Lugar y Fecha. Valencia, otoño de 1321
Jaume y los marineros atravesaron la puerta que daba acceso a la Valencia amurallada, lo hicieron al lado de un mulo viejo y mal alimentado. El animal parecía tener clara la función que había venido a cumplir en este mundo. Al mercader le desagradaba haber dejado atrás a su amigo Bernat. Admiraba su resolución y buena voluntad, pero él tenía que mantener la cabeza fría. Este aspecto de su profesión lo hacía reflexionar con frecuencia. ¿Cuáles eran los límites entre ética y negocio? ¿Un mercader se podía permitir arriesgar su inversión aun corriendo el riesgo de perderlo todo? Tenía responsabilidades, un mercader también era un traficante de sueños y esperanzas.
Mientras iba cavilando respuestas, se percató de que dentro de las murallas el efecto de la riada había sido mucho menos devastador. El rastro de las aguas era claro y el fango se extendía por calles y plazoletas, la tierra estaba llena de objetos extraños y estropeados, en algunos rincones se veían ratas ahogadas y gatos muertos que quizá las perseguían cuando los sorprendió la crecida. Pero pocas casas estaban gravemente afectadas y la gente mostraba cierta normalidad.
Los ojos que miraban a la comitiva no reflejaban la desesperación que tanto había alarmado a su amigo Bernat. Jaume se tranquilizó, también porque, a medida que se aproximaba a su destino, tomaba conciencia de todo lo que estaba en juego. En la galera aún había mantas y tejidos para hacer dos viajes más con los mulos, y Dalmau Clara había dejado las cosas muy claras. El mercader sabía que se trataba de sacar el máximo beneficio para que tanto su benefactor como él mismo alcanzaran los objetivos propuestos.
Sin la compañía de su amigo, Jaume aceptó el ofrecimiento del capitán para subir al pescante del carro. Se adentraron en la ciudad hasta la plaza de la Seu, donde las obras de la catedral habían quedado temporalmente interrumpidas. Una fuente que manaba agua clara convenció a Jaume de hacer una parada.
—Hace tres días que no bebemos agua fresca —dijo mientras hacía el gesto de saltar al suelo.
—Ya —respondió el capitán, a la vez que levantaba el brazo para ordenar un alto.
Jaume bebió con fruición mientras algunos curiosos se acercaban a la fuente, pero el mercader se concentró en la puerta de la catedral que daba a la plaza. El trabajo de los canteros estaba a medio hacer, pero ya se adivinaba que la ejecución final sería bellísima. Una de las estatuas que, según le explicaron, representarían a los doce apóstoles ya estaba en su lugar, mientras que otra permanecía de lado en el suelo, como si la riada la hubiera cogido en el momento de su colocación.
—No se puede tocar nada hasta que el alcalde compruebe personalmente los daños —dijo al mercader uno de los guardias que custodiaban las obras.
—Pero es insultante que se quede de esta manera —replicó Jaume, consternado.
No le dio tiempo a más. El capitán lo cogió del brazo y lo condujo hasta el carro. Allí lo aleccionó sobre cómo debía comportarse en una ciudad ajena: guardar silencio y no perder el tiempo. Jaume pensó que los temores del marino iban en dirección contraria a la actitud de Bernat. Pero la comitiva ya entraba por la calle Cavaliers y, tal como les habían informado en la fuente, allí encontrarían el palacio de los Rabassa.
Jaume apreció que aquella calle mostraba muchas similitudes con la de Monteada. Las casas eran grandes y los patios dejaban ver una riqueza que no tenía nada que envidiar a las de Barcelona. Pronto se dio cuenta de que muchas estaban abiertas porque había entrado el agua y los propietarios hacían limpieza.
El hombre que había guiado a los mulos hasta Vilanova de la Mar para recibir a los barceloneses dio la orden de detenerse. Estaban delante del palacio, una construcción de dos pisos con ventanas enrejadas. La puerta se abrió y una multitud de hombres fue azuzando a los animales para que pasaran al interior. Jaume entendió que el transporte y la carga y descarga de las mercancías los retendrían un tiempo en la ciudad, quizás hasta bien entrado el día siguiente, y temió por su amigo. Pero ahora venía lo más difícil. Dalmau Clara había marcado su precio, pero también le había advertido que los Rabassa intentarían hacerle alguna mala pasada.
Jaume dio las órdenes que consideró pertinentes y dejó encargado al capitán que fuera enviando de vuelta los mulos a la galera para recoger más sacos. Solo hubo un desacuerdo que el mercader encontró acertado: los animales no debían ir de uno en uno sino todos juntos y bien custodiados, dada la situación que se vivía en la ciudad. Después preguntó a un criado dónde podía encontrar a Vicent Rabassa, y el sirviente desapareció escaleras arriba. Pasó un rato antes de que un hombre gordo bajara con lentitud hasta el patio central del palacio.
Tenía una panza prominente y los ojos propios de los que beben en exceso. El saludo inicial fue de lo más amistoso.
—Veo que traéis mi encargo —dijo con una sonrisa en sus labios carnosos—. Siempre he dicho que Clara es un hombre de palabra.
—Señor. Soy Jaume Miravall, enviado de Dalmau Ciará y con todas las atribuciones para negociar la entrega de vuestro pedido. —Por un momento pensó que había sonado demasiado formal, pero ese era su estilo en todas las transacciones.
—Bien, aunque ya nos hemos puesto de acuerdo en el precio, cien sueldos por saco y doscientos más por los tejidos que supongo que también habéis traído.
—Los tejidos vendrán en el próximo viaje que hagan las bestias, señor. Pero creo que hay una confusión. Según me informó D’Almau Clarà, el precio es de ciento cincuenta sueldos por saco. El resto es correcto.
—Quizá seáis vos quien se confunde. Yo me puse de acuerdo con Clara teniendo en cuenta que las cosas se han puesto difíciles en la ciudad y que un precio tan elevado haría muy difícil vender la mercancía. Debéis pensar que estas mantas van destinadas a los hospitales de Valencia. ¡Monjas y curas no disponen de tanto dinero!
Jaume aceptó el juego. Aquel caballero quería darle gato por liebre y encima ponía la pobreza de la Iglesia como excusa. Por supuesto que no le creía, pero tampoco se lo podía decir abiertamente.
El tira y afloja que tuvo lugar a continuación no agradó a Jaume. Pensaba que una cosa era negociar el precio y otra muy diferente aquella discusión de taberna que no sabía cómo parar. El mercader decidió entonces que solo le quedaba una estrategia. Ordenó que se volvieran a subir todos los sacos a los carros dando por frustrada la transacción. Vicent Rabassa reaccionó deprisa.
—Por lo que veo, es muy difícil negociar tranquilo con un mercader. Enseguida adoptáis posturas extremas —refunfuñó—. Os daré ciento treinta sueldos por saco, y de ahí no me moveré.
—Sea —cedió Jaume, consciente de que buscar otro comprador en aquella ciudad desconocida no resultaría nada fácil—. Pero tendréis que permitir que me quede algunos sacos, pongamos que tres. Solo si aceptáis esta condición daré la orden de que sigan descargando.
—¿Condición? ¡Nadie pone condiciones en mi casa! Seguro que por el camino habéis vendido esos tres sacos a buen precio. Quizás a Clara le agradaría saberlo.
—Con todo respeto, señor, Dalmau Ciará ha depositado en mí toda su confianza, y se hará lo que yo disponga. Por otro lado, si sirve de algo, os diré que esos sacos no serán destinados a la venta.
—¡Peor me lo ponéis! Quiere decir que perderé clientes por vuestra caridad. ¡Ahora lo entiendo! ¡Vais de buen samaritano!
Jaume no estaba dispuesto a escuchar más tiempo tanta cháchara. Se volvió ante la mirada atónita del capitán, pero Rabassa no le dejó dar ni un paso.
—Si os doy el visto bueno, no podréis cobrar hasta mañana. No os esperaba tan pronto.
—Habéis dicho que Ciará es un hombre de palabra. Me agradaría que vos también respondieseis como un caballero.
—No tengáis la mínima duda al respecto.
Los dos hombres se dieron la mano y Jaume notó que la de su cliente era suave y blanda, sin la firmeza que se podía esperar de un cuerpo tan voluminoso. Acto seguido, pidió prestado un carruaje pequeño que había en el patio y escogió él mismo los tres sacos destinados a los refugiados del convento de la Trinidad. Después de engancharle un caballo marrón bastante desganado, emprendió el viaje de vuelta al otro lado del Turia.
Apenas llegado al convento se encontró con una sorpresa.
—¿Preguntáis por el hombre que venía con vos? ¿El herrero? —dijo la priora, sorprendida, como si la respuesta debiera ser de dominio público—. Pues no está. Se marchó para ver si se podía salvar alguna cosa de la casa de Elena.
—Pero… le dije que me esperara, que volvería por él.
—¿Y qué quiere que haga? ¡Ya tengo bastante con la cantidad de gente que aún me pide cobijo!
Era muy cierto. Jaume no entró en el convento, pero daba la impresión de que algunos se quedaban fuera porque dentro no cabía más gente. Un grupo de hombres trajinaba con tablones que la corriente había arrastrado; quizá montaban una cabaña. El mercader adivinó la procedencia de los clavos y martillos que usaban. Bernat sabía ser generoso cuando la necesidad apretaba.
—Disculpe mi torpeza, madre priora. Quizás os alegrará saber que estos sacos contienen mantas y algunos tejidos. Son para uso del convento y espero que os sean útiles.
—¿Queréis decir que se trata de una donación?
Él sonrió al oír aquella manera de expresarlo. ¡Una donación! No se le había ocurrido, pero quizá lo era. Tal como había escuchado de otros mercaderes ricos, Jaume Miravall haría una donación, y esperaba que no fuera la última.
—Podéis llamarlo así, madre priora, pero debo pediros algo a cambio. ¿Me diréis dónde vive la mujer a la que ha ido a ayudar mi amigo?
—Claro que sí —dijo la monja sin dejar de mirar los sacos—, pero, tal como han quedado los caminos, necesitaréis la ayuda de Dios para encontrarla.
—Confío en que se me otorgará.
—No seáis arrogante. Dios tiene mejores cosas que hacer en esta ciudad…
Viendo que aquello se estaba convirtiendo en una negociación similar a la que había tenido lugar con Vicent Rabassa, Jaume pensó que si la priora le indicaba la dirección ya sería un triunfo.
Pero la monja hizo más que eso. Pidió a uno de los refugiados del convento que lo acompañara mientras los hombres ilesos transportaban la donación de Jaume Miravall al convento.