15
La semilla fértil

Estás seguro de que éste es el camino?

La aguda voz de Rufus Gorralforza hendió el frío aire nocturno. Él, Verhanna y Manos Verdes iban siguiendo el sendero empinado que conducía hacia el sur, montaña arriba. Verhanna había convencido a Manos Verdes para que dejara al kender dirigir la marcha por la angosta senda. Tras rezongar un poco por tener que caminar en lugar de ir a caballo, Rufus se avino a hacerlo. Enseguida se animó al detectar señales de que otros habían pasado por el sendero muy recientemente.

—¿Quiénes son? —preguntó Verhanna.

—Qualinestis, montados en caballos herrados —contestó el kender. Olisqueó las escasas huellas de cascos, apenas marcadas en el pedregoso suelo—. Guerreros. Veinte, por lo menos.

—¿Cómo puedes saber que eran guerreros? —resopló, desdeñosa, la joven.

Rufus alzó su pequeña nariz y venteó el aire.

—Huelo el metal, mi capitana.

Verhanna reflexionó sobre el significado de la presencia de soldados. Indudablemente, no iban a la caza de fugados de Pax Tharkas; Feldrin Feldespato contaba con brigadas de enanos para hacer ese trabajo. Intrigada, reanudó la marcha, siguiendo al kender.

Manos Verdes apenas había hablado desde que habían empezado a subir la montaña. Ni siquiera el constante espectáculo de los cometas lo sacó de su silencio.

Por fin llegaron a un pequeño tramo nivelado de la vertiente y Verhanna ordenó hacer un breve alto para descansar.

Rufus se dejó caer donde estaba, agotado de ir con la nariz pegada al suelo buscando huellas. Manos Verdes siguió de pie, sus ojos prendidos en la pendiente que se alzaba ante ellos. Echó a andar, y Verhanna, que masticaba un trozo de tasajo de ciervo, le ordenó inmediatamente que volviera.

—Mi padre está cerca —contestó el elfo mientras se volvía a mirar a la joven—. He de ir.

Con gesto agotado, la guerrera guardó su ración a medio comer en las alforjas.

—Vamos, Verruga. Su majestad se marcha.

—¿A qué viene tanta prisa? —protestó el kender. Verhanna le ofreció una mano y ayudó al kender a subir a la albarda de la silla—. ¿Adónde vamos? Es todo cuanto quiero saber…, y también por qué tiene tanta prisa.

—A mí no me preguntes —dijo Verhanna, que chasqueó la lengua para instar al cansado caballo a ponerse en marcha—. Pero te diré una cosa, Verruga: si no hemos encontrado algo importante al amanecer, yo me vuelvo, ¡y al Abismo con Manos Verdes!

La senda describió varios giros bruscos y ascendió en un grado de desnivel aún más pronunciado, de manera que perdieron de vista a Manos Verdes, que avanzaba unos cuantos pasos por delante de ellos. Verhanna y Rufus dejaron atrás una oscura quebrada a su izquierda, y el caballo se detuvo por sí mismo. Pateó, resopló y sacudió la cabeza, negándose a continuar por mucho que Verhanna lo intentó convencer por las buenas primero y después clavándole espuelas.

El cielo se quedó oscuro.

El cese repentino de las estrellas fugaces fue alarmante, y dejó el paisaje mucho más negro que antes. No había luz de lunas y sólo el débil fulgor de las estrellas alumbraba su camino. Rufus tiró a Verhanna de la manga.

—El caballo se ha calmado —dijo—. Sigamos.

—No, espera. ¿No lo sientes?

Su voz era un susurro, y la joven estaba tensa, muy quieta, en la silla.

—¿Que si siento qué? —preguntó, impaciente, el kender.

—Como si una tormenta estuviera a punto de estallar…

Rufus respondió con acritud que no sentía nada, y Verhanna dio con los talones en los flancos del caballo. Reanudaron la marcha. Al volver un recodo, el afilado pináculo del Pico Roca Negra surgió ante ellos, tapando parte del firmamento estrellado.

—Tengo frío —se quejó Rufus mientras se apretaba contra la espalda de Verhanna.

—¡Oigo voces! —siseó la joven, que azuzó al caballo para que acelerara el paso.

El kender y la guerrera recorrieron el último tramo de la senda a trote vivo e irrumpieron en una escena de frenética actividad. Una veintena de rostros se volvieron hacia ellos, y Verhanna reconoció a algunos como miembros de la Guardia del Sol. Kemian Ambrodel surgió de la noche.

—¡Lady Verhanna! —exclamó—. ¡Esto es asombroso! ¿Cómo es que estás aquí?

Le ofreció su mano enguantada, que ella estrechó.

—Señor, estoy igualmente sorprendida de verte —dijo con franqueza—. Un tipo extraordinario nos ha conducido a mi guía y a mí hasta aquí. Es un elfo alto, de cabello rubio plateado, al que llamamos Manos Verdes. Debe de haber pasado ante vosotros hace un momento.

—Está aquí. Le he ordenado que se quede a un lado, ya que estamos demasiado atareados ahora para ocuparnos de recién llegados. —Kemian señaló con la barbilla un peñasco que había a unos cuantos pasos de distancia. En él se encontraba sentado el elfo de dedos verdes. Su atención no estaba puesta en los guerreros ni en Verhanna, sino en el Pico Roca Negra.

Verhanna desmontó y Rufus bajó al suelo de un brinco.

—¿Qué pasa aquí? —intervino el kender.

Los guerreros estaban uniendo trozos de cuerda entre sí. La mayoría eran cortos, de los que utilizaban para atar a los caballos en una línea de estacas por la noche.

—Tu padre está ahí dentro —explicó Kemian a la guerrera con aire grave mientras señalaba al negro pináculo de roca que tenía a sus espaldas. Rápidamente, el joven general le resumió la situación.

—¿Ayudarán dos pares de manos más, señor? —preguntó la joven.

—Desde luego. —Kemian le apretó un hombro.

Verhanna y Rufus empezaron a atar los trozos de cuerda que tenían, a continuación de la acopiada por los guerreros. Enfrascados en ello, no repararon en que Manos Verdes se deslizaba del peñasco y echaba a andar directamente cuesta arriba, hacia las cuevas del pináculo. Rufus lo vio por el rabillo del ojo.

—¡Eh! —gritó.

—¡Detente! —ordenó Kemian.

Manos Verdes se encontraba casi en la boca de una de las entradas a la caverna. En cualquier instante, un espantoso ventarrón se levantaría y lo arrastraría hacia atrás. También podía esparcir los trozos de cuerda que tanto trabajo les había costado reunir.

—¡Deténte ahora mismo, te digo! —bramó lord Ambrodel.

Manos Verdes lanzó un breve vistazo a los elfos y al kender; luego penetró en la abertura. Kemian Ambrodel apretó los dientes, el cuerpo tenso, esperando la inminente ventolera.

No hubo el menor soplo de aire. La noche permaneció quieta y fría, sin que la alterara la más leve brisa.

—¿Quién es ese elfo? —preguntó Kemian, boquiabierto—. ¿Un hechicero?

—Un tipo realmente extraño —contestó Rufus mientras se peleaba con la cuerda que estaba atando, que era gruesa y poco flexible—. Tiene toda clase de poderes, pero nunca realiza un conjuro.

Lord Ambrodel miró a Verhanna.

—Verruga dice la verdad —confirmó la joven—. Si alguien puede llegar hasta mi padre, es Manos Verdes.

—No podemos poner en peligro la vida del Orador confiándola a los trucos de un vagabundo. ¡Disponed la cuerda! —ordenó Kemian.

Los guerreros reunieron la soga y fueron hacia la boca del túnel. Rufus, que había enrollado la cuerda en torno a sus pequeñas manos, debatiéndose con un último nudo, fue arrastrado todo el tramo hasta la base del pico.

Kith-Kanan se daba golpecitos en la palma de la mano con la parte plana de la espada. Dru no había dado señales de vida desde hacía una hora o más, y las antorchas alrededor de la gran habitación circular se estaban consumiendo una tras otra. La mitad se había apagado cuando el Orador oyó el lejano sonido de gritos en el exterior. Gritó a su vez frente a la boca del túnel, en respuesta, pero todo era silencio una vez más. Kith-Kanan no quería hacer demasiado ruido para no alentar a Dru a pensar que estaba desmoralizado por su situación.

Ulvian yacía totalmente inmóvil a los pies de Kith-Kanan. El padre contempló al hijo con emociones mezcladas. Eran la obstinación y el orgullo de Ulvian los que los habían llevado allí. No sólo había comerciado con esclavos, sino que también había huido de la justicia del Orador y ayudado a un perverso hechicero a escapar. Sin embargo, la expresión de Kith-Kanan se suavizó al verlo dormido, hecho un ovillo en el suelo, como un niño. Este era su hijo, el pequeño que había sido causa de regocijo para Suzine y para él. Podría ser un adulto, pero su corazón era el de un chiquillo…, un muchachito que adoraba a su madre y apenas veía a su padre.

Cansado, Kith-Kanan se frotó las sienes e intentó no darle vueltas a lo que pudo haber sido y no fue.

—No estás solo.

El Orador giró sobre sí mismo velozmente. A un cuarto del perímetro de la habitación, se encontraba un elfo. No se trataba de Dru. Este elfo era alto, de cabello muy claro, joven. Llevaba una burda manta de crin de caballo y polainas de cuero. Su mirada, fija en Kith-Kanan, era intensa.

—¿Quién eres? —demandó el Orador mientras pasaba por encima de Ulvian, adelantándose—. ¿Es éste otro de tus disfraces, Drulethen?

El extraño no respondió y siguió contemplando a Kith-Kanan con una inquietante mirada fija. Su semblante denotaba tal expresión de profundo regocijo que el Orador olvidó momentáneamente su preocupación. Con un estremecimiento, como si volviera en sí bruscamente, Kith-Kanan alzó un poco más la punta de su espada y exigió:

—¡Respóndeme! ¿Quién eres?

—Soy Manos Verdes. Al menos, así es como me llama mi capitana.

—Manos Verdes… —Kith-Kanan bajó la vista y reparó en los dedos del elfo por primera vez. La habitación estaba cada vez más oscura a medida que las antorchas parpadeaban y se apagaban, pero el profundo color verde de las manos del elfo resultaba claramente perceptible—. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Por qué no te rechazó el viento? —preguntó el Orador con aspereza.

—Entré, simplemente. Te he estado buscando durante mucho tiempo. —El extraño se acercó unos cuantos pasos, y una sonrisa le iluminó el rostro—. Eres mi padre.

Kith-Kanan se quedó estupefacto. Su primera reacción a esta afirmación fue un gran desconcierto. Si se trataba de una añagaza del hechicero, ¿qué propósito tenía? Quizás este elfo era un simplón, un pobre bobo víctima del engaño de Drulethen.

Manos Verdes se aproximó un poco más hacia el hombre a quien había estado buscando. El torbellino de ideas cesó en la mente de Kith-Kanan cuando miró los ojos del extraño elfo. Eran de un color verde intenso, centelleante, más brillante que las más puras esmeraldas. Su rostro le resultaba familiar en cierto modo: la boca de labios llenos, la frente alta, la forma de la nariz. Le recordaban a… Kith-Kanan retrocedió tambaleante, aturdido por la idea que había acudido repentinamente a su mente. ¡Alaya! El elfo alto le recordaba a Alaya. Los rasgos, los ojos, eran idénticos, incluso su piel teñida de verde. La piel de Alaya había adquirido ese mismo color cuando empezó su transformación en un gran roble. Bajó la espada y avanzó para encontrarse con Manos Verdes a mitad de camino, cerca del hoyo de la lumbre, ahora apagada. Eran de la misma altura.

—Hola, padre —saludó Manos Verdes con alegría.

Kith-Kanan no podía dar crédito a sus ojos. Parecía imposible y, sin embargo, sólo tenía que mirar a este joven elfo para ver en él el vivo retrato de Alaya, para saber que decía la verdad. De algún modo, por algún milagro, el hijo de Alaya y suyo había venido aquí, al Pico Roca Negra.

La voz del Orador sonó insegura, tan fuertes eran las emociones que lo embargaban.

—Tu llegada me fue pronosticada hace siglos, sólo que entonces no lo entendí —musitó. Levantó una mano temblorosa para tocar el rostro de Manos Verdes. El joven elfo esbozó una amplia sonrisa, y Kith-Kanan lo estrechó en un cálido abrazo—. ¡Hijo mío!

El momento de felicidad fue breve. El peligro todavía los acechaba. Kith-Kanan se enjugó las lágrimas que le humedecían las mejillas y apartó a Manos Verdes, sujetándolo por los hombros, para mirarlo otra vez.

El aire se agitó sobre sus cabezas, causado por el batir de unas alas invisibles. Alarmado, Kith-Kanan se apartó de su hijo y enarboló la espada. Sólo una cuarta parte de las antorchas seguía luciendo, y en la penumbra el Orador atisbó una cosa alada que volaba en círculos y se zambullía y se remontaba, apareciendo y desapareciendo en la oscuridad.

—Hijo, ¿llevas un arma? —preguntó mientras se ponía el yelmo con rapidez.

—No, padre. —El joven le mostró sus manos vacías.

El Orador revolvió con la punta de la bota los desechos del suelo. La criatura alada se zambulló en picado, muy cerca de él, y Kith-Kanan le lanzó una estocada fallida. La bestia se remontó, alejándose, y el Orador se agachó rápidamente para coger un sólido trozo de madera del suelo, una pata rota de una mesa.

—Toma esto —dijo, al tiempo que se lo arrojaba a Manos Verdes—. Si se te acerca cualquier cosa, ¡golpéala!

Una risa escalofriante floto a través de la cámara. Kith-Kanan echó un vistazo a Ulvian; el príncipe seguía inconsciente. En lo alto, sonó de nuevo la risa.

—Un arma magnífica para un guerrero de aspecto magnífico —comentó Drulethen con sorna. Su voz rebotaba en las paredes de piedra, haciendo difícil precisar su localización—. ¡Un nuevo y valioso miembro para la Casa de Silvanos!

—Lo es, indudablemente —replicó Kith-Kanan—. Entró, rebasando tus hechizos, ¿no es cierto?

—¿No se te ha ocurrido pensar que lo dejé entrar a propósito? ¡Colecciono miembros de la realeza qualinesti! —gruñó con tono desagradable.

Kith-Kanan indicó mediante señas a Manos Verdes que rodeara la habitación por el otro lado, apartándose de él.

El joven elfo obedeció con un sigilo encomiable. Kith-Kanan se alejó despacio del inconsciente Ulvian y habló para distraer a Drulethen.

—Bueno, gran hechicero, ¿qué piensas hacer con nosotros? —inquirió.

—Quiero mi amuleto. Uno de los tres va a darme la otra mitad del talismán, aunque para ello tenga que torturaros uno tras otro para convenceros de que lo hagáis. —La voz del hechicero sonaba en un sitio concreto.

La mirada de Kith-Kanan se detuvo en una silla que, aunque rota, estaba de pie; una sombra alta aparecía allí. Bajó la espada a fin de que la hoja no brillara con la restante luz de las antorchas.

—No puedes vencer, Drulethen. Tal vez Ulvian te habría ayudado, pero yo me encargaré de que nunca te apoderes del amuleto —juró. Pasó ágilmente sobre unas cajas rotas, moviéndose con todo el silencio posible.

—¡Ulvian! ¿Ese miserable vago irresponsable? Será el primero en morir, tenlo por seguro. Disfrutaré con su tormento.

El hombro izquierdo de Kith-Kanan chocó con la pared. Se encontraba debajo de una de las antorchas apagadas y, sacando del hachero el trozo restante, se deslizó hasta la siguiente, que todavía ardía débilmente. Prendió el trozo que llevaba en la mano y se precipitó hacia la silla rota.

Al hacerlo, la luz de la pequeña tea se derramó sobre Dru.

El Orador se quedó paralizado a mitad de una zancada, horrorizado. La cosa encaramada en la silla no era un elfo ni tampoco un ave. Tenía alas, de un tono pardo dorado, con las puntas de las plumas de color rojo, pero, en lugar de las garras de un halcón, dos manos blancas se aferraban al respaldo de la silla; en vez de la noble cabeza del ave de presa, la cosa tenía una espantosa mezcla, en parte elfa, y en parte de ave. Su rostro y su cabeza tenían plumas, donde antes crecía cabello. Los ojos eran negros, como los de un halcón, pero encajados en las cuencas oculares de un elfo, bajo unas cejas plumosas. Pero lo más horrible de todo era el largo pico curvo que sobresalía del rostro de Dru, en lugar de la nariz.

—Ya ves lo mucho que necesito el resto de mi amuleto —siseó el hechicero—. El anillo es la mitad más poderosa, pero carece de precisión y control. —Se estremeció y hundió la cabeza entre los hombros. Su espantosa faz parecía reflejar un espasmo de dolor—. He descubierto que no me es posible controlar mis transformaciones sin el cilindro. —Los extraños dedos blancos se abrieron y se cerraron sobre la gruesa madera de la silla rota—. Esta es la última vez que lo pido. ¡Dámelo!

Por toda respuesta, Kith-Kanan arrojó la antorcha al monstruo y arremetió con la espada. Dru remontó el vuelo, tirando la silla patas arriba. Eludió el ataque de Kith-Kanan, pero no vio que Manos Verdes se encontraba cerca, inmóvil en las sombras. Al pasar a su lado, el joven elfo blandió el burdo garrote. Su fuerza era considerable, pero no así su habilidad, y el golpe alcanzó al hechicero de refilón. Sin embargo, fue suficiente para que Dru saliera dando volteretas en el aire y aterrizara, en un revoltijo de plumas, al otro lado de la cámara, cerca de Ulvian.

—¡Alcánzalo! ¡No dejes que se levante! —gritó el Orador.

Llegó hasta el caído hechicero antes que Manos Verdes, y tocó a la extraña criatura con la punta de su espada al tiempo que le ordenaba rendirse. El montón de plumas se agitó y cambió, y un chillido penetrante se alzó de ellas.

Manos Verdes llegó en ese momento y, ante sus asombrados ojos, el hechicero sufrió una nueva transformación. El cuerpo del ave se alargó, y las alas se convirtieron en brazos cubiertos de plumas. Dru intentó incorporarse y lanzó otro grito de dolor. El pico de su blanco rostro y los negros ojos de halcón no cambiaron; las plumas le cubrían el resto del cuerpo.

—¡Levántate! —ordenó Kith-Kanan de nuevo.

—N… no puedo —jadeó el hechicero. El sudor le corría a chorros por el grotesco semblante, y su cuerpo temblaba como si sufriera un ataque de apoplejía—. Estoy… acabado.

Justo en ese momento, Ulvian gimió y rebulló en el suelo de piedra. Se movió para incorporarse, con lo que, involuntariamente, distrajo a Kith-Kanan. En un visto y no visto, el supuestamente agotado hechicero zancadilleó al Orador. Este cayó con fuerza al suelo y, antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, los dedos de Drulethen se cerraron en torno a la garganta de Kith-Kanan. El hechicero se puso de pie, arrastrando con él al Orador.

La sangre le zumbaba a Kith-Kanan en los oídos y una bruma rojiza le cubrió los ojos, haciendo borrosa la fantástica figura del hechicero. Tiró de las manos que lo estaban ahogando, pero los dedos de Dru parecían garras de hierro.

—¡Sé que lo tienes! —chilló mientras sacudía al Orador de manera violenta—. ¡Dame mi amuleto!

Justo en el momento en que Kith-Kanan perdía el conocimiento, sonó un golpe y un grito. El Orador se sintió caer, caer, hasta que el duro suelo chocó con su espalda. Rodó hacia un lado, boqueando para coger aire; su vista se aclaró un poco. Cuando intentó aferrar su espada, tirada no muy lejos, un súbito mareo lo hizo caer otra vez.

Manos Verdes forcejeaba con Dru. El hechicero no era tan fuerte como el hijo del Orador, pero era infinitamente más astuto. Se retorció y consiguió soltarse del joven, al que arrebató la pata de la mesa. El grueso palo de pino descendió con velocidad y alcanzó a Manos Verdes entre los hombros; el joven elfo se tambaleó. Con un grito de triunfo, Dru cogió la espada del Orador, apoyó la punta en la garganta de Kith-Kanan, y rebuscó entre sus ropas hasta localizar la otra mitad del amuleto. Kith-Kanan la había escondido bajo el peto de su armadura.

—¡Ah, por fin! —exclamó Dru mientras alzaba en su mano el negro cilindro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ulvian, que había conseguido sentarse. El corto sueño lo había dejado confuso.

Dru se había apartado de Kith-Kanan, que se acercó gateando hacia su hijo.

—Drulethen —consiguió articular.

—Padre —dijo Manos Verdes, que se acercó a trompicones hasta ellos—, el perverso está cambiando otra vez.

Kith-Kanan se incorporó, tambaleante, recuperó su espada y se volvió para enfrentarse a Drulethen. El hechicero estaba al otro lado de la habitación; levantó el cilindro hacia el anillo de ónix que llevaba al cuello, y, un instante después, el amuleto completo colgaba sobre su pecho. Su rostro empezó a hincharse lentamente y a tornarse de color púrpura; sus miembros cubiertos de plumas se hicieron más largos y más musculosos. Una risa honda, pausada, salió de sus labios retorcidos.

—Qué gran acuerdo —retumbó con una voz profunda que salía de lo más hondo de su garganta—. Un millar de años de poder a cambio de un millar de años a su servicio. Ése es el pacto que hice con Hiddukel. —Sonó un fuerte chasquido y un crujido. Dru se llevó las manos a la cabeza y aulló de dolor—. ¡Ahora que tengo mi amuleto completo, el mundo temblará con sólo oír mi nombre!

Unas placas duras y puntiagudas surgieron a través de la piel de la espalda del hechicero. Las plumas de su cuerpo se desprendieron al tiempo que una gruesa cola, cubierta de escamas, crecía ante los desorbitados ojos de los elfos. La forma elfa del hechicero se hizo más y más grande, endureciéndose y robusteciéndose hasta que un monstruo alado y escamoso ocupó casi toda la caverna del Pico Roca Negra.

Ulvian se arrastró al lado de su padre.

—¡Por los dioses! —exclamó—. ¡Se ha convertido en dragón!

—No…, en wyvern —rectificó Kith-Kanan—. Igual que el que antiguamente le servía de montura y con el que aterrorizaba a la comarca.

El wyvern medía seis metros de altura y sus brillantes escamas eran de un tono verde oscuro, casi negro. Sus ojos, de pupilas verticales, tenían un ponzoñoso color amarillento, y entre sus fauces serpenteaba una lengua rojiza.

De su cabeza brotaron cuernos. Durante un instante, se contempló maravillado las marfileñas garras de sus patas delanteras; luego, su maligna mirada se volvió hacia los tres elfos agrupados detrás del hoyo de la lumbre.

—Tenemos que salir de aquí —resolló Ulvian.

—Si es que podemos. Quizá no nos lo permita el hechizo del viento —respondió su padre. Kith-Kanan ciñó la empuñadura de su espada con ambas manos. Tenía pocas esperanzas de acercarse lo bastante al wyvern para matarlo antes de que el monstruo lo hiciera trizas. Lanzó una mirada a su nuevo hijo—. Pero Manos Verdes puede salir, sin embargo —dijo.

Ulvian miró al desconocido elfo de cabello plateado que tenía delante. No había tiempo ahora para preguntas ni respuestas, ya que el wyvern abría sus fauces y lanzaba un grito de desafío.

—¡Separaos e intentad salir por algún túnel! —ordenó Kith-Kanan.

El príncipe corrió hacia el pasaje más próximo; sentía los miembros extrañamente pesados. Para su sorpresa, ninguna ráfaga de viento salió del túnel para impedirle el paso.

Agachó la cabeza y desapareció en el interior del pasadizo.

—¡Vete! —instó Kith-Kanan a Manos Verdes—. ¡Ponte a salvo!

—Me quedaré para ayudarte —contestó el joven con resolución—. Soy fuerte.

El wyvern se abalanzó sobre el Orador. Kith-Kanan retrocedió al tiempo que blandía su espada atrás y adelante para contener al monstruo. Desde un lado, Manos Verdes arrancó un trozo de losa del suelo y lo arrojó con todas sus fuerzas contra el monstruo, que rugió y siseó como un centenar de serpientes cuando su ala derecha colgó fláccida por el impacto. Sacudió la cola como un látigo y derribó a Manos Verdes. La punta del apéndice, semejante a una lanza, arremetió contra el joven, pero el elfo la cogió entre las manos y la desvió a un lado.

La espada de Kith-Kanan logró abrir un tajo en el torso del monstruo. El wyvern puso de nuevo su atención en el Orador de los Soles. Una garra, dura como el hierro, lo golpeó en el torso y lo dejó sin resuello. Si no hubiese llevado la armadura, le habría aplastado todos los huesos del pecho. Kith-Kanan salió despedido hacia atrás violentamente. La garra del wyvern descendió, pero el Orador hincó la espada en ella y empujó hasta que una sangre negra brotó y escurrió por la hoja del arma. El wyvern chilló de dolor y retiró con brusquedad el miembro herido, arrancando la espada de las manos del Orador.

Kith-Kanan gritó a Manos Verdes que era el momento de huir y, acto seguido, él mismo se metió en uno de los túneles. El monstruo sacudía la pata herida y, por fin, consiguió sacarse la espada. Al tiempo que el Orador desaparecía en el túnel, el wyvern agachó la cabeza con un movimiento fulgurante y la metió en la abertura. Kith-Kanan retrocedió, poniéndose fuera de su alcance.

Entonces el wyvern se volvió hacia Manos Verdes, el único blanco que quedaba. Era evidente que el elfo de dedos verdes no sentía ningún miedo, y se escabullía ágilmente por la cámara, arrojando grandes trozos de piedra al monstruo. Desde el túnel, Kith-Kanan le gritaba una y otra vez que saliera de la habitación, que huyera.

Manos Verdes continuó luchando. El poder que lo había creado y le había dado una gran fuerza, también lo había dotado con unos reflejos fulgurantes y un conocimiento instintivo de cómo herir a la bestia. Tras eludir por muy poco una dentellada lanzada por el wyvern, Manos Verdes se encontró acorralado contra la curva pared de la cueva. Había un hachero junto a su cabeza, y el joven lo agarró y lo arrancó de cuajo de la pared. El hachero estaba bordeado con pinchos de hierro negro; imprimiéndoles fuerza suficiente, las puntas metálicas podrían hincarse en el cráneo del wyvern.

Kith-Kanan vio cómo su recién encontrado hijo saltaba sobre el monstruo. La cola del wyvern se sacudió como un látigo y destrozó las pocas antorchas que todavía ardían en la cámara. La oscuridad se adueñó del lugar, aunque Kith-Kanan podía escuchar el ruido de la pelea. De vez en cuando, el hachero de hierro que blandía Manos Verdes arañaba la piedra y una lluvia de chispas rojas saltaba en el aire.

El wyvern lanzó un chillido… ¿De dolor o de victoria? Kith-Kanan no lo sabía. Había dado un paso hacia la boca del túnel cuando el olor y el sonido del monstruo inundaron el extremo del pasaje. La bestia siseó amenazadora y empezó a empujar para abrirse paso por la estrecha abertura. Sólo sus amarillentos ojos, cada uno tan grande como la cabeza del Orador, brillaban en la oscuridad.

—¡Intentadlo otra vez! ¡Vamos, empujad con todas vuestras fuerzas!

Verhanna, Rufus y los guerreros se apoyaban contra un enorme peñasco que habían logrado desprender de la ladera de la montaña. La cuerda hecha con trozos estaba envuelta alrededor del pedrusco, y el grupo intentaba hacerlo rodar al interior de la cueva por la abertura en la que habían oído la voz de Kith-Kanan. La roca se resistía a moverse más de un par de centímetros a cada empujón.

—¡Alfeñiques! —bramó Verhanna, manifestándose en cólera el miedo por su padre. Y por Manos Verdes, a quien debía la vida—. ¡No tenéis sangre en las venas! ¡El Orador está en peligro!

—¡Lo sabemos! —replicó bruscamente Kemian—. ¿Es que crees que…?

—¡Chist! ¿Habéis oído? —intervino Rufus, interrumpiendo a lord Ambrodel.

Unos ruidos extraños salían por la boca de la cueva al aire de la madrugada. Parecían pisadas. Alguien salía. El sol era una fina lonja en el horizonte oriental que iluminaba la escena. Verhanna se adelantó para asomarse al interior del túnel.

Una esbelta figura apareció tambaleándose.

—¡Ulvian! —exclamó la joven.

—¡Socorro! —jadeó su hermano. Dos elfos corrieron en su ayuda. Lo recostaron contra el peñasco y lo dejaron en el suelo con toda clase de cuidados—. Dru… ¡se ha convertido en un wyvern! ¡Tiene las dos partes del amuleto!

—¿Dónde está el Orador? —inquirió Kemian.

Ulvian cerró los ojos y apoyó la cabeza en la piedra.

—¿No está aquí? —preguntó a su vez.

—No —escupió Verhanna—. ¡Ni tampoco Manos Verdes!

—¿Dejaste solo al Orador para que se enfrentara con un wyvern? —gritó Kemian al tiempo que zarandeaba al príncipe.

—¡Me ordenó que me marchara!

Los guerreros y el kender lo miraron de hito en hito; su rostro tenía todavía las magulladuras de las palizas recibidas a manos de la cuadrilla de indómitos, pero, por lo demás, estaba indemne. En alguna parte, entre las filas de soldados, se oyó la palabra «cobarde».

Verhanna se volvió hacia Kemian.

—El hechizo del viento debe de haberse roto. Ya no necesitamos el peñasco ni la cuerda. ¡Vamos!

—Espera. No podemos entrar a tontas y a locas. ¡Debemos planear el ataque! —Kemian hizo una pausa y luego añadió con más calma—: La mitad entrará, y la otra mitad se quedará fuera para vigilar, por si el Orador o Manos Verdes aparecen.

Todos, a excepción de Ulvian, se ofrecieron voluntarios para estar en el grupo de asalto. Al final, Kemian hizo la elección. En el grupo atacante estaban él y Verhanna, quien dejó muy claro que pensaba entrar, la eligiera o no. La joven ordenó a Rufus que se quedara fuera.

—Pero ¿por qué? Nunca he visto un wyvern —protestó el kender.

—Porque lo digo yo, y basta. Soy quien te paga. —Miró de soslayo a su hermano, que seguía sentado, apoyado en el peñasco, con los ojos cerrados—. Puedes vigilar al príncipe Ulvian. Después de todo, es un prisionero fugado —dijo con tono despectivo.

Decepcionado, el kender siguió con la mirada la fila de guerreros que penetraba por la oscura abertura. Apoyó el peso ora en un pie, ora en otro, mientras sus ojos iban de la boca del túnel al resto de los soldados elfos, quienes, pese a estar tan ansiosos como él por tomar parte en la lucha, permanecían en sus puestos, tensos y expectantes.

Cuando el último guerrero penetró en el túnel, Rufus no pudo soportarlo más. Se lanzó como un rayo hacia la abertura adyacente…, y un instante después chocaba contra Kith-Kanan.

—¡Majestad! —exclamó el kender—. ¡Pensábamos que os habíais convertido en comida de wyvern!

—Todavía no, amigo mío. La bestia está unos veinte pasos detrás de mí.

—¡Guau!

El kender rodeó al Orador para ver mejor. El sol matinal lanzaba un haz rosado por la abertura., iluminando la cabeza y el cuello serpenteante del monstruo. Sus fauces se abrieron y un penetrante siseo resonó en el pasaje.

—Así que eso es un wyvern —comentó Rufus con toda calma.

—Lo verás mucho más de cerca si no te quitas de su camino —apuntó Kith-Kanan.

El kender y el elfo se alejaron con rapidez. Kith-Kanan vio a Ulvian, que se incorporaba tambaleante, apoyándose en el peñasco. También reparó en los disgustados guerreros que Kemian había dejado atrás.

—¡Soldados, a las armas! ¡El wyvern viene hacia aquí!

Los diez elfos cogieron las lanzas que habían colocado en un montón cónico y corrieron hacia sus caballos. La cabeza del wyvern asomó por la boca del túnel. Al ver al Orador siseó enfurecido.

—Ve dentro y trae a lord Ambrodel —ordenó Kith-Kanan al kender. Rufus saludó y desapareció veloz en el interior del túnel.

Un guerrero llevó a Kith-Kanan un caballo y una lanza. El cansado y vapuleado Orador subió a la silla y puso la lanza en ristre. Las patas del monstruo estaban fuera del túnel y el resto del cuerpo se retorcía para salir. El disco del sol asomaba sobre las montañas orientales y el cielo tenía un color azul intenso.

Los lanceros cargaron contra el monstruo en formación cerrada, antes de que tuviera libres las alas, las patas posteriores y la cola. Los primeros guerreros hicieron diana en el pecho expuesto del wyvern, pero la bestia cerró sus fauces sobre los astiles de las lanzas, sacudió la cabeza, y arrojó a los soldados por el aire como si fueran muñecos. Uno de los elfos salió lanzado por el borde de la repisa y desapareció en el profundo precipicio. Otro fue arrojado contra el Pico Roca Negra y se deslizó al suelo, muerto, con el cuello roto.

—¡Por Qualinesti! —gritó Kith-Kanan mientras se lanzaba a la carga.

Empujando con sus poderosas patas traseras, el monstruo consiguió liberar las alas. Uno de los miembros coriáceos colgaba inerte, herido por Manos Verdes en la cámara interior; el otro se agitó atrás y adelante, lo que asustó a los caballos y cegó a los jinetes con el polvo. Kith-Kanan logró enterrar su lanza en el cuello del wyvern, pero el animal lo desmontó del caballo. Dos guerreros se precipitaron a proteger al Orador de la iracunda bestia. El wyvern cerró las garras delanteras en torno al que tenía más cerca y lo sacudió lo mismo que un perro zarandea a una rata; luego arrojó su cuerpo sin vida al suelo. El otro soldado logró hundir su lanza en el ala indemne del animal. El elfo soltó el arma, hizo que su caballo volviera grupas rápidamente, y ofreció una mano al caído Orador. Con agilidad, a pesar de estar magullado, Kith-Kanan montó detrás del guerrero.

El wyvern sangraba por media docena de heridas y tenía ambas alas dañadas, pero su fuerza apenas parecía haber menguado para cuando logró sacar las patas traseras del túnel. Los guerreros retrocedieron una corta distancia en la meseta a fin de formar filas y cargar de nuevo.

Kith-Kanan cogió el caballo de un soldado caído.

—Procurad situaros detrás de él —les recomendó a los elfos—. Yo intentaré distraerlo. —Los guerreros se colocaron en formación cerrada—. ¡Ahora!

Galoparon hacia la bestia y después se dividieron en dos columnas y rodearon al wyvern. Este agitó la cola espinosa de lado a lado, golpeando a elfos y a caballos por igual. La enorme bestia recibió más heridas, pero ninguna lo bastante cerca del corazón para acabar con ella. Kith-Kanan arremetía con furia contra la cabeza picuda, propinando cuchilladas en su feo y chasqueante hocico. En cierto momento, el wyvern cogió el penacho de su yelmo; con gestos frenéticos, Kith-Kanan desabrochó la hebilla de la correa y logró soltar el casco antes de que el wyvern pudiera arrancarle la cabeza.

—¡Retroceded! —gritó—. ¡Replegaos!

Cuatro guerreros pudieron obedecer la orden; los otros seis estaban muertos o malheridos.

El monstruo lanzó un rugido y pateó con fuerza el suelo. Luego, en un horrible gesto de desprecio, arrojó los cuerpos de los guerreros caídos contra Kith-Kanan y los supervivientes. Jadeantes, sudando a pesar del frío aire de la montaña, los soldados se reunieron en torno a su Orador.

—¡Debemos matarlo! —dijo Kith-Kanan con expresión sombría—. En caso contrario, sus alas sanarán y podrá escapar volando.

Un silbido penetrante atrajo la atención del Orador. Miró hacia lo alto del pico, donde había sonado la llamada, y vio a Rufus Gorralforza, a Verhanna y algunos de los guerreros que habían entrado en la cueva. Estaban en las bocas de varios túneles, doce metros por encima del Orador.

Verhanna alzó una mano, y los guerreros de las cuevas empezaron a arrojar una andanada de piedras y desperdicios sobre la bestia. El wyvern siseó encolerizado y saltó hacia ellos. A pesar de las numerosas heridas de lanza, fue capaz de remontarse en el aire las tres cuartas partes de la distancia a las bocas de los túneles. En el tercer salto, el monstruo consiguió hincar las garras de las cuatro patas en las rocas y quedarse agarrado. Con las heridas alas plegadas prietamente contra el cuerpo, el wyvern empezó a escalar.

A Kith-Kanan le dio un vuelco el corazón cuando vio a Manos Verdes en una de las aberturas de los túneles. ¡Su hijo estaba vivo, loados fueran los dioses! En las manos sostenía una cuerda enrollada. Todos los demás que estaban en las bocas de las cuevas altas tenían alguna clase de arma, pero no así Manos Verdes. ¿Qué intentaba hacer?

El Orador y los restantes elfos a caballo aguardaban, lanzas en ristre. Lentamente, la bestia trepaba por el pico, dejando arañazos grises en la negra roca. Desde arriba le lanzaban piedras sueltas y trozos de muebles, encontrados en la cueva de Drulethen, y los gruesos y escamosos párpados se cerraban cada vez que algún objeto se precipitaba sobre sus ojos. Espada en mano, Kemian apareció en la boca de la cueva, junto a Manos Verdes.

—El monstruo los hará pedazos en esos túneles —dijo uno de los guerreros montados—. ¿No deberíamos entrar y ayudarlos?

—Manteneos en vuestros puestos —ordenó Kith-Kanan con severidad—. Lord Ambrodel sabe lo que se hace.

A decir verdad, el Orador estaba extremadamente preocupado, pero tenía que confiar en el juicio de su general.

Manos Verdes se asomó más aún al borde de la boca de la cueva, con la cuerda enrollada en la mano. El wyvern se encontraba sólo un par de metros más abajo, su atención volcada completamente en aquellos que le arrojaban piedras. De repente cesaron los ataques y los elfos se retiraron al interior de las cuevas. Siseando y chillando, el wyvern levantó la cabeza para ver qué hacían…, en ese momento Manos Verdes dejó caer la cuerda enrollada sobre su testa, del mismo modo que un vaquero echa el lazo a un toro salvaje. Él y Kemian tiraron con fuerza de la cuerda, que se tensó en torno al cuello del monstruo. El Wyvern sacudió la cabeza a uno otro lado, tratando de romper la soga. Al no lograrlo, chasqueó las fauces en un vano intento de cogerla entre los dientes.

Entonces la bestia decidió continuar en la dirección desde donde tiraban de ella. Manos Verdes y Kemian desaparecieron dentro del túnel en el mismo momento en que el wyvern llegaba a su altura. El largo cuello culebreó dentro de la cueva; al mismo tiempo, las cuatro patas del Wyvern escarbaron frenéticamente en la cara del pico y la boca del túnel, intentando agarrarse. Su espantoso chillido levantó ecos en la montaña. Los macizos músculos de su lomo se arquearon al tratar de sacar la cabeza del túnel. Kith-Kanan contuvo el aliento al ver manar sangre por la boca de la cueva.

Los violentos arañazos de las patas del monstruo continuaron un momento más y cesaron. La enorme bestia se precipitó al suelo, y el impacto sacudió la tierra a su alrededor. Las patas siguieron agitándose de manera convulsa, y Kith-Kanan vio el motivo: el wyvern se había dejado la cabeza dentro del Pico Roca Negra.

Se mantuvieron alejados del frenético cuerpo descabezado hasta que la oscura sangre formó un gran charco. Viendo que sus patas seguían sacudiéndose con leves espasmos, Kith-Kanan se acercó a caballo y hundió la lanza en el corazón del monstruo; ello puso fin de una vez por todas al wyvern, que yació inmóvil.

Verhanna salió con Rufus y otros guerreros.

—¿Dónde están Manos Verdes y lord Ambrodel? —preguntó Kith-Kanan.

—¡Aquí! —se oyó un grito en lo alto.

Kith-Kanan alzó la vista. Manos Verdes se encontraba en la entrada alta de la cueva; estaba cubierto de sangre y sostenía la cabeza del Wyvern con ambas manos. Mientras todos lo miraban, la arrojó al suelo.

Desapareció en la boca del túnel y, cuando salió del Pico Roca Negra, lo hizo andando despacio, llevando en los brazos a lord Ambrodel. Dos guerreros se acercaron presurosos y lo descargaron del peso.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Kith-Kanan mientras corría junto a su hijo.

—La criatura lo aplastó contra la pared —contestó Manos Verdes con suavidad—. Tiene algo roto…

Las piernas se le doblaron, y habría caído al suelo de no ser por los rápidos brazos de su padre. Verhanna corrió hacia ellos y examinó al joven elfo con ansiedad.

—Respira —anunció—. Creo que sólo está desmayado.

—No es de extrañar —comentó Rufus—. ¡Después de ver cómo lord Kemian le cortó la cabeza al monstruo!

El joven general tosió y levantó una mano con gesto débil.

—No —dijo con voz enronquecida—. No fui yo quien mató al monstruo. Fue él.

Los heridos fueron atendidos, y los muertos colocados en una pira funeraria. Seis jóvenes guerreros elfos habían perecido en la lucha, y la vida de lord Ambrodel pendía de un hilo. Rufus echó un cubo de agua sobre Manos Verdes y comprobó que, a pesar de estar cubierto de sangre, no tenía ni una sola herida.

El cuerpo del wyvern era demasiado pesado para moverlo, así que apilaron a su alrededor toda la leña que pudieron encontrar; los muebles rotos del interior hicieron un buen servicio, así como el aceite de lámparas. Muy pronto, la bestia estaba en medio de una rugiente hoguera. Mientras el sol pasaba el cenit, grasientas volutas de humo negro oscurecieron el cielo y esparcieron un repulsivo olor sobre las altas cumbres.

Llevado esto a cabo, los guerreros se sumieron en el profundo sueño del agotamiento, Kith-Kanan condujo a Ulvian y a Verhanna a cierta distancia del grupo, haciendo un aparte.

—Tengo algo que deciros —empezó, sin saber muy bien cómo continuar.

Ulvian se puso tenso. Verhanna echó un vistazo hacia su hermano y luego miró al Orador.

—¿De qué se trata, padre? —preguntó la joven con expresión seria.

Kith-Kanan miró a Manos Verdes, que estaba dormido desde su combate con el wyvern. Una sensación de ternura conmovió el corazón del Orador. El hijo de Alaya.

Este elfo era el hijo de Alaya y suyo.

—Supongo que la única forma es decirlo sin rodeos —manifestó con energía—. Uli, Hanna…, Manos Verdes es hijo mío.

Verhanna se quedó boquiabierta por la impresión; por el contrario, el rostro de Ulvian permaneció impertérrito, como una máscara de piedra. Sólo el brillo de sus ojos de color avellana delataba su sorpresa.

—¿Que es tu qué? —explotó Verhanna.

Kith-Kanan se pasó una mano por la frente con gesto agotado.

—Merecéis conocer toda la historia, lo sé. Pero ahora, sin embargo, estoy cansado hasta los huesos. —El Orador suspiró—. Manos Verdes es hijo de mi primera esposa, una kalanesti. Creo que los prodigios de estos días pasados eran señales de su llegada. —Posó con suavidad una mano en el brazo de Verhanna y se sorprendió al sentirla temblar—. Sé que es conmocionante, Hanna. A mí me ocurrió igual. Lo explicaré todo después, lo prometo. Ha sido un día azaroso.

Tras dar a la joven una cariñosa palmada en la mejilla, el Orador regresó junto a los guerreros dormidos. Se tumbó cerca de Manos Verdes y, en cuestión de segundos, roncaba suavemente.

Verhanna estaba estupefacta. ¡Su hermano! ¡Manos Verdes era su hermano! De repente, lo absurdo de la situación la golpeó de lleno. ¡Después de no pensar en el matrimonio durante siglos, ahora elegía para pareja a un hombre que resultaba ser su propio hermano! La guerrera descargó la bilis propinando una patada a un peñasco con todas sus fuerzas. Lo único que consiguió fue hacerse daño en el pie. Sencillamente, no podía hacer frente a la situación en estos momentos. Estaba exhausta por el combate y la preocupación que había sentido por su padre y Manos…, y su hermanastro. ¡Oh, dioses, era increíble!

La guerrera regresó al campamento. Llegó junto a los durmientes y se dejó caer cerca del inconsciente Kemian. Poco después se sumía en un profundo sueño.

Ulvian también se había sorprendido con el anuncio de su padre. ¿Este patán desconocido, un hijo de Kith-Kanan? Era una noticia realmente asombrosa. Pero el príncipe tenía demasiadas preocupaciones propias para emplear demasiado tiempo en plantearse cómo había llegado a encontrarse con que tenía un hermanastro. También se tumbó para dormir, pero el sueño tardó en llegar. En su mente se agolpaban pensamientos acerca de qué le depararía el futuro inmediato. Horas más tarde, el príncipe Ulvian se despertó con un sobresalto.

—¿Quién es? —preguntó—. ¿Quién me llama?

Miró en derredor. El sol estaba bajo en el horizonte occidental y sus anaranjados rayos le mostraron al kender en las proximidades. Rufus estaba hecho un ovillo, profundamente dormido y lanzando sus peculiares ronquidos agudos. El resto del grupo también dormía. Por encima de ellos flotaba el humo de las piras funerarias, como una nube de recordada maldad. Ulvian hizo una mueca al percibir el olor, y se preguntó cómo se las habían ingeniado para quedarse dormidos en un lugar tan repugnante.

De nuevo, el príncipe oyó la voz. Era suave y queda; una voz femenina, pensó. Parecía venir de la dirección donde estaba el fuego más grande, en la base del pico. Ulvian se levantó y caminó hacia allí. El aire caliente rielaba sobre el montón de brasas. La voz, un débil susurro apenas más audible que el siseo de las moribundas llamas, le habló.

Una pila de madera abrasada se derrumbó, lanzando una lluvia de chispas en el frío cielo crepuscular. Ulvian escuchó la voz y respondió:

—¿Cómo puedo llegar hasta ti? Las brasas están aún ardiendo.

La voz le dijo cómo. Las palabras penetraron en su mente del mismo modo que el humo le entraba en la nariz. Eran unas palabras acariciantes, con un tono melódico y profundo. Sus doloridos miembros parecieron recobrar fuerza. La fe fluyó como un torrente en su cerebro. Podía hacerlo. La voz lo decía, y era verdad.

Con la mirada prendida en los chamuscados restos que tenía ante sí, desde donde la voz parecía emanar, Ulvian echó a andar sobre las brasas. Sus descalzos pies se plantaron con firmeza en los ardientes carbones, pero no gritó de dolor. Tan grande era su deseo de encontrar la fuente de la voz acariciante que ni siquiera reparó en dónde pisaba. En el centro de la pira, lo encontró. Hundiendo la mano en las cenizas y huesos calcinados del wyvern, el príncipe descubrió el amuleto de ónix. El calor había soldado las dos piezas. Ahora jamás podrían ser separadas.

La voz volvió a hablar, y Ulvian asintió con la cabeza. Aunque el amuleto estaba todavía caliente, se lo guardó en el bolsillo y salió del fuego. En pocos minutos, se había quedado dormido otra vez. Aunque manchados de hollín, ni sus pies ni su mano estaban quemados.