Barcelona, 28 de diciembre de 1320
Solo habían pasado tres días desde la noche de Navidad, pero la ciudad ya recuperaba su ritmo normal. El ruido de las calles volvía a hacerse presente desde muy temprano e invadía las casas de forma insoslayable. A pesar de que el invierno estaba siendo duro y especialmente lluvioso, la mayoría de los habitantes del barrio no podía permitirse demasiadas celebraciones. Jaume Miravall, tampoco.
Se levantó con cuidado para no molestar el sueño de Elvira. Su estado le preocupaba desde hacía días. El embarazo estaba siendo complicado y los dos desconfiaban de las comadronas que la habían atendido hasta entonces. Por otro lado, él no había dormido demasiado, ocupado en pensar la manera de hacer más dinero con las actividades que llevaba a cabo desde hacía meses.
Al abrir la cortina que comunicaba con el resto de la casa, Jaume vio que su cuñada dormía acunando a Abelard. Lo merecía después de pasar casi toda la noche en vela y le estaba agradecido por hacerse cargo del bebé, sobre todo después de que Elvira tuviera aquella reacción de rechazo que la hacía ignorarlo la mayor parte del tiempo. No obstante, consideraba a Margarida una intrusa en la aventura que los había llevado desde Reus hasta el corazón de Barcelona.
Quizá no había sido buena idea traerlo a casa, pero tampoco había tenido opción. Ahora había que trabajar duro, esperar que con el nacimiento de su propio hijo Elvira se calmara y, sobre todo, que dejara de sufrir aquellos dolores que la postraban en la cama.
Al salir a la calle Vigatans se encontró el caos de cada día. Mateu, el panadero de la casa de enfrente, parecía no descansar nunca. Desde muy temprano, la mayor actividad de la calle se concentraba en su tienda. Se detuvo un momento para aspirar aquel palpitante aroma a pan que le devolvía la vida, pero tampoco este regalo le fue otorgado. El tufo mezclado de pescado y ajo lo puso de nuevo en movimiento.
Los niños que vagaban por el barrio y numerosos mendigos se reunían por los alrededores y cualquier discusión acababa en una riña. Jaume sabía que algunos de ellos podían llegar a comportarse de manera muy violenta y los evitaba. Pensó que no querría eso para sus hijos y, de pronto, se sintió abrumado por la magnitud que, casi de un día para otro, había adquirido su familia con aquella incorporación inesperada.
Se escabulló rápidamente para dirigir sus pasos hacia la calle de los Cotoners. No siempre escogía este camino. Desde que se habían instalado en Barcelona tenía por costumbre captar el pulso de la ciudad; la yuxtaposición de voces, olores y colores a menudo formaban parte de sus conversaciones con Elvira, quien, mucho más encerrada en el ámbito doméstico, recibía sus opiniones con asombro.
Jaume disfrutaba del bullicio de la calle Argenteria durante las primeras horas y de la vida algo diferente que se respiraba en la calle Monteada, menos volcada al exterior, más privada. En ella, algunos nobles y comerciantes se construían casas que más merecían ser denominadas palacios; a veces se quedaba embelesado delante de la pericia de los maestros de obra o la elegancia de los caballos que salían de algún patio. Pero lo que de verdad le fascinaba era aquel silencio que salía de algunas casas principales y te envolvía, como si fuera una invitación o, quizás, un reproche.
Se había propuesto no perder demasiado tiempo atravesando el barrio de la Ribera. Quería llegar lo antes posible a la playa y ver si encontraba a los mendigos que lo ayudaban en sus búsquedas. Le habían comunicado la llegada de un barco cargado de paños y especias procedente de Génova y esperaba conseguir una cantidad suficiente para venderla después a sus principales clientes.
No le había resultado fácil conseguir compradores fieles, como no lo era disponer de mercancías que pudieran interesarles. Dos años atrás, durante su primera visita a la playa, había comprendido las dificultades que comportaba empezar de la nada. Había tenido que enfrentarse con la hostilidad de los demás mercaderes y con el miedo y las dudas mezclados con menosprecio de los criados que servían de intermediarios con las casas principales. Pero, poco a poco, fijando porcentajes mínimos que también permitieran ganar algo a los sirvientes, había salido adelante. Se decía que en ello había influido bastante su apariencia pulcra y sin llagas, la educación y el respeto que mostraba.
Al fin y al cabo, su actividad era una de las que más baja consideración merecían en la ciudad. Jaume recogía los sobrantes que los grandes mercaderes dejaban abandonados o regalaban a cambio de un poco de ayuda. Ya había gente que se dedicaba a recuperar el polvo de las especias que se perdía durante las transacciones, o las prendas defectuosas o desgarradas que los ricos desechaban. Él se había limitado a escoger a unos cuantos mendigos con ganas de trabajar y les pagaba lo suficiente para que la faena les compensara. El trato debía de satisfacerlos, dada la fidelidad que le demostraban. Además, la irrupción de Jaume en el negocio había hecho menguar la desconfianza de todos los implicados.
Aquella actividad, que al principio reportaba ganancias muy bajas, le dio la oportunidad de conocer a gente dispuesta a pagarle menos de lo que la mercancía costaba en el mercado. Así había conocido a Blanca de Clarà, pero aún no sabía que esta relación le traería más problemas que beneficios.
Apenas llegado a la playa, Jaume Miravall contempló el mar en calma y respiró su olor salobre. Luego, con algunos de sus hombres, montó en la vieja barca que había comprado hacía unos meses. Su prestigio iba creciendo y pensaba que había llegado el momento de hacer tratos más provechosos. Esta vez daría una alegría a su grupo de mendigos, que ya comenzaban a convertirse en una pequeña institución. No podía darse el lujo de que algún mercader más experimentado le estropeara el negocio.
El barco genovés había fondeado la noche anterior en la cadena de bancos de arena conocida como las Tasques. La ausencia de puerto en la ciudad así lo determinaba. Aquella lengua arenosa ligeramente elevada era el lugar de atraque de las naves que llegaban a Barcelona. El mercader no perdería la oportunidad de estar presente.
La celebración de Navidad fue un verdadero infierno en casa de los Miravall, como también los días siguientes. La primera nodriza contratada por Margarida se marchó maldiciendo y escupiendo al suelo. El bebé no quiso aferrarse al pecho de aquella mujerona de pelo grasoso, quizá porque el olor a leche agria había impregnado la estancia ya antes de ofrecerle a Abelard aquella enorme mama goteante.
—¿Qué se ha creído este mocoso esmirriado? ¡He criado a muchos gorriones como tú! ¡Cógete, malparido!
Presa de la ira, lo repetía una y otra vez mientras el bebé seguía llorando y negándose a hacer aquello que se le imponía por la fuerza. Pero no fue hasta que Margarida le mostró un barreño con agua y un paño de lino, sugiriéndole que se limpiara, que la nodriza desató toda su cólera.
—Pero ¿qué os habéis creído, vosotros? ¡Por dos sueldos que me dais! ¿Acaso esperabais que fuera una dama de la corte quien os amamantara a este mierdoso?
Tampoco tuvieron más suerte con Simona, una muchacha escuálida que apenas podía criar a su hijo, y a la que acabaron alimentando por la pena que les daba.
El llanto del pequeño, a quien el mercader, sin más explicaciones, al día siguiente de llevarlo a su casa había llamado Abelard, se hacía eterno. Así las cosas, los primeros días fueron de una gran inquietud para las dos hermanas. Jaume se marchaba como siempre muy temprano y volvía cuando se ponía el sol, a veces sin ninguna buena noticia que contar. Al tercer día, los berridos inacabables comenzaron a clavarse de manera permanente en el cerebro de los Miravall.
Margarida se afanaba por encontrar algún remedio a la situación. Tanto hacía un hatillo con azúcar para que Abelard lo chupara, como iba en busca de manzanilla para prepararle una infusión con agua calentita. Una vez filtrada, le dejaba caer un chorrito en la boca, pero el bebé lo escupía sin tragar ni una gota. En un momento de desesperación, incluso le puso la ropa al revés, tal como le había aconsejado la madre de su vecino panadero. Quizás alguien le había echado un maleficio y más valía asegurarse. Pero, a pesar de todos los intentos, Abelard seguía llorando y perdiendo peso a ojos vista.
La presencia en las Tasques de Francesc Massip, uno de los mercaderes más poderosos de la ciudad, complicó mucho las aspiraciones de Jaume con los genoveses. Ya se había enfrentado a él alguna vez y sabía el menosprecio con que trataba a todo el mundo. Massip era un hombre experimentado, siempre rodeado de secuaces dispuestos a todo. El hecho de que no le agradara regatear, ni con la mercancía propia ni con la ajena, le había otorgado fama de hombre serio y cumplidor, pero por detrás todos decían que era un tacaño y que sus trabajadores lo odiaban. A uno de ellos, el Cojo de Blanes, no le importaba hablar con aquel hombre joven y pulcro al que su amo mandaba expulsar de su vista en cuanto aparecía.
—Hola, Cojo. ¿Qué te cuentas? —A Jaume no le agradaba aquel mote, pero nadie le conocía otro.
—¡Hola, Jaume! No llegas en buen momento. Hoy tiene un humor de mil demonios.
—¿Qué ha pasado? ¿Se le ha muerto alguien?
—¡Ni la madre se le ha muerto! ¡Y ya ves que podría ser, por la edad que debe de tener! —El Cojo miró de soslayo hacia el lugar donde se hacía el negocio y después cogió a Jaume del brazo y lo llevó detrás de un grupo de marineros—. Esta mañana se ha cabreado mucho. El año pasado guardó muchos litros de vino en los almacenes porque el precio no era alto como para duplicar su coste. Al parecer, ahora por fin lo había vendido a su satisfacción, pero se ha encontrado con los barriles llenos de vinagre.
—Quizá no estaba en el lugar adecuado. O ya lo compró avinagrado, no se debe probar solo las muestras que te ofrece el vendedor —respondió Jaume, distraído con la discusión que parecía dirimirse junto a la galera.
—¿También sabes de vinos, tú? Bien, bien, quizá llegues lejos. Si es así no olvides que yo sería un buen socio; tengo experiencia y ya estoy hasta el gorro de limpiarle los mocos a este sátrapa.
—Lo haré, no te quepa duda. Pero mientras tanto déjame averiguar qué se cuece hoy.
—No conseguirás ni acercarte, pero no será porque yo te lo impida.
El Cojo de Blanes se alejó unos pasos para hablar con unos marineros en un idioma que Jaume desconocía. Ya le había manifestado en otras ocasiones su deseo de trabajar juntos, pero siempre desconfiaba de los hombres que tenían su facilidad de palabra. De momento, no quería más ayudantes que sus mendigos habituales y no le agradaba perder el tiempo con chácharas.
Indicó a sus hombres que se mantuvieran a distancia y él se acercó al grupo negociador, hasta quedar a pocos palmos del mismo Massip. Este levantó la mano y se la puso en el pecho, haciéndolo recular.
—En el precio estamos de acuerdo —dijo el genovés—, pero no sé cómo os llevaréis toda la carga. No tenéis bastantes barcas y nosotros no podemos quedarnos mucho tiempo.
—Ya sé que no queréis pagar ni un sueldo del tributo que impone el Concejo para comerciar en la ciudad —respondió Massip con sorna—, pero debéis esperar a que hagamos los viajes necesarios, de lo contrario no hay trato.
El genovés miró alrededor, como pidiendo la opinión de sus marineros, pero nadie abrió la boca y él pareció dudar. Al final, dijo con firmeza:
—Quizá deberíamos hablar con un comprador más espabilado. Me han dicho que a un tal Josep Trenos también podría interesarle la carga.
Al oír el nombre de su principal competidor, Francesc Massip puso cara de descontento. Jaume entendió que era el momento de intervenir.
—Yo tengo una barca. Es vieja pero aguantará, y mis hombres son tan eficientes como el que más.
—¿Pretendes ayudarme? —respondió el viejo mercader después de mirar despectivamente al grupo de miserables que acompañaban a Jaume—. Escuchad todos… Jaume Miravall, el mercader de los mendigos, nos quiere hacer el trabajo.
—No sé cuál es el problema —respondió Jaume—: Os ayudamos y a cambio nos llevamos una medida de cada saco. Después vendéis la mercancía un poco más cara. No perderéis nada, ya lo hacéis habitualmente.
Los hombres de Massip rieron más fuerte y este se dio la vuelta. Mientras tanto, numerosas barcas se acercaban a las Tasques y el viejo mercader no tuvo dudas de quién se trataba. Era Trenos, quizás el único en la ciudad capaz de estropearle el negocio.
—De acuerdo —dijo mirando a Jaume, furioso—, pero solo obtendréis media medida por saco.
Jaume no vaciló. No sabía cuántos sacos deberían transportar, pero fuera como fuese tendría algo que ofrecer a sus clientes después de días sin aparecer por las principales casas que le compraban. Dio órdenes a sus hombres y se puso en marcha bajo la atenta mirada del Cojo de Blanes, que sonreía sin pudor unos pasos por detrás.