19
La muerte del sol
Antes de que cayera la primera helada, trasladaron a Silveran a un cuarto situado al final del ala sur de la casa del Orador. En esta habitación retirada, sus desvaríos nocturnos no alterarían el sueño de quienes dormían en la zona central de la gran casa.
Tamanier, como guardián de las llaves, tenía la responsabilidad de encerrar a Silveran en su cuarto cada noche. Si sus gritos se hacían demasiado fuertes, se le llevaba una pócima sedante para que se la tomara. Sólo con los somníferos más potentes conseguían neutralizar al contumaz espectro que atormentaba al joven elfo. Los fuertes medicamentos lo dejaban atontado la mayor parte de las horas de vigilia.
Cuando Solinari, la luna plateada, se reflejó en los primeros tentáculos de escarcha tendidos sobre Qualinost, Silveran estaba sumido en un sueño intranquilo en su lastimosa celda. No había muebles, lámparas ni ninguna otra cosa que pudiera utilizar para hacerse daño a sí mismo o a otros. De las mantas que tenía, sólo dos no estaban desgarradas por sus febriles manos mientras se debatía para mantener a raya al espantoso fantasma.
Manos Verdes, llamó Dru. Despierta, asesino. Esta noche te reunirás conmigo en el mundo de los muertos.
—No —gimió Silveran—. ¡Oh, no, por favor!
Ha llegado tu hora. ¡Levántate! ¡He venido a buscarte!
—¡No!
Con una brusca sacudida, el elfo se despertó. El corazón le martilleaba bajo las costillas, y respiraba con jadeos rápidos y cortos.
—¡No me cogerás! ¡No lo harás!
Se incorporó trastabillando. La puerta de su cuarto estaba atrancada por fuera. El pánico hizo presa de Silveran, que empezó a patear la puerta cerrada.
La gruesa hoja de madera retumbó, pero aguantó los impactos. Conocedor de la extraordinaria fuerza de su hijo, Kith-Kanan, con gran pesar, había ordenado que instalaran la puerta más resistente que pudiera encontrarse.
Manos Verdes, asesino…
Llevado por la desesperación, Silveran lanzó todo el peso de su cuerpo contra la puerta. Al impacto del frenético asalto, la jamba se astilló y la puerta se abrió de golpe. En el oscuro corredor hacía frío; todavía no se había cubierto el suelo de madera con las alfombras de invierno, y al elfo le castañetearon los dientes cuando salió, tambaleándose, al desapacible exterior.
A su izquierda había ventanales cerrados, grandes como puertas. A través de las rendijas de los postigos, de más de dos metros de alto, se colaba una extraña luz amarillo verdosa. Silveran lanzó un grito, corto y penetrante, y retrocedió, apartándose de las franjas de enfermiza luz. Una risa resonó en su cabeza: la risa de Dru, mezclada con el tintineo de cadenas.
Echó a correr por el pasillo, chocando ciegamente contra una puerta cerrada tras otra. Estas habitaciones de la planta baja estaban desocupadas, ya que el Orador no tenía invitados. Silveran sacudió la manija de cada puerta y aporreó cada hoja de madera, pero no pudo entrar. La extraña luz se hizo más intensa y proyectó la larga sombra de Silveran hasta el final del pasillo vacío.
El resplandor se filtró entre los postigos cerrados, como el aceite a través de un paño, y, ante los ojos del petrificado Silveran, empezó a concretarse en la forma de un elfo.
El príncipe aplastó la espalda contra la puerta cerrada y lo miró aterrorizado. La reluciente forma verdosa tenía brazos y piernas…, pero no cabeza; sobre el cuello sólo había oscuridad.
¡Huye si puedes, asesino! ¡He venido a buscarte!, retumbó la voz.
Silveran se apartó del refugio de la puerta y echó a correr pasillo adelante, al tiempo que gritaba de terror.
Cruzó la sala de recibimiento, en la entrada principal de la planta baja, y agarró el primer picaporte que encontró. Era la sala de trofeos del Orador. En ella estaban expuestas varias armaduras de Kith-Kanan y sus armas, así como banderas y estandartes conquistados a los ergothianos durante la Guerra de Kinslayer. Silveran caminó entre las hileras de alabardas, espadas y picas. El brillo del metal le dio una idea, una idea insensata: volvería a matar al miserable fantasma, esta vez de manera definitiva, y estaría a salvo. A salvo y libre.
Pero las picas y las espadas estaban sujetas a los astilleros con cadenas o lazadas de alambre fuerte, y no era fácil hacerse con ninguna. Silveran pasó presuroso ante ellas y, dirigiéndose a la pared trasera, echó un vistazo a los trofeos instalados allí. Estos no eran armas propiamente dichas, sino más bien herramientas que el Orador había utilizado en su larga carrera: la sierra que había manejado para talar el primer árbol cuando se construyó Qualinost; la llana de albañil que había usado para colocar la piedra angular de la Torre del Sol; el martillo que el rey Glenforth de Thorbardin le había regalado para tallar el primer bloque de piedra para la fortaleza de la paz, Pax Tharkas.
El mazo descansaba sobre un pequeño pedestal, bajo una urna de cristal. Las bandas de plata del mango relucían, al igual que la cabeza dorada. La urna no estaba cerrada, y Silveran la apartó de un manotazo que la tiró al suelo, donde se hizo añicos. El mazo encajaba en sus manos como si se lo hubieran hecho a la medida.
Se sintió eufórico. El poderoso martillo enano haría polvo los duros diamantes si se manejaba con precisión. Ahora podía enfrentarse a ese monstruo de Drulethen. ¡Su tormento terminaría pronto!
La puerta de la sala de trofeos se abrió lentamente. El príncipe se agazapó en las sombras, con el martillo apoyado en el hombro. Una pálida luz amarilla se filtró a través de la puerta entreabierta.
—¿Silveran? —susurró una voz—. ¿Estás ahí?
—¡Sí! —gritó el joven al tiempo que saltaba hacia la puerta y la abría de golpe. Durante un instante vio una calavera sonriente, sin rastro de carne, que lo miraba con las vacías cuencas oculares, y una risa burlona resonó en sus oídos—. ¡Ahora te mataré para siempre, Dru! —gritó Silveran a la par que blandía el martillo y lo estrellaba sobre el cráneo de Drulethen.
El hueso se rompió con el brutal impacto, y el príncipe olió sangre. La luz amarilla se apagó. Silveran se desplomó en el suelo, hecho un ovillo. Lo había conseguido. Había matado a Dru definitivamente. Ahora era libre. Sus párpados se cerraron en el mismo momento en que otras luces inundaban la sala.
Tamanier, Ulvian y Verhanna levantaron en alto sus lámparas. Detrás de ellos, unos sirvientes adormilados rezongaban porque les habían interrumpido el sueño. La luz de las lámparas cayó sobre la escena de la sala de trofeos.
—¡Por todos los dioses benditos! —gritó Tamanier—. ¡Ha matado al Orador!
Se alertó a todos los miembros de la Guardia del Sol y se les ordenó presentarse en sus cuarteles en tanto que los mejores sanadores de Qualinost eran convocados a la casa del Orador. Kith-Kanan tenía una herida terrible en la cabeza, donde el mazo enano le había roto el cráneo, pero no estaba muerto. Su corazón latía, y todavía respiraba, pero el Orador de los Soles no había abierto los ojos desde la tragedia.
Cosa extraña, Silveran estaba asimismo inconsciente. En su cuerpo no había señales, pero no pudieron despertarlo, ni poniéndole bajo la nariz la maloliente asafétida. Todo rastro de locura había desaparecido; su semblante tenía una expresión plácida, y las arrugas de la frente se habían suavizado. Parecía un niño dormido, tendido en el suelo junto a su padre, mortalmente herido.
Verhanna rehusó cualquier ayuda para llevar a su padre a la cama. Tamanier explicó que Kith-Kanan había oído el alboroto causado por Silveran y había ido, sin llamar a su guardia, a investigar.
—Nunca me lo perdonaré —se lamentó el viejo chambelán mientras se estrujaba las manos—. ¡Debería haber ido yo, en lugar de él!
—No te atormentes —dijo Ulvian con voz temblorosa mientras subían la escalera, flanqueando a Verhanna—. Nadie imaginaba que podría pasar esto. Silveran debió de golpear a padre en su delirio.
A decir verdad, el príncipe estaba conmocionado por el giro de los acontecimientos. Jamás había deseado la muerte de Kith-Kanan, pero de algún modo el amuleto había manipulado deliberadamente a padre e hijo para llegar a este resultado. Ahora el perverso talismán no tendría que esperar mucho para que Ulvian recibiera lo que le había pedido. Un día, tal vez unas horas, y Ulvian sería el Orador de los Soles.
Aytara y todo el colectivo del templo de Quen llegaron y se pusieron a trabajar para intentar salvar la vida de Kith-Kanan. A Silveran sólo le dedicaron una mirada de soslayo. Aparte del hecho de que no había manera de despertarlo, daba la impresión de encontrarse en perfectas condiciones. La suma sacerdotisa no deseaba desperdiciar ni un solo conjuro o encantamiento en el elfo indemne; toda la magia que pudieran reunir la necesitarían para atender al Orador. Dos de los guardias llevaron al inconsciente hijo de Kith-Kanan a un pequeño cuarto, en el segundo piso de la gran casa. Sus órdenes fueron encadenarlo y vigilar la puerta.
Kith-Kanan se moría.
Muy pronto, toda la casa estuvo saturada del olor a incienso y del sonido de cánticos. Los clérigos de Quen invocaron sus más poderosos hechizos, y consiguieron retardar el avance de la muerte, pero no frenarla. Aytara lo admitió así ante Verhanna y Ulvian, en la antesala del dormitorio de su padre.
—¿Cuánto…, cuánto vivirá? —preguntó la guerrera mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Un día. Tal vez dos. Es muy fuerte. Una persona normal habría muerto instantáneamente con semejante golpe. Debéis estar preparada, señora. El final puede llegará en cualquier momento.
—¿No podéis hacer nada?
Aytara agachó la cabeza. Su blanca túnica estaba arrugada, y el ceñidor azul claro se había aflojado; ella, también, estaba llorando.
—No, alteza. Lo lamento profundamente.
Verhanna asintió con un cabeceo, y la suma sacerdotisa abandonó el cuarto.
Tras un momento de silencio, Ulvian carraspeó.
—Queda pendiente el asunto de la sucesión —dijo.
—¿Qué sucesión? —Verhanna lo miró con ferocidad.
—Cuando muera nuestro padre, ¿quién será el próximo Orador? Desde luego, nuestro demente hermanastro, no.
Gruñendo de rabia, Verhanna cogió a su hermano por la pechera y lo sacó a empujones por la puerta al pasillo, hasta que su espalda chocó contra una columna.
—¡No me hables ahora de coronas! —masculló, con los dientes apretados—. ¡Nuestro padre no ha muerto todavía y ya codicias su cetro! Óyeme bien, hermano: si vuelves a mencionar algo así antes de que padre ya no esté, te mataré. ¡Te destriparé como a un verraco! ¿Queda claro?
Dominando el miedo que lo hacía temblar de pies a cabeza, Ulvian respondió afirmativamente. No le cabía la menor duda de que su hermana lo decía en serio. Aunque la tenía agarrada por los brazos, sabía que nunca conseguiría soltarse de su presa.
Verhanna sintió que algo duro le tocaba la cintura. Abrió violentamente la camisa de Ulvian, arrancando los botones con el brusco tirón, y vio una bolsita de cuero colgada de su cuello. Los ojos de su hermano estaban desorbitados por el miedo y la ira.
—¿Qué es esto? —siseó la guerrera.
Al no responder él, asió su daga con la mano izquierda y la alzó hasta el cuello de Ulvian. Por un instante, el príncipe creyó que Verhanna iba a degollarlo, pero la guerrera se limitó a cortar la correa de la que pendía la bolsa de cuero. Luego se retiró un paso, la abrió y encontró el amuleto de ónix.
—¿Qué haces con esto en tu poder? —inquirió.
—Sólo es un trozo de piedra tallado —contestó con voz temblorosa. Rogó en silencio para que el amuleto interviniera, pero no ocurrió nada.
—Esto fue destruido en el fuego cuando Drulethen… —Verhanna no acabó la frase. Giró bruscamente la cabeza hacia el dormitorio de su padre. Luego, lentamente, la volvió hacia Ulvian; su rostro estaba congestionado.
»¡Tú! —gritó.
—No, Hanna, no era el… —Su hermana lo agarró de nuevo en vilo y le dio tal empellón contra la columna que el príncipe vio las estrellas—. ¡Suéltame! ¡Lamentarás haberme hecho daño! —balbució.
—Ahora no tengo tiempo para ocuparme de ti —masculló con ferocidad a la par que lo soltaba. Los pies de Ulvian tocaron el suelo—. ¡Sargento de guardia! —bramó Verhanna. Un soldado, con penacho de crin de caballo en forma de abanico adornando su yelmo, llegó corriendo por el pasillo—. Aposta una guardia alrededor de este cuarto —ordenó—. Que no entre nadie a no ser yo misma, Tamanier Ambrodel o la venerable Aytara. ¿Entendido?
El soldado miró de reojo al príncipe.
—¿Mi señor Ulvian queda excluido, capitana? —preguntó.
—Por supuesto que sí. Si descubro que cualquier otra persona aparte de las tres que he nombrado ha entrado ahí, tendré tu cabeza.
El sargento, un guerrero experimentado, tragó saliva con dificultad.
—¡Así se hará, capitana! —juró.
Un pelotón de ocho guardias tomó posición ante las puertas del dormitorio del Orador. Faltaba poco para el amanecer. Verhanna dejó que Tamanier se encargara de hacer el anuncio a la población. Los heraldos, vestidos con tabardos dorados, aparecieron por los pasillos, frotándose los ojos adormilados y acabando de ponerse las botas cortas. El viejo chambelán, con el agotamiento y el dolor reflejados en su arrugado semblante, condujo a los muchachos y muchachas a una habitación adyacente. Minutos después, salieron los heraldos, los ojos enrojecidos y llorosos. Abandonaron el edificio para difundir la penosa noticia por la ciudad que empezaba a despertar.
Verhanna fue a ver a Silveran. Los guardias que estaban apostados fuera del cuarto se apartaron mientras la guerrera abría la pesada puerta.
—Capitana —dijo uno de los soldados antes de que Verhanna entrara—, será mejor que mires sus manos.
La guerrera estaba cansada, furiosa con Ulvian y con el corazón transido de tristeza, de manera que respondió al guardia que no estaba de humor para acertijos.
—Por favor, capitana —insistió el soldado—. Antes se llamaba Manos Verdes, ¿no es así? Bueno, pues sus dedos ya no tienen ese color.
Verhanna arqueó las cejas al oír este comentario. Entró en el cuarto y cerró la pesada puerta tras ella. A despecho de las gruesas cadenas que le rodeaban los brazos y piernas, Silveran era la viva imagen del sosiego.
Se le encogió el corazón al verlo tumbado, tan inocente y tranquilo, mientras su padre se estaba muriendo. ¿Qué perversa ponzoña había invadido su mente, ingenua y sin doblez, para volverlo loco de terror? La joven sostenía todavía el amuleto negro en su mano. Verhanna se inclinó sobre una rodilla y examinó las manos del elfo. Como el guardia había dicho, los dedos de Silveran eran blancos ahora, en contraste con la piel morena de las manos.
Poco a poco, tras parpadear varias veces, Silveran empezó a despertar.
—Hanna —dijo alegremente—. Hola.
Ella lo miró de hito en hito, sorprendida por su actitud calmada. El elfo se sentó, y las cadenas cayeron pesadamente sobre su estómago.
—¡Uf! —resopló—. ¿Qué es esto? ¿Por qué estoy atado?
—¿No recuerdas nada de lo ocurrido? —le preguntó la joven.
—Recordar, ¿qué? ¿Por qué no me quitas estas cadenas? Me hacen daño.
—¿Cómo crees que has venido a parar aquí? —inquirió Verhanna sagazmente.
—Estaba dormido —contestó pensativo, con el entrecejo fruncido—. Tuve un mal sueño… Luego desperté y me encontré contigo aquí y con estas cadenas puestas.
Despacio, sin precipitarse, la guerrera le explicó lo que había ocurrido. Silveran lanzó un grito y retrocedió hasta la pared. La puerta se abrió y un guardia asomó la cabeza, pero Verhanna le indicó que se retirara con un ademan. Silveran se rodeó el torso con los brazos y respiró con ansiedad, como si le faltara el aire.
—No es posible —dijo mientras sacudía la cabeza—. Sólo era un sueño. ¡Una espantosa pesadilla!
—Es la verdad —insistió ella, el gesto severo—. El Orador se muere.
El joven elfo hundió el rostro en las manos.
—¡Estoy maldito! —gimió—. ¡He matado a mi amado padre!
Verhanna se adelantó presurosa, le agarró las manos y le obligó a retirarlas de la cara.
—¡Escúchame! Tal vez estuvieras maldito, pero ahora ya te encuentras bien. Cuando padre muera… —la palabra se le atragantó—, debes presentarte ante el Thalas-Enthia y exigir que te nombren Orador de los Soles. En caso contrario, Ulvian reclamará el trono. ¡Debes hacerlo!
—Pero debo ser castigado por matar a nuestro padre —objetó, en medio de sollozos—. Nadie querrá que gobierne. Que Ulvian sea el Orador. ¡Yo debo ser condenado a muerte por mi crimen!
Verhanna lo zarandeó con rudeza, haciendo que las cadenas tintinearan.
—¡No! No fue culpa tuya. Ulvian utilizó el amuleto de Drulethen para hacerte perder la razón. Él es el criminal. Tú eres el sucesor elegido. Todo depende de ti. ¡Padre cree que eres el futuro de Qualinesti!
Las campanas empezaron a doblar en las torres altas de la ciudad. El anuncio de los heraldos se propagaba con rapidez. Verhanna escuchó un instante el fúnebre tañido que sabía era el toque a muerto por el Orador. Cuando las campanas dejaran de sonar, significaría que Kith-Kanan había fallecido.
Rápidamente, la guerrera soltó los grilletes de las muñecas y los tobillos de Silveran.
—Quédate aquí —indicó—. Dejaré los guardias a tu puerta. Estarás a salvo.
—¿A salvo de qué?
No había tiempo para explicaciones. Silveran extendió una mano para detener a su hermana, que se dirigía a la puerta. Fuera lo que fuera lo que pensaba decir, las palabras murieron en sus labios al reparar por primera vez en el color de sus dedos.
—El poder me ha abandonado —gimió—. Ya no lo siento en mí.
Verhanna vaciló un instante, con la mano sobre el pestillo.
—¿La magia? ¿Ha desaparecido? —preguntó.
Él asintió en silencio.
—Bien —dijo la guerrera con firmeza—. Tal vez sea beneficioso para ti.
La puerta se cerró de un portazo tras ella antes de que el elfo tuviera ocasión de preguntarle qué quería decir.
Caminar entre los verdes árboles, oler el aire caldeado por el sol, comer lo que estaba al alcance de la mano, y dormir bajo las estrellas… Eso era vida. La mejor. A pesar de sus hazañas y su sabiduría, ésta era la clase de existencia sencilla que Kith-Kanan siempre había anhelado. Los creadores de mitos, los constructores de leyendas, lo habían elevado a la categoría de héroe, de ídolo, aún antes de dejar esta vida. Sin duda, cuando estuviera muerto, las exageraciones aumentarían con el paso de los siglos. Quizá Kith-Kanan llegaría a ser un semidiós a los ojos de sus descendientes. Eso era algo que él no deseaba. Un tributo mucho más conveniente sería que continuara la feliz existencia de la nación que había fundado, Qualinesti.
Kith-Kanan caminaba bajo las sombras de los robles. Estaba teniendo un sueño realmente extraordinario. Los sueños son, por lo general, algo insustancial, destellos fugaces en los ojos de la mente. Este, por el contrario, resultaba magnífico. Los aromas, los sonidos y las texturas del bosque lo rodeaban por doquier. El viento susurraba entre las hojas, allá en lo alto. Oía las llamadas de los pájaros y el rumor de pequeños animales al escabullirse entre las hojas muertas en el suelo. La luz del sol trazaba relucientes dibujos en el aire. Extraordinario. Realmente extraordinario.
—No tanto.
Kith-Kanan se detuvo, como si hubiera echado raíces.
Recostada contra un árbol, a menos de cinco pasos, estaba su primera esposa y gran amor de su vida.
—¡Alaya! —exclamó—. Acudes a mi maravilloso sueño.
—Esto no es un sueño, Kith.
Ella se apartó del árbol y se acercó hacia él. Los verdes ojos, el oscuro cabello, las pinturas faciales kalanestis; todo era tan real… Mientras ella observaba con detenimiento el rostro de Kith-Kanan, él se recreó en todos y cada uno de sus rasgos.
—Esto no es un sueño —repitió Alaya—. Estás en el brumoso reino intermedio que separa la luz de la vida de la oscuridad de la muerte. Nuestro hijo te golpeó con un mazo enano, pero no fue su voluntad la que puso el arma en sus manos. Tu otro hijo se valió del Amuleto de Hiddukel para quitárselo de en medio, y a ti con él. —La tristeza le oscureció los ojos.
»Nadie podía impedir que tuvieras este destino, esposo mío, pero he regresado para contarte todo esto. Tu hijo Ulvian no debe sentarse en el Trono del Sol. Ha abierto su alma al mal para llevar a cabo su ambición, y provocará la muerte y la ruina de millares de seres si no se lo detiene.
Kith-Kanan desvió la mirada de su rostro y contempló el sereno bosque, sintiéndose muy lejos, totalmente desligado, de la terrible historia que le acababa de relatar. No se sentía como si hubiese recibido un golpe demoledor; en lugar de ello, se sentía joven y fuerte, como lo había sido cuando conoció a Alaya. Tomó, titubeante, la mano de la elfa en la suya. Era cálida y estaba tostada por el sol, y las puntas de los dedos tenían un delicado tono verde.
—¿Cómo es posible, amor mío? ¿Cómo puedo estar aquí contigo?
Ella levantó la otra mano y le acarició la mejilla.
—Los dioses a los que adoras no se inmiscuyen en el flujo y reflujo de la vida. Se mantienen aparte, y dejan que siga su propio curso. Pero este lugar, y mi existencia, no forman parte de la vida y la muerte. El poder gobierna aquí en un eterno equilibrio con el Caos. Ahora, como una merced hacia mí, el poder me ha permitido verte y contarte la verdad.
—¿Qué es ese poder? —inquirió, y luego apretó la mano de la elfa contra sus labios.
—No puede definirse, como una flor o un animal. Es la propiedad del orden en todas las cosas, lo opuesto al Caos. Es todo cuanto puedo decir.
El viento susurró entre los robles. Kith-Kanan cogió de la mano a Alaya.
—¿Quieres pasear conmigo? —preguntó dulcemente.
Ella accedió con una sonrisa. Mientras caminaban despacio sendero adelante, él se preguntó en voz alta:
—¿Estaré siempre contigo?
El verde musgo amortiguaba sus pasos, y el viento alborotaba el largo cabello de Kith-Kanan.
—Mientras me recuerdes, estaré contigo —contestó la elfa—. Pero no puedes quedarte aquí mucho más tiempo. Ahora mismo, mientras hablamos, una frialdad progresiva se apodera de tu cuerpo mortal. Debes regresar y contar la verdad de tu muerte a aquellos a los que amas y en los que confías.
—¿Mi muerte? —Kith-Kanan reflexionó sobre esa idea, que por lo general era tan aterradora—. He visto morir a mucha gente por todo tipo de causas. ¿Es triste estar muerto?
Alaya se encogió de hombros y respondió con su habitual rudeza:
—No lo sé. Nunca he estado muerta.
Él no pudo menos que sonreír.
—Es verdad. Sin embargo, no estoy asustado. Quizás encuentre a todos aquellos que se fueron antes que yo. Mi padre, Sithel. Mi madre, Mackeli, Suzine…
Un gran peñasco apareció en el sendero, obstruyéndolo totalmente. Kith-Kanan tocó la roca; notó el liquen bajo sus dedos, y observó el reguero de diminutas hormigas negras que marchaban por ella como soldados conquistando un pico de montaña.
—Este es el fin, ¿no es así? —dijo mientras se volvía a mirarla.
—El fin de tu tiempo aquí. —Alaya lo contempló con expresión solemne—. ¿Estás triste, Kith?
Él sonrió.
—No. Te dije adiós hace mucho tiempo. Este rato contigo ha sido un regalo maravilloso. Sería un ingrato si me sintiera triste.
Kith-Kanan se inclinó y besó a Alaya dulcemente. Ella le devolvió el beso, pero su imagen ya empezaba a tornarse imprecisa. Sin decidirse a poner fin a este momento, deseando alargarlo un poco más, Kith-Kanan susurró sobre su boca:
—Adiós, amor mío. Adiós…
El bosque se convirtió en paredes de oscura madera y vigas. El dolor inundó sus miembros, y Kith-Kanan dejó escapar un gemido. Algo le presionaba la mejilla. Abrió los ojos y entonces reparó en que su hija le estaba besando la cara.
—¡Por Astra! —exclamó Verhanna mientras se echaba hacia atrás—. ¡Has despertado!
—Sí. —Dioses misericordiosos, sentía la garganta como si la tuviera en carne viva—. Agua —jadeó.
—¿Agua? —Verhanna parecía angustiada—. ¿Te serviría un poco de néctar?
La guerrera tenía a su lado una botella de néctar de la que al parecer, había estado bebiendo. Kith-Kanan asintió con un gruñido, y la joven le llevó la botella a los resecos labios con cuidado.
—Ah. Hija, haz que entre alguien. Testigos. Tam, los guardias, cualquiera… Cuanto antes.
Verhanna gritó pidiendo ayuda, y los guardias abrieron la puerta al instante.
—¡Aprisa, ve en busca de Tamanier Ambrodel! —ordenó a uno de los soldados—. Los demás, acercaos aquí. ¡El Orador tiene algo que decir y quiere que lo oigáis!
Siete guerreros entraron en el modesto dormitorio. Verhanna incorporó a su padre y le puso una almohada en la espalda para que así pudiera ver a los soldados. Luego llevó de nuevo el néctar a sus labios.
—Mis buenos guerreros —dijo el Orador con voz enronquecida. El grueso vendaje blanco que le cubría la espantosa herida de la frente no ocultaba sus ojos inyectados de sangre—. Estas son mis últimas órdenes. —Los soldados se inclinaron hacia adelante para no perder una sola palabra.
»Mi hijo es inocente. Silveran no es… responsable… de mi muerte —afirmó sin apenas fuerzas.
Los guardias intercambiaron miradas de desconcierto. Verhanna, sin reparar en las lágrimas que habían empezado a correr otra vez por sus mejillas, instó:
—Continúa, padre.
—Estaba embrujado… por el amuleto de ónix. El maligno talismán hizo un trato con… Ulvian.
El desconcierto dejó paso rápidamente a la ira. Murmurando entre dientes, los guerreros toquetearon las empuñaduras de sus espadas.
—Ulvian morirá por esto, padre. ¡Lo juro! —dijo Verhanna. Los soldados secundaron su promesa.
—¡No! —se opuso Kith-Kanan firmemente—. ¡Lo prohíbo! Pocos son… los mortales que pueden resistirse a las complacientes palabras… de Hiddukel. Ulvian… —Lo interrumpió un fuerte golpe de tos, y la sangre empezó a manar de nuevo bajo el vendaje; un hilillo rojo escurrió por su cara—. No le… hagáis daño. ¡Por favor!
Verhanna enterró el rostro en el pecho del Orador.
—¡Padre, no te mueras! —suplicó.
—No tengo… miedo. Silveran… ¿está bien?
La guerrera alzó la cara mojada de lágrimas.
—¡Sí, sí! Ha perdido su magia, pero vuelve a ser el mismo. ¡La locura lo ha abandonado!
—Quiero… verlo.
Verhanna ordenó a un guardia que fuera en busca de Silveran. Pasaron largos minutos sin que el soldado regresara, así que la joven envió a otros dos. Tras una espera interminable, al ver que tampoco volvían y que los párpados de Kith-Kanan empezaban a cerrarse, Verhanna se incorporó y salió del cuarto como una tromba. Más adelante, en el corredor, ante la puerta de la habitación de Silveran, encontró a los tres guardias que había enviado en su busca y a los tres que había ordenado vigilar al príncipe encadenado. También estaba Ulvian. La mitad de los guerreros clamaba por la sangre de éste, y la otra mitad lo protegía.
—¡Apartaos! —gritó Verhanna mientras empujaba a los soldados a derecha e izquierda—. ¡El Orador quiere ver a su hijo!
—Iré ante él —se apresuró a decir Ulvian.
—¡Tú, no! ¡Silveran!
—¡Pero es un asesino!
—¡Sabemos la verdad! —gritó Verhanna mientras apuntaba con el índice a su hermano—. Conspiraste para destruir a Silveran y así reclamar el trono para ti. ¿También planeaste la muerte de nuestro padre?
La guerrera desenvainó la espada, y los guardias retrocedieron un paso, dejando a hermana y hermano frente a frente.
—Deseo tanto acabar contigo que sería capaz de… —Se interrumpió y logró dominarse—. ¡Pero padre lo ha prohibido! ¡Quítate de mi vista antes de que olvide la promesa que le hice!
Envainó la espada y abrió la puerta. Sacó a Silveran a toda prisa, y ella y su hermanastro regresaron a todo correr por el pasillo. Más despacio, los siguieron Ulvian y los guardias.
Verhanna cruzó como una exhalación la puerta abierta del cuarto de Kith-Kanan. Los cuatro guerreros que se habían quedado estaban arrodillados alrededor del lecho del Orador, que tenía los ojos cerrados. Verhanna no tuvo que preguntar: Kith-Kanan había muerto.
Tamanier Ambrodel, con el cabello revuelto y el manto ladeado, lloraba sin recato a los pies de la cama del Orador.
—Llegué tarde —sollozó.
El sargento de guardia miró a Verhanna.
—Te llamó, señora —dijo con voz estrangulada—. Y a alguien llamado Alaya.
La guerrera tenía que domeñar su dolor; al menos, de momento. Era de vital importancia que los deseos de su padre se cumplieran.
—¿Oísteis todos lo que me dijo antes de morir? —inquirió.
—Si, señora —respondió el sargento.
Los otros guardias juraron que habían oído también las palabras del Orador. De forma concisa, Verhanna informó a Tamanier del complot de Ulvian contra Silveran.
Luego hizo entrar a su hermanastro, y los guardias se pusieron en pie.
—El Orador de los Soles ha muerto —declaró la capitana con voz quebrada—. ¡Larga vida al Orador Silveran!
—¡Larga vida al Orador Silveran! —corearon los guerreros.
El semblante de Silveran tenía una expresión intensa mientras intentaba entender y asimilar lo que pasaba.
—Majestad —añadió Tamanier, que hizo una reverencia al nuevo y joven monarca.
—¿Dónde está Ulvian? —preguntó Verhanna de repente. Su hermano no se encontraba en la habitación del Orador ni en el pasillo.
—¿Lo busco, señora? —inquirió el sargento de guardia.
—Eso debe decidirlo el Orador —repuso la guerrera suavemente, al tiempo que ponía una mano sobre el hombro de Silveran.
Los soldados lo miraron expectantes. Los ojos del nuevo Orador denotaban sosiego. Volvió la mirada hacia su padre.
—Dejad que Ulvian se marche —dijo.
Ahora que había cumplido su deber para con Kith-Kanan, Verhanna dejó que sus piernas temblorosas se doblaran, se arrodilló junto al cuerpo de su padre, y rompió a llorar desconsoladamente. Lo había amado y respetado con una intensidad tal que rayaba en la adoración. No podía soportar la idea de que hubiera muerto, de que nunca volvería a ver su rostro, ni a oír su voz, tomándole el pelo por su seriedad. Su hermano avanzó hasta detenerse detrás de ella, y le puso las manos en los hombros, estremecidos por los sollozos.
—Te necesito, Hanna —susurró Silveran en tono quedo, para que sólo ella lo oyera—. Necesito tu ayuda para gobernar Qualinesti.
Verhanna apartó los ojos con esfuerzo del inmóvil semblante de su padre y alzó la vista al solemne rostro del nuevo Orador de los Soles. Kith-Kanan había estado en lo cierto: Silveran, en un tiempo conocido como Manos Verdes, sería un excelente gobernante. Era bondadoso, amable e incorruptible.
Su voz temblaba, pero las palabras llegaron a todos los que estaban en la habitación cuando pronunció el mismo juramento antiguo que en otra ocasión había hecho ante su padre:
—Eres mi Orador. Eres mi señor y soberano, y te obedeceré aun a costa de mi vida.
Con las manos de Silveran todavía sobre sus hombros, Verhanna se puso lentamente de pie. Los guardias rodearon el lecho de Kith-Kanan y se acercaron para levantarlo. Conforme a un antiguo rito, un Orador muerto debía ser llevado al Templo de Astra para entonar plegarias y llevar a cabo la ceremonia de purificación.
—Alto —ordenó Silveran, y Verhanna sufrió un sobresalto. Por un instante, su imperiosa voz había sonado exactamente igual que la de su padre. Silveran levantó una mano en un gesto autoritario; una mano que ya no era verde—. Esto me corresponde hacerlo a mí —declaró.
Con gran ternura, levantó a Kith-Kanan en sus brazos y lo llevó por la escalera central hasta la sala de recibimiento. Verhanna caminaba detrás de él y a su derecha, y los guerreros los seguían en fila.
Al pie de la escalera de madera de cerezo se encontraba todo el personal de servicio, hasta el más humilde criado. Todos lloraban abiertamente, e inclinaban las cabezas cuando el cadáver de Kith-Kanan, fundador y primer Orador de Qualinesti, pasaba ante ellos. El pobre Tamanier Ambrodel iba sostenido por el fuerte brazo de su hijo Kemian.
El anciano chambelán estaba tan embargado por la pena que apenas podía sostenerse en pie, pero aún tenía una última tarea que llevar a cabo por su viejo amigo y soberano. Cuando Silveran, con su triste carga, llegó al final de la escalinata, Tamanier alzó la mano derecha y señaló al grupo de heraldos que aguardaban junto a la puerta principal.
Los heraldos abrieron las dobles puertas y, corriendo como el rayo a través de la plaza, se dispersaron por toda la ciudad. Mientras el segundo Orador de los Soles salía al exterior y a la luz de un nuevo amanecer, sus voces pudieron oírse anunciando la triste nueva.
El Orador Silveran se detuvo y parpadeó al sentir en los ojos la brillante luz. Verhanna se sintió vacilar cuando, una tras otra, las grandes campanas de toda la ciudad de Qualinost enmudecieron.