Barcelona, 29 de diciembre de 1320
El invierno invitaba a quedarse encerrado en casa, a tapar cualquier entrada de aire para que la atmósfera gélida de aquella Navidad no invadiera el hogar. A pesar de eso y de que también el estado de Elvira seguía preocupándolo, Jaume hizo de tripas corazón y fue a buscar los zapatos de piel que había dejado cerca del jergón. Estaban fríos y rígidos, pero siempre era mejor que el suelo congelado de primera hora de la mañana.
Con mucho gusto se habría quedado junto al cuerpo cálido e inquieto de Elvira, pero había dos poderosas razones para ponerse manos a la obra muy temprano. Por un lado, tanto su familia como los hombres que le habían ayudado a acarrear las compras de Massip no tendrían una buena entrada de año si no conseguía vender la parte que les había correspondido. Por otro lado, Jaume había pasado casi toda la noche despierto, atento a cualquier ruido. Sabía que aquella clase de información corría fácilmente por la ciudad y la casa de la calle Vigatans podía ser cualquier cosa menos segura, sobre todo si se despertaba la codicia de algunos ladronzuelos de Barcelona. Cogió la espada corta que siempre llevaba y que aquella noche había dejado al alcance de la mano. Después cruzó la calle hasta el obrador de Mateu. El panadero lo recibió de buen humor.
—¡Buenos días, Jaume! ¿Qué se te ofrece? ¿Quieres un poco de pan blanco? No siempre tengo, pero ayer los Mitjavila me dieron un saquito de trigo y he podido ahorrar un poco.
—Gracias, vecino. A Elvira quizá le haga ilusión. Lleva unos días muy preocupada y el embarazo no va demasiado bien —respondió el mercader mientras aspiraba aquel olor vivificante.
—Pero, chaval, deja que te lo diga, al menos porque tengo unos cuantos años más que tú. Eso que le has hecho de presentarte en casa con un bebé, en su estado…
—Te dejo decir lo que quieras, pero no me agrada que se metan en mi vida, Mateu. Ya lo sabes.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo sé y lo respeto, pero también pienso que es una tontería. En fin…
Jaume no respondió. Acostumbrado a aquellas salidas de tono del panadero, procuraba mantenerlo a raya. Aun así, no le agradó comenzar de ese modo la conversación cuando, al fin y al cabo, su objetivo era pedirle el mismo favor que otras veces. Decidió no esperar más y plantear la cuestión.
—Mateu, necesito tu carro. Solo por unas horas, hasta mediodía.
—Uy, hoy el carro está difícil, amigo —respondió el panadero, haciéndose de rogar—. He de salir a hacer el reparto y tengo unos cuantos encargos que no pueden esperar.
—Sé que te causo un contratiempo, pero puedo ofrecerte algunos de mis ayudantes. Ellos te harán la faena. Mateu, escúchame, tengo un buen material para vender, pero no podré hacerlo si no consigo transportarlo.
—¡Me ofreces a tus mendigos! ¿Quieres que mis clientes dejen de comprarme pan? En algunas casas a las que tienen que ir, solo de verlos llamarían a los guardias.
—Exageras. Te daré los mejores. Yo me las arreglo con dos o tres jóvenes que cuiden de la mercancía mientras hago las ventas. Además, esta vez será diferente. Si consigo vender todo lo que obtuvimos del barco genovés, me compraré un carro más nuevo, y si quieres lo compartiremos.
Mateu se quedó mirándolo con aquella cara de desconfiar de todo que tanto disgustaba a Jaume. Debía de saber que Francesc Massip había cumplido su parte del trato y seguro que había olido las especias que guardaba en casa. Al panadero no se le escapaban aquellas cosas y la ciudad era como un libro abierto.
Finalmente aceptó.
Jaume reunió a sus hombres y se apresuró en cargar los tres sacos en el carro, uno con azúcar y otro más pequeño con pimienta, aunque no parecía de muy buena calidad. El tercero eran paños genoveses que podría vender a buen precio. Massip no tardaría en distribuir su género en el mercado, así que si no se daba prisa, los criados de las casas principales ya habrían hecho la compra de fin de año.
—¿Y aquel pan que me ofrecías? —preguntó antes de marcharse.
—No se te pasa nada por alto, ¿eh?
Jaume sonrió y, con un par de hombres de los que más imponían detrás y otro tirando del carro, bajó por la calle Argenteria. Se alegraba de haber separado unas cuantas telas de colores por si Elvira quería confeccionar algún sombrero. Era muy buena en eso, aunque el embarazo parecía haber vencido también aquella ilusión que había viajado con ellos desde Reus.
Siempre que iba por la calle Monteada tenía la sensación de que aquel y no otro era el lugar que les pertenecía. Cruzaba el barrio de la Ribera en perpendicular hasta la plaza del Born y ya se encontraba en el núcleo central de la Vilanova de la Mar, el espacio al abrigo de la antigua muralla que se había ido poblando desde el siglo XI. Las acequias y los torrentes de aquel trozo de tierra se habían convertido en una parte importante de la ciudad cuando el conde Ramón Berenguer otorgó terrenos a algunos prohombres, entre ellos Guillem Ramón de Monteada.
Eso, al menos, era lo que explicaban los viejos, y a Jaume le agradaba escuchar. En los últimos años la calle Monteada siempre estaba llena de actividad. Los Mitjavila, los Cervello y los Savall, entre otros, construían allí sus residencias, y otras familias ya se habían instalado después de reformar antiguos caserones.
Jaume dejó de lado aquellos pensamientos. Aún debería trabajar mucho si su aspiración era llevar a su familia hasta aquella calle. Llamó a las primeras puertas y, gracias a que ofrecía los productos a un precio muy por debajo del normal, hizo las primeras ventas. No le quedaría demasiado después de repartir entre sus hombres y de comprar el carro prometido, una idea que le rondaba la cabeza desde hacía días. Pero habría bastante para pasar un fin de año sin sobresaltos y para que el pequeño Abelard tuviera una buena nodriza.
Pasó de largo por la casa de los Clara. El padre de Blanca, Dalmau Clara, le había comunicado inequívocamente sus condiciones. Lo ayudaría si se hacía cargo del niño y se olvidaba de su hija, y sería él quien marcara los tiempos, él lo llamaría cuando tuviera alguna cosa que ofrecerle. Este era el trato y Jaume estaba dispuesto a respetarlo.
Se detuvo delante del caserón de los Cervello. Su criado siempre lo había tratado bien e incluso el propio Gonçal Cervello lo saludaba amablemente cuando hacía algún negocio dentro de sus muros. Contempló la fachada con admiración; le agradaba la galería porticada superior que coronaba los dos pisos. Cuando llamó a la puerta, el viejo criado los hizo pasar con carro y todo al patio central, donde solían atender a los comerciantes que abastecían la casa.
Jaume Miravall detuvo el paso y, sin poder evitarlo, cerró los ojos. Una intensa fragancia a jazmín lo trastornó. Sintió cómo se le erizaba la piel y se le disparaban los latidos del corazón. Aquel era el perfume que desprendía Blanca por todos sus poros. El aroma de una flor venida de lejos, frágil a la vista pero subyugante.
—¡Hola, Jaume! —saludó el criado, afable, vigilando de reojo los movimientos de los ayudantes del mercader—. ¿Nos traes algo especial hoy?
—Eso creo, señor. Aún tengo unas cuantas medidas de pimienta venidas directamente de Alejandría en un barco genovés. Su estado es excelente. —Haciendo un esfuerzo por desligarse del embrujo que le provocaba aquella fragancia, remarcó el lugar de procedencia, un nombre que formaba parte de sus sueños cuando pensaba en sus futuros viajes.
—Debe de ser pimienta blanca, pues. Bien, te compraré la que traigas. A la señora de la casa le agrada mucho la pimienta con la carne, y supongo que prepararemos una gran cantidad. Estos días tendremos invitados.
—Gracias. Os he reservado la que me parecía más fresca. También tengo algunas telas que harían feliz a una reina. Quizá la señora estaría interesada.
El criado se quedó pensativo un momento. Con un gesto de la mano le indicó que esperara y subió por la escalera al primer piso. Gonçal Cervello no tardó en presentarse; llevaba un libro en las manos.
—Dice mi criado que traes telas genovesas, mercader. Quizás irían bien para un regalo que quiero hacer a mi esposa. —Cervello se plantó delante del carro sin más preámbulos, no parecía demasiado amigo de los circunloquios.
—Nada me haría más feliz que complaceros —dijo Jaume mientras iba escogiendo las telas más enteras, sin quitar ojo al libro del caballero.
El noble se mostró satisfecho con la mercancía y ordenó a su criado que pagara por ella lo que Jaume considerara justo. Su disposición y confianza animaron al mercader.
—¿Me permitís que os haga una pregunta?
—Claro que sí, siempre que esté en mi mano responderla.
—Perdonad mi curiosidad, pero he visto que habéis interrumpido la lectura por mi causa, y os agradezco mucho la deferencia. Me agradaría ver el libro que traéis, si no es molestia.
—¿Te interesan los libros, mercader?
—He oído decir que un hombre con mis aspiraciones debe ser también un hombre instruido.
—Pues habéis oído bien. Por lo que sé, no es posible hacer fortuna en este mundo sin tener un amplio conocimiento del saber que atesoran los libros. Este es un Salterio —dijo tendiéndoselo—, pero también tengo otros que te podrían interesar, como una Biblia y un Libro de Horas.
—¿Cuánto puede costar un libro como este? —preguntó Jaume mientras pasaba las hojas con delicadeza, evitando tocar las iluminaciones que las decoraban.
—Quizás unos treinta sueldos, no demasiado si tenemos en cuenta la sabiduría que contiene.
—Con treinta sueldos mi familia puede vivir un mes. Es una cantidad importante para mí.
—Siento que no puedas permitírtelo, pero hay libros más baratos. Puedo darte la dirección del judío que me los proporciona. Por lo que sé, también dispone de libros de cuentas, que supongo irían bien para tu negocio.
Jaume estaba a punto de responder que, sin duda, sería así cuando llamaron a la puerta del patio. El criado se apresuró a abrirla y entró uno de los hombres de Jaume con el rostro desencajado. El mercader devolvió el libro al señor de la casa y se apresuró hacia el recién llegado.
—¿Qué pasa, Felip? ¿A qué vienen estas prisas?
—Es… ¡es Elvira! —dijo el hombre, nervioso y tartamudeando.
—¿Cómo que Elvira? ¿Qué quieres decir?
—Me han ordenado que venga corriendo a avisarle. No sé nada más. Yo…
—¿Me permitís que deje el carro bajo vuestro techo, señoría? Algo le ha pasado a mi esposa.
—Claro que sí. Aquí lo encontrarás cuando vuelvas.
En cuanto dio las gracias, Jaume corrió calle Monteada arriba. Por el camino se encomendó a Dios Nuestro Señor. Tanta era su inquietud que no se percató de que sus hombres lo seguían de cerca.
Los gritos de auxilio que lanzaba Margarida desde la ventana se confundieron con el alboroto de la batalla campal que se libraba justo debajo de la casa. Poco después, advirtiendo la desesperación de la mujer, los que reñían comprendieron que algo pasaba en casa de Jaume Miravall. Se hizo un relativo silencio y la voz rota de la cuñada del mercader sonó más clara. Los sollozos que la acompañaban se concentraron en un solo propósito: elevarse por encima de todos y de todo, hacerse oír como fuera.
—¡Por el amor de Dios, que venga la comadrona!
Al ver que un muchacho salía corriendo hacia la casa de la mujer, Margarida volvió a la estancia donde su hermana se deshacía en gemidos.
—La comadrona ya está en camino, no te preocupes. Todo irá bien…
Se lo repetía una y otra vez con los ojos clavados en aquella mezcla de agua y sangre. El líquido manaba entre las piernas abiertas de Elvira e iba empapando el jergón. Por primera vez el llanto de Abelard no concitaba toda la atención de Margarida. La mujer corría a la ventana, echaba un vistazo y volvía al cuarto. Secaba el sudor de la frente de su hermana, miraba el agua que hervía en los peroles en el fuego, y se asomaba de nuevo a la calle a la espera del auxilio requerido. Besaba con ansiedad un escapulario de la Virgen de la Misericordia, patrona de la ciudad, que siempre llevaba colgado del cuello.
—Aguanta, Elvira, aguanta. ¡Ya no puede tardar! —decía, con más esperanza que convicción.
Pero la mujer del mercader, agarrada a las correas de aquel colchón de lana que habían transportado desde Reus, resoplaba sin pausa.
Alguien subía las escaleras a toda prisa. Margarida se extrañó de que la comadrona fuera tan ligera y se asomó al rellano.
—¡Jaume!
—¿Qué ha pasado? —preguntó él sin detenerse—. ¿Dónde está la…?
—La comadrona está de camino —respondió Margarida, ansiosa—. Todo fue de improviso, nada hacía pensar… ¡Aún no estaba de ocho faltas!
Pero su cuñado no la oía. Cruzó la estancia y, al ver el estado de Elvira, flaqueó y se apoyó en la pared con el semblante desencajado, incapaz de llegar hasta la cabecera.
—¡Aquí solo molesta, apártese!
La voz de la comadrona, que venía acompañada por una mujer más joven, fue seguida por un empujón que lo hizo tambalearse. Después, todo fueron entradas y salidas, gritos pidiendo agua, toallas y más velas para iluminar el cuarto. Jaume se quedó a un lado con Abelard en brazos, intentando que dejara de llorar, sin éxito. Los lamentos y los ahogos de Elvira se mezclaban con las órdenes apremiantes de aquellas mujeres. Margarida rezaba mientras preparaba una mezcla de hisopo, raíz de lirio, orégano y hierba gatera. Después la envolvió con lana, tal como le habían ordenado. La comadrona aseguraba que, depositada en la vagina, ayudaba a mitigar los dolores del parto.
Abelard seguía llorando sin consuelo, ajeno a todo lo que sucedía en aquella casa de la calle Vigatans.
—¡Jaume, Jaume! —Mateu gritaba desde la ventana frontal.
El mercader vio que le tendía un pequeño envoltorio atado a un bastón. Recorrió los pocos metros que los separaban y lo miró, extrañado.
—¡Es para tu mujer, cógelo! —Mateu se dio cuenta de que el otro desconfiaba e insistió en tono más calmado—. Mi madre ha ayudado a traer a muchos niños a este maldito mundo, y esto —añadió señalando el envoltorio— siempre le ha resultado útil. Me ha dicho que se lo pongas sobre el vientre.
Unas raíces de albahaca endulzaron el ambiente, enrarecido por la sangre y la humedad. Jaume se las dio a su cuñada con las instrucciones pertinentes y la mujer desapareció de nuevo detrás de la cortina.
—Hazlo callar, por favor. ¡No lo soporto más, que se calle! ¡Quiero que se calle! ¡Que se calle de una vez! —gritó Elvira ante el pertinaz llanto de Abelard.
Margarida cogió la bolsita de tela que contenía el azúcar y la acercó a la boca del pequeño. Después, mientras se apartaba el cabello pegado al rostro por el sudor, le pidió a Jaume que se llevara al niño.
El mercader dudó. Finalmente, ante los gritos de su mujer y la impotencia de no lograr tranquilizar al pequeño, se dirigió hacia la escalera. No había bajado tres escalones cuando un agudo chillido lo paralizó. Volvió sobre sus pasos y Margarida se le arrojó al cuello con un ataque de histeria. Detrás de la cortina se hizo un breve silencio.
—¡Está muerto! ¡Está muerto! —repetía, trastornada, su cuñada.
Jaume descorrió la cortina con gesto enérgico, sin dudarlo ni un momento. La palidez de Elvira era extrema, pero jadeaba. Sobre su pecho yacía un infante esmirriado y violáceo.
—¡Hijo! —fue lo único que logró articular el mercader.
Después alternaron los baños de agua fría y caliente para intentar devolverlo a la vida, golpes en las nalgas cabeza abajo y muchas cosas más que solo se atrevían a mirar de reojo. Nada funcionó, ni siquiera los granos de pimienta que las comadronas empuñaban mientras recitaban una oración y a los cuales atribuían propiedades milagrosas. Al mercader le flaquearon las piernas por el intenso hedor de sangre y por aquellas mujeres arremangadas teñidas de rojo… Su cuerpo se aflojó y Abelard, al que aún sostenía en brazos, cayó sobre una palangana donde habían dejado el cordón umbilical de su hijo. Entonces tuvo lugar el milagro. Ante la incredulidad de todos, aquel niño al que Elvira hacía lo imposible por ignorar fue el artífice. Al fuerte ruido que provocó el impacto se añadió el chillido aterrador del bebé. Cuando Margarida, con el espanto pintado en el rostro, corrió a recoger a la criatura, un llanto más débil se oyó en el hogar de los Miravall. Era Narcís, quien por fin se aferraba a la vida.
Uno tras otro se hicieron la señal de la cruz sobre el pecho.