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El colmillo de Orm

La Guerra de los Mil Años, llamada así porque un antiguo gobernante de los gelnianos —el rey Systole— había jurado que su pueblo combatiría durante mil años antes que someterse al dominio del Gran Megak de Tarmish, se encontraba en su noveno año cuando la Guerra de la Lanza la desbancó.

Los dragones habían gobernado los cielos durante aquellos tiempos sombríos, y ejércitos inmensos habían arrasado todos los territorios; ejércitos de humanos, ejércitos de elfos, ejércitos de enanos y también ejércitos difíciles de clasificar. En cada país existían seguidores de los Señores Supremos y sus dragones, reclutados para completar los ejércitos draconianos de la diosa Takhisis; pero también otros se habían alzado en esos mismos reinos para combatir a las legiones de criaturas reptilianas que formaban las tropas de choque de la maligna diosa. Había sido una época de batallas tremendas, de hambruna y desesperación, una época cargada de poderosa magia y devastación. Y había continuado así durante años.

Pero, finalmente, todo terminó. Vates ambulantes y juglares cantarines proclamaron que la Reina de la Oscuridad se había retirado, vencida; que le había dado la espalda al mundo que había arruinado, y que a pesar de que todavía existían dragones aquí y allí, ya no estaban orientados hacia una causa común.

Llegaron años de agitación, épocas en las que los imperios se alzaban y se hundían como mújoles saltando en un río. Hordas de gentes sin hogar, refugiados desarraigados, invadían las tierras, y nada estaba a salvo, en ninguna parte. Los salvajes y fanáticos ejércitos del pasado eran reemplazados por una nueva especie de aventureros: guerreros mercenarios bajo el mando de cualquiera que pudiera permitirse pagar sus sueldos.

La locura organizada, extendida por un mundo asolado, reemplazó la locura aleatoria de la confusión, y la guerra se convirtió en una clase distinta de confrontación. Tanto Tarmish como Gelnia tenían nuevos gobernantes, y éstos eran gentes muy diferentes a los reyes y megaks del pasado. De algún modo, durante el caos que siguió a la Guerra de la Lanza, ambos dominios se habían visto infiltrados y reclamados por intrusos y, aunque en los dos reinos las viejas dinastías resultaban todavía evidentes, en estos momentos no eran más que marionetas.

Dominados por un misterioso personaje conocido como lord Vulpin, los tarmitianos habían resucitado a su andrajoso Gran Megak de algún hediondo sótano y lo habían vuelto a colocar en su trono en Tarmish. También los gelnianos poseían un gobernante distinto. Chatara Kral, una mujer de misteriosos orígenes que había llegado con un ejército particular de soldados mercenarios, y se había nombrado a sí misma regente de Gelnia. Sin embargo, una cosa permaneció inmutable: tanto Tarmish como Gelnia, estuvieran bajo el gobierno de quien fuera, rehusaron tolerar la existencia del otro. El valle Hendido volvió a la actividad acostumbrada: la guerra total.

Los orígenes del desacuerdo entre la ciudad-estado de Tarmish y el territorio que la rodeaba se perdía en el albor de los tiempos, pero no las pasiones que levantaba. Pocos de los que deambulaban por esa tierra eran capaces de distinguir a un tarmitiano de un gelniano. Eran humanos de la misma raza, cortados por el mismo patrón; hablaban las mismas lenguas, seguían los mismos rituales para sus cultos y reivindicaban el mismo antiguo linaje, aunque cada uno negaba que el otro tuviera derecho a tal reivindicación. A decir verdad, muchos estaban emparentados por lazos de sangre y matrimonio; pero, aun así, eran enemigos encarnizados.

Gelnianos y tarmitianos no se toleraban, y, como siempre sucede, el fuego del odio era alimentado por quienes podían salir beneficiados. Siempre, en todo territorio, han existido aquellos para los que las hostilidades son el modo de obtener poder y riquezas. Tras el titubeante Gran Megak de Tarmish, se encontraba la estirada y siniestra sombra de lord Vulpin, cuya mano se ocultaba tras todas las intrigas, mientras en su mente astuta se arremolinaban sueños imperiales. Y entre los gelnianos, era Chatara Kral quien guiaba sus destinos, como tutora-regente del pequeño príncipe Quarls.

Los orígenes de Vulpin y de Chatara Kral eran oscuros. Se murmuraba en los territorios circundantes que los dos eran en realidad hermanos: vástagos del diabólico lord Verminaard, un Señor del Dragón de la reciente Guerra de la Lanza. Pero, en sus respectivos dominios, nadie sabía o se atrevía a preguntar de dónde procedían o por qué se encontraban allí. Era más que suficiente, para la mayoría, que confirmaran los viejos odios de la región.

En ese momento se enfrentaban por el control de todo el valle Hendido. Vulpin permanecía en su torre supervisando la fortaleza de Tarmish, y Chatara Kral amontonaba ejércitos de gelnianos y mercenarios en las colinas circundantes. Durante meses, el valle había parecido contener el aliento, a la espera de la confrontación.

Era una situación de equilibrio, un período de espera. Pero Vulpin había aprovechado el tiempo. Quedaban artilugios útiles procedentes de la terrible guerra, y había enviado agentes suyos en busca de tales objetos. En esos instantes, una de tales reliquias iba de camino hacia él… siempre y cuando alguien llamado Clonogh consiguiera cruzar con ella el bloqueo gelniano.

Entre los documentos secretos de Krynn existía una colección de pergaminos, algunos muy antiguos, que se referían a una reliquia llamada a veces Viperis, en ocasiones Forjador de Deseos, y en la mayoría de los casos el Colmillo de Orm.

En el pasado, los pergaminos habían estado en las tumbas de Istar, pero de algún modo consiguieron sobrevivir al Cataclismo y llegar hasta Neraka, y de allí a Palanthas. Su último lugar de descanso conocido, anterior a la Guerra de la Lanza, había sido la cripta de piedra del hechicero Karathis, que buscaba la inmortalidad mediante la concesión de poderes arcanos a los ambiciosos a cambio de porciones de sus vidas.

Los documentos desaparecieron cuando Karathis fue asesinado por uno de sus clientes, pero lo que contenían era conocido por los acólitos del hechicero, y fueron ellos quienes hablaron del Colmillo de Orm.

Se decía que el colmillo concedía todos los deseos, pero sólo a los realmente inocentes, aunque al conceder los deseos, acarreaba la desgracia a su poseedor.

Se contaba que el Colmillo de Orm no estaba muerto, sino sólo dormido, y que seguía existiendo un vínculo entre él y su dueño original. Que cuando se la despierta, la reliquia todavía emite su vieja señal, y que, en algún inconcebible plano de realidad, la criatura a la que le fue arrancada aún la busca.

El hombre llamado Ala Gris se deslizó en silencio entre peñascos y hendiduras, acercándose a la desnuda pendiente de granito que formaba la parte superior de una desmoronada cresta. Todos sus sentidos estaban puestos en la cima azotada por el viento, los ojos no perdían detalle mientras se movía; los oídos clasificaban los susurros del vagabundo viento y los gritos de las aves de presa que volaban sobre su cabeza; y el olfato registraba el entorno en busca del más ligero olor que pudiera delatar la presencia del enemigo.

Tal escrutinio no era nada nuevo para Ala Gris, pues daba la impresión de que durante la mayor parte de su vida, la supervivencia diaria había dependido de saber quién o qué se encontraba cerca, antes de que ese quién o qué lo descubriera a él. Descendiente de los habitantes de las planicies de Cobar, había llegado a la mayoría de edad combatiendo contra los hombres del imperio en las explanadas situadas al este de las Kharolis. Luego siguió a Halcón Pluma Blanca y al elfo Pirouenne en su asalto de Fe-Tateen.

En parte gracias a su habilidad en la lucha de guerrillas; pero principalmente, en su opinión, por pura suerte, Ala Gris se había convertido en capitán de las fuerzas de asalto de los ejércitos de Palanthas en Throt-Akaan.

Después, aquella guerra que había dirimido muchas disputas en los grandes territorios del norte, terminó. Y en estos momentos, Ala Gris, al igual que miles de otros cuya única experiencia radicaba en el combate, se veía obligado a alquilarse como solitario mercenario. Cientos de pequeñas guerras habían brotado de la devastación del gran conflicto, y no escaseaba el trabajo. Hombres que había conocido durante años se enfrentaban en un centenar de campos de batalla, intentando matarse entre sí a cambio del salario pagado por reinos insignificantes.

«Al menos —se decía—, aún puedo elegir mis trabajos».

De algún modo, la idea de combatir por un sueldo jamás lo había atraído; de modo que había subsistido, tal como hacía en ese momento, de alquilarse como guía y guardaespaldas de viajeros.

Una vez en la cumbre de la elevación, se arrastró hasta el borde de un afloramiento rocoso y miró al otro lado. Un ancho y fértil valle se extendía ante él, un valle que hubiera debido estar rebosante de campos maduros y huertos llenos de frutos. Sin embargo, hasta donde le alcanzaba la vista, a lo largo de las laderas inferiores, no se veían más que volutas de humo; humaredas procedentes de cientos de hogueras distintas a cuyo alrededor se sentaban, ociosos, grupitos de hombres armados, a la espera de órdenes. Más allá, en la lejanía, una fortaleza achaparrada se elevaba sobre una colina, y también sobre ella, flotaba el humo de la espera.

La espesa barba rubia de Ala Gris se torció cuando el hombre frunció los labios en una mueca despectiva. La sangre no tardaría en correr por ese valle, y gran parte de ella pertenecería a combatientes que no estaban personalmente involucrados en cualquiera que fuese el conflicto que se cocía allí. Los que se desangrarían y morirían no serían más que hombres como él, veteranos sin otro oficio que el de las armas y cuya profesión era la guerra, hombres que morirían por unas pocas monedas.

Estudió la escena durante un buen rato, y los experimentados ojos buscaron una ruta a través del cordón de guerreros. Luego, retrocedió fuera de la vista, se dio la vuelta y contempló el sendero por el que había venido. De nuevo, una mueca de desagrado le apareció en el rostro. Su patrón formaba parte de todo aquello, desde luego. Había sacado la conclusión de que Clonogh era una especie de correo; su destino era la fortaleza situada allí fuera, y la tarea de Ala Gris era conducirlos, sanos y salvos, a él, y a cualquier objeto secreto que transportara, hasta ella.

No deseaba saber ninguna otra cosa sobre el trabajo, pero se sentiría agradecido cuando hubiera acabado. Algo en el mensajero provocaba en Ala Gris un sudor frío. Ala Gris no sabía si se debía a la actitud furtiva del hombre —como un hurón arrastrándose hacia su presa, jamás en línea recta sino siempre en un ángulo engañoso—, al modo en que el rostro del viajero parecía siempre oculto por la capucha de la oscura capa, o tal vez a la forma tensa y nerviosa con que custodiaba aquella bolsa de cuero que le colgaba del hombro.

Era como si Clonogh fuera una reliquia de otro tiempo: una época irrecuperable e insensata donde los magos lo eran todo y la hechicería corría por todo Krynn. Ala Gris no sabía si su compañero podía ser un hechicero camuflado, pero había ciertas características en aquel hombre que le ponían los pelos de punta. No obstante, lo cierto era que Clonogh no le importaba en absoluto, y se alegraría de librarse de él cuando finalizara el viaje.

Así pues, con sumo cuidado, desanduvo el camino hasta la grieta donde había dejado a su patrón.

—Existe una ruta a través del cordón —anunció—, pero no será fácil. Hay centinelas, y una docena de lugares donde sería fácil que nos tendieran una emboscada. ¿Y si tenemos que pelear? ¿Qué armas llevas?

—Tú vas armado —la encapuchada figura señaló la larga espada colgada al hombro de Ala Gris—. Te pago por tus habilidades, y también por tu espada —manifestó Clonogh, cuyo rostro era una sombra entre sombras—. Tú eres mi guía, y mi protección.

—Fantástico —repuso el otro con voz áspera—. Si nos metemos en líos, queda todo en mis manos. ¿Es así como están las cosas?

—Te pago bien —rezongó Clonogh. Recogió su bastón, un elegante cayado de marfil profusamente tallado, algo curvo y con una delicada forma ahusada y se puso en pie, apretando la bolsa de cuero contra el costado con un codo protector—, de modo que espero que cumplas con tu trabajo.