El agotamiento y unas palabras inteligentes pusieron fin a la guerra civil en el valle Hendido: la extenuación de aquéllos que habían empleado sus últimas fuerzas en el combate, y la lengua veloz y persuasiva de Dartimien el Gato.
Los mercenarios errantes que habían constituido la columna vertebral de ambos ejércitos habían desaparecido, y la mayoría no regresaría. Los mercenarios luchaban para obtener una ganancia, y nada había que obtener allí, donde los instigadores del conflicto estaban muertos. Los pocos que podrían haber regresado con la esperanza de saquear, cambiaron de idea en cuanto vislumbraron a un dragón que volaba a lo lejos, sobre Tarmish, y danzaba por entre nubes de tormenta, descendiendo en picado una y otra vez para atacar la destrozada torre.
Ningún mercenario en su sano juicio habría querido tener nada que ver con lo que fuera que estuviera sucediendo allí.
Durante un tiempo, después de que todo quedara tranquilo, Verden Brillo de Hoja siguió patrullando sobre el valle Hendido impulsada por sus enormes alas, fascinada por lo que había encontrado allí. Incluso deseó establecer nueva comunicación con el dios Reorx, que le había hablado con tanta naturalidad cada vez que lo había deseado. Pero, muy propio de un dios, Reorx ya no quería nada más de ella: había servido a un propósito y ya no era necesaria; de modo que la hembra de dragón no volvió a saber nada más de la deidad. Así era como actuaban los dioses.
Una cosa sí retuvo, no obstante, y con el tiempo llegaría a considerarla como un gran premio. Era libre. Por primera vez en su vida, en dos vidas distintas, Verden Brillo de Hoja no estaba ligada por ningún compromiso, no pesaba sobre ella ninguna obligación. Su vida era suya, para hacer con ella lo que deseara, y ni dioses ni criatura alguna tenían el menor derecho sobre ella.
Apenas si quedaba una sombra de verde en la coloración de su cuerpo. Las grandes alas se habían tostado y oscurecido hasta adquirir un envolvente color marrón dorado, que se intensificaba hasta convertirse casi en castaño a lo largo de las ondulantes barbas de las alas y en vivo ocre oscuro en los pliegues situados entre los flexores. El lomo y la cola, las escamas y las crestas, lucían un irisado caleidoscopio de colores —luces en movimiento—, brillantes tonalidades del arco iris que coqueteaban con marrones apagados y rojizos pálidos, entrelazados con destellos metálicos de cobre y oro. La parte inferior del vientre era de un vivo marrón cálido y los ojos, color esmeralda en el pasado, refulgían como las cimas de las montañas bañadas por el sol estival.
¡Libre! Ya no estaba obligada por juramento, compromiso, ni siquiera color, a ninguna moralidad impuesta. Verden Brillo de Hoja era libre para ser lo que prefiriera ser y hacer lo que eligiera hacer. Se preguntó si esto, en sí mismo, no sería un regalo de despedida de Reorx.
Planeó sobre los miserables bastiones destrozados de Tarmish y contempló con despreocupado interés las actividades de las pequeñas criaturas del suelo. Humanos y no exactamente humanos por igual, eran criaturas de razas distintas a la suya. Sin embargo, parecía como si, durante una eternidad, su vida, las vidas que había tenido, hubieran estado ligadas a las de esos seres.
Los había detestado. Los había despreciado. Pero ya no sentía un auténtico rencor hacia ellos, pues se encontraban tan atrapados en sus pequeñas existencias como ella lo había estado en las suyas. Del mismo modo que Verden se había visto ligada a los dioses, ellas —las pequeñas criaturas del suelo— se habían atado por elección o casualidad a líderes y causas, y heredado la aflicción que originaba la esclavitud.
La mayoría de ellos volvería a hacerlo. No conocían otro modo de existir.
No obstante, eran criaturas dotadas de emociones, y podían cambiar. Tal vez un día se dedicaría a averiguar si alguna lo había hecho. Los humanos, algunos, quizá lo harían; pero esos otros de ahí abajo, que se escondían bajo las murallas y se escabullían entre las sombras, Verden dudaba de que lo hicieran alguna vez. Un enano gully sería siempre un enano gully.
Eternamente aghars, se dijo, y había un deje de irónico regocijo en la idea. Los más insignificantes entre los insignificantes, la más despreciada de todas las razas semihumanas de Krynn, los enanos gullys poseían sólo dos cosas en su favor: irreflexión y una obstinada resistencia al cambio que rayaba casi en una fuerza elemental.
«Majaderos», pensó. En algún punto en lo más profundo de su ser se hizo una sagrada promesa a sí misma. Mientras viviera, jamás volvería a tener nada que ver con enanos gullys.
Nadie, ni siquiera un poderoso dragón, la más espléndida de las criaturas, podía competir con tan absoluta ingenuidad.
El agotamiento total había puesto fin al derramamiento de sangre entre las gentes de Gelnia y las de Tarmish, y la confusión y una repentina escasez de mandos impidió que volviera a estallar. Dado que lord Vulpin y Chatara Kral estaban muertos, sus seguidores no sabían qué hacer a continuación.
Era exactamente la clase de situación ideal para Dartimien el Gato, y éste no perdió el tiempo en hacerse cargo de ella. Mientras el sudor bañaba aún las frentes de los guerreros, y sus armas goteaban sangre recién derramada, se puso a pasear entre ellos, señalando lo equivocado de su forma de actuar.
—¡Hombres de Tarmish! —exhortó—. ¡Mirad a vuestro alrededor a los caídos! Vuestros propios compatriotas yacen a vuestros pies, junto con los de los hombres de Gelnia. Pero la sangre que se mezcla ahí, sobre las losas, es toda del mismo color. Vuestros camaradas y vuestros enemigos han unido fuerzas en la muerte. Amigo y enemigo por igual, han desaparecido de vuestro lado para siempre. ¿Quién compartirá con vosotros una jarra de cerveza en una tarde fría? Y ¿quién llenará vuestros graneros? ¿Quién asará vuestra carne, y cocerá el pan, y cuidará de los campos de los que salen tales cosas?
—¡Hombres de Gelnia —prosiguió—, ved a vuestros camaradas ahí caídos, y contemplad quiénes comparten con ellos este definitivo y frío lecho! ¡Pasead la mirada a vuestro alrededor para contemplar lo que queda de la gran Tarmish! Sólo ruina y destrucción. Entre vuestros muertos yacen tarmitianos muertos. Ahora ¿quién pagará el precio de vuestras cosechas? ¿Quién fabricará los arados para vuestros campos y los zapatos para los pies de vuestros hijos? ¿Qué muros os darán cobijo cuando vengan invasores?
Tan hábil fue la persuasión de Dartimien que la mayoría de ellos —gelnianos y tarmitianos por igual— prestaron atención a sus palabras y poco a poco, vacilantes, depusieron las armas.
Pero no todos. Gratt Bolen, un enorme matón callejero de inmensas espaldas y apenas dos dedos de frente, se ofendió ante la interferencia de un extraño, como también hizo Melis Shalee de Gelnia. No existía persuasión capaz de doblegar a gentes como ésas, de modo que Dartimien recurrió a otras habilidades.
De todos modos, ambos desafiadores acabaron por recuperarse, Melis Shalee de una clavícula rota y Gratt Bolen de múltiples heridas de daga; y los dos se convirtieron en capitanes de la Primera Legión del Valle Hendido, pero eso fue más adelante.
Bajo la dirección de Dartimien, los tarmitianos desenterraron a su decrépito Gran Megak de las mazmorras del castillo de Tarmish, y los gelnianos sacaron de su escondite al pequeño príncipe Quarls, y ambos fueron exhibidos con grandes honores antes las puertas de Tarmish, concediéndose a los dos el gobierno compartido del valle Hendido, con Dartimien como regente de la corona.
Los gelnianos regresaron entonces a sus campos de labranza y poblados, y los tarmitianos se dedicaron a la reconstrucción de su ciudad. Fue llegado ese momento que Ala Gris preguntó a Dartimien.
—¿Cuánto tiempo esperas, honradamente, que dure tal armonía en este lugar?
—Tal vez unos cuantos meses —sonrió el Gato—. Pero durante ese tiempo deberíamos obtener algún auténtico progreso.
Dartimien en persona —en el ejercicio de sus nuevas, autoproclamadas potestades— celebró la ceremonia de matrimonio de Ala Gris y Thayla Mesinda, y sólo los que se hallaban ante el altar escucharon su farfullado comentario una vez finalizado el enlace.
—Es todo un desperdicio —dijo—, que una belleza así se contente con un bárbaro irredento cuando podría haberme tenido a mí.
Mientras todo eso tenía lugar, los Clanes Fusionados de Bulp, impasibles e ignorantes de lo que sucedía, llevaban a cabo sus tareas diarias en las catacumbas situadas debajo de Tarmish.
Fallo el Supremo, anteriormente Gran Bulp y ahora Excelso Jefe de Minas y Cosas Parecidas, se había desencantado de la búsqueda de piritas, pues ya eran cuatro las veces que había aparecido enterrado bajo montañas de las relucientes pepitas, sencillamente porque se quedaba dormido en el punto de recogida durante los momentos de mayores hallazgos. La experiencia empezaba a hacer mella en él, de modo que Fallo se mostró muy receptivo cuando Garabato le propuso un nuevo proyecto.
—Los letreros de la roca reluciente ya no ser muy divertidos —se quejó el aghar—. Todos los dibujos de esas otras gentes contar cosas de otras gentes. ¿Por qué no hacer nosotros nuestros propios dibujos raros?
—¿Para qué? —refunfuñó el otro.
—Para decir cosas sobre nosotros —sugirió el aghar—. Altos y «nanos» «toos» hacer dibujos raros, para presen… conmimo… recordar cosas gloriosas que hacer. Aghars deberían hacer eso, también.
—¿Por qué? —se preguntó Fallo en voz alta.
—Para recordar —indicó su interlocutor, forcejeando con el concepto—. Hacer garabatos y así algún día todo mundo saber qué cosas nosotros hacer. Nosotros hacer cosas muy buenas. Estar bien que escribirlas.
—¿Qué clase de cosas muy buenas? —Fallo lo miró con fijeza—. ¿Qué hacer… hecho nosotros?
No muy lejos de allí la dama Lidda se dedicaba a remover estofado y a escuchar.
—No mucho —murmuró la enana.
—Cosas grandes —respondió Garabato—. Como cuando Gran Bulp tener propio dragón personal.
—¿El dragón de Bron? —Fallo frunció el entrecejo—. Y ¿qué? Bron decir a dragón largar, y dragón largar. Gran cosa. Fallo tener dragón una vez. Enorme Dragón Verde. El dragón de Fallo. Quizás incluso dos dragones. ¿Quién saber? Matar Dragón Rojo una vez, además. Fallo hacer eso. Él solo.
—¡Ja! —bufó Lidda.
—Si nosotros hacer dibujos para resé… rigist… recordar, entonces todo mundo saber eso, incluso pasado mañana —prosiguió Garabato.
—¿Todo mundo saber sobre glorioso Fallo el «Surpemo»?
—Legendario Gran Bulp —le aseguró el otro—. Pez gordo. Gran fastidio. Gran Bulp de todos los Grandes Bulps.
—Un auténtico majadero, también —murmuró la dama Lidda, lanzando una cariñosa mirada a su esposo.
—Ser hora que Fallo obtener un poco de reconi… reconici… ¿cuál ser palabra? Precia… notori… respeto —asintió éste—. Eso, ¡respeto! ¡Fallo «pobablemente» mejor Gran Bulp de todos!
—Cierto —dijo Garabato—. Así que nosotros hacer dibujos raros.
—«Xacto» —repuso el aludido, asintiendo con entusiasmo—. ¡Hacer dibujos raros! Umm, ¿dónde hacer dibujos?
—No saber —respondió el otro—. Hacer un monum… edif… un lugar para dibujos, supongo.
—¡De acuerdo! —Fallo se puso en pie e hizo bocina con las manos—. ¡Todos mineros! —chilló—. ¡Frente y centro!
Un zipizape tremendo estalló en la zona al instante. Los enanos gullys que seguían la doctrina minera convergieron desde todos los rincones e intentaron colocarse todos en el mismo lugar al mismo tiempo: la colisión resultante lanzó enanos dando tumbos en todas direcciones.
—¡No más rocas brillantes! —les indicó Fallo—. Ya tener bastantes piedras brillantes. ¡Ahora nosotros construir un dibuj… edif… monumento para gloria de Fallo!
—¿Por qué? —se preguntaron varios.
Pero Fallo no les prestó atención, y en unos instantes ya tenía a varias docenas de desconcertados enanos gullys organizados en rigurosas filas de tres a cinco y marchando decididos en dirección al túnel que conducía al mundo exterior. Garabato los siguió tan feliz, garabateando notas y planos sobre su pedazo de pizarra; incluso el viejo Gandy salió renqueando tras ellos, vestido con un saco de grano desechado y apoyándose en su bastón de mango de escoba.
Desde su puesto junto a la lumbre, Lidda los siguió con la mirada, se encogió de hombros, y regresó a su preparación del estofado. Lo removía con tranquilidad, deteniéndose de vez en cuando para atizar a algún ingrediente que todavía se movía por voluntad propia.
El Gran Bulp Bron y su consorte, la dama Tarabilla, se aproximaron procedentes de alguna parte, siguiendo con la mirada al escuadrón de reciclados mineros.
—¿Qué estar pasando? —preguntó Bron.
—Ir a garabatear a Fallo —indicó Lidda.
—Vale. ¿Por qué?
—Fallo haber sido glorioso Gran Bulp —explicó Garabato, que se había rezagado—. Ser importante anotar cosas así.
—¿Qué tal si garabatear a Bron? —sugirió Tarabilla—. Bron ser también un majadero bastante glorioso.
—Vale —dijo el otro.
Cuantos más fueran más garabatearían, supuso, y a lo mejor Gandy o alguien recordaría cosas sobre otros antiguos Grandes Bulps y sus gloriosas carreras. Si no era así, entonces se limitarían a inventar sobre la marcha.
Los mineros de Bulp necesitaron casi cuatro días enteros para construir un gran monumento en la zona de desfile situada fuera de las puertas principales del castillo de Tarmish; y Garabato más de una semana para tallar sobre su superficie la épica historia de los aghars del clan Bulp.
El enano gully dejó constancia de todos aquellos acontecimientos importantes que venían a la mente de sus compatriotas, y de todas las leyendas y relatos pertenecientes a la historia de su raza. Mediante jeroglíficos minuciosos relató la leyenda de la mina de la que manaba vino, habló de la época en que su gente adoptó a un ogro, explicó con todo lujo de detalles la resurrección del mayor «lanza cosas» de la antigüedad, dejó constancia del relato sobre el gran dragón que había conducido a su raza al Sitio Prometido, y habló también del dragón que había salido del trono del Gran Bulp. Todo lo que se sabía como hecho demostrado o leyenda sobre la raza aghar: desde el encarcelamiento de notables del clan por parte de traficantes de esclavos Altos hasta el descubrimiento del legendario Gran Cuenco para Estofado, Garabato lo documentó con amorosa atención.
Y cuando hubo terminado se apartó para contemplar con admiración el monumental documento que había creado. Allí, capturada en forma de garabatos cincelados, estaba toda la historia épica de un gran pueblo: la historia definitiva de los aghars de Krynn, inmortalizada para la eternidad. De algún modo, Garabato sintió que se había cumplido un gran destino y que él había sido su instrumento; se sintió atemorizado y sonrojado ante la enormidad de su logro.
—Aghars para siempre ahora —musitó—. Por siempre aghars.
Eso había sido el martes por la tarde, según el cómputo de tiempo de los Altos. A la mañana siguiente, un miércoles, el capitán Gratt Bolen condujo un grupo de trabajo fuera de Tarmish para asegurar y reparar las zonas periféricas de la fortaleza. Lo primero que observó fue un pequeño, misterioso y grotesco monolito que se alzaba en la plaza de armas. Parecía como si alguien hubiera recogido todos los pedazos y fragmentos de piedras rotas de la zona hasta formar un montón alto y desproporcionado, para a continuación cubrirlo todo con barro. Y cada centímetro del barro seco estaba recubierto de arañazos, agujeros y marcas hechas con cincel.
Gratt Bolen dio una vuelta completa alrededor de aquella cosa, meneando la cabeza entre gruñidos, pues incluso para su tosca sensibilidad, aquel pequeño monumento extraño y horrendo resultaba una ofensa para la vista.
—Que algunos hombres limpien toda esa porquería —ordenó—. Esto es una plaza de armas, no un vertedero.
De ese modo, se perdió para siempre la magnífica historia de los clanes coaligados de Bulp; aunque para entonces los aghars se hallaban ya a cierta distancia, avanzando en términos generales hacia el oeste. No sabían adonde se dirigían, ni tampoco importaba. Sencillamente se movían.
El nuevo Gran Bulp, Bron I, había decidido que era hora de abandonar el lugar cuando una horda de Altos armados con cazos, baldes y escobas invadió las catacumbas.
Acurrucados en las sombras, los enanos gullys observaron durante un tiempo mientras los Altos se ocupaban de limpiar toda la zona para convertirla en habitable para los humanos.
—Este sitio no bueno para vivir ya —decidió Bron—. Este sitio todo infestado de Altos. Este sitio ya no Este Sitio. Ser hora de marchar.
La dama Tarabilla asintió mostrando su acuerdo, y contempló fijamente a su esposo con ojos aprobadores. Con cada día que pasaba, Bron hablaba y actuaba más como un auténtico Gran Bulp; incluso andaba con un arrogante contoneo en ocasiones, cuando se acordaba de hacerlo. Si se le daba tiempo, decidió la consorte muy satisfecha, su esposo podría convertirse en un auténtico majadero.
Bron no tenía ni idea sobre dónde podría estar el nuevo Este Sitio, pero tenía la impresión de que lo reconocería cuando lo viera. Al fin y al cabo, siempre había existido un Este Sitio y, por lo tanto, siempre habría un Este Sitio.
Este Sitio estaba donde fuera que el Gran Bulp dijera que Este Sitio estuviera. Y donde fuera que Este Sitio estuviera, allí estarían los enanos gullys: presuntuosos e inocentes, grotescos y extrañamente conmovedores, funcionando por simple inercia e irreflexión, tan inmutables como podía serlo cualquier fuerza elemental en el mundo de Krynn.