No habría logrado señalar el trayecto que lo había llevado hasta aquel lugar. Nunca había entrado en la llamada Taberna de las Viudas, en la calle Ample. Después de un sonoro vómito, Jaume Miravall yacía sobre una mesa empapada de vino y llena de moscas. La cabeza le daba vueltas, pero Mateu estaba a su lado. Entonces recordó vagamente que se lo había encontrado por el camino. Había sido él quien lo había invitado a beber. Jaume habría hecho cualquier cosa para olvidar a Blanca, su aroma a jazmín, la dulzura de sus labios…
Ahora procuraba incorporarse sin demasiado éxito. Necesitó la ayuda del panadero y de un parroquiano para llegar hasta la puerta de aquel tugurio. Después, en zigzag, trató de avanzar en dirección a su casa. Las campanas del convento de la Mercé llamando al Angelus lo hicieron detenerse y taparse los oídos; le atronaban en medio del cerebro. Cuando enmudecieron, se concentró en dar un paso tras otro. Entonces se dio cuenta: ¡la bolsa que llevaba colgada del cinturón había desaparecido! Por un momento el mundo se le cayó encima. ¿Dónde estaban los pergaminos que Dalmau Clara le había entregado hacía unas horas, con los permisos y los contactos? ¿Y el dinero?
—¡Me han robado, me han robado! —gritó con sus escasas fuerzas.
Como un loco, volvió a la taberna, donde Mateu Rovira seguía bebiendo entre carcajadas. Fue directo hacia él y los dos rodaron por el suelo.
—¡Dame mi bolsa, malparido! —le espetó una vez y otra ante el desconcierto de los presentes.
Por efecto del vino, de cada tres golpes acertaba uno. Poco después bufaba, extenuado. Mateu no paraba de reír, hecho que ponía a Jaume cada vez más nervioso. Dos hombretones los llevaron hasta la calle y les lanzaron un cubo de agua encima. Jaume Miravall, aturdido pero con la fuerza del enojo, sacudió al panadero hasta que con un empujón lo hizo caer redondo. Un hilo de sangre le bajaba por la comisura de los labios. La gente se arremolinó a su alrededor, ambos convertidos en el centro de atención.
—¡Dejadme pasar! ¡Dejadme pasar! —se oyó una voz por encima de las demás.
—¡Bernat, amigo mío! —Jaume se le echó al cuello y repitió—: ¡Lo mataré! ¡Lo mataré!
—Lo matamos mañana si quieres, pero ahora vamos a casa.
—¿A casa? ¡No quiero ir a casa, este panadero de tres al cuarto me ha robado la bolsa, Bernat! ¿Dónde la tienes? ¡Dime dónde la has escondido si no quieres que te mate, ladrón, más que ladrón! —siguió gritando y señalando al hombre que apenas se movía.
—¡Tranquilízate, Jaume! ¿De qué bolsa hablas? —preguntó el herrero.
—¿De qué bolsa quieres que hable? De la mía. Llevaba…
—¡Calla! ¡Ya sé qué llevabas! ¿No te acuerdas? Pasaste por el obrador para dejarla, estabas trastornado. Te dije que me reuniría contigo en la taberna para celebrarlo cuando concluyera el encargo que tenía entre manos.
Poco a poco, las palabras de Bernat fueron devolviendo la cordura a la mente del mercader.
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho? Lo siento… —dijo, y se apresuró a ayudar a incorporarse al pobre Mateu.
Entre los dos lo llevaron a casa de Bernat para reanimarlo. Después de aceptar las disculpas, el panadero se marchó por su propio pie, pero tras dar unos pasos se volvió para mirar a Jaume con actitud entre provocadora y burlesca y exclamó:
—No se puede decir que tengas mal gusto, mercader. ¡Eres un buen cabrón!
Entonces sí se fue, soltando una sonora carcajada.
Los dos amigos se miraron sin entender nada.
—¿Qué ha querido decir, Bernat?
—¡Eso quisiera saber yo! ¿Qué le has dicho? No le habrás contado…
El mercader palideció y se dejó caer sobre el jergón que ocupaba casi toda la estancia. Se cogió la cabeza con las manos y se encogió hasta ocupar el menor espacio posible.
—No lo sé. No recuerdo nada.
—En todo caso, ya no tiene remedio. Quizá cuando se le pase la borrachera tampoco él sea capaz de recordarlo. Lávate un poco y vete a casa. Elvira debe de estar intranquila. Se ha hecho muy tarde y quizá ya se ha corrido la voz. Mateu y tú sois vecinos, ¿no?
—Vive con su madre en la casa de enfrente. Pero si no recordara nada, tal como dices, ¿a qué ha venido su comentario? Creo que la borrachera ya se le había pasado.
Bernat no encontró ninguna respuesta que tranquilizara a su amigo e intentó quitarle importancia.
—No te preocupes, hombre, ¡todo irá bien! Por lo que veo, tenemos mucho que celebrar, ¿eh? —añadió el herrero, guiñándole un ojo y blandiendo la bolsa de Jaume.
Los dos hombres se despidieron hasta el día siguiente a primera hora. Un largo abrazo precedió la partida del mercader.
Jaume rumiaba cómo le explicaría todo a Elvira. De la pelea quizá ya tenía noticias, pero eso no le preocupaba demasiado. De todas maneras, su estado lo delataba. ¿Cómo justificaría el encargo de Dalmau Ciará? Si su mujer ataba cabos, pronto llegaría a Blanca. No quería menospreciarla, era lista y la quería. Tal vez debería contarle la verdad; ya había sufrido bastante y, en el fondo, se sentía culpable. Antes de llegar a la puerta de su casa, la vio en la ventana, quién sabe cuánto tiempo llevaba oteando la calle.
—¿Estás bien? —le preguntó ella antes de que entrara.
Él asintió con la cabeza.
La acogida de los niños rompió el hielo. Narcís gateaba y no daba demasiada guerra. Era tranquilo y se entretenía con cualquier cosa. En cambio, Abelard ya quería caminar y se subía a todo lo que podía; señalaba aquí y allá como pidiendo explicaciones sobre los elementos de un mundo desconocido. A veces dialogaban a su manera y era divertido verlos. Margarida les cantaba canciones y les contaba historias infantiles, tal como había hecho en otro tiempo con sus hermanas pequeñas. Tenía práctica.
Aquella tarde, Jaume no volvió a la playa. Le dolía todo el cuerpo y tenía el estómago revuelto. Elvira lo acompañó en silencio mientras hacía números, sin molestarlo con ninguna clase de pregunta.
Aquella noche el mercader hizo el amor con su mujer, que era joven y se entregaba por completo. Pero él no pudo sacarse de la cabeza a Blanca, su beso casi furtivo, sus ojos que cambiaban de color según la luz del día.
—¿Pasa algo que yo deba saber, Jaume? —preguntó Elvira mientras le recorría el perfil de la cara.
—Nada que tenga que preocuparte, mi amor. Me han hecho un encargo y tengo que partir hacia Valencia. Hemos tenido un golpe de suerte, Elvira. Ya lo verás, todo irá bien. Ahora, descansa.
Durmieron abrazados, pero a pesar de la íntima cercanía sus pensamientos no se encontraron en toda la noche.
Blanca de Ciará regresó a su palacete con la dignidad de una princesa y el corazón hecho añicos. Se excusó en que estaba demasiado cansada con los preparativos de la boda y no bajó a comer con la familia. Su esclava personal le llevó una bandeja de fruta al cuarto. No las probó.
Ojalá pudiese borrar de su mente a aquel mercader que solo le traía quebraderos de cabeza, pero no lo conseguía. Trataba de ocupar el tiempo con banalidades que siempre la dejaban insatisfecha. Le habían recetado unas hierbas para dormir, decían que iban bien para los nervios. ¿Qué sabrían los médicos de su enfermedad? ¿Acaso existía un remedio para borrar la huella de la mirada de su hijo cuando lo había tenido en brazos? Este era su temor al apoyar la cabeza en la almohada. Cerraba los ojos y veía el rostro del bebé al que ahora llamaban Abelard y al que nunca más podría acunar.
¡Tendré otro!, se decía cuando la añoranza la embargaba, cuando aquel olor a criatura le anegaba el olfato y la dejaba desprotegida. Escrutaba las facciones de su futuro esposo cada vez que lo veía. Procuraba encontrarle alguna similitud con el hombre que amaba, pero pronto el espejismo se hacía añicos.
Gonçal era demasiado estirado, tenía manos pequeñas, labios finos y llevaba el pelo repeinado. El mar no era para él un camino de descubrimiento, sino un espacio que conquistar, una batalla que librar.
—Es un buen partido, un almirante de la flota del rey, educado y de buena familia —aseguraba su padre, y poco después añadía—: Con que solo pongas un poco de tu parte, acabarás queriéndolo.
—Sí, tienes razón.
Blanca sabía que su unión era lo que más convenía a la familia, pero no encontraba manera de engañar su corazón. Este seguía palpitando por un mercader de ojos negros y labios carnosos.