14
La colisión de estrellas
Verhanna, Rufus y Manos Verdes levantaron el campamento a primera hora del día, cuando una espesa niebla que descendía de las zonas altas de las Kharolis se agarraba todavía a la senda; esto entorpeció su avance de forma considerable. Temiendo toparse con grietas ocultas o caminos desmoronados, el trío avanzó lentamente, manteniendo a sus espaldas la ladera del monte Vikris, el segundo pico más elevado de la cordillera. A medida que transcurría el día, la niebla empeoró hasta el punto que la guerrera decidió hacer un alto a media tarde.
—Nos caeremos a un precipicio si continuamos —dijo Verhanna, enfadada—. Es mejor esperar a que pase la niebla.
—Esto no ocurre en las montañas Imán —comentó Rufus—. No señor, nunca hay una niebla tan espesa como ésta.
—Ojalá no la hubiera tampoco aquí —fue la mordaz réplica de la guerrera.
Manos Verdes pasó los dedos a través de la flotante bruma y los cerró rápidamente, como si cogiera algo. Luego se acercó las manos a la cara, abrió los dedos y los observó con atención.
—¿Qué haces? —preguntó Verhanna.
—No siento esta cosa gris a nuestro alrededor y, sin embargo, humedece mi mano —dijo desconcertado—. ¿Cómo es posible?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Al tiempo que el elfo volvía su serena mirada hacia ella, tal vez creyendo que su réplica era una pregunta y disponiéndose a contestarla, Verhanna se apartó de la escarpada pared de la montaña y dirigió una mirada escrutadora hacia arriba, a través de la niebla.
—¡Ojalá hubiera algo de madera por los alrededores! —exclamó la joven—. Podríamos seguir si tuviésemos antorchas.
No había árboles, así que lo único que podían hacer era esperar a que aclarara la desorientadora bruma. La paciencia nunca había sido una de las virtudes de Verhanna, y el retraso irritaba a la joven. Manos Verdes se sentó en el suelo, con la espalda recostada contra una piedra cuadrada. Rufus echó un sueñecito.
Finalmente, el cielo se oscureció y el aire se tornó frío. La niebla caía como un copioso rocío, empapando a los viajeros, a sus caballos y todo su equipaje. El sombrero de Rufus se hundía sobre sus orejas; Verhanna limpiaba fútilmente su armadura, mascullando y pronosticando su oxidación. Sólo el elfo de dedos verdes se mostraba despreocupado; su largo cabello le colgaba en gruesos mechones húmedos, y el agua goteaba por el borde de su manta.
—Pongámonos en marcha —dijo, finalmente, Verhanna—. A mi modo de ver, nos encontramos sólo a un par de horas de Pax Tharkas.
De nuevo, Manos Verdes dirigió la marcha. Parecía saber adónde se dirigía, aunque nunca había estado en este paraje. Verhanna y Rufus dejaron que sus monturas eligieran el camino, unos cuantos pasos detrás del elfo. El crepúsculo violeta cambió rápidamente a un anochecer púrpura. Solinari, la luna plateada, salió tras las montañas. El alto del paso estaba a la vista, unas decenas de metros más adelante.
La guerrera chasqueó las riendas, instando a su montura a acelerar la marcha. Manos Verdes se encontraba ya casi en lo alto del paso; plantó el pie derecho en la cresta de roca y tierra que marcaba el punto más elevado del paso, y se frenó bruscamente. Verhanna refrenó su montura detrás de él.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Espera —contestó—. Se acerca.
—¿Y ahora, qué?
La joven miró a un lado y a otro del paso, alerta a estampidas o goblins violentos o cualquier cosa.
La plácida expresión de Manos Verdes se había tornado en otra excitada. Sus ojos se animaron al tiempo que señalaba hacia arriba y decía:
—¡Mira!
Unas brillantes líneas luminosas surcaban la bóveda estrellada del cielo. Las deslumbrantes bolas de fuego aparecían por un horizonte, ascendían al cenit del firmamento y desaparecían en medio de explosiones de color. De un extremo al otro, el cielo aparecía cubierto por una red de rastros ardientes que dejaban fantasmagóricas imágenes impresas en las retinas de los observadores.
Rufus se detuvo al otro lado de Manos Verdes.
—Estrellas fugaces —musitó con tono reverente.
La pirotecnia celeste seguía con su furioso despliegue, extrañamente silencioso y cegadoramente rutilante. A veces, dos ardientes bolas de fuego chocaban y ocasionaban un estallido doblemente brillante. Nacían minúsculas rayas luminosas y amplios meteoros semejantes a cometas, que morían al descomponerse en todos los colores del arco iris. Rojas bolas de fuego dejaban rastros amarillos. Cometas blancoazulados caían hacia la tierra, para estallar sin ruido en lo alto.
—¿Qué significa esto? —se preguntó Rufus mientras se frotaba el cuello, rígido de mirar hacia arriba durante tanto tiempo.
—¿Quién ha dicho que signifique algo? —replicó Verhanna.
—Quizá sea un presagio o una advertencia de los dioses, mi capitana.
—Nunca busques el lado malo de las cosas, amiguito. —Manos Verdes sonrió—. Tal vez esto sólo sea una diversión de los dioses. Puede que ellos también necesiten entretenerse. Podría ser una celebración, no la aterradora advertencia de una catástrofe.
Ninguno de los dos lo contradijo, pero Verhanna y Rufus compartían una vaga sensación aprensiva. Éste era otro de los fenómenos inexplicables, y por tanto atemorizador, que habían acaecido en el mundo últimamente.
—Bien, se ven las luces de Pax Tharkas desde aquí —señaló Verhanna—. Pronto estaremos allí y podrás buscar a tu papaíto por todo el campamento.
—No, por aquí. —Manos Verdes señaló en dirección opuesta a la fortaleza en construcción y echó a andar por la empinada senda meridional.
Verhanna hizo maniobrar a su caballo para ponerse delante del elfo.
—Oye —se encrespó la guerrera—, te hemos seguido de un lado para otro más que de sobra. No hay nada por este camino. Si tu padre se encuentra en algún punto de estas montañas, Pax Tharkas es el lugar indicado para buscarlo. Además, andamos cortos de provisiones de comida y agua:
—Él está cerca —dijo el elfo mientras se movía para rodear al caballo.
Verhanna hizo que el caballo se adelantara y le cortó el paso otra vez. Entonces, el extraño elfo puso los brazos bajo el vientre del negro corcel.
—¡Eh! —exclamó la guerrera con brusquedad—. ¿Qué estás…?
Manos Verdes plantó los pies firmemente en el suelo y levantó caballo y jinete. El animal se mantenía extrañamente calmado, aunque las patas le colgaban en el aire. Verhanna también se quedó quieta; estaba muda por la sorpresa. Con sólo alguno que otro jadeo y una ligera evidencia de esfuerzo, el elfo sostuvo en vilo el enorme peso; luego se dio media vuelta y los dejó en el sendero, detrás de él.
—¡Guau! ¡Hazlo otra vez! —gritó el kender.
Manos Verdes se había puesto ya en camino, sendero arriba.
Pasmada, Verhanna lo llamó para que se detuviera. Al no hacerlo el elfo, la joven ordenó, con una total falta de lógica:
—¡Deténlo, Rufus! ¡No lo dejes marchar!
El kender dirigió a la guerrera una mirada indignada.
—¿Y cómo crees que puedo detenerlo, mi capitana? ¿Le cuento un chiste?
Verhanna espoleó al caballo en pos del elfo, que se alejaba con rapidez. Mientras remontaba el empinado sendero, desenvainó la espada. No quería herirlo, pero su desconcertante forma de actuar y su inesperada exhibición de fuerza la habían humillado. Alzó el arma con intención de utilizar la parte plana de la hoja para aturdir a Manos Verdes.
Cuando se encontraba a escasos metros del elfo, se produjo un súbito destello cegador. Por un instante, la ladera se iluminó como si fuera mediodía. Rufus lanzó un agudo chillido, y Verhanna sintió un calor lacerante en el cuello y en el brazo levantado. Un estruendo atronó sus oídos, un sonido siseante estalló cerca, y todo fue luz blanca y dolor desgarrador.
Al cabo, la fría oscuridad regresó, y la guerrera abrió los ojos para encontrarse con el entristecido semblante de Manos Verdes.
—¿Te encuentras bien, capitana? —preguntó, preocupado.
—S… sí. ¡Ay! —El brazo con el que manejaba la espada le ardía—. ¿Qué me ha golpeado?
—No te golpeó nada —dijo Rufus, cuya cabeza asomó sobre el hombro del arrodillado elfo—. Una de esas bolas de fuego se estrelló contra la montaña, justo encima de tu cabeza. El estallido te arrojó del caballo e hizo esto.
Echó una parte de su espada junto a la joven. Verhanna agarró torpemente la empuñadura. Todavía estaba caliente, y la hoja se había derretido dejando únicamente un pegote deforme de metal a continuación de la guarda.
—¿Dónde está mi caballo? —inquirió, aturdida.
Rufus sacudió la cabeza tristemente y echó un vistazo sobre su hombro hacia el precipicio.
—Pero puedes quedarte con el mío —se apresuró a ofrecer—. Es demasiado grande para mí. Me siento como una mosca en el lomo de un jabalí.
Ayudaron a la agarrotada Verhanna a ponerse de pie y le enseñaron el surco abierto en la ladera por la bola de fuego. Los bordes de la humeante fisura estaban derretidos. Se encontraba a menos de dos palmos de donde había estado su cabeza.
Verhanna se asomó al barranco donde su montura había perecido. Sacudió la cabeza y musitó tristemente:
—Pobre Sable. Fuiste un luchador valiente.
Manos Verdes sujetaba su tembloroso cuerpo. Cuando la joven tropezó en una piedra, el elfo la sostuvo sin esfuerzo.
Luego la ayudó a subir al caballo de Rufus. La movilidad del grupo quedó seriamente mermada con la pérdida de un animal, pero el kender no pesaba mucho y el caballo transportó a los dos sin demasiadas dificultades.
—¿Conoces este sendero? —le preguntó a Rufus la guerrera mientras se alejaban de Pax Tharkas.
—No, mi capitana, aunque parece conducir a más altitud en las montañas. —El kender oteó las estrellas a través de la pantalla de veloces meteoros y anunció que se dirigían al sur.
—Hacia Thorbardin —musitó Verhanna. Se sujetó el dolorido brazo, todavía aturdida por la impresión de lo cerca que había estado de ser alcanzada por la bola de fuego. Luego se dirigió a Manos Verdes, levantando la voz—: Tu padre no será un enano, ¿verdad?
Antes de que el elfo tuviera oportunidad de responder, Rufus intervino:
—Oh, eso es imposible, mi capitana. El chico es demasiado guapo para que…
Verhanna propinó un codazo al kender en el estómago…, un codazo con el brazo magullado. Dio un respingo de dolor, maldijo entre dientes y farfulló:
—Cierra el pico, Verruga.
Como si fuera una de las famosas torres de Silvanost, el Pico Roca Negra destacaba contra el cielo estrellado, alto, frío y orgulloso. Las oscuras aberturas de su cara eran entradas a la red de cavernas, excavadas originalmente en la dura roca negra por dragones salvajes, unos dos mil años atrás. Ulvian detuvo a su rocín y alzó la vista hacia el imponente pico.
Dru había recuperado de nuevo su forma humana, y se adelantó al príncipe, ansioso por estar de nuevo en casa.
—Tendrás que desmontar —dijo el hechicero—. No existe un verdadero camino hacia las cuevas, sólo algunos escalones tallados a mano.
Ulvian desmontó y condujo al rocín por las riendas. La noche era extremadamente fría, y sus desgastadas ropas le proporcionaban escaso abrigo. No soplaba el viento alrededor del Pico Roca Negra, a diferencia de otras cumbres en las que había estado el príncipe. Aquí el aire estaba calmado y cargado de amenaza.
El sendero terminó, y los dos hombres empezaron a subir un tramo de escalones irregulares, tallados en la roca viva. El rocín los siguió de mala gana, tirando del cabestro a medida que los escalones se hacían más estrechos y empinados. Ulvian porfió con el asustado animal hasta que, finalmente, el rocín le arrancó las riendas de las manos de un tirón. Luego descendió por los escalones y huyó veloz por el empinado y tortuoso sendero.
—No importa, mi príncipe —dijo Dru cordialmente—. Éste no es sitio para el animal.
Ulvian se volvió para reanudar la escalada. En la oscuridad, pisó mal y resbaló escalones abajo. Su exclamación ahogada y el ruido de guijarros desprendidos resonó con fuerza.
—¡Nos romperemos el cuello intentando trepar en la oscuridad! —manifestó Ulvian.
Dru extendió la mano izquierda; mientras el hechicero musitaba algunas palabras en un idioma desconocido, Ulvian vio que el anillo de ónix, que sostenía en la palma, había empezado a emitir un débil fulgor anaranjado al principio y rojo fuerte después. En cuestión de segundos, la aureola carmesí envolvía al hechicero. El príncipe, olvidados sus cortes y contusiones, retrocedió cuando Dru se volvió hacia él. El hechicero sonrió.
—No temas, alteza. Querías tener luz, y yo te la proporciono —dijo suavemente. Siguió trepando, y se aproximó a la cara vertical del pico. A la luz del amuleto, apareció una abertura ovalada. Dru se agachó y entró en la reducida cueva; Ulvian, muy reacio, lo siguió.
La cueva olía a rancio y seco, con un débil aroma de fondo a podredumbre que el príncipe no supo identificar. Sabía que la guarida de un dragón debía de tener un olor fétido, pero ésta había estado vacía durante dos milenios. El suelo era extraordinariamente suave y resultaba doblemente difícil caminar por él ya que se curvaba hacia arriba en una línea constante que lo unía con las paredes y el techo.
Mientras avanzaban por el pasadizo, el rojizo fulgor que envolvía a Dru alumbraba de vez en cuando algunos objetos en el suelo del túnel: un pájaro muerto, desecado; una lámpara de arcilla, rota; unos harapos.
Los dos caminaron agachados durante un tramo; de pronto, Ulvian vio que Dru se enderezaba. Tras dar un par de pasos más, el príncipe salió del bajo túnel a una vasta caverna excavada en el mismo centro del pináculo rocoso. El hechicero apartó a patadas unos desechos que había cerca de la pared y encontró una antorcha. Musitó una palabra mágica y la vieja madera se prendió. Dru recorrió el perímetro de la cámara, encendiendo otras antorchas que todavía descansaban en hacheros de hierro, decorados con pinchos metálicos. El olor a resina de pino quemada impregnó el frío ambiente.
Cuando por fin la última antorcha quedó encendida, Dru arrojó la que manejaba en el hoyo de un hogar que había en el centro de la habitación. Algunos desperdicios y madera que había en el hoyo chisporrotearon al prender en ellos las llamas.
Iluminada, la cámara no resultaba más acogedora que en la oscuridad. La mayoría de los muebles eran despojos, destruidos cuando la fortaleza del hechicero había caído en manos de enanos y elfos. Ulvian miró hacia arriba y vio unas cuantas estrellas a través del agujero de salida del humo, unos quince metros por encima de él.
Cuando bajó de nuevo la mirada contempló algo mucho más desagradable. Descansando en nichos, alrededor de la pared circular, había cientos y cientos de cráneos: cráneos blancos, secos, vacíos. Algunos pertenecían a animales, como osos de montaña, alces y leones. Otros eran más inquietantes. Los ligeros cráneos de elfos descansaban junto a los más sólidos y más pequeños de enanos. En un número más reducido, también había calaveras humanas, reconocibles por las anchas mandíbulas y pequeñas cuencas oculares.
—Encantadora decoración —comentó el príncipe con un tono sarcástico que encubría su nerviosismo.
Dru había levantado una silla rota que, sin embargo, aguantó su peso.
—Oh, no es obra mía —replicó con irónica modestia—. Los propietarios originales del pico coleccionaban estos recuerdos, y me dio pena tirarlos cuando tomé posesión. —Una sonrisa le entreabrió los labios—. Además, creo que dan a mi humilde morada un cierto estilo.
Ulvian se encogió de hombros y se adelantó, apartando con el pie los despojos de la anterior vida de Dru. Pasó una pierna sobre un barril desfondado y luego tomó asiento en él.
—Bien, aquí estamos —dijo—. Y ahora ¿qué?
—Ahora debes darme la otra mitad de mi amuleto.
Ulvian sentía el bulto duro y pesado del pequeño cofre dorado bajo su capa.
—No —contestó el príncipe—. Sé que si te lo entrego, mi vida valdría poco.
—Pero, alteza, Feldrin enviará a alguien tras nosotros, no cabe duda. ¡Puede que incluso mande a guerreros de Thorbardin y Qualinesti! Me es imposible defendernos con sólo la mitad de mis poderes.
Medio centenar de calaveras lo miraban de soslayo sobre el hombro de Dru. Aquí, en su propio terreno, el harapiento prisionero de Pax Tharkas parecía adquirir nueva fuerza, una mayor seguridad en sí mismo.
—No he venido aquí para resistir un asedio. Me dirijo a Qualinost —declaró Ulvian—. En lo que a mí se refiere, ya has recibido la recompensa que merecías: escapar de Pax Tharkas y la mitad de tu amuleto.
Dru unió las manos y entrelazó los dedos.
—Hay un largo camino hasta Qualinost, mi príncipe. No tienes caballo, rocín, ni grifo real que te lleve allí.
Por el rabillo del ojo, Ulvian vio la empuñadura de una espada que había tirada en el suelo, enterrada bajo pergaminos desgarrados y cacharros de cerámica rotos.
—¿He de considerarme tu prisionero? —preguntó fríamente.
—Creía que éramos socios.
—¿Socios, un príncipe de sangre real y un hechicero de la clase baja? Lo dudo, maese Drulethen. Por otro lado, si deseas convertirte en mi sirviente… —Ulvian se rascó la barba con gesto pensativo. La espada estaba demasiado lejos para alcanzarla con facilidad.
—¡Te serviré gustosamente! Pero, sin mi amuleto completo, sólo soy un pobre brujo sin la mitad del poder que podría poner a tu disposición, alteza.
Dru terminaba de hablar cuando Ulvian se lanzó hacia la espada medio enterrada. Se resbaló con los desperdicios, pero sus dedos se cerraron sobre la burda empuñadura forrada con alambre. Para cuando se incorporó torpemente, Dru había desaparecido. La silla rota seguía en el mismo sitio, pero el hechicero se había esfumado.
El príncipe giró sobre sí mismo, buscando frenéticamente. No se veía a Drulethen por ninguna parte. Entonces la voz de éste sonó atronadora, retumbando en la vasta sala circular:
—¡Estúpido mestizo! ¿Crees que puedes disponer de mis conocimientos tan fácilmente? ¡Qué desilusionado debe de sentirse tu padre de tener un hijo tan necio e inútil! Me pregunto si llorará cuando se entere de tu muerte.
—¡Sal y da la cara! —gritó Ulvian mientras su mirada iba veloz de un lado a otro, pasando sobre los espantosos trofeos que cubrían la pared.
—Podríamos haber trabajado juntos, ¿sabes? —continuó Dru—. Con tu nombre y mi poder habríamos forjado un imperio poderoso. Nadie nos habría detenido…, ni los enanos, ni el Orador de las Estrellas en Silvanost. Pero tú tenías que actuar como un estúpido codicioso. Creíste que podrías dar órdenes a Drulethen del Pico Roca Negra.
Ulvian estaba junto al agujero de la lumbre, girándose a uno y otro lado constantemente, manteniendo la espada presta en todo momento. Era una antigua arma enana, corta, gruesa y bastante oxidada, pero todavía letal. La voz del hechicero retumbaba en las paredes.
—¡Yo no soy la herramienta de nadie! —vociferó el príncipe—. ¡Incluso mi padre tendrá que cederme la corona con el tiempo!
Diez bocas de túneles se abrían a la cámara central, al nivel del suelo, y Ulvian veía casi una docena más un poco más arriba. El príncipe no recordaba por cuál de ellas había entrado con Dru; el sudor le perló la frente.
—Sólo tengo que esperar —dijo el hechicero con voz sedosa—. Cuando te quedes dormido, el amuleto será mío.
—¡Mentiroso! ¡No puedes tocar el cofre encantado!
—Muy cierto, pero lo tendré, y me libraré de ti. Buenas noches, mi príncipe. Que duermas bien. Estaré esperando.
Entonces se hizo el silencio, salvo por el suave chisporroteo del fuego.
—¡Dru! —llamó Ulvian, pero no obtuvo respuesta—. ¡Drulethen! ¡Si no sales, arrojaré el cofre en un barranco tan profundo que jamás lo encontrarás!
Tampoco hubo respuesta en esta ocasión.
Furioso y aterrorizado, Ulvian se dirigió hacia la abertura del túnel más próximo. Nada más entrar en él, una fuerte ráfaga de viento lo azotó, empujándolo de nuevo hacia el centro de la sala. Era imposible resistirse al viento, ya que sus pies patinaban en el piso del túnel, curvado y resbaladizo. La basura que cubría el suelo se arremolinaba a su alrededor y, a no tardar, Ulvian se encontraba otra vez junto al agujero de la lumbre. El viento cesó repentinamente.
Ocurrió lo mismo cuando lo intentó en otros dos túneles. Dru no iba a permitirle escapar con el cofre. Muy bien, decidió el príncipe para sus adentros. Si no le quedaba otra opción, haría añicos el cilindro de ónix antes que permitir que el hechicero se apoderara de él. La empuñadura de la espada enana era de duro latón; serviría muy bien de martillo.
Las antorchas ardían con fuerza en sus hacheros. Ulvian se agachó junto al borde del agujero de la lumbre, manchado de hollín, con la espada sujeta firmemente en una mano y el cofre en la otra. El frío de la montaña le penetraba hasta los huesos; se hizo un ovillo al lado del pequeño fuego e intentó mantener a raya al sueño.
Los veinte guerreros y sus jefes se agazaparon en una fría quebrada, protegida en tres lados por grandes losas verticales de piedra. Algunos contemplaban el impresionante espectáculo de los cielos, fascinados por la veloz trayectoria y la colisión de las estrellas fugaces. Otros aferraban los astiles de sus lanzas con fuerza, sintiendo la tensión del inminente combate como un doloroso vacío en la boca del estómago.
—No me gusta este…, este fenómeno —susurró Kemian—. ¿Creéis que es obra del hechicero, majestad?
Kith-Kanan alzó la vista al cielo y sacudió la cabeza.
—Eso está más allá de las posibilidades de cualquier mortal —afirmó—. Más bien creo que forma parte de las otras maravillas que hemos contemplado.
Por alguna razón que escapaba a su comprensión, el Orador sintió una oleada de júbilo al contemplar el espectáculo de las estrellas desplazándose velozmente y chocando entre sí. Casi parecía una especie de celebración. Volvió la mirada y la atención al oscuro pináculo que tenía delante. Dru y Ulvian debían de estar ya en su interior a estas alturas. Con todo, no podían lanzarse al ataque así, sin más. Era imposible adivinar qué les aguardaba allí.
Aunque el Orador no había formado parte de la fuerza atacante que había capturado a Drulethen, el general Parnigar sí había estado presente. Parnigar le había informado que el wyvern del hechicero había matado a muchos buenos guerreros que intentaron luchar con él en el espacio confinado de los túneles. Finalmente, Parnigar y el enano Thulden Barba Hendida, famoso por su habilidad con el mazo de combate, se situaron detrás del monstruo y le cortaron la cabeza.
—Esto es lo que haremos —susurró el Orador. Los jóvenes guerreros olvidaron las estrellas fugaces y escucharon atentamente—. Os dividiréis en cinco grupos de cuatro, y cada grupo entrará por un túnel diferente. Al parecer, todos convergen en la sala central, pero ¡tened cuidado! Haced el menor ruido posible y, si encontráis al príncipe Ulvian, reducidlo y sacadlo al exterior.
—¿Y si encontramos al hechicero? —preguntó uno de los guerreros.
—Apresadlo vivo si os es posible; pero, si se resiste, matadlo.
Veinte cabezas asintieron al unísono.
—Señor —intervino Kemian—, ¿qué haremos vos y yo?
—Iremos por el acceso principal —anunció Kith-Kanan.
Los guerreros dejaron las lanzas con los caballos, que habían sido atados con los ronzales, y formaron los grupos de asalto, con las dagas desenvainadas. Kith-Kanan levantó una mano y los que iban a entrar por la abertura de la cueva más alejada empezaron a remontar el sendero.
Al cabo de un momento, partió el segundo grupo, y, cuando alcanzó la base del Pico Roca Negra, el Orador y el general Ambrodel desenvainaron sus espadas y se pusieron en camino.
En el quieto y frío aire, cada sonido resultaba tan nítido como el cristal: el roce metálico de las espuelas contra la piedra; el crujido de las junturas de las armaduras al doblarse; la respiración de cada elfo. El pico se erguía sobre Kith-Kanan. Los recuerdos acudieron en tropel a su cabeza, breves atisbos de su pasado, como el fugaz relumbre de los meteoros que estallaban en lo alto. La tensa escena que había provocado en la Torre de las Estrellas, en Silvanost, al sacar un arma. La escalada del Palacio de Quinari la noche que había emprendido su exilio. Arcuballis, su noble grifo, compañero de sus correrías por las tierras agrestes. Sithas, su gemelo, a quien no había visto desde la división de la nación élfica. Hermathya, con su llameante cabello rojo; todavía sentía vestigios de una antigua vergüenza cuando recordaba lo mucho que se había sentido tentado por su belleza a pesar de ser la esposa de su hermano. Su propia mujer, Suzine, que había perecido en la guerra. Mackeli, su hermano, si no de sangre, sí en su corazón y en su alma. Y, al tiempo que la sombra del pico lo cubría completamente, Kith-Kanan evocó el rostro de Alaya, su primera esposa y su mayor amor, la cetrina kalanesti a la que había perdido hacía tanto tiempo en la agreste floresta de Silvanesti.
La boca de la cueva era baja, y los dos elfos tuvieron que agacharse para entrar. Kemian intentó ir delante de su soberano, pero Kith-Kanan le ordenó con un gesto que se situara detrás.
Comparado con la brillantez del espectáculo celeste, el túnel era una negrura aterciopelada. Kith-Kanan avanzó plantando los pies con seguridad y la espada adelantada, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. El piso curvado era tan suave como el cristal, y las suelas de su calzado, con remaches metálicos, resbalaban con facilidad. Kemian perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo, donde aterrizó con un sonoro golpazo. Rojo de vergüenza, rodó sobre sus manos y rodillas y dijo:
—Lo siento, majestad.
Kith-Kanan desestimó su disculpa con un ademán.
—¿Puedes ponerte de pie? —preguntó. El joven general se incorporo despacio—. Sígueme —musitó el Orador.
Un fulgor amarillo apareció al fondo. Kith-Kanan sintió que su aliento se quedaba helado en la guarda de la barbilla del yelmo. El tenue fulgor se intensificó e iluminó una fina capa de escarcha en las paredes del túnel. ¡No era de extrañar que resultara tan difícil caminar! Kith-Kanan alzó la mano para detener a Kemian. El guerrero se paró.
Con cuidado para no hacer ruido, el Orador enfundó de nuevo la espada en la vaina. Atada a la anilla superior de ésta había una pequeña bolsa de cuero, cerrada con cordones. Kith-Kanan la desató; contenía resina en polvo, que los espadachines utilizaban para recubrir la empuñadura de sus armas. Durante una batalla, la sangre y el sudor se confabulaban para hacer inseguro el agarre del arma, así que una capa generosa de resina de pino aseguraba que la mano del guerrero se aferrara con más firmeza.
Kemian observó, fascinado, cómo Kith-Kanan rociaba con resina las suelas de sus botas. El polvo blanco se pegaba a todo cuanto tocaba. El Orador indicó mediante señas a Kemian que hiciera lo mismo, y el elfo más joven obedeció.
Fue una suerte que aplicaran la resina a su calzado, ya que, un poco más adelante, el suelo del túnel se hundía en una pronunciada pendiente por la que habría sido imposible caminar sin el pegajoso polvo. Para entonces, ambos elfos captaron el olor de antorchas encendidas…, y algo más. Oyeron el sonido sordo, no de una conversación, sino de una voz masculina canturreando.
El Orador se detuvo bruscamente y adoptó una postura agazapada. Lejos, en el centro de la vasta cámara que se abría al frente, una figura solitaria, acuclillada bajo una capa marrón harapienta, se mecía sobre los talones atrás y adelante, al tiempo que entonaba un sonsonete.
—¡Es el príncipe! —musitó Kemian.
No se veía a Drulethen por ninguna parte, cosa que preocupó mucho a Kith-Kanan, aunque sintió alivio al ver a Ulvian vivo.
—Quédate escondido, general. Me acercaré a mi hijo.
—¡No, mi señor! —Kemian agarró el brazo del Orador—. ¡Podría ser una artimaña para haceros salir a descubierto!
—Es mi hijo. —Los castaños ojos del Orador se clavaron en los azules de Kemian. El general bajó la vista y soltó el brazo de su soberano—. Tal vez los otros guerreros estén ya en posición —añadió con voz animosa.
Bajó el último tramo del inclinado pasaje, con la espada todavía enfundada. Kemian apoyó las manos en las paredes del túnel y aguardó angustiado por la incertidumbre, temiendo que cualquier cosa saltara sobre el Orador y lo atacara.
Kith-Kanan entró en la cámara; ni las hileras de cráneos ni los restos de muebles destrozados desviaron su atención.
—Ulvian… —llamó con tono moderado.
La cabeza inclinada del príncipe se irguió con brusquedad y el joven la volvió hacia su padre. Cortes y moretones le surcaban el rostro, en el que crecía la barba. Los ojos de Ulvian se estrecharon.
—Oh, vaya, muy inteligente —dijo, articulando mal las palabras y en un tono chillón—. Así que adoptando la forma de mi padre, ¿no? ¡Bueno, pues no funcionará!
Blandió al aire la antigua espada corta. Kith-Kanan echó un rápido vistazo a las otras bocas de túneles; los oscuros agujeros estaban todos vacíos. No vio señal alguna de sus restantes guerreros.
—Hijo, soy yo de verdad. ¿Dónde está Drulethen?
Ulvian se incorporó vacilante. Tenía que utilizar las dos manos para mantener la espada apuntada hacia su padre.
—No te daré el amuleto —gruñó—. ¡Jamás!
Kith-Kanan avanzó despacio hacia él con los brazos extendidos y mostrando que no llevaba arma alguna en las manos.
—Uli, soy tu padre. He venido a salvarte. He venido para llevarte a casa. —Hablaba con tono tranquilizador, y el príncipe lo escuchaba, con la cabeza colgando como si fuera un gran peso sobre sus hombros. El Orador llegó a un metro de su hijo.
—¡No eres mi padre! —graznó el exhausto Ulvian al tiempo que arremetía torpemente contra Kith-Kanan.
El Orador se apartó con facilidad, eludiendo el golpe, y forcejeó con su ofuscado hijo. Kemian y los otros guerreros, que habían permanecido ocultos en los túneles, irrumpieron por los orificios al creer que su Orador estaba en peligro. Tan pronto como se dejaron ver, una fuerte ráfaga de viento descendió rugiente desde el techo, derribó a los guerreros y los hizo rodar por el suelo, de vuelta a los túneles. Sus gritos resonaron lejanos en los pasadizos. El viento cesó de soplar, y Kith-Kanan y Ulvian se encontraron solos en la cámara. O casi.
—Bien, bien —dijo la voz de Dru—. El soberano de los qualinestis ha venido expresamente a verme. Me siento muy halagado. Sabía que nos perseguirían, pero jamás habría imaginado que el Orador en persona viniera en mi búsqueda.
—Déjate ver, Drulethen —ordenó Kith-Kanan—. ¿O es que prefieres ocultarte como un criado curioso que escucha a escondidas la conversación de su señor?
—¡Aquí me tenéis!
Kith-Kanan giró torpemente sobre sí mismo, ya que sostenía a Ulvian entre sus brazos. El hechicero había aparecido detrás de ellos, al otro lado del hoyo de la lumbre.
Drulethen vestía ahora una túnica carmesí; una banda de brillante seda negra ondeaba sobre su pecho y sobre un hombro, arrastrando por el suelo tras él. Un alfiler de rubí relucía en la parte izquierda de su pecho, y su rubio cabello brillaba de limpieza, peinado hacia atrás de manera que dejaba su frente despejada. Todo rastro del esclavo de Pax Tharkas llamado Dru había desaparecido; era de nuevo Drulethen del Pico Roca Negra.
—A vuestras órdenes, gran Orador —saludó con sorna.
Llevaba la parte del amuleto, el anillo de ónix, colgada al cuello de un cordón trenzado de seda negra. Aparentemente, no portaba arma alguna.
—Ríndete a la autoridad del Orador de los Soles y del Thalas-Enthia de Qualinesti —dijo Kith-Kanan—. Ríndete, o afronta las consecuencias.
—¿Rendirme? —Dru soltó una risita queda—. ¿A un elfo y un mestizo? Creo que no. Vuestras tropas están desperdigadas, Orador, y no pueden entrar en este lugar a menos que yo lo permita. Y vos no podéis obligarme a hacer nada.
Sin apartar la mirada un solo momento del hechicero, Kith-Kanan dejó a Ulvian en el suelo. El príncipe estaba inconsciente de puro agotamiento. El Orador desenvainó su formidable espada.
—¡Las espadas no me asustan! Sólo tengo que desearlo e iré adonde nunca me veréis ni me encontraréis. Ello os conducirá a vos y a vuestro inútil hijo a quedaros dormidos o perecer de hambre. En cualquier caso, estaréis a mi merced.
El Orador contempló con dureza a Drulethen; sabía por experiencia que la desaparición mágica era una ilusión, una maniobra para desviar la atención del observador. El hechicero no iba a engañarlo tan fácilmente.
—Bien ¿por qué no te vas? —replicó Kith-Kanan.
Drulethen rodeó el hoyo de la lumbre, aproximándose a ellos. Su ropaje escarlata crujía suavemente. Kith-Kanan se mantuvo entre el hechicero y Ulvian.
—Esperaba que fueseis razonable —ronroneó el silvanesti—. Quizá podamos llegar a un acuerdo beneficioso para ambos.
«Entretenlo, piensa —se exhortó el Orador para sus adentros—. Da a Kemian tiempo para hacer algo».
—¿Como cuál? —dijo en voz alta.
—Dentro de la camisa de vuestro hijo hay un pequeño cofre dorado. Contiene la otra mitad de mi amuleto, y yo no puedo cogerlo. Si me lo dais, os juraré obediencia durante, digamos, cincuenta años.
—¿Servirme, cómo? No trafico con magia negra.
Drulethen sonrió afablemente. Su aspecto era impecable y elegante con su nuevo atuendo, distinto por completo del miserable prisionero que había arrastrado bloques de piedra desde las canteras de las Kharolis.
—Si lo que os incomoda es la definición, entonces estipularé que sólo llevaré a cabo la magia más blanca, siguiendo exactamente las órdenes de vuestra majestad. ¿Os parece razonable?
La luz de las antorchas se reflejó en el alfiler de rubí prendido en la banda de seda negra, sobre el pecho de Drulethen. La mirada de Kith-Kanan se desvió un instante hacia él, y luego volvió al rostro del hechicero. ¿Qué acababa de decir el mago? Ah, sí, ahora recordaba.
—Es decir, que por cincuenta años a mi servicio, obtienes toda una vida de poder —comentó—. Eso, suponiendo que hicieses honor a tu compromiso conmigo. No creo que el mundo me lo agradeciera, Drulethen.
—Entonces ¿vuestra respuesta es no? —Los grises ojos del hechicero semejaban pedernal.
—Así es.
El rubí centelleó de nuevo como el fuego. En esta ocasión, la atención de Kith-Kanan se desvió demasiado tiempo y, de repente, Drulethen desapareció. El Orador se agazapó, preparado para un ataque; luego arremetió el aire con su espada. Por encima de él sonó una risa espeluznante.
—¡Cuán parecidos el padre y el hijo! —se mofó Drulethen—. Os abandonaré a una suerte común. ¡Adiós, hijo de Sithel! Ojalá estuviera mi Wyvern aquí. Le gustaba tanto comer la carne de silvanestis de alta cuna… —Su risa tardó largo tiempo en apagarse.
Kith-Kanan se arrodilló y encontró el bulto duro que era el cofre de Feldrin dentro de las ropas de Ulvian. El príncipe ni siquiera rebulló.
El Orador rodeó la sala buscando una salida. El viento no lo empujaba a menos que se acercara a un paso de una de las bocas de los túneles. Tirados en los pasadizos se encontraban las dagas y los yelmos que sus lanceros habían dejado caer.
Se le ocurrió una idea. Haciendo bocina con las manos, Kith-Kanan gritó:
—¡Hola! ¡Kemian Ambrodel! ¿Me oyes?
Nada. Se acercó al siguiente túnel, manteniéndose siempre apartado para evitar que se desencadenara el viento mágico.
—¡Hola, soy el Orador! ¿Podéis oírme? —gritó. Tras intentarlo en seis pasadizos, finalmente obtuvo una respuesta.
—Sí, os oímos —llegó una voz apagada. Era uno de sus guerreros. Poco después, Kith-Kanan oía el grito de Kemian.
—Reunid toda la cuerda que tengáis —ordenó el Orador—. Atadla y después amarradla a una piedra grande. Luego echadla por el túnel. ¡Rodará por el suelo inclinado hasta llegar a mí, y entonces podré utilizarla para trepar contra la fuerza del viento!
—¡Comprendido!
—No funcionará —dijo la suave voz de Dru—. No existe cuerda en el mundo capaz de resistir el Aliento de Hiddukel.
Kith-Kanan plantó los puños en las caderas y comentó con tono sarcástico.
—No te importará si lo intentamos, ¿verdad?
Regresó junto a su dormido hijo y lo cogió en brazos. Tendió el cuerpo inerte de Ulvian cerca de la entrada del túnel donde había oído a sus guerreros. Mientras lo hacía, Kith-Kanan recordó la mención a Hiddukel hecha por Drulethen. Debía de ser la deidad patrocinadora del hechicero. Semanas atrás, cuando Hiddukel se le había aparecido en la Torre del Sol, le dijo que su nombre era Dru.
¿Acaso el dios había hecho una alusión velada al papel que su infame discípulo iba a jugar en las vidas de los qualinestis?
—No hay salida para vos. —La voz de Dru era áspera—. Dadme mi amuleto y os perdonaré la vida.
—¿La vida? Hace poco me ofrecías ser mi esclavo durante cincuenta años.
El hechicero no dijo nada más. Kith-Kanan echó un trozo de tapicería ajada sobre su hijo y se sentó a esperar.
Tenía los nervios tirantes por la tensión, pero sabía que, si los guerreros tardaban demasiado, la fatiga acabaría por imponerse.
Y nada se interpondría entre Drulethen y su amuleto negro.