16
Primos de cuatro patas

Verhanna se desperezó. Al abrir los ojos, vio a Manos Verdes, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, a unos cuantos palmos de distancia. El sol matinal le daba en los ojos, y la joven levantó una mano para resguardarlos. Manos Verdes contemplaba el panorama de las cumbres montañosas.

A la princesa qualinesti le costó unos segundos recordar los acontecimientos de los días anteriores. Las frías piras funerarias eran una muda evidencia de lo ocurrido. También recordó la noticia que había recibido referente al elfo de cabello plateado que tenía frente a ella. Su hermanastro.

Él se volvió hacia la joven, que apartó rápidamente la mirada, avergonzada porque la hubiese sorprendido observándolo.

—Hola, mi capitana —dijo el elfo con voz serena—. Has dormido mucho; una noche, un día y una segunda noche. —El viento le agitaba los largos cabellos. Sus verdes ojos tenían un tono algo más oscuro, más apagado que la habitual tonalidad vívida.

—¡Por Astra! —Verhanna se puso de pie y corrió hacia Rufus. Lo empujó en la espalda con la puntera de la bota.

El kender torció su arrugada cara y gruñó.

—¡Oh, tía, déjame! Quiero dormir —refunfuñó.

—¡En pie, Verruga!

Los azules ojos de Rufus se abrieron de golpe.

La guerrera y el kender recorrieron el campamento despertando a los soldados. Kith-Kanan se sentó, tosiendo y sacudiendo la cabeza.

—Dioses misericordiosos —rezongó—. Soy demasiado viejo para dormir en el suelo. —Verhanna agarró a su padre por el brazo y lo ayudó a levantarse. El Orador estaba entumecido por haber dormido a cielo raso—. ¿Hay algo de comer? —preguntó—. Estoy hambriento.

Rufus se acercó a Kemian con precaución. El general había resultado gravemente herido en su enfrentamiento con el wyvern, y el kender temía encontrárselo muerto.

Pero Kemian respiraba con regularidad; su frente estaba seca y fría y, después de que Rufus lo despertara, sus ojos estaban claros.

—Agua —pidió con voz enronquecida.

Rufus le puso en los labios una botella forrada con mimbre. Poco a poco, todo el grupo despertó. Miraron a su alrededor, un poco aturdidos, poniéndose al tanto de la situación.

Kith-Kanan vio a Manos Verdes, que seguía sentado tranquilamente en el suelo. El joven se incorporó cuando Kith-Kanan se acercó a él. El Orador le tendió la mano; su hijo la miró sin comprender, y Kith-Kanan le enseñó cómo se saludaba estrechándolas.

—Hijo mío —dijo con orgullo—, bien hecho.

La frente de Manos Verdes se frunció en un gesto pensativo.

—Sólo quería salvarte —contestó—. No tenía intención de matar.

—No lo lamentes por Drulethen, hijo. Su corazón era tan negro como el talismán de ónix que tanto valoraba. Eligió su camino, y eligió su destrucción. Puedes estar tranquilo. Has llevado a cabo una noble acción.

El joven elfo no parecía convencido. De hecho, su expresión era tan triste que Kith-Kanan le rodeó los hombros con el brazo y le preguntó qué lo afligía tanto.

—Antes de que te encontrara, a menudo sentía la presencia de mi madre —contestó—. Me guiaba y me ayudaba. He estado sentado aquí mucho tiempo, buscándola, pero ella no ha respondido. Ya no la siento cerca de mí.

—Debe de saber que ahora estás conmigo. Ya no estás solo —repuso Kith-Kanan suavemente—. Cuando tu madre… Cuando me dejó tu madre, me costó mucho tiempo acostumbrarme a no tenerla a mi lado. Pero ahora estamos juntos, y hay muchas cosas que quiero saber de ti y de cómo has llegado hasta aquí.

Se alzó un revuelo al otro lado del campamento. Kith-Kanan dejó a su recién encontrado hijo y fue presuroso al lugar del alboroto. Todos los guerreros estaban agolpados en un grupo; se apartaron para dejar paso al Orador.

En el centro del jaleo se encontraba Ulvian, retenido por dos guerreros. Verhanna y el explorador kender estaban frente a ellos.

—¿Qué pasa? —inquirió Kith-Kanan.

—Mi amante hermana insiste en negarme un caballo —dijo Ulvian mientras forcejeaba con los soldados que lo sujetaban—. ¡Y estos rufianes se han atrevido a ponerme las manos encima!

—Somos veinte, y sólo hay doce caballos —le replicó Verhanna con brusquedad—. ¡Sigues siendo un convicto y, por Astra, que irás caminando!

—Soltadlo —ordenó Kith-Kanan. Los elfos obedecieron. Una mueca engreída apareció en el semblante del príncipe, pero su padre hizo que se borrara al añadir—: Irás caminando, Uli.

El rostro del príncipe se puso rojo bajo la suave barba rubia.

—¿Crees que puedo ir a pie todo el camino hasta Qualinost? —explotó.

—¡Tú vuelves a Pax Tharkas! —intervino Verhanna.

—No —dijo el Orador. La breve sílaba silenció a ambos hermanos—. El príncipe nos acompañará a Qualinost.

—¡Pero, padre…!

—Basta, Hanna. —La joven se sonrojó ante su suave reprimenda—. ¿Alguien ha comprobado cómo se encuentra lord Ambrodel?

—Está mejor, majestad —contestó Rufus—. Pero con esas costillas rotas, no puede cabalgar. —El kender sugirió que hicieran unas angarillas con lo que quiera que pudieran encontrar dentro de la cueva. Un caballo podría tirar de la improvisada camilla.

Kith-Kanan dio las órdenes oportunas para que se hiciera así. Dos guerreros fueron a buscar palos y tela, en tanto que otros recogían su equipo desperdigado y lo preparaban para regresar a casa.

El Orador y su hija fueron a ver a Kemian. El general tenía el semblante pálido de dolor, pero saludó diligentemente cuando su soberano llegó junto a él. Kith-Kanan se arrodilló a su lado.

—El kender dice que te recuperarás —dijo con voz animosa Kith-Kanan—. Aunque no es sanador, parece tener ciertos conocimientos de estas cosas. ¿Cómo te sientes, amigo mío?

—Estoy bien, señor —contestó Kemian, apretando los labios.

—¿Lo suficiente para contarme lo que ocurrió en la cueva? ¿Cómo resultaste herido y cómo se las arregló Manos Verdes para matar al wyvern?

El elfo herido tosió y el dolor casi lo hizo caer. Verhanna se situó detrás de él para sostenerlo. Kemian le dirigió una mirada agradecida y luego se lanzó a relatar la muerte del hechicero Drulethen.

—El joven de dedos verdes razonó que, con su fuerza, podía echar el lazo a la bestia y conseguir que metiera la cabeza en el túnel, donde yo se la cortaría con mi espada. Teníamos la cuerda que habíamos preparado para vos, Orador, y atamos un extremo a un saliente de la pared de la cámara central. Los guerreros y el kender provocaron al monstruo para que atacara, y Manos Verdes lo enlazó con la cuerda. —Hizo una pausa para inhalar trabajosamente.

»Tiramos de la bestia hacia el interior del túnel, aunque se resistió contra nosotros —continuó Kemian—. Jamás había visto un elfo con tanta fuerza, señor. Manos Verdes tiró de ese wyvern como si fuera una trucha del río. Me adelanté para acabar el trabajo con mi espada, pero… —se pasó una mano por el pecho—, el monstruo me aplastó contra la pared con la cabeza. Quería reventarme, y estaba a punto de conseguirlo cuando Manos Verdes cogió la espada de mi mano y le cortó la cabeza. Sólo necesitó dos golpes, lo juro. Luego me desmayé por el dolor.

Verhanna cogió la botella que Rufus había dejado y se la llevó a Kemian a los labios.

—Gracias, señora —musitó el elfo—. Eres muy amable.

—Eso no es algo que me digan a menudo —replicó ella con acritud.

Kemian volvió a toser, y sus rasgos se contrajeron en un gesto de dolor.

—Señor —jadeó—, ¿es realmente vuestro hijo?

—Sí. Es hijo de mi primera esposa, a quien perdí hace muchos, muchos años.

—Entonces tenéis un hijo excelente, majestad. —Kemian tomó la mano de Kith-Kanan en la suya—. Con la guía adecuada, sería un magnífico Orador de los Soles.

Era la misma idea que acababa de ocurrírsele al Orador. Conforme a la ley de primogenitura, el hijo mayor era quien heredaba la corona de un monarca. Aun cuando Ulvian hubiese nacido primero, Manos Verdes había sido concebido varios siglos antes. Era una complicada cuestión ética que pondría a prueba los cerebros de los pensadores más eruditos de Qualinost.

—Padre, estoy de acuerdo con el general. —Verhanna interrumpió sus reflexiones—. Manos Verdes es valiente y recto, y posee poderes mayores de lo que has visto hasta ahora. —La joven contó las experiencias que Rufus y ella habían vivido junto a Manos Verdes: su control de la manada de alces, la curación que había llevado a cabo con ella, su encuentro con los centauros… ¡Los centauros! Verhanna se incorporó de un brinco, soltando a Kemian con tanta rapidez que el general cayó al suelo de costado. El elfo herido gimió, pero la guerrera ya había saltado por encima de él y llamaba a gritos a Manos Verdes. El y Rufus se encontraban al borde de la pila de cenizas, que era cuanto quedaba de la pira del wyvern.

—¡Eh, te estoy llamando! —dijo mientras plantaba las manos en las caderas—. ¿Por qué no me respondes?

Rufus señaló la causa de su absorta atención. Medio enterrado en las cenizas, estaba el cráneo calcinado del monstruo. Toda la carne se había abrasado, y el amarillento hocico puntiagudo se había tornado grisáceo a causa del calor.

—Pensábamos que resultaría un fantástico trofeo —explicó Rufus.

—¿Y en qué mula de carga planeabais llevar esa cosa? —preguntó la joven con intención. El cráneo medía más de un metro de largo.

—Puedo llevarlo yo —contestó Manos Verdes con suavidad, y Rufus lo miró sonriendo de oreja a oreja.

—Dejadlo. Sólo es carroña. —Verhanna cogió a Manos Verdes por el brazo y tiró de él para apartarlo de las cenizas—. ¿Tienes todavía el cuerno que te dieron los centauros?

—Ahí está. —El elfo señaló unas piedras donde habían dejado su equipo antes de iniciar la lucha.

—Utilízalo —instó la guerrera—. Convoca a los centauros.

—¿Por qué, mi capitana? —preguntó Rufus mientras se rascaba la pecosa mejilla.

—Necesitamos monturas, ¿no? Los centauros tienen cuatro patas, ¿verdad? ¡Si acceden, podríamos cabalgar en ellos hasta Qualinost! —La joven esbozó una sonrisa—. ¡Qué entrada haríamos!

Rufus le devolvió la sonrisa. Lo entusiasmó tanto su idea, que corrió a las rocas y volvió con el cuerno de carnero. Inhaló hondo, se llevó el cuerno a los labios y sopló hasta que su rostro se tornó púrpura. Un espantoso gemido salió por el extremo ancho del cuerno. Todos los que estaban en la meseta dejaron lo que estaban haciendo y se llevaron las manos a las orejas para tapárselas.

—¡Basta! —gritó Verhanna, que arrebató el instrumento de los labios del kender con brusquedad. Rufus se tambaleó, exhausto por el esfuerzo.

La guerrera entregó el cuerno a Manos Verdes. El elfo lo puso en sus labios y sopló.

Una nota profunda, regular, salió del instrumento. El sonido bajo y mantenido resonó en las montañas y levantó un eco, como una respuesta fantasmal.

—Otra vez —pidió Verhanna.

Una segunda nota se alzó en el aire antes de que la primera hubiera muerto. Los dos sonidos se persiguieron por todas las Kharolis y luego volvieron. Manos Verdes bajó el cuerno y las dos llamadas se apagaron finalmente en la distancia. Todos esperaron, pero nada ocurrió. No hubo sonido alguno en respuesta.

Verhanna estaba decepcionada, pero, antes de que tuviera ocasión de ordenar a Manos Verdes que tocara el cuerno otra vez, Kith-Kanan se acercó a ellos.

—Hijo, Hanna dice que fuiste capaz de sanarla del mordisco de goblin que sufrió. ¿Crees que podrías hacer lo mismo por lord Ambrodel?

—Si tú lo deseas, padre —fue la respuesta de Manos Verdes.

Se aproximaron al general, y Manos Verdes se sentó en el suelo, a su lado. Kemian lo observaba con expectación; en sus ojos, gris azulados, había un brillo febril.

Manos Verdes posó levemente las puntas de los dedos a ambos lados de la cabeza del guerrero, inclinando la suya como si escuchara algo.

—Debéis quitarle todo el metal que lleva —musitó Manos Verdes al tiempo que retiraba los dedos—. Obstaculiza el poder.

—¿Qué poder? —demandó Ulvian, que se les había unido.

Verhanna le dio un puñetazo en el brazo para que se callara. Rufus desató con habilidad la armadura que Kemian llevaba puesta todavía y se la quitó. Luego lo despojó de todos los objetos metálicos que tenía, incluidos los botones de cobre del jubón; esos botones encontraron, de algún modo, el camino a los bolsillos del kender.

—Ahora empieza —dijo Manos Verdes. Colocó las manos extendidas contra las costillas de Kemian. Tras unos instantes, resultó obvio que la respiración de los dos elfos estaba sincronizada. La de Kemian era jadeante y áspera a causa de sus lesiones; Manos Verdes respiraba también con cortas boqueadas. El elfo de dedos verdes cerró los ojos lentamente. Los párpados de Kemian también se cerraron.

El ritmo de la respiración se aceleró. El rostro de Manos Verdes se puso pálido, y unas gotas de sudor aparecieron en su frente. Al mismo tiempo, un fuerte rubor tiñó el semblante de lord Ambrodel. Su cuerpo se quedó inerte, y la cabeza le cayó hacia un lado. El elfo de dedos verdes se puso tenso de repente, con la espalda y la nuca rígidas. Ahora respiraba con jadeos sonoros y violentos.

Verhanna sentía un profundo afecto por Manos Verdes y detestaba verlo sufrir. Su sensación de culpabilidad se agravaba al saber que también había sufrido por su causa, cuando la había salvado del emponzoñado mordisco del goblin.

Kemian gritó, y el grito de Manos Verdes le hizo eco. El sonido aumentó de intensidad y se cortó de manera repentina. La cabeza de Manos Verdes colgó fláccida sobre su pecho; sus manos se deslizaron sin fuerza del ahora dormido general; luego las puso en torno a su propio torso y gimió. Kith-Kanan y Verhanna lo ayudaron a tenderse en el suelo con delicadeza.

—Descansa tranquilo, hijo —dijo Kith-Kanan mientras le apartaba el cabello pegado a la frente, empapada de sudor—. Relájate. Lo has conseguido. Has curado a Kemian.

El pecho del general subía y bajaba con el ritmo regular de una respiración sosegada.

La tarde ya había empezado cuando el grupo estuvo preparado para partir. Kemian y Manos Verdes habían dormido durante varias horas. Lord Ambrodel despertó completamente recuperado, y su sanador sólo tenía un ligero entumecimiento como secuela. Los centauros no habían acudido en su ayuda, así que se pusieron en marcha con diez montados a caballo y diez caminando. Dos de los corceles cargaban con el equipaje. Verhanna, Kemian y ocho guerreros ocuparon los otros diez caballos ya que, a pesar de las protestas de la joven, su padre prefirió caminar al lado de Manos Verdes y Ulvian.

—¡Pero eres el Orador! —objetó.

—Razón de más para ir a pie. Mis súbditos deberían saber en todo momento que estoy dispuesto a renunciar a lo que sea preciso en favor de su bienestar. Además, así podré hablar con mis hijos.

Verhanna miró a Manos Verdes y a Ulvian, que caminaban a cada lado de su padre. No habían cruzado una sola palabra entre ellos. De hecho, Ulvian parecía eludir reiteradamente a su recién hallado hermanastro. La guerrera sacudió la cabeza una última vez, tiró de las riendas y galopó a la cabeza de la pequeña columna, situándose al lado del general Ambrodel.

—¿Cuánto se tarda en llegar a tu ciudad, padre? —preguntó Manos Verdes.

—Yendo a pie, serán muchos días —contestó el Orador—. Tendremos que pasar por Pax Tharkas en el camino.

Ulvian reaccionó violentamente a este comentario. Se paró en seco y miró con dureza a Kith-Kanan, que continuó caminando con el resto del grupo. Los otros que iban a pie sobrepasaron al príncipe, hasta que Ulvian se quedó solo, parado en la angosta senda de montaña, mientras los demás continuaban y se alejaban más y más.

—¿Vienes, Uli? —llamó Kith-Kanan.

El príncipe quería gritar «¡no!», pero no era juicioso resistirse. Su hermana se limitaría a insistir en que fuera recluido. Su padre había dicho que le permitiría regresar a Qualinost con el resto del grupo. Todo cuanto podía hacer era confiar en que eso fuera verdad.

Recorrieron un buen trecho ese día, y a media tarde llegaron a la calzada más ancha, en las cotas más bajas. Kith-Kanan ordenó hacer un alto para descansar y comer. Se encendieron lumbres para cocinar bajo el impecable azul de la bóveda celeste. El Orador comentó lo magnífico que era el tiempo.

—Es extraño —mustió—. Habitualmente, en verano, las tormentas se descargan a diario sobre las Kharolis.

—Quizá los dioses estén manifestando así su favor —sugirió Kemian.

Verhanna y su padre intercambiaron una mirada particular.

—Sí, una influencia propicia está actuando —convino Kith-Kanan. El Orador creía que las estrellas fugaces y este buen tiempo eran señales de que los dioses se sentían complacidos por el hecho de que, tras cuatro siglos, Manos Verdes y él se hubieran reunido.

Rufus se había bajado de la grupa del caballo de Verhanna cuando la columna se detuvo, y pronto desapareció entre las rocas, por el lado empinado de la calzada. El grupo estaba ocupado y nadie le prestó atención.

La sopa acababa de romper a cocer cuando el estruendo de cascos resonó en la calzada. Los entrenados guerreros tiraron ollas y tazas y cogieron sus armas. Kith-Kanan, más curioso que alarmado, caminó por la calzada y miró arriba y abajo de la ladera, intentando localizar a los que venían. En el sendero se levantaba una nube de polvo; oyó un grito fuerte y entrecortado.

—¡Iiiu-ju-ju!

Por el recodo de la calzada apareció Rufus Gorralforza, aferrado a la espalda de un centauro de piel morena. Los seguían más de estas criaturas medio hombres medio caballos, que corrían en tropel directamente hacia el Orador. Los guerreros le gritaron que retrocediera a terreno seguro, pero Kith-Kanan se mantuvo firme en el mismo sitio.

—¡Salve, majestad! —exclamó Rufus—. ¡Este es mi amigo, primo Koth, y éstos son sus parientes!

Kith-Kanan se puso la mano derecha sobre el pecho.

—Saludos, primo Koth, y a toda tu familia. Soy Kith-Kanan, Orador de los Soles.

—Encantando de conocerte, primo Orador. —Los oscuros ojos del centauro, redondos como los de los humanos, fueron velozmente de un lado a otro—. ¿Dónde está nuestro amigo, el de los dedos verdes?

Kith-Kanan llamó por señas a Manos Verdes, y el centauro estrechó al joven entre sus fornidos brazos.

—¡Pequeño primo! ¡Oímos tu llamada, y hemos corrido de firme todo el día para dar contigo!

—¿Estabais a un día de distancia y oísteis el toque del cuerno? —preguntó Verhanna, sorprendida.

—Desde luego, prima. ¿Acaso no se lo di por ese motivo? —Koth sonrió ampliamente, dejando a la vista su irregular dentadura amarillenta—. Encontramos al primo más pequeño en la calzada, un poco más abajo, comiendo grosellas. Nos explicó el favor que queríais de nosotros y nos condujo hasta aquí.

—Conque comiendo grosellas, ¿eh? —Verhanna miró a su explorador con una ceja enarcada.

—Bueno —Rufus le dedicó una sonrisa congraciadora—, sólo había unas pocas…

—Esto es estupendo —intervino Kith-Kanan—. ¿Estáis dispuestos a llevarnos todo el camino hasta Qualinost?

Koth se rascó detrás de una oreja. El vello que la ribeteaba, tieso y de color castaño, chirrió sonoramente en sus callosos dedos.

—Bueno, primo Orador, ¿dónde está esa Kaal-nos?

—A caballo, a ocho días desde aquí —repuso Kith-Kanan.

—¡A caballo! —Koth resopló desdeñoso, y el grupo de centauros que estaba detrás de él prorrumpió en sonoras carcajadas—. El sol y las lunas saben que no existe caballo que corra como un kothlolo —se jactó—. Si ello te complace, primo Orador, os llevaremos a vuestra Kaal-nos en seis días.

Esta afirmación levantó un sonoro murmullo dubitativo entre los guerreros. Kith-Kanan levantó una mano para acallarlos.

—Primo Koth, si me llevas a mi capital en seis días, te daré la recompensa más grande soñada por un centauro.

Los ojos de Koth se estrecharon en un gesto pensativo.

—Eso de la recompensa está bien. Pensaré cuál puede ser, tú deberías hacer lo mismo. ¡Cuando lleguemos a Kaal-nos, veré si piensas tan a lo grande como yo!

Sólo había ocho centauros y, puesto que se había afirmado que los caballos serían incapaces de mantener su paso, sólo el Orador y sus más allegados montaron en ellos. Los restantes guerreros recibieron la orden de cabalgar hasta Pax Tharkas, donde se les ofrecería comida y descanso.

—¿No vamos a pasar por Pax Tharkas, padre? —preguntó Verhanna.

—Si los centauros nos llevan de vuelta a la ciudad en seis días, no hay motivo para desviarnos hasta la fortaleza —contestó el Orador.

Verhanna miró a Ulvian y frunció el entrecejo, pero no dijo nada más. Hubo risotadas y nerviosismo mientras el grupo se encaramaba a los centauros. Kith-Kanan subió a lomos de Koth. Sin sillas, estribos ni riendas, a los jinetes les preocupaba poder mantener el equilibrio al cabalgar. Rufus solucionó el problema. Su montura era una hembra centauro de pelo gris moteado, que llevaba una especie de ceñidor de ante en torno a sus pequeños senos.

El kender cogió el ancho fajín que era parte de su vestimenta anteriormente magnífica, y lo ciñó flojo en torno a la cintura humana de la centauro. De este modo tenía algo a lo que agarrarse sin entorpecerle los movimientos.

De hecho, ella acarició el sucio fajín amarillo, admirando su sedosa suavidad. El resto del grupo copió rápidamente el invento del kender utilizando los cinturones o ceñidores que poseían, y muy pronto todos los tenían ajustados.

—¿Preparados, primos? —retumbó Koth. Los centauros asintieron al unísono—. ¿Estás bien agarrado, primo Orador?

Kith-Kanan se acomodó mejor sobre el lomo del centauro.

—Estoy dispuesto —contestó mientras aferraba la faja de cuero que había convertido en arnés.

Koth lanzó un vibrante grito salvaje y partió a galope calzada abajo, a una velocidad vertiginosa. Los otros centauros lo siguieron en medio de una estruendosa galopada.

El Orador había cabalgado sobre criaturas extrañas a lo largo de su vida. Su grifo real, Arcuballis, alcanzaba una velocidad impresionante en vuelo, y en una ocasión había realizado un giro de tonel completo en el aire, pero ¡esto! El peso de los jinetes no parecía entorpecer mucho a los centauros, que saltaban sobre los obstáculos bajos y sorteaban los más grandes con un completo abandono.

Kith-Kanan no podía permitirse gritar de miedo o excitación, pero sus seguidores no se cohibieron lo más mínimo. Verhanna, cuyas largas piernas casi llegaban al suelo al ir a horcajadas en su centauro de patas cortas, chillaba sin poder remediarlo a cada salto o desviación brusca. Rufus vociferaba y aullaba a espaldas de la hembra centauro, al tiempo que agitaba su enorme sombrero. Kemian intentó emular la actitud digna del Orador, pero un sobresaltado grito escapaba de sus labios de tanto en tanto. Ulvian, con los labios prietos, tenía la mente en otros asuntos. Sólo Manos Verdes parecía tomarse la cabalgada con perfecta ecuanimidad. A despecho del enloquecido galope, se sostenía con una mano, relajado, y examinaba el entorno con total atención.

El paisaje pasaba a una velocidad vertiginosa. Plantando las patas con la seguridad de cualquier cabra, los centauros galopaban a lo largo del escarpado precipicio que bordeaba la calzada de montaña. Kith-Kanan aflojó poco a poco los dedos cerrados en torno al ceñidor de cuero, y se sentó más erguido.

—¿Cuánto tiempo puedes mantener este paso? —preguntó en voz alta a Koth.

—Estaré sin resuello en unas pocas horas —gritó el centauro—. Claro que ya estoy viejo. ¡Mis jóvenes primos pueden correr mucho más tiempo que yo!

Kith-Kanan echó un vistazo por encima del hombro. Sus hijos y amigos brincaban y chillaban a lomos de los centauros. Con el pelirrojo copete ondeando al viento, Rufus lo saludó con un ademán. Verhanna le dirigió una sonrisa vacilante mientras miraba de reojo el borde del precipicio que se abría casi a sus pies. Manos Verdes alzó la diestra en un saludo despreocupado.

El viento cantaba en los oídos de Kith-Kanan, y el día era espléndido y cálido. Pronto estaría en casa, entrando en su amada ciudad a lomos de un centauro salvaje. El Orador de los Soles echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa pletórica. Su regocijo resonó en las montañas en contraste con el rítmico golpeteo de los cascos de los centauros.

Al crepúsculo, tras medio día en constante movimiento —incluso comieron en marcha— los centauros y sus jinetes se encontraban en las estribaciones bajas de las Kharolis orientales, con la ancha planicie extendida a sus pies. Kith-Kanan comentó la abundancia de flores y la alta hierba verde; cuando su grupo había pasado por la llanura una semana antes, no había en ella ni las unas ni la otra.

—Los flores brotan por Manos Verdes —dijo Rufus. El kender dio un mordisco a una manzana silvestre y ofreció el resto de la fruta a su montura. La centauro echó atrás un brazo bronceado por el sol y la tomó con agilidad.

Kith-Kanan miró por encima del hombro de Koth al campo florecido. Recordaba cierto día, mucho tiempo atrás, cuando él y su joven amigo Mackeli habían viajado hacia Silvanost a través de una tierra en la que se producía un estallido de vida. El polen y los pétalos de flores saturaban el aire bañado por el sol, y por doquier se percibía una pujanza que excedía ampliamente el crecimiento de una primavera normal. Había ocurrido porque su esposa, Alaya, se había transformado en un roble, uniéndose al poder al que tan fielmente había servido. El arcaico poder había manifestado su regocijo con un estallido de fertilidad. Ahora, el paso de Manos Verdes a través de los campos provocaba la misma reacción. Era un detalle más que confirmaba que Manos Verdes era, efectivamente, hijo suyo y de Alaya. No es que el Orador necesitara una prueba para convencerse de ello. Veía a su amada cada vez que miraba los inocentes ojos verdes y el sonriente rostro de su hijo.

—¡Majestad…! ¡Majestad!

—¿Sí? —Kith-Kanan volvió al presente con brusquedad. Rufus había guiado a su montura junto a la del Orador.

—Majestad, los otros quieren saber si podemos parar para estirar las piernas un poco.

—Sí, una excelente idea —dijo el Orador mientras se frotaba los entumecidos muslos—. Para, primo, haz el favor.

Los centauros se detuvieron, y sus jinetes descendieron con movimientos rígidos. Con muchos gemidos, estiraron sus agarrotados músculos. Kith-Kanan se acercó a Manos Verdes y empezó a hablar con él en voz baja. Por el rabillo del ojo, vio que Ulvian echaba a andar ladera abajo, hacia la planicie, que ahora estaba envuelta en sombras al haberse puesto el sol.

—¿Quieres que lo haga volver? —preguntó Verhanna, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.

—No. No irá lejos. —Kith-Kanan suspiró. Su alegre estado de ánimo por el espléndido día y su nuevo hijo quedaba empañado por los problemas con su otro hijo—. Los tuyos pueden alcanzarlo, ¿no es así, primo?

Una amplia sonrisa ensanchó el rostro de Koth.

—¡Sin la menor duda, primo Orador! —afirmó el centauro—. ¡Ningún dos-patas puede correr más que un kothlolo!

Descansaron un rato más y luego todos montaron otra vez. Kith-Kanan señaló en dirección a la lejana Qualinost.