Prólogo
La piedra angular
Los pasos de cinco mil pares de pies resonaron en el tranquilo valle de montaña. Era de madrugada, justo antes de rayar el alba, y la niebla se agarraba todavía a las zonas bajas entre los declives. Cinco mil elfos, enanos y humanos se reunían en este remoto paso de montaña. Muchos eran guerreros, esplendorosos en bruñidas armaduras y ondeantes capas, que habían combatido en la larga Guerra de Kinslayer, elfo contra humano, humano contra enano, elfo contra elfo. Tanto se había prolongado el sangriento conflicto que hijos e hijas habían crecido para empuñar las armas junto a sus padres.
El que ahora se congregaba en las montañas Kharolis era un ejército de paz. Habían llegado del reino de Thorbardin y del reino de Qualinesti para sellar un pacto y erigir una fortaleza. El nombre ya había sido acordado: se llamaría Pax Tharkas, que en la lengua elfa significaba «Ciudadela de Paz».
Por el extremo meridional del paso llegó la delegación de enanos, encabezada por su nuevo rey, Glenforth Golpe de Chispa. Era él quien había dirigido al ejército enano contra los humanos de Ergoth, y había detenido su avance en los pasos de alta montaña en las inmediaciones de Thorbardin. La batalla de la Garra del Cuervo le había costado al príncipe Glenforth un ojo, pero también había puesto fin al plan del emperador de Ergoth de sojuzgar a los enanos. Ahora, con el parche de oro batido tapándole el ojo y su magnífica barba, negra como el carbón, cayendo sobre el pecho protegido con cota de malla, el rey Glenforth conducía a los suyos hacia una mayor empresa.
Tras el soberano iban los thanes más poderosos, los pertenecientes, como Glenforth, al clan hylar. Ricamente ataviados con terciopelo carmesí y deslumbrantes con todas las joyas que podían lucir, los hylars llevaban mazos ceremoniales al hombro. A continuación venían los daewars, que para esta gran ocasión vestían túnicas azul oscuro, ceñidores amarillos y sombreros de ala ancha de cuero marrón. Los daewars portaban cinceles de roca dorados, tan largos como altos eran los enanos.
Los thanes de otros clanes, el kiar y el neidar, no tan ricamente ataviados pero igualmente orgullosos, marchaban a continuación de sus más poderosos parientes. Los kiars llevaban paletas, y los neidars, picos.
Al llegar a la zona donde el suelo del valle empezaba a ascender, el rey Glenforth levantó una mano. Los consejeros y thanes se detuvieron y aguardaron en respetuoso silencio.
La delegación de Qualinesti se aproximaba a los enanos desde el extremo septentrional del valle. La mayoría de la delegación estaba compuesta por antiguos silvanestis, con los característicos rasgos estilizados y la tez clara de esa antiquísima raza elfa. Pero unos ojos agudos podían apreciar la mezcla de los rasgos kalanestis, los elfos del bosque, e incluso los más anchos de los humanos. La nueva nación élfica de Qualinesti existía sólo desde hacía ochenta años y, hasta el momento, había demostrado que era posible el sueño de su fundador: que elfos, humanos y enanos podían vivir juntos en armonía, paz y justicia.
El fundador en persona conducía a sus nobles y dignatarios al encuentro de los thanes de Thorbardin. Ahora de mediana edad, según los cómputos elfos, el Orador de los Soles era, con gran diferencia, la figura más imponente en el valle. La edad y las fatigas habían puesto algunas pinceladas de canas marfileñas en el antes lustroso cabello plateado, pero los nobles y definidos rasgos de la Casa de Silvanos no habían sufrido menoscabo con los años de conflictos.
Kith-Kanan, el Orador de los Soles, fundador de la nación Qualinesti, detuvo a su séquito a unos veinte pasos de los enanos. Luego se dirigió solo al encuentro del rey Glenforth de Thorbardin.
El elfo se reunió con el enano cerca de un gran peñasco que se alzaba en el centro del camino. Glenforth extendió sus robustos y fuertes brazos.
—¡Regio hermano! —dijo afectuosamente—. ¡Me alegro de veros!
—Y yo de veros a vos, Thane de Thanes.
El espigado elfo y el achaparrado enano intercambiaron un cálido saludo aferrándose los antebrazos.
—Este es un gran día para nuestras naciones —dijo Kith-Kanan al tiempo que daba un paso atrás—. Para todo Krynn.
—Hubo muchas veces en que pensé que no viviría para ver este día —afirmó Glenforth con franqueza.
—También yo me he preguntado si este nuevo reino nuestro podría haber nacido sin la sangre y el padecimiento de la guerra. Mi segunda esposa solía decir que todo nace así; con sangre y dolor. —Kith-Kanan movió levemente la cabeza, pensando en unos días que habían quedado atrás—. Pero aquí estamos ahora, y eso es lo importante —añadió con una sonrisa.
—¡Alabados sean los dioses! —respondió el enano sinceramente.
Kith-Kanan retiró los pliegues de su capa de color esmeralda para dejar libre el brazo izquierdo. Miró a su expectante séquito, sonrió e hizo un gesto para que se acercaran dos figuras. Glenforth estrechó el ojo sano y vio que eran dos jovencitos, un muchacho de cabello dorado y una chica con el pelo castaño.
—Rey Glenforth, quisiera presentaros a mi hijo, el príncipe Ulvian, y a mi hija, la princesa Verhanna —dijo Kith-Kanan mientras empujaba a ambos para que se adelantaran.
Ulvian remoloneó, reacio a acercarse al desconocido enano. Verhanna, por el contrario, se aproximó al soberano e hizo una profunda reverencia.
—Es un honor para mí —dijo Glenforth al tiempo que una amplia sonrisa asomaba entre la negra barba.
—No, majestad, el honor es mío —contestó Verhanna, cuya voz penetrante sonó con claridad en el aire. Sus ojos, grandes y oscuros, estudiaron al enano de una manera directa y franca, sin el menor atisbo de miedo—. He oído a los bardos cantar vuestra grandeza en la batalla. Ahora que os he conocido, veo que son ciertas sus canciones.
—Los recuerdos de la batalla son un pobre consuelo cuando uno se hace viejo y está cansado. Cambiaría toda esa gloria por una criatura como tú —repuso el enano con galantería.
Verhanna enrojeció ante el elogio, balbució unas palabras de agradecimiento y retrocedió para ponerse junto a su padre.
—Vamos —instó Kith-Kanan a su hijo—. Saluda al rey Glenforth.
El príncipe Ulvian adelantó un corto paso e hizo una leve y precipitada reverencia.
—Saludos, gran soberano —dijo, las palabras atropelladas en su prisa por pronunciarlas cuanto antes—. Es un honor conoceros.
Habiendo cumplido ya con su deber, Ulvian retrocedió y se situó detrás de su padre.
Tras dar una cariñosa palmadita a Verhanna en la mejilla, Kith-Kanan hizo que sus hijos regresaran junto a las filas de nobles y se volvió de nuevo hacia Glenforth.
—Disculpad a mi hijo. No ha sido el mismo desde que murió su madre —dijo al enano con voz queda—. Para mi hija no fue tan traumático.
Glenforth asintió con cortesía. Prácticamente todo el mundo, desde Hylo a Silvanost, conocía la historia de Kith-Kanan y su esposa humana, Suzine. Había muerto hacía muchos años, en una de las últimas batallas de la Guerra de Kinslayer. Sus hijos maduraban con mucha más lentitud que el resto de los niños humanos, pero no tan despacio como los vástagos de pura sangre elfa. En cómputos elfos, ambos eran todavía muy jóvenes.
Los dos monarcas intercambiaron más frases corteses y triviales antes de volver al motivo de su reunión esta mañana. A una señal de Glenforth, un enano de más edad se aproximó, llevando un objeto cubierto con un paño de terciopelo rojo. Lo sostenía firmemente con las dos manos y saltaba a la vista que era muy pesado, pero Glenforth cogió el paquete sin aparente esfuerzo. El enano mayor se inclinó ante su rey, que lo presentó como el canciller Gendrin Dunbarth, thane mayor del clan hylar.
—Excelencia —saludó Kith-Kanan mientras dirigía una mirada escrutadora al canciller—, conocí en el pasado a un prudente y sabio enano llamado Dunbarth de Dunbarth. ¿Sois por casualidad familiar suyo?
Gendrin se limpió la frente con un pañuelo de aspecto burdo.
—Sí, majestad. Dunbarth de Dunbarth, embajador en la corte de Silvanesti, era mi padre —contestó el enano, que resoplaba por el esfuerzo.
—Lo conocí en Silvanost hace muchos años, y posteriormente compartimos las fatigas de la guerra. —El soberano elfo sonrió—. Lo recuerdo con gran afecto. Era una gran persona.
Glenforth se aclaró la garganta, y Kith-Kanan prestó de nuevo atención al monarca. En un tono alto y vibrante, audible para los thanes y los qualinestis reunidos, el rey enano declaró:
—Gran Orador, en nombre de los enanos de Thorbardin deseo entregaros esta herramienta especial. Sé que la manejaréis cabalmente, para beneficio de vuestro pueblo y el mío.
Entregó a Kith-Kanan el bulto envuelto en terciopelo. El Orador de los Soles apartó la tela y dejó a la vista un gran martillo de hierro, forjado al tradicional estilo enano pero elaborado a mayor tamaño, idóneo para las manos de un elfo. El mango octogonal de hierro estaba guarnecido con bandas de plata, y los extremos planos de la cabeza, recubiertos con oro.
—Se llama Tajador —explicó Glenforth—. Nuestros clérigos de Reorx lo forjaron en un fuego lento, y lo enfriaron en sangre de dragón para darle un temple digno.
—¡Es magnífico! —exclamó Kith-Kanan contemplándolo con tono reverente. Dio una vuelta al martillo en sus manos—. ¡Es la herramienta de un semidiós, no de un mortal como yo!
—Bien, mientras sea lo bastante bueno… —replicó el rey enano con una sonrisa irónica. Hizo una seña con la mano enjoyada de anillos, y otro thane hylar se acercó a él. Este enano llevaba uno de los largos cinceles guarnecidos con plata, y lo entregó a su soberano. Luego, él y Gendrin Dunbarth se retiraron.
Kith-Kanan y Glenforth caminaron hacia la gran piedra que había en el centro del paso. Mientras procedían con la dignidad requerida al momento, el Orador susurró:
—¿Hacéis el anuncio vos, o lo hago yo?
—La idea fue vuestra —contestó Glenforth en un tono igualmente bajo—. Hacedlo vos.
—Es un proyecto conjunto, gran thane.
—Sí, pero yo no soy un disertador elocuente —dijo el enano. Se detuvieron ante el peñasco—. Además, todo el mundo sabe que los elfos son mejores oradores que los enanos.
—Es la primera noticia que tengo —murmuró Kith-Kanan.
El Orador de los Soles se volvió de cara a las delegaciones. El rey Glenforth se erguía en actitud resuelta a su lado, con las manos apoyadas en el largo cincel, del mismo modo que un guerrero las apoya en el pomo de su espada.
Kith-Kanan escuchó durante un instante el silencio del valle. La niebla empezaba a despejarse, consumida por el sol naciente. Una bandada de vencejos pasó veloz por encima de sus cabezas. En alguna parte, a lo lejos, una paloma lanzó su llamada lastimera.
—Hemos venido aquí hoy —empezó— para erigir una fortaleza. No una plaza fuerte para la guerra, pues hemos recorrido ese camino demasiado tiempo. Esta fortaleza que nuestros amigos de Thorbardin y nosotros, los qualinestis, construiremos y ocuparemos conjuntamente, será un lugar de paz, un lugar donde gentes de todas las razas puedan buscar refugio y encontrar protección y descanso.
El Orador hizo una pausa al tiempo que los primeros rayos de sol se proyectaban desde los picos montañosos hasta el valle. Estaba de cara al este, y los cálidos haces le acariciaron el rostro. Una oleada de resolución, de lo justo que había en lo que ese día daba comienzo allí, inundó a Kith-Kanan.
—Esta roca será la piedra angular de Pax Tharkas, la Ciudadela de la Paz. El rey Glenforth y yo la cincelaremos, como símbolo de cooperación y amistad entre nuestros países.
Se volvió hacia la roca y puso el gran martillo Tajador sobre su hombro. Glenforth apoyó el cincel contra la piedra y lo sostuvo firmemente con sus fuertes manos.
—Golpead con precisión, Orador —dijo, medio en broma.
Kith-Kanan levantó el martillo. Ulvian y Verhanna, de pie entre los nobles qualinestis, adelantaron un paso para ver mejor el trabajo de su padre.
Tajador descendió sobre el cincel, y un torrente de chispas saltó de la roca y roció al rey enano con partículas de fuego. Glenforth rompió a reír e instó a Kith-Kanan a que golpeara otra vez. El tercer martillazo que dio el Orador fue un poderoso golpe. Resonó a través del valle como el retumbar de un trueno y pronto fue seguido por un seco crujido de roca al quebrarse. Todo un lado del pedrusco se desprendió, dejando una cara de roca limpia y recta. Los observadores prorrumpieron en vítores.
A pesar del fresco aire de montaña, Kith-Kanan estaba sudando.
—Vuestro martillo sólo da golpes precisos, Thane de Thanes —le dijo a Glenforth.
—Vuestro martillo, gran Orador, como todas las herramientas, golpea únicamente con la precisión dada por quien lo maneja —contestó el enano sinceramente. Se sopló las manos y las frotó.
—¿Qué te ha parecido eso, Uli? —preguntó en voz alta Kith-Kanan mientras miraba a su hijo. El muchacho tenía la cabeza gacha y se apretaba la mejilla con una mano. El Orador frunció el entrecejo—. ¿Qué ocurre, hijo?
Ulvian alzó la vista despacio para encontrarse con los ojos de su padre. El semblante del chico tenía un gesto de dolor. Cuando retiró la mano, quedó a la vista un pequeño corte en la mejilla.
—¡Estoy sangrando! —susurró mientras se miraba fijamente los dedos manchados de rojo.
—Una lasca te ha golpeado —dijo Verhanna sin darle importancia—. A mí también me han saltado algunas. —Sacudió los pliegues de su vestimenta de muchacho, y varios fragmentos de piedra cayeron al suelo.
—¡Estoy sangrando! —gritó el príncipe Ulvian con el semblante contraído por la rabia. Se dio media vuelta, alejándose de su padre, y chocó contra el muro de cortesanos y nobles, que se apartaron para dejarle paso. El príncipe, despavorido, corrió entre la multitud.
—¡Ulvian, regresa! —gritó Kith-Kanan. El muchacho no le hizo caso.
—¿Quieres que lo atrape? —se ofreció Verhanna, con la seguridad que le daba saber que era más rápida que su hermano.
—No, pequeña. Quédate aquí.
Kith-Kanan llamó a su chambelán, el elfo que tenía a su cargo el gobierno de la casa real, Tamanier Ambrodel.
El elfo, de edad madura y canoso, vestido con una casaca gris y una capa de color purpúreo, salió de entre la multitud.
—Encuentra a mi hijo, Tam, y llévalo a un sanador si es necesario —indicó el Orador.
—Sí, majestad. —Tamanier hizo una reverencia.
Kith-Kanan observó a su chambelán mientras desaparecía entre el gentío. Luego levantó el gran martillo.
—Ulvi estará bien —dijo.
Glenforth carraspeó y simuló estudiar la piedra que tenía ante sí. Verhanna y el resto de los reunidos se retiraron un poco cuando el Orador de los Soles y el rey de Thorbardin reanudaron su trabajo. El valle retumbó con los golpes de hierro sobre roca.
A no mucho tardar, la piedra se convirtió en un cubo con las cuatro caras laterales completamente lisas y la superior todavía irregular, sin desbastar. El rey Glenforth no era lo bastante alto para llegar con el cincel a lo alto de la piedra, de manera que sus thanes formaron una escalera viviente para que pudiera encaramarse a la roca. Era todo un espectáculo ver a los engalanados enanos de los clanes hylar y daewar encorvados y aferrados a la piedra angular con los fuertes brazos entrelazados. Glenforth dejó a un lado el cincel y trepó por sus espaldas; una vez que estuvo en lo alto de la piedra, los thanes le pasaron la herramienta.
—Bien, gran Orador —dijo el enano desde su aventajada posición—, ¡ahora soy más alto que vos! ¿Os alzarán vuestros consejeros del mismo modo que los míos lo han hecho conmigo?
Kith-Kanan echó el martillo a lo alto del peñasco y luego se volvió hacia su gente.
—¡Ya habéis oído al Thane de Thanes! ¿Se inclinarán los nobles de Qualinesti para que su Orador pueda ponerse a la altura de las circunstancias?
Medio centenar de elfos y humanos se adelantaron presurosos hacia la roca, dispuestos a ayudar a Kith-Kanan. Riendo de buena gana, el Orador les ordenó que retrocedieran y luego eligió a tres elfos y tres humanos. Los seis enlazaron los brazos a las cinturas de los otros y se agacharon junto al peñasco. Mientras los demás vitoreaban, Kith-Kanan trepó ágilmente a lo alto de la piedra y se situó al lado de Glenforth mientras el clamor continuaba. Finalmente, el Orador levantó las manos pidiendo silencio.
—¡Mis buenos y leales amigos! —gritó—. Muchas veces en los últimos tiempos me he preguntado si nuestra venida a esta nueva tierra había sido un acierto. Muchas veces me he preguntado a mí mismo si no debería haberme quedado en Silvanost y haber luchado para establecer en nuestra antigua patria los ideales que ahora compartimos.
Hubo gritos de «¡no!, ¡no!» entre la multitud.
—Y ahora… —Kith-Kanan tuvo que agitar las manos para imponer silencio—. Y ahora os veo aquí, humanos, elfos y enanos, trabajando juntos en lugar de luchar unos contra otros, y sé que lo único que estaba en mi mano hacer era conduciros a esta nueva tierra, fundar esta nueva nación. Todos habéis sufrido, luchado y derramado sangre por Qualinesti. También yo. No combatimos por crear un país como el de mi padre, donde la traición y lo atávico cuentan más que la verdad y la justicia. No quiero gobernar durante siglos y ver que todos mis ideales se enmohecen con el paso del tiempo. En consecuencia, desde esta roca y con el gran martillo Tajador en mis manos, os hago esta promesa: el día que esta fortaleza esté finalizada, abdicaré a favor de mi sucesor.
Un sonoro murmullo de sorpresa se propagó por la asamblea. Los enanos se atusaron las barbas con gesto preocupado. Algunos elfos qualinestis gritaron que Kith-Kanan debía gobernar de por vida.
—¡No! ¡Escuchadme! —instó el Orador—. ¡Es por esto que hemos luchado! ¡El gobernante y los gobernados deben estar comprometidos por un pacto solemne de que ninguna de las dos partes tenga que soportar a la otra sin desearlo! Una vez que esta fortaleza de paz esté construida, dejemos que una mente más joven y con ideas nuevas dirija Qualinesti hacia una mayor felicidad y gloria.
Hizo un gesto con la cabeza al rey Glenforth, y el enano situó de nuevo el cincel sobre la superficie de la roca. La dorada cabeza de Tajador centelleó al sol como un rayo. Las chispas saltaron al caer el martillo sobre el cincel de Glenforth, y el golpe de Kith-Kanan repercutió a través de la piedra y se propagó al rocoso suelo de Krynn. Todos los elfos, enanos y humanos presentes sintieron el poderoso golpe.