en nuestra mano.

—Pero ¡es que no lo entiendo! —exclamó Margarida mientras se protegía los ojos del sol e intentaba encontrar una explicación a aquello.

Entonces el tal Badia levantó la voz por encima de todas las que se sumaban pidiendo explicaciones o añadiendo más morbo.

—¡Fue ella! ¡Ella fue quien convocó la tempestad que me asoló la cosecha!

—¿Que dice? —preguntó un hombre gordo que llevaba un asno cargado de cántaros.

—Vine aquí a curarme… ¡Iluso de mí! Me habían dicho que ella preparaba un ungüento milagroso, pero ¡me engañó!

—¿No lo curó? —preguntó la mujer del botero.

—Tanto da si me curó o no, el caso es que hizo una hoguera y el humo ya me pareció extraño, era muy negro y denso. Y me pareció ver algo. Al abandonar la casa topé con Miquel de Cal Gerxo, que fue quien le pagó para que me arruinara. Está rabioso porque no acepté la dote de su hija. Quería casarla con mi heredero. ¡Ni borracho!

Margarida seguía la escena sin saber qué hacer, mientras su esposo se había abierto paso entre el gentío para hacerlo callar, aunque en vano.

—Aquella noche tuve una visión. ¡Lo vi todo muy claro! —continuaba Badia, insensible a los razonamientos del panadero.

—¡Di! ¡Cuenta, cuenta! —clamaba la gente, que engrosaba cada vez más el círculo.

—La bruja estaba cerca de una fuente mientras el humo tomaba consistencia, ella subía por él y lo hacía ir donde quería. Bien, donde quería no. Tenía prohibido pasar cerca de la Verdadera Cruz y del sonido de la campana porque le hacían daño. La visión se fue desvaneciendo a medianoche, y entonces se desató la tempestad. ¡Fue ella, ella la convocó y me llevó a la ruina! ¡Con vosotros hará lo mismo, es una bruja!

Los reunidos delante del horno de Mateu tenían opiniones divididas. Los que daban crédito a las palabras de Badia se persignaban y le rogaban que continuara con sus historias; los otros reían ante las alucinaciones del viejo o se ponían de parte de la mujer que había ayudado a sus hijos a venir al mundo.

Mateu se retiró al fin al interior del horno, convencido de que no podía hacer más, aparte de esperar que el cansancio, el hambre o la vergüenza los fueran haciendo regresar a casa. Cuando pudo salir del obrador y subir las escaleras, se encaró con su madre.

—A partir de hoy, y recuérdalo muy bien, se han acabado para siempre las visitas, ¿me entiendes? Si quieren curarse de algún mal que vayan a la iglesia o que busquen al veterinario, ¡me importa un carajo! Pero esto, esto…

Mateu podía haber dicho muchas cosas —que era muy peligroso para el buen nombre de su negocio, que su madre lo avergonzaba delante de toda la ciudad, etc.— pero solo se sentó entre Ximena y Margarida, aguantando las ganas de llorar.