17
Un hogar nunca visto
Ulvian caminaba abriéndose paso con brusquedad entre la abundante hierba que le llegaba a la cintura, y apartando a manotazos las flores cargadas de polen, que volaba en nubes amarillas. Era fácil ver el rumbo que tomaban los pensamientos de su padre. Kith-Kanan se mostraba muy solícito con este advenedizo que afirmaba ser hijo suyo.
Ni una sola vez le había preguntado a Ulvian si se encontraba bien ni cómo le habían ido las cosas con la escoria de Pax Tharkas. Toda su atención era para Manos Verdes. ¡Y el poder que poseía ese elfo! Había derrotado a un wyvern, curado a lord Ambrodel y convocado a un grupo de centauros.
Al príncipe no le importaba si Manos Verdes era realmente su hermano o no. Lo único que le preocupaba era asegurarse de recibir lo que consideraba suyo por derecho: el trono de Qualinost. El príncipe podía ver adónde conducía esta situación: adiós Ulvian, bienvenido Manos Verdes. No era de extrañar que su padre no hubiera insistido en que regresara a Pax Tharkas. ¡Con el elfo en escena, poco importaba adónde iba el príncipe Ulvian!
Para entonces se había hecho de noche, pero la luna roja, Lunitari, había salido y brillaba sobre la planicie florida, iluminándole el camino. Ulvian sabía que su padre y los otros, a lomos de esos locos centauros, lo alcanzarían. No intentaba escapar; simplemente no podía soportar ver a su padre adulando y haciendo zalemas a su supuesto hijo.
¡Ulvian era un príncipe de sangre real, por Astra! Bien, que el Orador intentara favorecer a ese elfo de dedos verdes en detrimento de él. ¡Que lo intentara! Ulvian tenía amigos en Qualinost; amigos poderosos que no permitirían semejante usurpación.
Se paró en seco. El elfo de dedos verdes. Manos Verdes era elfo al ciento por ciento, mitad silvanesti, mitad kalanesti. Humanos, elfos y enanos, todos vivían juntos y en paz en Qualinost ahora, pero siempre existían tensiones entre ellos. Los antiguos prejuicios estaban muy arraigados y eran difíciles de erradicar. ¿Y si Manos Verdes se ganaba el favor de la mayoría de senadores debido a su ascendencia puramente elfa?
Ulvian cayó en la cuenta de que se estaba acariciando la barbuda barbilla. La barba era sólo un signo más de su mestizaje, de la ascendencia humana heredada de la madre que había idolatrado. Si Manos Verdes desapareciera, todo volvería a su cauce.
Entonces, líbrate de él.
Ulvian sacudió la cabeza. Era como si alguien hubiera pronunciado esas palabras en su mente.
Alguien lo ha hecho.
—¡Basta! —dijo en voz alta—. ¿Qué me está pasando? ¿Estoy embrujado?
No, soy yo quien te habla.
—¿Quién eres? —gritó al cielo cuajado de estrellas.
Ya hemos hablado antes. La noche en que Drulethen murió, ¿recuerdas? Me salvaste del fuego.
La voz, baja y suavemente femenina. Ulvian metió una mano bajo su camisa y tocó el amuleto de ónix. Estaba cálido al encontrarse en contacto con su piel. Lo sacó y lo miró fijamente a la luz de la luna roja.
—¿Eres un espíritu atrapado en el amuleto?
Soy el amuleto. En el pasado serví a Drulethen. Ahora te sirvo a ti.
Una lenta sonrisa ensanchó el semblante del príncipe. Sus dedos se cerraron con fuerza en torno al negro talismán.
—¡Sí! Entonces, ¿tu poder es mío?
Lo será con el tiempo.
—Dime qué tengo que… —Ulvian se interrumpió bruscamente al oír un ruido susurrante, como el de muchas piernas al caminar entre la alta hierba. Volvió a guardar el amuleto bajo la camisa.
Un par de centauros sin jinetes aparecieron. El de pelaje negro, que había sido la montura de Ulvian, dijo:
—Hola, primito. Nos enviaron a buscarte. El primo Orador quiere que regreses. ¿Vendrás?
—Sí, iré con vosotros —contestó Ulvian, que los miraba con desagrado.
El centauro se acercó a él, y el príncipe subió a su grupa. Cabalgaron entre la hierba hasta alcanzar al resto del grupo, distante a menos de dos kilómetros. Los otros jinetes iban inclinados hacia adelante, dormidos. Sólo Kith-Kanan permanecía despierto.
—No hay motivo para que huyas, Uli —dijo suavemente—. No te llevo de vuelta para castigarte.
Ulvian apretó los dedos en torno al cinturón que servía como arnés de su centauro. Se obligó a plantear una pregunta difícil.
—¿Por qué me llevas a la ciudad, padre?
—Porque quiero que estés allí. Meterte en prisión sólo te ha enseñado a hacer amistad con criminales como Drulethen. Intentaré darte la guía que debí darte cuando eras más joven.
Guía. Daría guía a Ulvian mientras sentaba a ese patán en el Trono del Sol.
—No será preciso, padre. —La voz de Ulvian sonaba firme en la oscuridad—. Tengo intención de seguir un nuevo rumbo una vez que hayamos vuelto a casa.
Kith-Kanan observó a su hijo detenidamente. La oscuridad y la distancia los separaban, y era difícil interpretar su expresión.
Verhanna y Rufus se habían adelantado al grupo con el fin de preparar a Qualinost para el regreso del Orador y evitar que cundiera el pánico al ver que unos centauros salvajes entraban en la ciudad. Kith-Kanan, Kemian y Ulvian cabalgaban juntos, a la cabeza de la pequeña columna. Detrás de ellos iban Manos Verdes, a pie, y los demás centauros sin jinetes. El elfo de dedos verdes había desmontado varias horas antes, afirmando que necesitaba el contacto de la tierra viva en sus pies descalzos.
Remontaron un altozano desprovisto de árboles. Sin que nadie se lo dijera, Koth se detuvo.
—¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó Kith-Kanan.
—Ese lugar de allí. ¿Es ésa tu ciudad? —inquirió el centauro, impresionado, mientras señalaba al frente.
—Esa es Qualinost, sí —contestó el Orador, enorgullecido—. ¿No has estado nunca en una ciudad?
—Quiá… Nos cuesta soportar el olor de tantos dos-patas.
Kemian se tapó la boca con una mano para ocultar su sonrisa. Cinco días con los centauros no habían conseguido que ninguno de ellos se acostumbrara al fuerte tufo despedido por las criaturas.
En el claro aire, la capital de los elfos occidentales parecía estar al alcance de la mano. Los elevados puentes arqueados se alzaban en el cielo como arco iris plateados. La Torre del Sol semejaba una lanza de oro fundido, una llamarada despuntando sobre los árboles de la meseta. Kith-Kanan sintió tensarse los músculos del centauro.
La vista de Qualinost había sumido en el silencio al escandaloso grupo. Una sensación de alegría colmó el corazón del Orador.
—Adelante, primos —dijo Koth finalmente, al tiempo que reanudaba la marcha.
Descendieron el declive, y muy pronto entraron en una franja de terreno boscoso. El cabecilla de los centauros se puso a entonar un canto que a Rufus y Verhanna les habría resultado conocido, ya que lo habían oído con anterioridad:
El hijo del roble, recién nacido,
camina entre los débiles mortales…
Kith-Kanan estaba intrigado; dejó que los centauros terminaran la canción, sin interrumpirlos, y luego preguntó:
—¿Acabáis de inventarla?
—Oh, no, es una oda antigua, cantada por primos que murieron antes de que yo fuera un potrillo —contestó Koth—. ¿Te gusta?
—Mucho.
El bosque había dado paso a colinas onduladas, muchas de ellas cultivadas por agricultores. La calzada de tierra se convirtió repentinamente en una vía pavimentada con adoquines; otros que transitaban por ella se apartaban, evitando la caravana de centauros. Cuando reconocían a Kith-Kanan, muchos lanzaban vítores.
El número de gente fue en aumento; para cuando el grupo llegó a la profunda torrentera asomada al río que formaba el límite occidental de la ciudad, se había reunido una gran multitud de personas para presenciar el regreso del Orador de los Soles. El espectáculo adicional de ver a su Orador a lomos de un centauro incrementó su excitación.
Los qualinestis vitorearon y saludaron. Divertidos, los centauros respondieron lanzando a voz en grito sus propios saludos cordiales. Llegaron al puente que cruzaba sobre el río, y la Guardia del Sol formó dos filas para contener a la entusiasmada muchedumbre.
—¡Salve, Orador de los Soles! ¡Salve, Kith-Kanan!
El casco derecho delantero de Koth se plantó en el puente colgante de treinta metros de longitud, que se meció vertiginosamente. El centauro miró hacia abajo, al lejano fondo de la torrentera, y puso los ojos en blanco.
—¡Mal asunto, primo! ¡Nosotros, los kothlolo, no somos ardillas que corren y saltan por las alturas!
—El puente es muy seguro —respondió Kith-Kanan—. Son centenares los que lo utilizan a diario.
—Los dos-patas son demasiado necios para sentir miedo —rezongó—. Pero un trato es un trato.
Acto seguido, extendió los fornidos brazos al máximo y lanzó un bramido que acalló a los qualinestis reunidos.
Kith-Kanan aferró con fuerza la banda de cuero ceñida a la cintura de Koth, preguntándose qué auguraba este alarido.
Todavía gritando, el centauro salió a galope tendido por el puente, con Kith-Kanan agarrándose como si en ello le fuera la vida. Los otros centauros lanzaron un rugido similar y, uno por uno, salieron disparados a través del puente. Cuando el último de ellos llegó a la meseta y a la puerta de la ciudad, la multitud los aclamaba con entusiasmo.
—¿Quién es valiente? ¿Quién es fuerte? ¿Quién es veloz? —bramó Koth.
—¡Los kothlolo! —respondieron los centauros con gritos ensordecedores.
Kith-Kanan bajó de la grupa del hombre caballo.
—Amigo mío, ahora iré caminando hasta mi casa para estar entre mi gente. ¿Quieres seguirme?
—¡Por supuesto! Hay una recompensa esperándonos. ¡Hemos viajado desde las Kharolis en cinco días!
Kemian y Ulvian desmontaron también. Pétalos de flores y ramos enteros caían alrededor del grupo. Con una amplia sonrisa, Kith-Kanan hizo que Manos Verdes se adelantara.
—Camina a mi lado —dijo al oído de su hijo.
Ulvian esperó una invitación similar, que no llegó. Codo con codo, Kith-Kanan y Manos Verdes echaron a andar calle adelante, seguidos por Kemian, Ulvian y los centauros. Las ventanas altas de todas las torres estaban abiertas, y mujeres elfas y humanas agitaban lienzos blancos al paso del Orador. Los pétalos de flores no dejaban de caer, y se amontonaron en una capa tan gruesa que el pavimento dejó de verse. Elfos, humanos, semihumanos, enanos y alguno que otro kender aclamaban y saludaban a todo lo largo de la ruta hasta la casa del Orador. Kith-Kanan respondía agitando la mano. Miró a su hijo; el joven elfo parecía aturdido por la magnitud del recibimiento. El Orador comprendió que Manos Verdes nunca había visto tanta gente junta. El ruido y el entusiasmo vehemente los acompañaba continuamente.
—Majestad, ¿acaso lady Verhanna ha anunciado la llegada de vuestro recién encontrado hijo? —preguntó Kemian. Kith-Kanan sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Entonces ¿por qué lo aclaman?
—Mi pueblo sabe quién es —repuso el Orador con convicción—. Pueden verlo en su rostro, en su porte. Aclaman al próximo Orador de los Soles.
Lord Ambrodel sonrió. Ulvian, que estaba justo detrás del general, oyó hasta la última palabra dicha por su padre, pero siguió caminando resueltamente. Cada grito de júbilo, cada ramo arrojado, era un clavo más, remachado en la tapa que cerraba el ataúd de sus deseos.
La comitiva desfiló frente a la Sala del Cielo; las laderas de la colina estaban también abarrotadas de qualinestis, que gritaban y vitoreaban. Cada árbol servía de atalaya a varios niños, que se habían subido a ellos para tener mejor vista.
En la plaza donde se alzaba la casa del Orador, esperaban Verhanna, Rufus y Tamanier Ambrodel, flanqueados por los miembros del servicio doméstico y los restantes componentes de la Guardia del Sol. Kith-Kanan se adelantó a Manos Verdes, que vaciló al pie de la escalera. El Orador remontó rápidamente los peldaños que acababan ante las puertas de caoba pulida. Estrechó los brazos de Tamanier Ambrodel y recibió el saludo de lord Anakardain, que había mantenido el orden en su ausencia. Luego se volvió de cara a la multitud, que poco a poco guardó silencio, esperando un discurso.
—Ciudadanos de Qualinost —comenzó el Orador—, os doy las gracias por vuestra calurosa acogida. Estoy cansado, y vuestro afecto me devuelve las fuerzas.
»He estado en las montañas, primero para inspeccionar la Ciudadela de la Paz, y posteriormente para acabar con un perverso hechicero que atormentó esa comarca durante mucho tiempo. Ahora que he regresado, no tengo intención de dejaros a corto plazo.
Sonrió, y miles de gargantas prorrumpieron en nuevas aclamaciones. El Orador levantó las manos.
—Lo que es más, he traído conmigo a alguien nuevo, alguien muy cercano a mí. Mucho tiempo atrás, cuando no era más que el segundo hijo del Orador de las Estrellas, tuve una esposa. Era kalanesti. —Se alzaron sonoros hurras entre los Elfos Salvajes que había entre la multitud.
»Fue corto el tiempo que vivimos juntos, pero nuestro amor no fue en vano. Me dejó el regalo más valioso: un hijo.
La muchedumbre contuvo el aliento mientras Kith-Kanan descendía los peldaños y cogía a Manos Verdes por el brazo. Lo condujo a lo alto de la escalera.
—¡Pueblo de Qualinost! Este es mi hijo —gritó Kith-Kanan con el corazón henchido—. ¡Se llama Silveran!
En medio del rugiente clamor que siguió a sus palabras, Verhanna se aproximó a su padre y preguntó:
—¿Silveran? ¿De dónde ha salido ese nombre?
—Lo elegí de camino hacia aquí —contestó Kith-Kanan. Tomó la mano de color verde del joven elfo y la alzó—. Espero que te guste, hijo.
—Eres mi padre. Te corresponde a ti darme nombre.
—¡Silveran! ¡Silveran! —coreaba la multitud.
Kith-Kanan deseaba mucho decir a su pueblo todo lo demás: que Silveran era su sucesor, que sería el próximo Orador de los Soles. Pero no podía anunciar su decisión así, sin más, aunque sabía que Silveran era la mejor y más juiciosa elección. Antes había que consultar con mucha gente, incluso con sus enemigos políticos. La estabilidad de la nación Qualinesti era lo primero, estando por delante de su orgullo y felicidad personales. También sabía que Ulvian tomaría esta noticia muy mal.
Tras recibir los vítores de la multitud un poco más de tiempo, Kith-Kanan condujo a su familia a la casa del Orador. Rufus y los Ambrodel, padre e hijo, los siguieron. La muchedumbre empezó a dispersarse.
—Señor, ¿qué he de hacer con los…, eh…, centauros? —preguntó Tamanier mientras los kothlolo subían en tropel la escalera hacia las dobles puertas.
—Instálalos cómodamente —contestó Kith-Kanan—. Me han hecho un gran servicio.
Tamanier miró con desconfianza al grupo de escandalosos centauros que llenaban la antecámara. Sus cascos sin herrar resbalaban en el suave mosaico y en el suelo de madera pulida, pero se movían con entusiasmo, deleitados por las cosas nuevas y extrañas de la casa del Orador. Mientras Kith-Kanan remontaba la escalera de camino a sus aposentos privados, su chambelán hizo venir a un tropel de sirvientes para que se entendieran con los centauros. En medio de la algarabía, nadie reparó en que el príncipe Ulvian se apartaba de la familia real y desaparecía por la parte trasera de la antecámara.
El príncipe recorrió a largas zancadas, enfurecido, el corredor que conducía a la zona ocupada por el personal de servicio, a un cuarto usado por los escribas de la casa. La habitación no tenía ventanas y estaba vacía, como Ulvian sabía que la encontraría; todo el mundo estaba en las calles, celebrándolo. Cuando cerró y atrancó la puerta, tuvo completa intimidad. Subió la mecha de una lamparilla y se sentó a la mesa de los escribas. Con las manos temblorosas, sacó el amuleto de debajo de su ropa y lo puso en el tablero, ante sí.
—Habla —dijo en un sonoro susurro—. ¡Háblame!
Ulvian estaba tan furioso que casi no podía pronunciar las palabras. Furioso y, aunque no quisiera admitirlo, asustado. El príncipe estaba alarmado por la buena acogida que Manos Verdes había recibido de la gente de Qualinost. Primero, lo habían recluido en Pax Tharkas, para allí ser golpeado y humillado por la cuadrilla de indómitos; luego, un hechicero embustero lo había aterrorizado; y ahora, cuando todo lo que deseaba debía estar al alcance de su mano, aparecía ese advenedizo.
El amuleto permanecía silencioso. Las únicas voces que Ulvian oía eran las de la gente en las calles, todavía regocijadas.
—¿Es que quieres volverme loco? —chilló mientras arrojaba el amuleto de ónix contra la pared de enfrente. El talismán rebotó y cayó rodando por el suelo. Ulvian enterró el rostro en las manos.
No soy tu sirviente. No acudo cuando me lo ordenan, dijo una voz, fría y altanera, en la mente del príncipe.
—¿Qué? —Ulvian se incorporó bruscamente—. ¿Estás ahí?
Tienes que aprender a dominarte. Esa cólera tuya escapa a tu control y te perjudica. Drulethen no perdía los estribos con tanta facilidad.
Ulvian se puso de rodillas y tanteó debajo de las estanterías cargadas de pergaminos. Sus dedos palparon el amuleto. Estaba cálido a tacto, como si fuera algo vivo.
—Dru no era tan importante —dijo el príncipe mientras tomaba asiento en el suelo.
Ya lo sé. Su asesino es el que te ha robado lo que te pertenece por derecho.
—Manos Verdes —dijo con desprecio. Soltó el amuleto en el suelo—. Ahora llamado Silveran, como si mereciera un nombre real.
Es hijo de tu padre, pero hay algo más en él que su ascendencia real. El poder mora en su interior. Es un peligro para nosotros.
—¿Qué poder?
El antiguo poder del orden, que trae vida al mundo. No proviene de los dioses, sino una de una fuerza más elemental.
—Esta teología no significa nada para mí —replicó el príncipe, sacudiendo la cabeza—. Lo único que quiero es lo que me fue prometido desde mi nacimiento; ¡mi puesto en el trono!
Entonces, Manos Verdes debe morir.
Planteada de manera tan directa, la idea hizo vacilar a Ulvian. Sopesó la posibilidad durante un largo rato.
—No —contestó por último—. Manos Verdes no debe morir. Por muy sutilmente que se hiciera, las sospechas recaerían sobre mí, y eso no debe ocurrir. Quiero a ese advenedizo desacreditado, no muerto. Quiero que la gente, incluido mi padre, deseen que yo suba al trono. —Apretó las mandíbulas y añadió en un susurro—: Especialmente mi padre.
Ahora fue el turno del amuleto de guardar silencio. Luego dijo:
Eres un digno sucesor de Drulethen.
Ulvian sonrió, disfrutando de la alabanza.
—Superaré a ese hechicero plebeyo en cualquier aspecto —aseguró con engreimiento.
—Encantada de conocerte, príncipe Silveran.
La senadora Irthenie hizo una reverencia a Kith-Kanan y a su hijo. Se encontraban en la sala exterior de la torre del Thalas-Enthia. El Orador estaba a punto de presentar a su nuevo hijo a los senadores de Qualinesti, y sabía que no se iban a mostrar tan entusiastas como el pueblo llano.
La mujer kalanesti observó a Silveran con detenimiento. Iba vestido con una sencilla túnica blanca, ajustada a la cintura con un fajín verde. Su largo cabello brillaba a la luz de la avanzada mañana, que penetraba a raudales por las ventanas.
—La exhibición pública de ayer fue muy inteligente —dijo Irthenie—. ¿Cómo lo conseguiste?
El elfo conocido anteriormente como Manos Verdes la miró desconcertado.
—No lo entiendo. Me sentía muy feliz cuando entre en la ciudad. La gente se mostraba amistosa conmigo. Es todo cuanto sé.
—Mi hijo posee ciertos dones —comentó Kith-Kanan—. Le vienen de la familia de su madre.
Verhanna, que estaba un poco apartada, enarcó las cejas.
—Un talento muy útil —opinó Irthenie—. Pero ¿está capacitado para gobernar, majestad? Sé que ése es tu plan. ¿Puede una mente inocente, en el cuerpo de un elfo adulto, dirigir la nación?
Kith-Kanan se arregló los pliegues de su túnica, de un tono blanco cremoso, con gesto distraído.
—Aprenderá. Le enseñaré…, le enseñaremos cómo hacerlo.
El alboroto que se oía al otro lado de la gruesa pared de obsidiana era el debate que ya se había desatado acerca del nuevo hijo del Orador y posible heredero. Los realistas estaban escandalizados; los nuevos coterráneos no parecían muy convencidos; y los amigos del Orador estaban completamente a oscuras sobre qué decir o hacer.
—¿Dónde está el príncipe Ulvian? —preguntó Irthenie—. ¿Por qué no se encuentra aquí?
—Está enfurruñado —resopló Verhanna—. Me ofrecí a traerlo a rastras, pero padre no me dejó.
—El Orador tiene un corazón bondadoso y una mente muy sagaz. Hay verdadero peligro en desairar al príncipe Ulvian y a aquellos que lo apoyan. No he servido a esta nación durante tanto tiempo para verla desgarrarse por una guerra dinástica.
—¿Crees que se llegaría a una guerra? —preguntó Verhanna, preocupada por incidentes mayores.
—Realmente no —admitió la senadora—. Los realistas quieren aprovecharse de Ulvian en nombre de la tradición para sus propios fines egoístas, pero ninguno de ellos moriría por él.
—Ruego para que estés en lo cierto —dijo el Orador.
Las puertas ceremoniales del senado se abrieron hacia afuera, y el mayordomo de la cámara anunció:
—El Thalas-Enthia solicita humildemente al Orador de los Soles que entre en su casa y le dirija la palabra.
La invitación ritual era una señal para Kith-Kanan de que la lucha estaba a punto de comenzar. Ajustándose de nuevo el drapeado de su vestidura, el Orador se volvió hacia Silveran e inquirió en voz queda:
—¿Dispuesto, hijo?
—Lo estoy, padre.
El elfo más joven estaba muy sereno, al no tener noción de la lucha que se avecinaba.
El Orador miró a Irthenie y enarcó una ceja.
—¿Lista para una batalla más, amiga mía?
—Y sin darles cuartel, gran Orador —repuso la kalanesti con los ojos centelleantes mientras se ajustaba a las esbeltas caderas el ancho cinturón adornado con abalorios.
Kith-Kanan penetró en la cámara del senado, ahora sumida en el silencio, seguido por Silveran y luego Irthenie. Verhanna se quedó fuera. Mientras el mayordomo se acercaba a las enormes puertas para cerrarlas, la guerrera escuchó las primeras voces alzarse encolerizadas en el interior. Incapaz de soportar la tensión de esperar allí, pero sin el menor deseo de entrar y sentarse para asistir a lo que consideraba un debate sin sentido, Verhanna abandonó la torre del Thalas-Enthia y regresó a la casa del Orador.
Allí se encontró con Tamanier Ambrodel, que parecía agobiado.
—Señora —suplicó el chambelán—, si tienes alguna influencia sobre estos vulgares centauros, ¿harías el favor de pedirles que salgan de la casa? ¡La están destrozando!
—Hablaré con primo Koth —aceptó, al tiempo que guiñaba un ojo.
La antecámara era un caos. Los centauros habían acampado en la amplia sala, convirtiendo en un cómodo establo lo que antes era un elegante vestíbulo de recepción. En alguna parte habían encontrado paja, que después habían esparcido por el suelo para dar a sus cascos un mejor agarre. Todos los jarrones ornamentales y plantas cuidadas y hechas crecer con gran arte, habían sido rotos, o arrancadas de raíz o comidas.
Cuando Verhanna entró, cuatro centauros jugaban con la bola de la balaustrada de la escalera, que era una esmeralda enorme, sin el menor defecto.
La guerrera interceptó un lanzamiento y cogió la piedra preciosa. Pesaba más de lo que imaginaba.
—¡Uf! —resopló, doblándose hacia adelante, con la esfera de veinticinco centímetros de diámetro en los brazos.
—¡Saludos, primita! —gritó Koth.
El cabecilla de los centauros estaba sentado junto a la pared opuesta, con las patas dobladas bajo él. Tenía un montón de fruta apilada a un lado. Al otro, había un montón igualmente grande de corazones de los frutos ya comidos. La cara de Koth estaba pringada de zumo.
—Hola, primo —contestó Verhanna mientras soltaba la esmeralda en el suelo—. Vosotros, muchachos, lo estáis pasando en grande, ¿no?
—¡Esta ciudad es un paraíso!
El centauro de más edad soltó un fuerte eructo.
—¡Ya lo creo! ¡Esta misma mañana, fui al gran espacio abierto con los primos Azote y Hennoc, y encontré toda esta fruta maravillosa!
La mirada de Verhanna pasó sobre la pequeña montaña de peras, manzanas y uvas.
—¿La pagaste, primo?
—¿Pagar? ¡Vaya, pero si tan pronto como nos acercamos al dos-patas que tenía la fruta, se puso a chillar y salió corriendo! Quería regalárnosla, estoy seguro.
Koth sacó brillo a una pera contra su velludo torso y le dio un mordisco.
—Mira, primo, no puedes dejar que todos los primos se comporten así en la casa del Orador. Es…, eh… Están causando cierto desorden —dijo Verhanna con el tono más amable posible—. ¿Por qué no salís fuera? Hay mucho más espacio.
El centauro la observó con una mirada penetrante, inteligente.
—Creo que los kothlolo deben vivir al cielo raso —declaró—. La vida de ciudad nos está haciendo engordar.
Con unas cuantas palabras broncas, reunió a su banda. Luego añadió algo más, y todos empezaron a salir de la antecámara.
—No estás enfadado, ¿verdad? —preguntó Verhanna mientras se dirigían a la puerta.
—No, pequeña prima. ¿Por qué habría de estarlo? Ningún primo mío estuvo nunca en una ciudad. Soy viejo y he visto más de lo que era de esperar. Estoy satisfecho.
Fuera, en la plaza abierta ante la casa del Orador, un grupo de cuatro kalanestis aguardaba con un pequeño carro tirado por un burro. Tamanier Ambrodel hablaba con uno de los kalanestis. Cuando Verhanna y el centauro aparecieron, el chambelán se acercó a ellos.
—Ejem… Su majestad Kith-Kanan desea obsequiaros este regalo —dijo Tamanier, e hizo un ademán con el brazo, señalando a los cuatro elfos y al carro—. Estos kalanestis son herradores. Os enseñarán a ti y a los tuyos a poner herraduras. El Orador pensó que, si tu gente llevara herraduras de hierro, podría viajar más lejos y tener menos problemas con cascos desgastados y agrietados.
Koth bajó los peldaños hacia la plaza y se acercó al jefe de herreros.
—¿Llevaremos hierro, como los caballos de los elfos? —inquirió con curiosidad.
—Si es de vuestro agrado, sí —contestó Tamanier, que retrocedió junto a Verhanna, nervioso.
El centauro cogió una herradura del carro de los herreros. Los cuatro kalanestis observaron al hombre caballo con una mirada especulativa, como si ya le estuvieran tomando medidas para herrarlo.
De repente, Koth gritó y levantó la herradura sobre su cabeza. Soltó una larga parrafada en su lengua, y el grupo de centauros prorrumpió en aclamaciones mientras se amontonaban alrededor del carro.
Los cuatro herreros se subieron al vehículo y condujeron al grupo de centauros hacia su herrería. Los kothlolo los siguieron en medio de vocingleros adioses y estrepitosos saludos de despedida; es decir, todos, salvo uno. Un único centauro se quedó atrás. Era la hembra de pelaje gris moteado que había llevado a Rufus desde las montañas hasta la ciudad. Se aproximó a Verhanna.
—Prima —dijo lentamente, como si buscara las palabras de la lengua elfa, tan poco familiar para ella—. Por favor, da las gracias en mi nombre al pequeño primo Rufus.
Esbozó una sonrisa triunfal, pero Verhanna arqueó las cejas en un gesto desconcertado.
—¿Darle las gracias? ¿Por qué? —quiso saber la guerrera.
En respuesta, la centauro dio unas palmaditas al ceñidor de seda amarilla que llevaba alrededor de su musculosa cintura humana. Tras contemplarlo fijamente durante unos segundos, Verhanna lo comprendió. Era el mismo ceñidor que Rufus había utilizado como arnés en su loca cabalgada hacia la ciudad. A la centauro le había gustado, y el kender debía de habérselo regalado.
Verhanna sonrió e hizo un gesto de asentimiento. La centauro volvió grupas en un estrecho círculo, su larga cola blanca agitándose tras ella, y salió al trote para alcanzar a sus compañeros.
La guerrera la siguió con la mirada. Por alguna razón, se encontró deseando poder regresar a la planicie o a las altas montañas con ellos. No tenían preocupaciones ni responsabilidades, e iban a donde quiera que los llevaba el viento. En las tierras agrestes, se combatía a los enemigos con una espada, algo que Verhanna entendía. Aquí, en Qualinost, los enemigos no estaban tan claramente definidos, y las armas que se utilizaban eran las palabras. Ella nunca había dominado ese tipo de combate.
Verhanna tomó asiento en la escalera. Había unas cuantas personas que cruzaban la plaza, y la joven las vio pasar, ocupadas en sus quehaceres diarios. A su izquierda, la gran aguja de la Torre del Sol relucía cegadoramente. La oscura franja que era la sombra de la torre se deslizaba a través de la plaza, alejándose de la casa del Orador. En unas cuantas horas, al anochecer, oscurecería la entrada del Thalas-Enthia. Verhanna se preguntó durante cuánto tiempo su padre y Silveran tendrían que discutir y maniobrar con los astutos senadores. Podrían ser horas o días… Tal vez incluso semanas.
Sí; a veces, la sencilla vida de las tierras agrestes resultaba muy apetecible.
Cuando la sesión se levantó, las noticias irradiaron hacia el exterior de la cámara del senado en círculos progresivamente amplios, de manera que, unas cuantas horas después del ocaso, toda la ciudad sabía que el senado había aceptado como cierto el testimonio de Kith-Kanan de que Silveran era su hijo. La última evidencia convincente presentada ante el senado había sido el testimonio del escriba Polidanus, al leerse de los archivos copiados de Silvanos la historia del noble elfo Thonmera. Thonmera había sido uno de los miembros originales del legendario Synthal-Elish, el consejo sobre cuya base se había fundado la primera nación élfica, varios miles de años atrás. Estaba escrito que Thonmera había nacido sesenta años después de la muerte oficial de su madre. Al parecer, el hechicero Procax había convertido a la elfa en estatua de piedra cuando ella rehusó sus propuestas amorosas. Sesenta años después, cuando el padre de Thonmera hizo que la imagen de piedra de su esposa muerta se trasladara a su nueva casa recién construida, los trabajadores la dejaron caer. La estatua se hizo añicos, y se descubrió el cuerpo infantil vivo de Thonmera.
Los realistas sufrieron una derrota absoluta. Ciertamente, la historia de Thonmera socavaba la postura tomada por el grupo. El senador Clovanos y su camarilla habían hecho alarde de proclamarse a sí mismos leales a las tradiciones de la raza elfa. ¿Qué podía ser más tradicional, argumentó Irthenie, que el nacimiento de un miembro del gran Synthal-Elish?
A lo largo del debate, Kith-Kanan permaneció sentado, en silencio, sin permitirse entrar en las broncas estratagemas verbales. El Orador dejó que Irthenie y sus otros amigos presentaran su caso, y él respondió alguna que otra pregunta que le plantearon, pero, en términos generales, se mantuvo en segundo plano.
Al final, por una gran mayoría, el Thalas-Enthia dio su aprobación a Silveran como hijo del Orador. Kith-Kanan no forzó la situación de inmediato con el asunto de la sucesión, aunque todos los presentes en la sala no tenían la menor duda de que ése era su objetivo final.
Los últimos rayos de sol se colaban por las ventanas altas de la cámara cuando la sesión terminó. Los senadores se estiraron y bostezaron, y abandonaron sus duros asientos de mármol para regresar a sus casas. Los realistas salieron en silencio, completamente abatidos. Muchos de los nuevos coterráneos se acercaron a Kith-Kanan para felicitarlo por encontrar a su hijo largo tiempo perdido. El Orador se quedó para hablar con todos ellos y agradecer a cada uno personalmente su voto de confianza.
Finalmente, sólo quedó Irthenie; le temblaban las manos, y las piernas apenas la sostenían por la larga y dura brega de la tarde. Kith-Kanan rodeó su menuda cintura con el brazo y la sostuvo.
—Estás a punto de desplomarte —dijo preocupado—. ¿Quieres que haga traer un palanquín para que te lleven a casa?
—Puedo ir por mi propio pie —replicó bruscamente, al tiempo que se soltaba de su brazo de un tirón. El Orador de los Soles retrocedió ante la ira de la anciana elfa—. ¡Puede que esté cansada, pero todavía no estoy senil!
—Eso, desde luego, no —convino Kith-Kanan. Siguió con la mirada los penosos pasos de Irthenie subiendo los escalones de la cámara y luego cruzar las puertas al exterior.
Una ráfaga de aire cálido penetró en la sala y agitó la túnica del Orador y los largos cabellos de Silveran.
—Has estado muy callado —dijo Kith-Kanan a su hijo.
—A decir verdad, padre, no he entendido una palabra de cada diez. —Se apretó las sienes con las manos—. ¡Tampoco había oído pronunciar tantas palabras al mismo tiempo! ¡La cabeza me da vueltas con sólo recordarlo!
—A los buenos senadores les gusta hablar —comentó su padre con una sonrisa—. Pero los notables y poderosos deben hablar entre sí y discutir sus puntos de vista. Es mucho mejor que arreglar sus diferencias con armas como fue el caso en Silvanost en tiempos de mi padre.
—Hablar es mejor que luchar —repitió Silveran, grabando este concepto en su memoria.
—Y, en estos momentos, comer es aún mejor. —Kith-Kanan suspiró al tiempo que ponía un brazo sobre los hombros de su hijo—. Un pollo relleno, una loncha de pan tierno y un poco de excelente néctar qualinesti sería perfecto.
—Yo también tengo hambre.
Padre e hijo remontaron los bajos peldaños y salieron de la sala. El cuarzo rosa de las paredes exteriores de la torre reflejaba el sol poniente, y las copas de los árboles, cargadas de hojas por la plenitud del verano, se mecían al agitarlas al viento.
—Te enseñaré todo cuanto sé —prometió Kith-Kanan. Alzó la cabeza, dejando que el sol le bañara el rostro. Su regia vestimenta, arrugada tras pasar la larga tarde sentado, lanzaba blancos reflejos satinados a medida que caminaba—. Serás un gran Orador de los Soles.
Silveran guardó silencio varios minutos, mientras cruzaban la plaza en dirección a la casa del Orador. No llevaban escolta y estaban libres del agobio de pompas y solemnidad. El elfo de dedos verdes alzó el rostro hacia la cálida caricia del sol y sacudió la cabeza para apartarse el cabello de la frente.
—Padre —dijo por último—, creo que esto es lo que mi madre quería.
—También yo lo creo —musitó Kith-Kanan—. Creo que fuiste enviado para que la nación de Qualinesti no muriera. Eres su futuro.
Mientras el Orador y su hijo se movían entre la gente que estaba finalizando sus tareas cotidianas, recibieron saludos, reverencias y sonrisas felices.
—Larga vida al Orador —deseó una mujer humana que cargaba en los brazos ramos de flores recién cortadas.
—¡Larga vida al príncipe Silveran! —añadieron dos elfos que estaban cerca.
Era un día espléndido, una tarde espléndida. A las puertas de la casa del Orador, Kith-Kanan vio a Tamanier Ambrodel aguardándolo. Hizo que Silveran se adelantara y entrara en la casa. Cuando su hijo se hubo ido, Kith-Kanan preguntó a su chambelán por qué estaba tan contento.
—¿Cómo sabéis que estoy contento, señor? —inquirió Tamanier, sorprendido.
—Tu cara es un libro abierto —contestó el Orador—. Puedo leer en ella todas y cada una de tus emociones. Bien, ¿de qué se trata?
—Los centauros han recibido su recompensa y han dejado la casa —informó Tamanier.
—Siento no haber podido despedirme de ellos. —Kith-Kanan suspiró—. Fueron unos amigos leales cuando los necesitamos. Hay que valorar tales aliados. —Se pasó una mano por los ojos—. Me duele la cabeza, Tam. Haz que el boticario mande un bebedizo calmante para tomármelo con la cena.
Tamanier hizo una reverencia y siguió con la mirada al Orador, que subía la escalera hacia sus aposentos privados para reunirse con Silveran, con quien cenaría. Qué viejo parecía hoy, pensó el chambelán. La expedición contra Drulethen lo había extenuado. Pero con su nuevo hijo y mucho descanso, se recuperaría enseguida.