Valencia, otoño de 1321
La mujer que había llamado la atención del herrero era Elena. La riada la había dejado sin casa, y su padre, un campesino que cultivaba desde hacía años unos huertos a orillas del Turia, estaba desaparecido desde hacía una semana. Por lo demás, había por allí un niño de cara triste que parecía haber olvidado la primera regla para caer bien: una bonita sonrisa. Lejos de ello, te interrogaba con los ojos, como si buscara la manera de apoderarse de tu voluntad.
Tal como le explicaría más tarde a Jaume, Bernat había padecido un buen rato aquellos ojos incisivos mientras intentaba ayudar a los refugiados del convento. La riada había hecho desaparecer muchas herramientas de trabajo, y el herrero se ofreció desde el primer momento a reparar la prensa de estampación, así como los bancos exteriores que jóvenes y mayores usaban para el esparcimiento en las calurosas y húmedas noches de verano.
Cuando regresó del barco, con sus herramientas y las cajas de llaves que pensaba vender en Valencia, se puso a reparar todo lo que le salía al paso. Mientras tanto, Elena rondaba por allí, nunca demasiado cerca para no resultar molesta, pero tampoco a una distancia que pudiese ignorarla. Después le sería imposible explicar cómo había sucedido. Quizá se había vuelto en algún momento o le había pedido que le acercara una herramienta o…
—También he traído algo de comer. Está en mi saco —dijo Bernat sin levantar la mirada del clavo que intentaba enderezar—:
Lo digo por si no has cogido nada de lo que he repartido. La gente se ha vuelto loca, hasta las monjas.
—Es el hambre —respondió ella cuando ya parecía que no lo haría—. Somos gente humilde, pero teníamos nuestro huerto e íbamos tirando. El río se lo ha llevado todo y nadie se ve con fuerzas para comenzar de nuevo.
—Lo siento. Por lo que he visto, de aquí a la playa no será fácil recuperar los campos. Mis padres vivían en el delta del Ebro, y mirando los huertos y el estado de los canales he tenido la misma sensación que cuando era pequeño y había una crecida. Lo arrastraba todo, herramientas, plantas, la tierra que tanto había costado poner a punto… —Antes de que Bernat acabara la frase, vio que a Elena le resbalaban unas lágrimas silenciosas.
Cuando ella se dio cuenta, se las secó con el dorso de la mano y un gesto de contrariedad. Al herrero le agradó su gesto de coraje y le pareció que no todo estaba perdido para ella. Pero la tristeza continuaba presente en su rostro mientras el niño miraba con atención silenciosa las idas y venidas del martillo.
Elena aceptó su ofrecimiento y fue donde Bernat había guardado un saco. Dentro encontró un pan no demasiado seco y unos buenos trozos de queso. Le preguntó si podía darle un poco al niño y el herrero no dudó en asentir. Mientras Elena y su hijo comían en uno de los bancos ya reconstruidos, la madre priora se acercó a aquel hombre que parecía haber hecho un alto en su vida para ayudarlos.
—Es una buena mujer —comentó la monja pasando la mano por un tablón de madera que Bernat acababa de pulir—. Quizás ha tenido un hijo que no debía, pero tampoco merece el castigo tan duro que ha recibido. A veces el Señor puede ser inmisericorde. Debe de tener demasiado trabajo en una situación como esta, ¿no cree?
—Nunca he entendido la voluntad de Dios, madre priora, pero me agradaría saber cuál es la causa de tanta tristeza. Ella no habla demasiado, como sin duda ya os habéis percatado. Alguien me ha dicho que su padre ha desaparecido, pero quizá se haya salvado y no lo sabemos.
—No os sabría decir. Sé que había marchado a trabajar en unos huertos muy cerca de la orilla y la riada bajó de golpe, como si las aguas pretendieran hacernos el mayor daño posible.
—¿Alguien ha ido a buscarlo? Quizás haya vuelto a casa.
—La casa no estaba demasiado lejos de los huertos, de modo que no debe de haber quedado nada. Acabo de hablar con una monja del convento de la Zaidia, que se encuentra por aquella zona, y las noticias son desoladoras.
Bernat comenzaba a entender la tristeza que se había instalado en el rostro de Elena. La madre priora se marchó para atender a unas voces que la llamaban desde el interior y el herrero se aproximó a donde madre e hijo aún comían.
—¡Oh! ¿Queréis comer? ¿Os corto un trozo de queso? —le preguntó la mujer mientras el niño, de unos dos años, se paseaba a su alrededor, feliz, con un trozo de pan.
—¡No, por favor! Comed tranquila. Solo me he acercado para descansar y ver si necesitáis algo más.
Elena lo miró de hito en hito, como si quisiera comunicarle sin palabras su agradecimiento. El herrero le alborotó el pelo al niño y después se sentó a su lado. A pesar de que la mujer no debía de haberse lavado mucho en los últimos días, la olió con satisfacción.
—Lamento mucho la desaparición de vuestro padre, pero quizás aún está vivo. A veces los mayores nos sorprenden, como si tuvieran siete vidas…
—¿Como los gatos? —respondió Elena sin mirarlo.
—Sí, claro.
Bernat se arrepintió de no ser más locuaz. Seguro que su amigo Jaume habría escogido unas palabras más adecuadas, pero él se había pasado la vida en la fragua, con un trapo en las manos para secarse la frente.
—Todos los gatos que he visto en los últimos días estaban muertos en la orilla o iban flotando río abajo.
—Tenéis razón, pero a veces…
—No me compadezcáis, Bernat. Os llaman así, ¿no? Toda mi vida ha estado abocada al desastre, pero no pienso lamentarme. Mi padre y yo frecuentábamos este convento; si estuviera vivo no habría tardado un instante en venir a buscarnos. Ahora tengo que ocuparme de mi hijo, al menos mientras me queden fuerzas. Y os puedo asegurar que aún no me faltan. Bueno, quizá sí hay una cosa que estoy aplazando…
—Si puedo seros de ayuda, será una gran satisfacción para mí —dijo Bernat mientras una chispa hacía brillar sus ojos.
—Debería acercarme a la casa. Mirar si aún puedo encontrar algo, pero no me atrevo. Quizá porque he soñado varias veces que iba y mi padre estaba dentro, ahogado en un gran charco de agua.
Bernat no vaciló en proponerle que fueran hasta el huerto, que él la ayudaría a recuperar lo que quedara de sus pertenencias. Al principio, ella no entendió su ofrecimiento, incluso se miró las ropas desgarradas y se tocó las mejillas demacradas. Después dijo que no podía compensarlo con nada a cambio.
—No tenéis que compensarme. Lo haré con mucho gusto.
—Pero tenéis trabajo aquí. La madre priora confía en que también arreglaréis algún banco de la capilla.
—Habrá tiempo para todo.
El herrero no tardó en vencer la débil resistencia de Elena. Metió sus herramientas en el saco y lo dejó todo al cuidado de la priora. La primera reacción de la monja fue de sorpresa, pero enseguida se vio que esperaba algo así.
—Llevaos a Pau y a Joan. Se encuentran bien y es mejor que no vayáis solos. Hay mucha gente desesperada vagando por ahí. No quiero que os pase nada.
Aceptó la compañía de aquellos hombres, que los siguieron en silencio. Bernat pensaba que después de aquella desgracia la gente parecía haber hecho un pacto para vivir sin palabras, como si estas pudieran hacer daño trayendo algún recuerdo de los días felices.
El niño se detenía a menudo, pero su madre no tenía fuerzas como para llevarlo sobre los hombros. Fue él quien lo recogió del suelo y se lo puso a horcajadas. Lo llamaban Francesc, y pesaba menos que un pollo desplumado.
La búsqueda de la casa de Elena no fue fácil para Jaume y su acompañante. El horizonte de aquella huerta devastada por las aguas solo dejaba ver una perspectiva gris rota en algún punto por los restos de una granja o la torre inestable de una edificación religiosa. Una de las escasas construcciones que, entre la confusión de huertos, cañaverales y canales de riego, marcaba un punto en la lejanía era la silueta alterada del Real Monasterio de la Zaidia.
El mercader advirtió que la ribera del Turia discurría muy cerca del camino que seguían, más por su intuición que porque hubiera una margen clara por donde dirigir sus pasos. La evolución del cielo tampoco ayudaba. Durante la llegada de la galera a Valencia había lucido un cielo azul muy intenso, pero las nubes, que al principio parecían una referencia lejana de lo que había pasado siete días atrás, habían avanzado tierra adentro cubriendo de gris todo el paisaje.
Solo al llegar a la Zaidia Jaume preguntó a su acompañante, pero este se encogió de hombros. Iban a pie, dado que la madre priora le había aconsejado dejar descansar el animal de Rabassa en el convento (un buen consejo, pues sus patas se habrían hundido en el fango sin remedio). Casi no habían cruzado palabra durante el trayecto y el hombre había mostrado reticencia incluso en decirle su nombre.
En el exterior del monasterio algunos monjes recuperaban aún objetos arrastrados por las aguas. El mercader les preguntó por la familia Guillem. Uno de ellos, arrodillado, se incorporó y, como si quisiera enseñar al recién llegado que su prioridad era otra, se volvió unos instantes hacia el muro de la iglesia. Uno de los contrafuertes estaba derruido y, por lo que se adivinaba desde fuera, el techo también había caído en algún punto.
—Ni yo, que llevo muchos años en este sitio, os podría guiar con certeza —dijo el monje mostrándole las palmas de las manos—: Pero si camináis siempre hacia poniente sin alejaros del río quizás encontraréis lo que quede. ¿Se sabe algo de Joan Guillem?
—Precisamente estoy buscando a su hija y a un amigo que la acompaña —respondió Jaume, sin demasiados ánimos—. ¿No los habéis visto pasar por aquí?
—Hace días que hasta Dios nos ha abandonado. No puedo ayudaros.
La desgana del monje era manifiesta y contagiosa. El acompañante de Jaume también dijo que no se atrevía a seguir, que Joan Guillem vivía demasiado cerca del río y seguramente no quedaría nada de su casa. El mercader no tuvo tiempo de quejarse, solo pudo observar, impotente, cómo aquel desconocido emprendía el camino de vuelta.
Jaume se aventuró solo en la dirección que le había indicado el monje. La tierra era un embrollo indefinible de fango, piedras y plantas, en muchos casos, irreconocibles. La imagen desvirtuaba incluso la convicción de que la ciudad de Valencia no estaba lejos, levantándose con nitidez en medio de la nada, envuelta por aquella franja de miseria que la riada había provocado.
En diversas ocasiones, Jaume creyó oír voces traídas por el viento que se había levantado, y poco después volvía a oír los truenos lejanos, la amenaza de un nuevo desastre que, según le habían dicho, siempre se hacía presente cerca del otoño.
La lluvia comenzó de repente. Primero con gotas grandes como aquellas que se acumulaban en el caño de una fuente, después extendiéndose sobre la tierra ya bastante castigada en días anteriores. Pronto la cortina de agua confundió los límites que lo ayudaban a orientarse y ya no supo si caminaba en dirección al interior o se adentraba en la margen del río.
Jaume Miravall se sintió pequeño e indefenso, igual que en aquellos días de infancia cuando corría por los caminos que llevaban de Reus a las montañas próximas persiguiendo los claros del bosque para regresar a casa a una hora prudente.
Cuando ya le pesaba la ropa de tanta agua que le había caído, metió el pie en un charco profundo y perdió el equilibrio. Su memoria de aquel momento, extraviado entre los huertos, acabó con un trozo de cielo ennegrecido que, al caer de espalda, pasó tan veloz como un halcón cuando se abate sobre su presa.
—Parece que ya se despierta —dijo Elena mientras cubría un poco más a Jaume con la única manta seca que habían encontrado.
—Seguro que sí —respondió Bernat, sin dejar de revolver entre el fango y las cañas depositadas por las aguas en casa de los Guillem—. El mercader es un hombre fuerte y, además, tiene buenos propósitos en la vida. Resulta difícil sucumbir si tus aspiraciones son tan elevadas.
Elena se quedó mirándolo. Conocía muy poco a Bernat, pero de pronto había entrado a formar parte de su mundo y ahora lo sentía como una pieza clave, un regalo, un elemento imprescindible. Su intuición le decía que la bondad atribuida a su amigo se reflejaba en el espejo de la suya propia.
Todos se resguardaban al amparo de lo que quedaba de las cuatro paredes que habían sido la casa de Elena. Bernat y ella habían buscado durante un buen rato a Joan Guillem, por los alrededores de la casa, en los huertos próximos, a lo largo del río… Al no encontrar nada, habían emprendido el camino de regreso cargando con unos cuantos enseres, una cazuela vieja, un par de camisolas enfangadas, un cuchillo que el padre de Elena usaba en las comidas. El herrero no podía haber imaginado que el cuerpo con que tropezaron a pocos metros de la casa era el de su amigo. Solo tenía una fuerte conmoción y el tobillo se le había hinchado ostensiblemente.
Cuando el mercader despertó, todo su cuerpo temblaba. Tenía la ropa húmeda aunque ya no llovía, pero era del todo imposible disponer de nada seco en aquel huerto. Siempre bajo la atenta mirada de Bernat, Elena le restregó concienzudamente las piernas y brazos. El herrero supuso que era el mismo trato que habría dispensado a su padre, si lo hubieran encontrado.
Pero Jaume seguía temblando.
—Quizá sería mejor que se lo llevaran —dijo Bernat, que comenzaba a preocuparse por el estado de su amigo.
—Ya sé que eres un hombre fuerte, pero solo podremos pedir ayuda en el monasterio de la Zaidia, y tu amigo es demasiado grande para llevarlo en vilo hasta allí.
—Pero tenemos que hacer algo, Elena. No puedo permitir que le pase nada. Elvira, su mujer, no me lo perdonaría.
Mientras su hijo jugaba a hacer surcos en un charco que se había formado en el centro de la casa, Elena se quitó la ropa, también húmeda, y se tendió sobre el mercader para darle calor. Después dio una de las pocas órdenes que Bernat obedecería en su vida.
—Acércate al monasterio e intenta que alguien te acompañe para ayudarnos. Yo esperaré aquí. Es la única solución. Ah, llévate a Francesc y déjaselo a los monjes. A la vuelta lo recogeremos.
—Pero no puedo dejarte sola…
—¡Márchate, Bernat! A ti no te será difícil llegar rápidamente al monasterio. El cielo se está abriendo y solo has de guiarte por su silueta en la lontananza. Nosotros… —añadió mientras se esforzaba por cubrir con su cuerpo menudo la mayor parte del de Jaume— estaremos bien, descuida.
El herrero no puso más objeciones y partió. Llevaba al niño a las espaldas, y este, por primera vez, canturreaba mientras se cogía del cuello. No podía quitarse de la cabeza la imagen del cuerpo desnudo de Elena arropando a su amigo. Antes de concentrarse en la búsqueda del camino de vuelta, deseó con todas sus fuerzas haber sido él el enfermo.
Entonces Francesc, como si le leyera la mente o reclamara su atención, le tiró tan fuerte del pelo que perdió el hilo de sus pensamientos.