El dragón de Bron
Agotadas sus fuerzas por las exigencias de sus hechizos, Clonogh yacía solo en la torre de Tarmish, maldiciendo los hados. El odio le corría por todo el cuerpo mientras recordaba aquel necio aghar que había tenido tan cerca —que incluso parecía ofrecerle la reliquia mágica que tan desesperadamente precisaba— y que luego había huido con el colmillo. A Clonogh casi le había parecido como si el enano gully estuviera provocándolo, si bien sabía que tales criaturas carecían de la sutileza necesaria para la mofa. La burla era crueldad, y los enanos gullys no eran crueles. La crueldad era una forma de maldad, y aquella raza sencillamente carecía de capacidad para el Mal. Eran tan incapaces de hacer daño de un modo deliberado como de hacer el Bien.
«Los enanos gullys simplemente suceden», era lo que se decía comúnmente entre las otras razas. Los enanos gullys no eran más que enanos gullys. No había más que decir al respecto. Aquellas criaturas actuaban por simple inercia; una vez iniciaban algo, resultaba difícil detenerlas. Y una vez detenidas, se mostraban muy reacias a ponerse en marcha.
Una tenue revelación se presentó ante Clonogh, si bien éste se encontraba demasiado débil y cansado para tomarla en cuenta: los enanos gullys eran criaturas inocentes. Eran la inocencia personificada. Jamás podrían ser otra cosa.
El hechicero hizo a un lado los pensamientos sobre aquellos seres y se concentró en alguien que era realmente maligno: el tirano, sediento de poder, llamado lord Vulpin. El odio que Clonogh sentía por aquel hombre bramó en su interior. Vulpin tenía la vida de Clonogh en su mano; y Vulpin sí que lo provocaba constantemente.
Pero aquel hombre era sólo la mitad de una gran maldad. La otra mitad era su hermana, Chatara Kral. Clonogh conocía sus orígenes; tanto el uno como la otra eran vástagos del Señor del Dragón Verminaard, enemigo jurado de la Guerra de la Lanza.
Eran iguales que su progenitor, aquellos dos: ambos estaban enloquecidos por una insaciable sed de conquista. Eran sus manipulaciones, las de los dos, las que habían conducido a Clonogh al estado en que se encontraba entonces.
Como de costumbre, al catalogar a sus enemigos, el mago maldecía al viejo Piraeus, aquel hechicero, muerto hacía muchos años, que le había revelado los secretos de la magia tiempo atrás, ¡que se los había transmitido todos menos uno! Por alguna razón, Piraeus había negado a Clonogh el poder para resistir los estragos de sus propios hechizos. Por ello, en cuestión de pocos meses, el mago se había vuelto viejo, increíblemente viejo, viejo más allá de la muerte, pero incapaz de morir.
Antes de fallecer, Piraeus lo había engañado. La magia siempre exige un precio, y el hechicero lo sabía. Era una parte necesaria de cada conjuro, una inflexión secreta, un código director que impedía que el hechizo extrajera su energía de otra parte que no fuera su usuario. Pero en las revelaciones de Piraeus no había entrado la magia protectora; en su lugar, en cada conjuro, el viejo embaucador había colocado una clase de modulación distinta: el código protector de un hechizo de dragón.
El código funcionaba… pero sólo para dragones. Resultaba ineficaz para cualquier otro, excepto en presencia de magia de dragón.
Clonogh deseó poder ver a Chatara Kral decapitada. Deseó ver a Vulpin descuartizado. Deseó que el cielo se desplomara sobre todos los enanos gullys. Deseó que el viejo mago Piraeus ardiera para siempre en tormentos más allá de la muerte.
Principalmente, deseó poder desear. Si al menos hubiera podido capturar a aquel torpe aghar que sostenía el Colmillo de Orm en la mugrienta mano, podría haberlo obligado a desear algo. El Forjador de Deseos respondía a la inocencia. Y nadie, comprendió entonces, era más inocente que un enano gully. Las criaturas eran detestables, despreciables y deplorables, desde luego, pero más que otra cosa ¡eran inocentes! Realmente apestaban a inocencia; lo cierto era que no eran lo bastante espabiladas para ser de otro modo.
¡Un deseo! ¡Un único deseo, hecho por un inocente, podría haberlo salvado! Habría sido suficiente. Aquel deseo le habría devuelto su propia juventud y puesto a sus enemigos a su merced para que se divirtiera con ellos.
Pero desear sin el Forjador de Deseos no servía de nada.
Fuera de la torre, por todas partes a su alrededor, escuchó los sonidos de la batalla. Chatara Kral y las fuerzas gelnianas no estaban dispuestas a mantener un largo asedio, porque ello requeriría paciencia. No, atacaban la fortaleza tarmish con todos sus efectivos, y el aire estaba inundado del estrépito de las piedras lanzadas, el entrechocar de las armas y las voces de los hombres enfrentados en mortal combate.
Incapaz de hacer nada con respecto a su situación, tan débil y frágil estaba que apenas si podía mover los dedos, Clonogh cerró los ojos, resignado. Luego, los abrió de improviso. En algún lugar, a su alrededor, fuerzas arcanas se agitaban; las percibía, las sentía en los huesos, fuerzas, a poca distancia, lo bastante cerca para que su poder flotara sobre él.
¡Magia! Pero no se trataba de su magia. No eran los encantamientos que él podía dominar o había conocido cuando poseía energías para llevar a cabo conjuros. La magia que notaba allí no era magia humana. Era una poderosa magia extraña, tan distinta de la suya como las cadenas de hierro difieren de las cintas de seda. ¡Magia de dragón! En algún lugar dentro del alcance de su mente, un dragón había lanzado un conjuro.
Con los últimos restos de su fuerza de voluntad, el mago fijó los pensamientos para concentrarse en la hechicería que detectaba, atrayendo sus afinadas vibraciones hacia su persona, deseando que sus poderes protectores llenaran los huecos en su propia magia, para mejorarlo y darle ánimos y convertirlo en un ser completo.
El poder del hechizo del dragón fluyó a su alrededor y él lo bebió como una esponja embebe agua, absorbiendo aquellas partes que necesitaba.
Desapareció en un instante, pero había sido suficiente. Como una sanguijuela en aguas estancadas, Clonogh había cabalgado en las turbulentas energías y sorbido de ellas el alimento que precisaba. Durante unos segundos, se maravilló de que hubiera llegado en aquel momento; en esa hora de mayor necesidad, la magia se había girado hacia él, y su control sobre ella había sido perfecto. Era casi como si algún dios hubiera intervenido, se dijo. Pero la idea no le permaneció mucho tiempo en la mente. Tenía otras cosas en que pensar. Una ojeada a sus pálidas y esqueléticas manos le indicó que seguía pareciendo increíblemente anciano. Pero era sólo la apariencia; en el interior del pellejudo cascarón, poseía tantas energías como cualquier joven.
Lleno de vigor y rejuvenecido, sintiéndose fuerte y en forma, Clonogh se puso en pie y miró a su alrededor con ojos renovados. El proyectil de una catapulta se estrelló contra la torre, rociando su interior con fragmentos y polvo, pero al mago no le preocupó. Una energía parecida a velos de acero fluía por su interior, y nada lo tocaba. Se encaminó hacia la pared oeste, arrancó un tapiz hecho jirones allí colgado y, con manos poderosas, lo desgarró en fragmentos que a continuación sujetó a su desnudez con trozos de ceñidor.
Al otro lado del destrozado umbral, en lo alto de una escalera circular que descendía, encontró a un mercenario muerto ataviado con los colores de los guardianes de la torre de lord Vulpin. El hombre parecía haber sido pisoteado por un caballo. Clonogh tomó las botas del cadáver y se las puso en los pies descalzos. Luego, se detuvo lleno de curiosidad, contemplando el cuerpo; con apenas una leve vacilación, el mago apuntó con un dedo y murmuró un hechizo menor. Ante sus ojos, el cuerpo del guardián se arrugó y consumió, derrumbándose hacia dentro, hasta que sólo quedaron los restos de su esqueleto.
El hechicero aspiró con fuerza, permaneció pensativo unos instantes, y asintió.
—Estupendo —murmuró. Había realizado un conjuro bastante poderoso, y por primera vez el hechizo no le había perjudicado. Estaba protegido por la magia de dragón.
Un recuerdo le acudió a la mente, la evocación de aquel viejo mago cuyos secretos Clonogh le había arrebatado hacía tanto tiempo. Aquel anciano hechicero que, incluso en la muerte, se había vengado engañando a su asesino.
—Yo gano —dijo—. ¡Ahora realmente tengo el poder!
Fuera, rugía una batalla. A lo largo de todas las murallas de Tarmish, los hombres se esforzaban frenéticamente en mantener sus defensas, mientras abajo, al otro lado de los muros, hordas de gelnianos se abalanzaban al ataque bajo la protección de sus bombardeantes catapultas y trabuquetes.
Otra piedra enorme se incrustó en la torre, y secciones enteras de ésta se desplomaron, pero Clonogh entonó un conjuro y la parte en la que él se encontraba —el suelo bajo sus pies, el portal y la escalera— permaneció intacta. A modo de estrafalario dedo contrahecho que señalase al cielo, los escombros de la torre de lord Vulpin se alzaron sobre una escena caótica. La estructura no era más que un armazón, pero permanecía firme, y el mago se maravilló vagamente ante la arcana ingeniería que había construido un edificio como aquél.
No obstante, lo que en ese momento requería su más inmediato interés era el Colmillo de Orm, que sin duda se encontraba en algún lugar de allí abajo, probablemente en manos de algún detestable enano gully que se escabullía entre los cascotes. Para conseguir aquella reliquia, lord Vulpin había robado a Clonogh su espíritu, y por ella Chatara Kral había ordenado torturar al mago. Por el Colmillo de Orm y el poder para usarlo, el mismo Clonogh habría dado su propia alma, unos minutos antes. Sin embargo, en esos momentos ya no significaba tanto para él: aunque seguía queriéndolo, poseía magia propia; libre del sufrimiento del envejecimiento instantáneo.
Lo que entonces quería era venganza. Y en el Colmillo de Orm descansaba un delicioso desquite.
Un coro de alaridos se elevó del suelo; Clonogh giró en redondo y contempló con abstraído interés cómo un enorme dragón descendía raudamente de las alturas y planeaba sobre las murallas de Tarmish. A su paso, sobre el suelo, los ataques y las defensas se derrumbaban a medida que cientos de hombres huían en todas direcciones, intentando escapar. El miedo al dragón se extendía y vibraba entre ellos. En el punto donde mercenarios creálicos manejaban catapultas de contraataque, en lo alto de una muralla, el dragón pasó volando muy bajo, alargando hacia el suelo las enormes y desgarradoras zarpas para destruir las defensas. Lanzas y jabalinas rebotaron inofensivas en las acorazadas escamas, y los hombres cayeron de los muros, junto con los restos de sus máquinas.
Clonogh frunció el entrecejo. Parecía como si Chatara Kral hubiera inducido a un dragón a ayudarla. Pero entonces, el reptil, una vez completado el barrido de las murallas, desvió su atención al exterior, dejando un rastro de escombros tras él mientras se abría paso a zarpazos por entre el ataque gelniano.
Perplejo, el mago observó los acontecimientos desde su elevada atalaya. La criatura giraba a un lado y a otro, embistiendo concentraciones de tropas casi al azar. Y siempre, allí adonde iba —deslizándose muy bajo sobre las enormes y desplegadas alas— dejaba un reguero cada vez más amplio de hombres que huían. Lanzas y flechas se alzaban de las masas humanas, aunque la mayoría rebotaban inofensivas en las duras escamas del reptil, mientras otras erraban el blanco y volvían a caer sobre los que las habían arrojado.
La enorme bestia describió un círculo tras otro sobre los campos llenos de atacantes, inclinándose y descendiendo en picado aquí y allí, mientras los soldados escapaban de ella entre alaridos. Luego, batiendo con fuerza las alas se alzó por encima de los muros y volvió a caer sobre Tarmish.
Las cuerdas de asalto que colgaban de los muros, cuerdas colocadas allí por los atacantes, estaban atestadas de soldados aterrorizados que intentaban huir de la fortaleza. En el mismo instante en que el dragón descendía sobre el patio central, la enorme puerta de Tarmish se abrió violentamente y los defensores que huían salieron en tropel, a cientos, en una estampida aullante de hombres que intentaban escapar del terror que había ido a posarse entre ellos. En los terrenos más alejados, los ejércitos se mezclaron: combatientes gelnianos y tarmitianos huyeron juntos, empujados por el pánico.
Para Clonogh aquello resultaba incomprensible. Un dragón había llegado a Tarmish y hecho estragos entre los combatientes, pero sin que pareciera discriminarlos. Atacaba a ambos bandos con idéntico fervor.
El mago fue incapaz de identificar al reptil. En varias ocasiones, durante las guerras de los dragones, había visto dragones, y siempre los había identificado por sus colores. Había habido las bestias que servían a los señores oscuros: criaturas de brillantes colores rojos, azules o verdes. Y también habían existido las otras, aquellas cuyos colores eran los de los metales nobles: los Plateados, los de Cobre, los Dorados. Éstos, según recordaba, habían combatido contra las bestias cromáticas.
Pero el dragón que veía entonces, sembrando la confusión en Tarmish, golpeando a atacante y a defensor con igual entusiasmo, no era ninguno de ésos; sus escamas irisadas centelleaban bajo el brillante sol con claros indicios de un verde brillante pero también con tonos igualmente fuertes de intenso color ocre oscuro y cálido bronce.
Resultaba un misterio, pero no tenía nada que ver con él. Sabía que había tenido lugar magia de dragón, y que ésta le había proporcionado fuerzas; pero también sabía que el propósito de aquella magia había sido otro. Él simplemente se encontraba en el lugar correcto en el momento adecuado.
En ese momento los campos lejanos bullían de hombres en desbandada, y Clonogh sabía quiénes eran. Soldados mercenarios, algunos vistiendo los colores de Tarmish y otros los de Gelnia, se mezclaban en su retirada. En el rostro del mago apareció una sonrisa cruel. Fuera cual fuera el objetivo del dragón, tanto lord Vulpin como Chatara Kral acababan de perder a sus mercenarios.
Paseando la mirada por el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor y bajo la torre, Clonogh vio a lord Vulpin recorriendo enfurecido su muralla meridional, seguido tan sólo por un puñado de auténticos tarmitianos. En los campos situados al otro lado de las puertas, Chatara Kral permanecía erguida en medio de su desierto campamento, chillando órdenes a hombres que huían y que ni siquiera volvían la cabeza para responder. Únicamente unas cuantas de sus tropas permanecían junto a ella en esos momentos, gelnianos nativos vinculados a la causa de la campaña tarmitiana.
En la devastada base de una de las enormes murallas, donde una desigual abertura se abría por encima de los subterráneos de la ciudad, varios furtivos enanos gullys se escabulleron de entre las sombras y corrieron en busca de un mejor refugio. Todos desaparecieron en el interior del oscuro agujero por el que los desagües descendían hacia las cavernas. Todos menos uno. Uno de los enanos gullys sostenía un bastón de marfil en la sucia mano: el Colmillo de Orm. Y ese enano, que corría a refugiarse, se dio de bruces con un soldado tarmitiano. Profiriendo un alarido el aghar dio media vuelta y huyó, de regreso al interior de la base de la torre.
El feroz dragón, que había devastado y desperdigado ya a los ejércitos situados tanto dentro como fuera de Tarmish, desapareció tan repentinamente como había aparecido. Como si jamás hubiera estado allí. Sencillamente se desvaneció, y de nuevo los agudizados sentidos de Clonogh para la magia detectaron el metálico sabor de un hechizo de dragón.
—Transformación —masculló, reconociendo las pautas mágicas, aunque no tenía ni idea de en qué se habría transformado la bestia o adonde había ido.
La magia de dragón le había devuelto las energías, magia extraída del anterior conjuro del reptil; pero, aunque sus poderes mágicos volvían a ser fuertes, seguía siendo simplemente humano. La mente de un dragón no era como la mente de un humano, y las complejidades de su hechicería quedaban fuera de su comprensión.
De todos modos, la criatura había desaparecido de la vista, y cualquiera que hubiera sido su propósito, no parecía tener más efectos sobre su persona. Clonogh permaneció, indemne, sobre los restos esqueléticos de la torre. El Castillo de Tarmish yacía en ruinas a su alrededor, agujereado y destrozado primero por los proyectiles de los ejércitos en lucha, y luego por la cólera de un dragón enfurecido.
El lugar estaba casi en silencio. Aquí y allá, hombres heridos se quejaban entre los muertos. Cuando la brisa cambió pudo oír las voces estridentes y aturdidas tanto de lord Vulpin como de Chatara Kral, gritando órdenes y juramentos a los dispersos puñados de tropas tarmitianas y gelnianas que todavía mandaban.
El irregular agujero por donde habían desaparecido los enanos gullys se abría oscuro y silencioso, como una tentadora caverna. Soldados tarmitianos corrían hacia él, y en el muro sur, varios de los lugartenientes de lord Vulpin los detectaron y señalaron.
Alzando un puño huesudo, Clonogh masculló un pequeño conjuro. En la muralla meridional, lord Vulpin se detuvo y giró en redondo, como aturdido. Por un instante miró en derredor, a un lado y a otro; luego, sus ojos se clavaron en la torre y empezó a avanzar hacia ella. Más allá de las abiertas puertas de la fortaleza, Chatara Kral también se volvió, vaciló y avanzó hacia el abierto portal y la torre situada al otro lado. Detrás de cada regente, se arremolinaban hombres desorientados; algunos eligieron seguir a sus cabecillas, otros les dieron la espalda.
Con una mueca salvaje, Clonogh empezó a pasear por la gran torre mientras escuchaba el golpeteo sordo de unos pies menudos que ascendían por la escalera. El Colmillo de Orm se dirigía hacia él, en las manos de un inocente.
En las lóbregas profundidades de las entrañas de Tarmish, Ala Gris miró a su alrededor con perpleja repugnancia. El dragón que había estado allí no hacía ni media hora, pareciendo ocupar la totalidad de las resonantes cavernas con su aterradora presencia, no aparecía por ningún sitio. Él y Dartimien lo habían buscado por todas partes, dividiéndose para rastrear las retumbantes estancias abovedadas en amplias batidas, hurgando y escudriñando en cada túnel y hueco oscuro.
No se veía ni rastro de la formidable criatura. Ala Gris se adentró unos pocos pasos en el interior de la gran estancia en la que se alzaban los cimientos del castillo a modo de oscuros monolitos, y arrugó la nariz con repugnancia. Había enanos gullys por todas partes donde alcanzaba la vista, estúpidos hombrecillos que andaban a trompicones de un lado para otro, centrándose principalmente alrededor de la base de una columna enorme. Daba la impresión de que se estaba desarrollando una especie de conferencia allí, y una docena aproximada de aquellos seres llevaba a cabo un animado debate sobre algo, mientras que incontables otros observaban con taciturna atención.
Unos metros más allá del corrillo principal, el guerrero descubrió a Thayla Mesinda, elegante y hermosa incluso en ese ambiente repugnante. No obstante su menuda estatura, la cabeza y los hombros de la joven sobresalían por encima de la mayoría de las arremolinadas y torpes criaturas que la rodeaban.
Dispersando enanos gullys a su paso, el guerrero cruzó la caverna en dirección a la muchacha y, mientras se acercaba a ella, le hizo una seña con la mano, llamándola.
—Ven conmigo —indicó—. Te llevaré lejos de todo este…
Su voz se trocó bruscamente en un gruñido de sorpresa cuando un veloz movimiento junto a él le advirtió de un ataque. Mascullando un juramente, Ala Gris saltó hacia arriba, encogiendo los pies bajo el cuerpo al mismo tiempo que un enorme espadón silbaba justo por debajo de él, allí donde momentos antes habían estado sus espinillas.
Bron el Héroe perdió el equilibrio cuando la violenta cuchillada se encontró con el vacío y, en sus esfuerzos por no soltar la pesada arma, giró como una peonza sobre sí mismo, dio un traspié y se desplomó de bruces. La espada fue a estrellarse con un sonido metálico contra el suelo de piedra de la cueva, y el enorme escudo del enano se balanceó unos instantes sobre su filo y cayó encima de su propietario.
Enfurecido y profiriendo maldiciones, Ala Gris se aproximó al forcejeante enano gully, inmovilizó el espadón bajo una de sus botas y se inclinó.
—¡No vuelvas a hacer eso nunca más! —ordenó.
—Uh, lo siento —respondió Bron, liberándose del peso del escudo—. Yo no reconocer. Pensé a lo mejor tú enemigo.
—¿No me reconociste? —chilló el otro—. ¡Me has visto una docena de veces!
Bron se puso en pie con un esfuerzo, se sacudió el polvo con manos pringosas y levantó los ojos hacia el humano.
—Y ¿qué? Visto un Alto vistos todos. —El pequeño héroe colocó su escudo en posición vertical y se ajustó las correas en el brazo y hombro; luego, alargó la mano para coger el espadón, tiró de la empuñadura, y se dio cuenta de que el humano tenía el pie puesto sobre la hoja—. Perdón —dijo, pero cuando el pie no se movió, Bron hizo describir a su escudo un pequeño arco lateral y asestó con él un golpe al humano en la rodilla. El guerrero siseó, dio un saltó atrás y empezó a dar saltitos, mascullando insultos.
El aghar recuperó su arma, bizqueó un instante mientras intentaba recordar qué se suponía que estaba haciendo, y volvió a colocarse ante Thayla. La estaba protegiendo.
La joven meneó la cabeza, y sus cejas se enarcaron en un lindo gesto mientras contemplaba cómo Ala Gris iba de un lado a otro con movimientos torpes, comprobando el estado de su dolorida rodilla.
—Realmente no deberías ser tan rudo con estas criaturas —reprendió al hosco cobar—. Ellos no quieren hacerte ningún daño.
—¡Este pequeño imbécil intentó cortarme los pies! —refunfuñó el hombre de las llanuras.
—¿Bron? Es un héroe —le recordó Thayla—. Eso es lo que hacen los héroes.
—Eso —asintió el aludido—, cortar pies de gente.
Ala Gris volvió a probar suerte, pero en esa ocasión se mantuvo fuera del alcance del arma del enano gully.
—Salgamos de aquí, muchacha —instó—. Los tarmitianos invadirán este sitio en cualquier momento… y ese dragón sigue por aquí en alguna parte.
—No, no está —le aseguró Thayla—. Bron lo ahuyentó.
—¡No lo hizo!
—¡Claro que hacer!
La voz, que le sonó casi directamente bajo la barbilla, sobresaltó a Ala Gris. Bajó la mirada, y se encontró con los ojos serios y obstinados de una enana gully que se mantenía casi pegada a él. La cabeza se encontraba apenas al nivel de su cinturón, las manos eran pequeños puños apretados contra las caderas y parecía dispuesta a enfrentarse a él tanto en una discusión como en un combate, lo que prefiriera.
—Bron decir a dragón marchar —manifestó Tarabilla—. Así que dragón marchar. Todo mundo saber eso. ¿Alto ser ciego?
El guerrero aspiró con energía y sacudió la cabeza. Había oído decir que el único que supera en estupidez a un enano gully es el idiota que intenta discutir con uno; y si no se andaba con cuidado, comprendió, no tardaría en encontrarse haciendo eso precisamente.
—Aparta de ahí —ordenó. Luego rodeó a Tarabilla, que corrió a enfrentarse de nuevo a él.
—¡Bron ahuyenta dragón! —insistió la enana, que volvió la cabeza—. ¿No es así, Bron?
—Sí, querida —Bron la miró por encima del legendario Gran Cuenco para Estofado, con expresión aturdida.
—Tarabilla tiene razón —anunció Thayla Mesinda, categórica—. Lo hizo.
—Nadie pu… puede dar órdenes a un Dragón Verde —dijo Ala Gris a la muchacha con voz débil por causa de la irritación—. Los Dragones Verdes son…
—No era exactamente Verde —le hizo notar ella—. Era más bien marrón, o tal vez como oro y miel silvestre.
—¡El dragón de Bron! —insistió Tarabilla—. ¡Hace lo que Bron decir!
—Ella tiene razón —asintió Thayla—. Era un Dragón de Bronce.
—¡De acuerdo! —estalló Ala Gris—. ¡Sea como vosotras queráis! ¡Ahora ven conmigo, muchacha! Hemos de…
Desde algún punto situado detrás de él surgió la voz, cargada de ironía, de Dartimien el Gato.
—¿Queréis callaros todos vosotros? ¡Y deja de exasperar a esos enanos gullys, bárbaro! Estoy intentando leer.
El mercenario se encontraba ante la columna principal, con los ojos entrecerrados bajo la tenue luz, al tiempo que deslizaba un dedo por las hileras de glifos de una placa metálica sujeta a la piedra. Innumerables enanos gullys se amontonaban a su alrededor; algunos le trepaban por la espalda, utilizando sus tirantes para subir y poder ver mejor. Un pequeño zoquete parlanchín se había sentado incluso en el hombro del asesino, y atisbaba por encima de la cabeza.
Ala Gris farfulló una maldición ahogada y se dirigió hacia allí. Los lejanos sonidos del combate, que se filtraban por grietas y rejas, habían aumentado de volumen hasta convertirse en un caótico estrépito; pero luego, de improviso, el mundo situado fuera de los profundos sótanos había quedado en silencio. El guerrero estaba seguro de que, en cualquier momento, hordas de gelnianos, tarmitianos, soldados mercenarios y quién sabe qué otras cosas inundarían estos rincones. Dartimien perdía el tiempo dedicándose a leer los rótulos de los postes.
Abriéndose paso por entre grupos apelotonados de enanos gullys, el hombre de las planicies llegó hasta la columna y contempló de soslayo la placa de bronce.
—¿Qué es eso?
—«Cripción» —parloteó alegremente el enano gully aposentado sobre los hombros de Dartimien—. Tener runas. Decir este sitio tener fulgor y rocas brillantes.
—¡Eso es, fulcro! —gruñó el Gato—. ¡El fulcro sobre la piedra reluciente!
—Sí —asintió el aghar—. De acuerdo.
La explicación no tuvo demasiado efecto sobre los enanos gullys allí amontonados. Varias docenas de ellos miraron en derredor, pensativos; luego marcharon en busca de fulgores y piedras relucientes. Al poco rato, algunos de ellos habían localizado una veta de cuarzo que ascendía hacia lo alto, surcada de incrustaciones de brillante pirita; olvidándose de todo lo demás, esos intrépidos exploradores sacaron varias herramientas y empezaron a escalar la pared de la cueva, extrayendo pirita mientras avanzaban.
—Rocas relucientes —gritó uno de ellos—. Tal y como dragón decir.
—Ese dragón parecer a dragón de Gran Bulp —proclamó otro enano gully—. ¿A lo mejor ser mismo dragón? —Derribando casi a Ala Gris, se abrió paso por entre las largas piernas del humano. Era un hombrecillo grueso, con una barba rizada de un gris acerado y unos ojillos hinchados colocados muy juntos, por encima de una prominente nariz. Sobre los desaliñados cabellos lucía una corona de dientes de rata—. Eso, mismo dragón —decidió—. Mismo dragón de antes, mucho tiempo atrás.
Desde su puesto junto a Ala Gris, Tarabilla se enfureció:
—Ser dragón de Bron —insistió—. No ser de Gran Bulp.
Haciendo caso omiso de todos ellos, Dartimien estudió las runas de la placa de metal; luego, examinó con mayor atención la piedra que la rodeaba. En los puntos donde el moho había sido retirado, la superficie brillaba con un suave lustre nacarado.
—Interesante —musitó pensativo el Gato—. Creo que hemos encontrado algo valioso aquí. Algo sobre todas las clases sociales…
Unos cincuenta metros más allá, en la entrada del enorme y escarpado agujero de la pared de la cueva, llameó la luz de una antorcha y de improviso aparecieron allí hombres armados, docenas de ellos.
—Tarmitianos —siseó Dartimien, irguiéndose al tiempo que las manos se le llenaban de centelleantes dagas.
—¡Todos correr como locos! —chilló el Gran Bulp con voz aguda.
La multitud de enanos gullys que vagaba por el suelo de la caverna se disolvió en una maraña desordenada de hombrecillos que huían despavoridos a medida que intentaban responder a la orden, saltando unos contra otros, a diestro y siniestro, en su precipitación. Varios de ellos rebotaron en una pared y desencadenaron una reacción en cadena de cuerpos que rodaban por el suelo. El Gran Bulp se vio derribado y enterrado en medio del alboroto, y la dama Lidda tuvo que desenterrarlo, asestando mamporros en todas direcciones para apartar a sus congéneres.
—Fallo ser real fastidio —comentó. Agarrando a su esposo de una oreja, lo sacó de allí y lo empujó hacia una pared—. ¡Trepar! —ordenó.
Arrancado de su ensoñación, Garabato cayó sobre el anciano y bamboleante Gandy, quien vociferó una retahíla de juramentos, se arrastró fuera de allí, consiguió incorporarse sobre los inseguros pies y empezó a blandir su mango de escoba en todas direcciones, asestando mamporros con entusiasmo. Desde los muros de la cueva, varios enanos gullys miraron al suelo para observar la refriega. Algunos perdieron pie y cayeron, uniéndose a la contienda general. Otros, no obstante, se encontraban absortos en su tarea. Habían encontrado una veta de pirita amarilla sobre el portal derrumbado, y se hallaban muy ocupados excavándola,
El barullo se fue extendiendo alrededor de la gran columna. En medio de todo ello, Bron se preparó para resistir el embate, balanceando su escudo de hierro a un lado y a otro. Había perdido de vista a Thayla Mesinda y, sin la presencia de la joven humana para mantener fresca su memoria, se sentía un tanto confuso sobre lo que se suponía que estaba haciendo. Entonces, distinguió a un enano gully que caía —uno de sus mejores amigos, si bien el nombre no acudía a su memoria por el momento—, y rodaba en dirección a la pequeña Tarabilla. Sin una vacilación, golpeó al bellaco con la hoja plana de su espadón y corrió a colocarse ante la enana, para protegerla. Como héroe designado, se sentía obligado a proteger a alguien, y la aghar resultaba una elección razonable.
Ala Gris, el bárbaro, miró a su alrededor boquiabierto por la incredulidad. Jamás había contemplado una confusión de tal magnitud, y todo ello porque el diminuto y pomposo Gran Bulp —que se encontraba entre los que estaban encaramados en la pared extrayendo piritas— les había dicho que corrieran.
—¡No hay ningún sitio al que correr, idiotas! —rugió el guerrero—. ¡Tendremos que pelear!
Desde lo alto, el Gran Bulp miró en derredor, a punto casi de caerse por la sorpresa.
—¿Qué? —inquirió.
—¡He dicho, pelear!
—Vale —repuso Fallo—. ¡Todos pelear! —Por todas partes, los alborotados aghars se quedaron totalmente inmóviles, se irguieron y miraron a su alrededor.
—Vale —respondieron varios—. Lo que sea.
Junto a Ala Gris, un corpulento gully lanzó un puñetazo que envió a otro rodando por el suelo.
Varios más también fueron derribados en el tumulto resultante, y el desorden se convirtió en una refriega en cuanto toda la tribu acudió a tomar parte en él, con enanos gullys aporreando a otros enanos gullys, y con entusiastas combatientes apiñándose sobre aquéllos que caían.
—¡Oh, por todos los dioses! —exclamó el cobar contemplando la escena con total incredulidad.
A continuación, espada en mano, se abrió paso por entre los bulliciosos contendientes, y se encaminó hacia los intrusos humanos que penetraban en tropel por el destrozado portal. Dartimien avanzaba a su lado, saltando por encima de grupos de gullys. A lo lejos, en algún punto situado detrás de los guerreros tarmitianos, que miraban boquiabiertos a su alrededor en medio de la penumbra, se escucharon los sonidos de piedras que caían, y oleadas de polvo surgieron de la desmoronada entrada, ocultando en parte a los invasores. Dartimien entrecerró los ojos, lanzando veloces miradas a un lado y a otro para estudiar a los humanos en medio del polvo. Eran todos soldados de a pie; guardianes y vigilantes de la torre, soldados sin graduación que lucían los colores de la guardia local. En ninguno de ellos se apreciaban insignias de oficiales.
Ala Gris aspiró con fuerza y alzó la espada, listo para luchar; pero, de repente, Dartimien giró para colocarse de cara a él.
—¡Aguarda! —chilló el Gato—. ¡Podemos sacar partido de esos estúpidos!
Antes de que su compañero pudiera reaccionar, el otro ya se había dado la vuelta, con las manos desprovistas de armas, y avanzaba con pasos firmes en dirección a los tarmitianos.
—¿Dónde está el resto de vuestro destacamento? —exigió, en un tono de voz tan autoritario como el de cualquier comandante de campo.
Los soldados se apelotonaron, aturdidos, bajando las armas.
—No lo sé —contestó uno de ellos—. El capitán estaba justo detrás de nosotros hace un minuto, pero ahora no lo veo.
—Sigue fuera —aclaró otro—. Lord Vulpin en persona fue… Bueno, creo que él nos envió aquí dentro.
—¡Idiotas! —chilló Dartimien con voz aguda—. ¿No os dais cuenta de lo que ha sucedido? Los invasores os han engañado. Ese corrimiento de rocas significa que nos han encerrado en estos sótanos. El ataque tiene lugar arriba, en los patios. ¡No aquí!
—¿Es cierto? —un rollizo tarmitiano se echó hacia atrás el yelmo para rascarse la cabeza—. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—¡Podéis seguir vuestras órdenes! —siseó el Gato—. ¡Deberíais estar en la fortaleza principal, defendiéndola del enemigo!
—S… sí, señor —respondió el soldado rollizo—. Pero ¿cómo regresamos ahí arriba?
—Por el mismo sitio por donde vinisteis, evidentemente. ¡Ahora meteos ahí y empezad a cavar!
Obedientes, la mayoría de los guerreros se dio la vuelta y regresó por donde había venido, a través del desmoronado portal y túnel arriba. Uno o dos echaron una mirada a sus espaldas, contemplando con asombro la escena que se desarrollaba en las catacumbas. Parecía haber enanos gullys por todas partes.
—¿Qu… qué pasa con ellos, señor? —inquirió uno, señalando.
—¿Qué pasa con ellos? —espetó Dartimien—. No son más que enanos gullys. ¡No les prestéis la menor atención!
—Sí, señor.
En unos instantes, más de una docena de alabarderos del Castillo de Tarmish trabajaban ya en el túnel, excavando las piedras caídas.
—Eso debería mantenerlos ocupados durante un tiempo —confió Dartimien a Ala Gris, que sacudía la cabeza incrédulo.
—Aceptaron tus órdenes —indicó el hombre de las llanuras—. ¿Por qué lo han hecho?
—¿No sabes nada sobre los tarmitianos y los gelnianos? —el asesino enarcó una ceja con ironía—. Las únicas diferencias entre ellos son los colores que visten, sin embargo han estado en guerra unos con otros, de modo intermitente, durante cientos de años. Ni uno de cada cien contendientes en ambos bandos tiene a estas alturas la menor idea de por qué luchan. Se limitan a aceptar órdenes de quien sea que esté al mando en ese momento. Siempre ha sido así.
—¿Así que te aceptaron a ti como la persona al mando? ¿Por qué?
—Porque me comporté como si lo fuera. Ahora creo que deberíamos intentar salir de este agujero.
—¿Cómo? La entrada está obstruida.
—Realmente no sabes nada sobre ciudades, ¿verdad, bárbaro?
El Gato señaló en dirección a un oscuro hueco, a unos cien metros más allá, en el fondo de la caverna. Allí, como sombras entre las sombras, una tropa de enanas gullys descendía de lo alto, serpenteando alrededor de un enorme pilar. Iban cargadas de suministros encontrados en algún lugar situado más arriba.
—Sugiero que utilicemos las escaleras —propuso Dartimien sin inmutarse.