18
Sueños de ónix

En un pequeño cuarto adyacente al dormitorio del Orador, Silveran yacía dormido en un simple catre de mantas extendidas sobre el duro piso de baldosas. Estaba demasiado acostumbrado a dormir en el suelo para sentirse cómodo en el blando lecho. Cada noche de la semana que llevaba en Qualinost, había tirado la ropa de cama al piso y había pasado la noche allí.

Como a menudo ocurre con quienes tienen la conciencia tranquila, se dormía enseguida y pasaba la noche sumido en sueños inocentes sobre los bosques donde había nacido. Los bruscos cambios acaecidos en su corta vida apenas se habían grabado en su subconsciente, y Silveran aún no soñaba con la gloria o el poder o la veneración de la gente.

Los únicos aspectos perturbadores de sus sueños hasta el momento eran las imágenes de sus hermanastros, Verhanna y Ulvian. No lo amenazaban, pero se sentía vagamente inquieto cada vez que aparecían. Incluso el inocente Silveran percibía la hostilidad de Ulvian, y no sabía qué pensar del extraño comportamiento de Verhanna. Algunas veces se enfadaba con él sin ningún motivo.

Te ama, susurró una voz en sus sueños.

Como si fuera un niño, Silveran acogió aquella voz como algo normal, una parte integrante de su mundo onírico.

—Yo también la quiero —respondió sinceramente—. Y quiero a Rufus y a mi padre.

Yo podría haber amado, susurró la voz, pero me quitaste la vida.

Silveran frunció el entrecejo y rebulló inquieto.

—¿Quién eres? ¿De qué modo te he hecho daño?

Un rostro se precipitó hacia él en los ojos de su mente. Con la piel de un color blanco marmóreo en sus hundidas mejillas, lo contemplaba fijamente, con una mirada funesta en sus grises ojos turbios. Su boca estaba abierta, la mandíbula colgando floja, y su aliento apestaba a putrefacción y a tumba.

Silveran exhaló un suave grito y se despertó. Tras unos segundos de desorientación, cayó en la cuenta de que estaba en la casa del Orador. Soltó un suspiro de alivio. La manta que lo tapaba se retorció como si estuviera viva. Silveran agarró el embozo de satén y lo sostuvo fuerte contra su pecho. La manta se alzó en un movimiento ondulante que se inició en sus pies, siguió por las piernas y llegó hasta su cintura. El elfo la apartó a un lado para ver qué la hacía levantarse. Esta vez, Silveran lanzó un grito mucho más fuerte, pues debajo de la manta, flotando a un palmo de su nariz, estaba el rostro de su sueño, una cabeza separada del cuerpo.

Me mataste, susurraron los pálidos labios. Era Drulethen del Pico Roca Negra, tú me asesinaste.

—¡No! ¡Maté a un monstruo! ¡Fue una noble acción!

La cabeza flotó más cerca. Silveran alzó las manos para protegerse. A trompicones, huyó del cuarto a gatas.

La puerta que conectaba con el dormitorio del Orador no estaba atrancada, y Silveran la abrió con un golpetazo. Al oír los gritos de su hijo, Kith-Kanan se sentó en su cama; junto al lecho, una lámpara mágica con forma de un pequeño pino plateado se encendió al punto.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Le llevó un par de segundos reparar en Silveran que se acurrucaba a los pies de su cama.

—Muchacho, ¿qué te ocurre? —preguntó adormilado.

—¡Haz que se vaya! —Silveran hundió el rostro en las cortinas, rojo oscuro, que colgaban de las esquinas del lecho de Kith-Kanan—. ¡No era mi intención hacerlo! ¡No lo sabía!

El Orador se levantó y se puso una ligera bata de algodón. Se anudó el cinturón y se arrodilló junto a su tembloroso hijo.

—Dime qué te asusta —pidió, al tiempo que retiraba con suavidad los dedos de Silveran, crispados sobre la cortina.

El joven relató su sueño con palabras entrecortadas, incluyendo que había visto el rostro del hechicero que había matado en el Pico Roca Negra.

—Sólo era un mal sueño…, una pesadilla —susurró Kith-Kanan con tono apaciguador. Acarició el cabello de su hijo, empapado de sudor—. No llegaste a ver a Dru en su forma humana, ¿verdad?

—Pero me desperté y todavía estaba allí —insistió Silveran—. En mi sueño, tenía un aspecto corriente…, tan delgado y débil… ¿El wyvern era realmente ese hombre?

—En efecto, hijo, pero el hechicero no es más que ceniza y polvo ahora. No puede hacerte daño.

Mientras hablaba, Kith-Kanan trató de hacer caso omiso de su propio temor. El vínculo entre Drulethen, el hechicero, y Dru, la manifestación del dios Hiddukel, cobró importancia en su mente. No quería ver enemigos y conspiraciones detrás de cualquier esquina y en cada sombra, pero rara vez podía hablarse de coincidencias en asuntos donde los dioses estaban involucrados.

Era una escena extraña, el padre consolando a su hijo completamente crecido, acunando al sollozante Silveran en sus brazos. El alboroto había llegado a los agudos oídos de Tamanier Ambrodel, cuyos aposentos estaban a corta distancia, un poco más adelante del corredor. El despeinado elfo apareció en la puerta del cuarto del Orador, con un candelabro en la mano.

—Señor…

—No pasa nada, Tam —aseguró Kith-Kanan mientras hacía un ademán—. Mi hijo ha tenido una pesadilla.

—¡Lo maté! —sollozaba Silveran.

Turbado, Tamanier se retiró discretamente. Desde luego, el príncipe parecía estar más sobreexcitado de lo que podía justificar una pesadilla.

Finalmente el terror de Silveran disminuyó, y el príncipe pudo recobrar la compostura. Kith-Kanan le ofreció acompañarlo a su cuarto y quedarse un rato con él, pero su hijo rehusó volver a su habitación.

—Preferiría dormir aquí, contigo —dijo, señalando el duro suelo, al pie del lecho.

Con una leve sonrisa, Kith-Kanan asintió. A su mente acudió el lejano recuerdo de muchos siglos atrás, el árbol hueco en que él había vivido con la madre de Silveran, Alaya, y con su hermano, Mackeli. También ellos habían dormido en el duro suelo.

Kith-Kanan se echó otra vez en la cama. Escuchó largo rato, pero el único ruido que oyó era la leve y regular respiración de Silveran. El Orador reflexionó sobre el misterio de Dru y qué significado podría tener la coincidencia de nombres. ¿Acaso Drulethen era en realidad el dios Hiddukel disfrazado? ¿Estaría el dios de los tratos fraudulentos atormentando los sueños de Silveran?

En la casa del Orador rondaba un fantasma.

Este era el rumor que corría de boca en boca por los mercados y las torres de Qualinost en los días siguientes. El extraño hijo que el Orador había traído de las montañas sufría el acoso de un espantoso espectro, una cabeza sin cuerpo. El caso hacía temblar a la gente sencilla que, sin embargo, repetía la historia. Era horripilante, pero también fascinante.

Nadie más había visto al fantasma… Sólo el príncipe Silveran era atormentado por él. El espectro no se le aparecía a menos que estuviera solo, y entonces lo perseguía sin descanso. El robusto elfo perdió pronto el color y la vitalidad, pues el vengativo espíritu le impedía conciliar el sueño.

Verhanna y Rufus se impusieron a sí mismos la tarea de estar siempre con Silveran, ya que el fantasma nunca se aparecía cuando había otros. Durante un tiempo, la estrategia funcionó. Con su hermanastra y el kender siempre pendientes de él, la salud de Silveran mejoró. Luego, tras muchas semanas de disfrutar de esta feliz compañía, el acoso cambió.

Verhanna, Silveran y Rufus se encontraban en el jardín que había detrás de la casa del Orador. Habían hecho colocar un saco relleno de paja, y la guerrera estaba enseñando a Silveran cómo disparar una ballesta. Con el paso del tiempo, Verhanna había sido capaz de aceptar al elfo como lo que era: su hermanastro, y probablemente el próximo Orador de los Soles. Había llegado a disfrutar de su compañía inmensamente.

Rufus iba y venía al trote, recogiendo las saetas que salían desviadas. Era una tarde cálida y apacible, con nubes grises que se movían rápidamente, empujadas por el viento, persiguiendo los últimos retazos de verano sobre el horizonte occidental. Los árboles empezaban a mostrar un atisbo del lustre otoñal.

Sonó el golpe seco de una saeta al clavarse, vibrante, en la diana. Verhanna bajó la ballesta que tenía apoyada contra el hombro. Llevaba una túnica roja, sin mangas, y pantalones blancos de una tela fina. Iba calzada con unas elegantes zapatillas rojas, bordadas con hilos de oro. Eran un regalo que le había hecho Rufus para su cumpleaños, una semana atrás.

—¿Ves? —dijo con tono animoso—. No es tan difícil. Incluso Verruga es capaz de disparar una ballesta.

—Nosotros, los kenders, pensamos que los arcos son cobardes —replicó Rufus, altanero—. La honda es un arma de verdad. ¡Se necesita una gran pericia para utilizarla!

—¡Una honda, ja! Las hondas son juguetes para niños —se mofó Verhanna.

Silveran estaba sentado en un banco de mármol, tallado hábilmente para parecer un árbol caído. Había realizado unos cuantos disparos a la diana, pero las saetas siempre salieron desviadas. No lo entendía, pero su falta de acierto no parecía importarle. Por el contrario, a Verhanna le molestaba.

—Tienes unos ojos tan penetrantes como un halcón. ¿Por qué no consigues acertar la diana? —se quejó.

—Las armas no funcionan bien en mis manos —contestó Silveran al tiempo que se encogía de hombros—. No sé por qué.

—Tonterías. Las dotes de un guerrero son innatas en nuestra familia. —Puso la ballesta en las manos de su hermano con brusquedad—. Inténtalo otra vez.

—Como quieras, Hanna.

Silveran colocó una saeta en la caja del arma. Verhanna se colocó a su izquierda, mientras que Rufus se ponía a su derecha. Silveran alzó la ballesta en horizontal hasta que tuvo en línea con los ojos el punto de mira instalado al extremo de la caja.

Asesino

Silveran bajó la ballesta y sacudió la cabeza, con el entrecejo fruncido. Verhanna le preguntó qué pasaba.

—Nada —dijo mientras levantaba el arma otra vez.

Asesino…

El elfo de dedos verdes conocía demasiado bien esa voz. Aferrando la ballesta con fuerza, Silveran intentó concentrarse en la diana, borrar cualquier otra idea de su mente. El espectro de Dru no lo había molestado desde hacía más de un mes. Había pasado el tiempo con Verhanna y Rufus, o aprendiendo de su padre las cosas que necesitaba saber como príncipe heredero de Qualinesti. Tenía los días muy ocupados, y las noches habían discurrido tranquilas desde que Rufus empezó a dormir en una pequeña cama en su cuarto.

Sin embargo, a pesar de su empeño en hacer caso omiso, el hueco sonido de la voz de Dru llenó sus oídos:

Asesino. Tú me mataste.

Silveran giró en redondo, haciendo ondear su verde atuendo, y buscó el terrible rostro que sabía estaría flotando cerca. Rufus se tiró al suelo cuando la punta de la saeta de la ballesta cargada pasó frente a él al girar el elfo.

—¡Eh! —gritó—. ¡Mira dónde apuntas con eso!

Lo único que el hijo del Orador oía era el fantasmal susurro de un elfo largo tiempo muerto. Giró en círculo hasta localizar la espantosa cabeza suspendida en el aire, justo un poco más arriba del nivel de sus ojos. El semblante del perverso hechicero estaba aún más putrefacto ahora que cuando lo había visto por última vez. La nariz se había hundido, los ojos eran negras cuencas oculares. El hedor a muerte y putrefacción penetró en la nariz de Silveran. El joven sintió un ahogo, y apuntó la ballesta a la imagen del elfo muerto.

—Silveran, no dispares —dijo Verhanna sin alterar la voz.

La saeta la estaba apuntando directamente a la frente, a menos de dos metros de distancia. Unas gotitas de sudor aparecieron sobre su labio superior.

—¡No dispares a la capitana! —Rufus, todavía tendido en el suelo, sumó su ruego al de ella.

—Vete —pidió Silveran con voz trémula—. ¡Déjame en paz!

—No soy Drulethen —declaró Verhanna. Con las manos extendidas ante sí, la guerrera dio un paso hacia adelante. Siguió hablando con voz sosegada, apaciguadora—. Aparta la ballesta, Silveran. Soy yo, Verhanna. Tu hermana.

En la aterrorizada mente de Silveran, las palabras eran diferentes:

Se acaba el tiempo, asesino. Cuando la última carne se pudra en mis huesos, vendré a vengar mi muerte. ¡Ya queda poco tiempo! ¡Mira el rostro de tu muerte!

De la piel del elfo muerto salían gusanos; la mandíbula inferior se desprendió y desapareció, dejando una espantosa calavera que lo miraba con una mueca maliciosa. Silveran cerró los ojos y gritó pidiendo clemencia. Su mano se crispó sobre el disparador.

Verhanna se lanzó hacia adelante y apartó la ballesta a un lado de un golpe. La saeta salió disparada y, zumbando, fue a enterrarse en una rama alta. Silveran gritó y forcejeó con Verhanna, pero la guerrera consiguió inmovilizarlo en el suelo.

—¡No, no! —chilló—. ¡Siento haberte matado! ¡No me hagas daño, Dru! ¡No quiero morir! —Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Guardias, sirvientes y Tamanier Ambrodel llegaron corriendo al jardín, alarmados por los gritos. Los guardias sujetaron a Silveran después de que Verhanna lo levantara del suelo. El príncipe sollozaba al tiempo que gemía algo sobre perdón y su propia inocencia.

—¿Lo dejasteis solo? —preguntó Tamanier—. ¿Volvió a ver al fantasma?

—No nos apartamos de él un solo momento —protestó Rufus—. Mi capitana y yo le estábamos enseñando a disparar una ballesta.

Tamanier se volvió rápidamente hacia Verhanna.

—¿Visteis algo siniestro, alteza?

La guerrera se sacudió el polvo de las rodillas y sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—No vi ni oí a nadie, salvo a Silveran.

—Casi le disparó a mi capitana —soltó el kender de buenas a primeras.

—Cierra el pico, Verruga.

—El Orador debe saber esto. —La expresión de Tamanier era seria. Cerró sus arrugadas manos y las apretó contra los labios—. Disculpadme, alteza.

—¿Qué quieres decir? —se encrespó Verhanna.

—Su alteza podría tener la mente trastornada.

—¡Vas demasiado lejos, chambelán! —Los ojos de la guerrera echaban chispas—. ¡Si mi hermano dice que ve un fantasma, entonces, por Astra, que hay un fantasma!

—No era mi intención ofenderos, alteza…

—¡Bueno, pues me has ofendido!

Los guardias sostuvieron a Silveran mientras lo llevaban de regreso a la casa del Orador. Tamanier hizo una reverencia y, con el semblante pálido, los siguió.

Rufus recogió la ballesta tirada y le limpió el polvo.

—Mi capitana, el viejo carcamal podría tener razón, ¿sabes?

—¡No empieces tú también con lo mismo, escandaloso escarabajo! —increpó Verhanna mientras sacudía el índice frente a la nariz el kender.

Rufus se dio media vuelta y fue hacia la casa dando patadas. Temblando de rabia, Verhanna lo siguió con la mirada un instante; luego cogió una saeta olvidada y la rompió sobre su rodilla. Arrojó los dos trozos a un lado y se interno en el jardín. Poco después se perdía de vista a medida que se abría paso entre los arbustos y descendía por la suave loma, en dirección a la zona más recóndita del tranquilo jardín.

Desde una ventana de la casa del Orador que daba a la parte alta del jardín, Ulvian había presenciado toda la escena. Sonrió. Se alegraba de que sus habitaciones tuvieran una vista tan excelente.

Los sanadores fueron llamados a la casa del Orador; las sacerdotisas de Quen acudieron y realizaron sus encantamientos sobre Silveran, todo ello sin éxito. Los clérigos dedicados al culto de Mantis y Astra llevaron a cabo conjuros protectores alrededor del atormentado hijo de Kith-Kanan, pero, aun así, el espantoso rostro de Drulethen lo hostigaba. Y sólo a él.

El Orador se reunió con clérigos y sanadores.

—¿Mi hijo está embrujado? —preguntó con solemnidad.

La sacerdotisa mayor de Quen, una silvanesti llamada Aytara, respondió en nombre de todos:

—Hemos realizado conjuros curativos sobre vuestro hijo, gran Orador, y no han surtido ningún efecto. Los buenos hermanos de Mantis han levantado barreras para no dejar entrar elementales y espíritus malignos, pero él sigue viendo al espectro. —Sus grandes ojos, de un color azul claro, mantuvieron con firmeza la mirada en Kith-Kanan—. El príncipe Silveran no está afectado por la magia de un mortal, gran Orador.

—Entonces ¿qué? —demandó.

Aytara miró de soslayo a sus silenciosos colegas.

—Hay dos posibilidades, majestad —dijo luego—. Ambas son desagradables.

—Habla con franqueza, señora. Quiero saber la verdad.

—Existen pócimas, venenos, que pueden corroer la mente. Puede que a vuestro hijo se le haya dado una de esas pócimas.

Kith-Kanan sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Silveran y yo tomamos los mismos alimentos. Nadie sabe cuál de nosotros comerá o beberá de los platos y copas servidos. Y yo no he experimentado esas visiones. No puede ser veneno.

—Muy bien. La última posibilidad es que vuestro hijo haya perdido la razón.

Un silencio gélido, terrible, siguió a esta declaración.

Kith-Kanan apretó los brazos de su trono de vallenwood con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Que mi hijo, mi heredero, está loco?

La sacerdotisa no respondió. Al Orador se le ocurrió una idea.

—Mi hijo demostró en el pasado tener dotes mágicas —aventuró—. ¿Puede ese poder ser utilizado con el fin de ayudarlo?

—Tiene, efectivamente, un gran poder, pero carece del más mínimo adiestramiento. Sin el estudio y la práctica adecuados, no puede utilizar esos poderes para ayudarse a sí mismo. —La expresión de Aytara era triste.

Kith-Kanan miró a los demás, uno por uno. Todos ellos agacharon la cabeza y guardaron silencio al no tener ninguna otra sugerencia que ofrecer.

—Idos —ordenó el Orador con voz cansada—. Agradezco vuestros esfuerzos. Marchaos.

Con muchas reverencias y saludos ostentosos, los sanadores y los clérigos dejaron solo a Kith-Kanan. El Orador se volvió para mirar por una de las ventanas. Sólo Tamanier permanecía en la sala.

—Mi viejo amigo —le dijo Kith-Kanan—, ¿qué voy a hacer? Casi estoy convencido de que los dioses me han maldecido, Tam. He enterrado a dos esposas, he descubierto que uno de mis hijos era un criminal y que el otro puede estar loco. ¿Qué voy a hacer?

Al otro extremo de la pequeña sala, el anciano chambelán inhaló hondo.

—Quizás el joven Silveran haya tenido problemas siempre —sugirió—. Después de todo, el principio de su vida y su nacimiento no fueron naturales, y sus poderes son agrestes e incontrolados.

El Orador se hundió en el trono. Sentía todos y cada uno de los días de sus quinientos y pico años de vida pesando como piedras en los pliegues de su vestimenta, o como largas y gruesas cadenas cargadas sobre sus hombros.

—Seguí todas las señales —musitó—. ¿Ha sido todo una espantosa burla? No, no es posible. Silveran tiene que ser mi heredero, lo sé. Pero ¿cómo podemos curarlo? No puedo poner la corona en manos de un demente.

—Señor —dijo Tamanier—, no me gusta sacar esto a colación, especialmente ahora. Pero el príncipe Ulvian desea hablar con vos.

—¿Cómo dices, Tam? —preguntó el Orador, que salió con cierto sobresalto de las profundas reflexiones en las que estaba sumido.

—El príncipe Ulvian ha pedido veros, señor.

El Orador puso en orden sus ideas, e hizo un gesto de asentimiento.

—Muy bien, hazlo pasar.

Tamanier abrió las puertas. Un remolino de viento, procedente del pórtico exterior, empujó un puñado de hojas muertas que revolotearon caprichosamente sobre el pulido suelo de madera de la sala. El chambelán hizo entrar al príncipe Ulvian y después se marchó, cerrando las puertas tras él en silencio.

—Orador —saludó Ulvian mientras hacía una profunda reverencia.

Kith-Kanan le indicó que se acercara con una seña. Ulvian tuvo que dar veinte pasos para cruzar la sala de audiencias. En los meses transcurridos desde su regreso de Pax Tharkas y del Pico Roca Negra, el príncipe había cambiado de aspecto y comportamiento de manera radical.

Habían desaparecido los extravagantes puños de puntillas, las ropas de vivos colores y escandalosamente caras. Ulvian vestía ahora túnicas sencillas de terciopelo, de color azul, negro o verde, con pantalones a juego y botas negras cortas. Los pesados collares y los anillos con llamativas gemas habían sido reemplazados por una simple cadena de plata de la que colgaba un camafeo con una miniatura de su madre. Se había dejado crecer el pelo, más a la moda elfa, y se había afeitado la barba. Salvo por su ancha mandíbula y los ojos redondos, podría haber pasado por un elfo de pura sangre.

—Padre, quiero que me mandes a otro sitio —dijo, tras hacer una segunda reverencia al pie del trono.

—¿A otro sitio? ¿Por qué?

—Creo que es el momento de que complete mi educación. He perdido mucho tiempo en placeres frívolos, y hay muchas cosas que deseo aprender.

Kith-Kanan se sentó más erguido. Esta curiosa petición lo intrigaba.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó.

—Había pensado en Silvanost.

El Orador enarcó las cejas.

—Ulvian —repuso con un tono suave—, eso es imposible. Sithas jamás lo permitiría.

Ulvian adelantó otro paso. Las punteras de sus botas tocaron la base del trono de vallenwood.

—Pero quiero aprender de los sabios elfos del este, en los templos más antiguos del mundo. Sin duda, el Orador de las Estrellas no se opondría a que alguien de su familia…

—Es imposible, hijo mío. —Kith-Kanan se inclinó hacia adelante y posó una mano en el hombro de Ulvian—. Eres semihumano. Los silvanestis jamás te darían la bienvenida.

El príncipe se encogió sobre sí mismo, como si su padre lo hubiese abofeteado.

—¡Entonces envíame a Thorbardin, o a Ergoth! ¡A cualquier parte! —exigió el príncipe con desesperación.

—¿Por qué quieres marcharte tan de repente?

Ulvian agachó la vista ante la inquisitiva mirada del Orador.

—Ya…, ya te lo he dicho, padre. Quiero completar mi educación.

—No me estás diciendo la verdad, hijo —afirmó Kith-Kanan.

—Está bien, quiero marcharme de esta casa. ¡No lo aguanto más! —Se soltó de la mano de su padre de un tirón.

—¿A qué te refieres?

Ulvian toqueteó, nervioso, el estrecho fajín gris. Finalmente, se dio media vuelta, dando la espalda al Orador.

—Sus gritos me tienen despierto toda la noche —declaró con voz tensa—. Lo…, lo oigo deambular por los pasillos, gimiendo. No lo soporto, padre. Sé que es tu heredero legítimo, y no puedo esperar que lo mandes lejos de aquí, así que pensé en marcharme yo.

Kith-Kanan se levantó y se acercó a su hijo.

—Tu hermano está enfermo —dijo—. Si te sirve de consuelo, tampoco a mí me deja dormir. —Las oscuras ojeras de Kith-Kanan demostraban la verdad de su aserto—. Quisiera que te quedaras y ayudaras a Silveran, Uli. Necesita un buen amigo.

El príncipe, sobriamente vestido, se arrodilló y recogió un puñado de hojas ocres y rojas del suelo. Lentamente, las volvió, como si examinara sus arrugadas superficies.

—¿Los sanadores han dicho si hay alguna posibilidad de que se recupere? —preguntó, sin apartar la mirada de las hojas.

—Ni siquiera están de acuerdo en qué es lo que le pasa —suspiró Kith-Kanan.

Ulvian dejó caer las hojas y se incorporó. Se volvió de cara a su padre.

—Si quieres que me quede, padre, lo haré —dijo con voz queda.

—Gracias, Uli. —El Orador apretó las manos de su hijo con agradecimiento y sonrió—. Tenía la esperanza de que te quedaras.

El príncipe no había pensado en ningún momento hacer lo contrario. De regreso a sus aposentos, Ulvian se pasó los dedos levemente por la pechera de su acolchada túnica. El duro bulto del negro amuleto de ónix estaba allí, metido en una ajustada bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello.

—Mi preciosidad —musitó Ulvian—. ¡Todo va bien! Muy pronto seré el único e indiscutible heredero del trono.

Te lo mereces, mi príncipe, ronroneó el amuleto, sólo audible a los oídos de Ulvian. Juntos, reinaremos.

El príncipe se enfrascó en dar los últimos toques al discurso que haría cuando fuera proclamado heredero del Trono del Sol.