13
La gran casa de piedra
Dru y Ulvian cabalgaron todo el día sin parar. Los robustos rocines de montaña eran unas bestias resistentes, pero incluso ellos se rebelaron ante semejante trato. Al final de la tarde, jadeaban y se plantaban, negándose a seguir. Llevado por la furia, Dru golpeó a su montura con la vara cortada de un arbolillo. El animal respondió arrojando al irascible hechicero al suelo y luego se alejó al galope.
Ulvian, sentado en su montura con tranquilidad, observó la caída de Dru y la huida del castigado animal. Dru se puso de pie y gritó:
—¡Tras él! ¡Rocín inútil! ¡Si vuelvo a ponerle las manos encima, lo desollaré!
—No parece muy probable, según lo veo desde aquí —comentó el príncipe mientras desmontaba, haciendo una mueca de dolor. Cabalgar a pelo a través de las montañas durante seis horas se había cobrado su precio en las posaderas del joven.
Dru frunció el entrecejo y se apartó el cabello de los ojos. Su actitud había cambiado considerablemente desde que había salido de Pax Tharkas; el respeto mostrado al príncipe, en ningún momento sincero, había desaparecido por completo. Tomó asiento en una roca y lanzó una mirada fulminante en dirección al huido caballo.
Sin embargo, la ira contra el animal quedó olvidada por completo cuando Ulvian sacó el cofre dorado de su andrajosa capa. El metal centelleó a la menguante luz del día. Dru se lamió los labios con actitud expectante mientras Ulvian colocaba el cofre en el suelo, entre sus pies. El príncipe sacó la única herramienta que tenía: una llana de albañil que había cogido cerca de la tienda de Feldrin. Ulvian rascó y golpeó el cofre con la punta de la herramienta; la cubierta dorada era flexible, como cuero, pero el duro hierro de la llana ni siquiera le hizo un rasguño. Realmente, era un cofre encantado. Ulvian examinó las bisagras, el broche delantero y el sello que mantenía cerrado el cofre.
—¿Y bien? —demandó Dru, malhumorado—. ¿A qué esperas? ¡Ábrelo!
—Lo haré. Pero no es menester hurgarlo a tontas y a locas y cometer un error.
El hechicero, frustrado, se dio una palmada en el muslo.
Ulvian levantó el sello sujeto a su cordón de seda; suponía que Feldrin no habría confiado la protección del amuleto negro a un simple sello de cera. Enganchó con la punta de la llana la lazada de seda y rompió el sello.
Dru inhaló profundamente.
—Vamos —exclamó—. ¡Ábrelo!
El príncipe dejó el cofre en el suelo. El pasador del cierre estaba suelto. Con mucho cuidado, introdujo la punta de la llana bajo la tapa y, con un brusco tirón, la levantó. Algo se movió con rapidez centelleante hacia su mano.
Ulvian retrocedió e hincó la llana como si fuera un cuchillo en la cosa amarillo verdosa que había saltado sobre su mano.
—¿Qué es? —preguntó Dru, asomándose por encima del hombro de Ulvian.
Ensartada limpiamente en la herramienta había una araña grande, con un rectángulo rojo en el abdomen.
—Una araña lápida —dijo Dru con tono admirativo—. Una picadura significa la muerte segura. El viejo Feldrin no eran tan necio, después de todo.
El príncipe arrojó la araña muerta a un lado. Dentro del cofre había doblado un trozo de tela plateada. Aunque apenas quedaba luz, el plateado tejido emitía brillantes destellos. Cuando Ulvian lo tocó, su superficie ondeó con colores iridiscentes. La forma irregular del amuleto de ónix se percibía claramente bajo el flexible material. Sin quitar la tela, el príncipe empujó el cilindro subrepticiamente hasta sacarlo del anillo, separando así las dos partes del talismán mágico.
—Dámelo —ordenó Dru con tono autoritario—. ¿Por qué eres tan lento? ¡Dame mi amuleto!
Los ojos de color avellana de Ulvian relucieron como frío metal cuando miró al hechicero.
—¿Y si no te lo doy? ¿Me desollarás como al agotado rocín?
El hechicero apretó los puños y golpeó con la rodilla a Ulvian.
—¡No seas estúpido! —bramó—. ¡El propósito principal de nuestra huida era recuperar mi amuleto! A ti no te sirve para nada. ¡Dámelo!
Ulvian se incorporó bruscamente y acercó la punta de la llana a la garganta de Dru. Una mancha roja, la venenosa sangre de la araña lápida, cubría el afilado extremo de la herramienta. Dru se puso pálido y apartó la cabeza a un lado.
—Pareces olvidar que soy un príncipe —espetó Ulvian.
Dru tragó saliva con esfuerzo y esbozó una mueca forzada; era la espantosa expresión de una calavera sonriente.
—Amigo mío —dijo, esforzándose en hablar con un tono sosegado—, tranquilízate. Estaba…, estoy muy nervioso por recuperar mi propiedad. ¿Acaso no te salvé del bloque de piedra? ¿No vengó mi gólem los insultos y malos tratos que Rancajo te infligió? Ahora somos libres, mi príncipe, pero también vulnerables. Sólo mi magia puede protegernos de la ira de tu padre y del rey enano.
La llana descendió unos centímetros.
—No temo a mi padre. Y no tengo intención de esconderme de él —repuso Ulvian lentamente—. El único motivo por el que decidí ayudarte era que quería escapar de esos matones que parecían dispuestos a acabar conmigo. Ahora que somos libres, me dispongo a regresar a Qualinost.
—Pero, alteza —objetó Dru—, ¿cómo sabes que tu padre no se limitará a mandarte de vuelta a Pax Tharkas? Tus supuestos crímenes ahora se han agravado con lesiones, asesinato y fuga. Yo no confiaría en la clemencia del Orador. ¡Mejor será que vuelvas conmigo a tu lado, mi príncipe, completamente armado con todas mis negras artes y preparado para defenderte!
Ulvian se inclinó hacia adelante y levantó el amuleto envuelto. Los ojos de Dru se desorbitaron, la sangre se le agolpó en el rostro y su respiración sonó siseante. Ulvian sacudió el paño plateado y una única pieza de ónix —el anillo— cayó en las manos de Dru. Luego guardó de nuevo el paño en el cofre y cerró la tapa.
—¿Qué es esto? —chilló Dru—. La otra…
—No confío en ti lo bastante para entregártelo completo. Si te portas bien y haces lo que yo te diga, entonces te daré la otra parte. Quizá.
Un grito de rabia pugnó por salir de la garganta del hechicero, pero murió antes de escapar de su boca. En lugar de ello, Dru cerró los dedos en torno al anillo negro y sus labios esbozaron una sonrisa tirante.
—Como desees, alteza. Yo, Drulethen, soy tu servidor.
El hechicero le dijo a Ulvian que el anillo de ónix solucionaba su problema de transporte; ya no necesitaba un caballo. El anillo permitía a su poseedor cambiar de forma. Ante los ojos desorbitados de Ulvian, el cuerpo de Drulethen, el hechicero elfo, empezó a dilatarse como una vejiga llena de agua. Su piel se abrió y crecieron plumas; sus pies se curvaron, adoptando la forma de garras, al tiempo que sus brazos se transformaban en alas. Un grito estridente salió de su hinchada garganta, y un pico amarillo emergió violentamente de su cara. Los ojos del hechicero, tan grises como nubes de tormenta, adquirieron lentamente un tinte amarillento. La transformación era demasiado espantosa para contemplarla. Cuando Ulvian volvió a mirar, tenía ante él un halcón gigante que se atusaba sus brillantes plumas de color pardo dorado.
Tan belicosa era la expresión de los ojos de la gran ave, que Ulvian retrocedió un paso.
—Dru, ¿puedes hablar? —preguntó con incertidumbre.
—¡Jar! ¡Sí!
Ulvian guardó el cofre dorado bajo su capa y se dirigió al rocín, que tiraba de las riendas atadas. La presencia de un halcón de casi dos metros de altura resultaba inquietante.
—¿Adónde vamos? —inquirió el príncipe mientras montaba.
—¡Jar! A mi casa. El Pico Roca Negra. ¡Jar!
Dicho esto, el gigantesco halcón extendió las alas y remontó el vuelo. Había oscurecido, pero los ojos de Dru emitían un brillo amarillo que permitían a Ulvian fijar su posición. Lanzando sus gritos estridentes, el transformado hechicero voló en círculos sobre el príncipe, guiándolo por el angosto sendero. Unas cuantas horas de viaje, prometió Dru, y llegarían a su baluarte: el vetusto pináculo conocido como el Pico Roca Negra.
Veinte guerreros elfos, armados con lanzas y escudos, formaron filas en el paso a Pax Tharkas, con Kemian Ambrodel y Kith-Kanan a la cabeza. Cada guerrero llevaba provisiones de agua y comida para tres días, una manta fina de petate y una taza de arcilla. Kith-Kanan les dijo a sus soldados que la aguilera ocupada por Drulethen se encontraba en la cota más alta de las Kharolis, adonde se llegaba por una empinada trocha. Los guerreros tendrían que viajar deprisa y con poco peso.
La punta de su yelmo cónico relució en la limpia luz de la montaña. No era una pieza ceremonial; Kith-Kanan lo había utilizado durante toda la Guerra de Kinslayer, y lucía con orgullo las abolladuras de golpes y los remaches rotos. Montado en su corcel, blanco como la nieve, el Orador echó un vistazo a su pequeño grupo de combatientes, ninguno de los cuales había servido con él frente a los ejércitos de Ergoth. Lo maravilló su juvenil seriedad. Cuando las inexpertas fuerzas silvanestis habían marchado contra los humanos la primera vez, lo habían hecho en medio de cantos, gritos y relatos de valor resonando en sus oídos. Cada uno de ellos se imaginaba a sí mismo pasando a la historia como un héroe. Pero estos guerreros con sus solemnes semblantes… ¿De dónde venían estos jóvenes meditabundos?
Alzó la mano y ordenó a Kemian que iniciara la marcha.
—¿Cuándo regresaréis, gran Orador? —gritó Tamanier.
—Si no hemos vuelto en cinco días, convoca a todos los Montaraces —contestó Kith-Kanan—. Y encuentra a Verhanna. Tiene que saber lo ocurrido.
El Orador dio un suave talonazo en los blancos ijares de su caballo y se dirigió a medio galope hacia la cabeza de la columna. El viejo chambelán contempló la marcha de los jinetes. La constante brisa que soplaba en el paso agitaba los pequeños estandartes sujetos a las puntas de sus lanzas. Tamanier tenía miedo, pero no sabía por quién temía más: su propio hijo, el príncipe Ulvian o Kith-Kanan.
Apoyándose pesadamente en su bastón, el chambelán desanduvo sus pasos hacia el campamento. El enclave bullía de actividad y se oían los sonidos de sierras y martillos a medida que se reparaban rápidamente los daños ocasionados por el gólem.
El alto del paso se dividía en tres caminos: uno era el que descendía hacia Pax Tharkas; el que estaba a la izquierda de Kith-Kanan, al norte, era la ruta a Qualinost; y, serpenteando a la derecha del Orador, hacia el sur, había un angosto sendero de cabras que conducía a las cotas más altas de las montañas Kharolis. Éste era el que debían seguir.
—En fila de a uno. Díselo a los soldados —instruyó Kith-Kanan en un tono bajo y conciso. Era curiosa la facilidad con que los viejos hábitos de guerra y campaña volvían a él después de tanto tiempo.
—¿Quién irá a la cabeza? —preguntó Kemian.
—Yo. —El joven general iba a protestar, pero Kith-Kanan se le adelantó añadiendo—: Drulethen y mi hijo no han tenido tiempo de poner trampas. La velocidad es esencial en estos momentos. Debemos alcanzarlos antes de que lleguen al baluarte del hechicero.
Kemian hizo girar a su caballo para dar las instrucciones a los otros.
—¿Adónde se dirige el tal Drulethen? ¿A un castillo? —preguntó, antes de separarse del Orador.
—No exactamente. Se llama el Pico Roca Negra. Esa cumbre fue en el pasado un nido de dragones, que la horadaron e hicieron un complejo de cuevas y pasadizos en su interior. Drulethen, con ayuda de sus oscuros señores, se apoderó del enclave vacío y lo hizo su fortaleza. Verás, hace muchos años, durante la gran guerra, Drulethen obtenía tributo de los enanos, así como de cualquier caravana que cruzaba las montañas. Solía salir de vuelo con un Wyvern domesticado y capturaba cautivos, que llevaba a su encumbrado reducto. Fue preciso un asalto concentrado, llevado a cabo conjuntamente por los enanos y el regimiento de grifos, para vencerlo.
—Debió de ser una batalla extraordinaria, señor. ¿Cómo es que no he oído hablar de ella? ¿Por qué no se la nombra en los cantos? —inquirió Kemian.
Cosa rara, Kith-Kanan eludió los ojos del joven general.
—No fue un combate del que sentirse orgulloso —contestó—. Ni hubo honor en él. No añadiré nada más.
Kemian saludó y se alejó para dar las órdenes a las tropas. Los guerreros formaron en una larga fila de a uno. El sendero era tan estrecho que las botas de los jinetes arañaban la roca a ambos lados a medida que recorrían el paso. Sus lanzas también les dieron problemas en el reducido espacio; golpeaban continuamente contra el saliente rocoso superior, haciendo mucho ruido y desprendiendo una lluvia de guijarros sobre las cabezas de los jinetes. Esta angosta trocha continuó durante algunas horas, hasta que Kith-Kanan salió de ella a una pequeña meseta. Los guerreros, antes encerrados entre roca, se encontraban ahora a descubierto. El suelo de la meseta tenía forma combada, como el caparazón de una tortuga, y las grandes piedras estaban erosionadas por el viento y las aguas de deshielos con el paso de los siglos. Los grandes corceles de caballería tropezaban en el suelo rocoso. Los rocines de corta alzada de Dru y Ulvian eran mucho más idóneos para este tipo de terreno.
Una nube se interpuso entre el sol y el valle que había más abajo. La tropa se encontraba a tal altitud que la nube se desplazó por debajo de ella. Los elfos admiraron el panorama, y Kith-Kanan les permitió descansar unos cuantos minutos mientras él exploraba el camino que debían seguir. Kemian espoleó su caballo en pos del Orador.
—¿Algún rastro, majestad? —preguntó.
—Sí, aquí. —Kith-Kanan señaló un punto donde el musgo había sido arrancado de la piedra por los cascos de unos caballos pequeños—. Nos llevan casi medio día de ventaja —informó con gesto severo.
Se guardaron de nuevo las cantimploras y se reanudó la marcha. Cruzaron la meseta y entraron en un empinado sendero. Kith-Kanan atisbó un destello metálico en el suelo. Alzó la mano para que la tropa se detuviera, y luego desmontó. Con la punta de su daga, enganchó el objeto caído en una grieta de las rocas. Era el cierre roto del cofre dorado de Feldrin. Una fría opresión estrujó el corazón del Orador.
—Han abierto el cofre —le dijo a Kemian. Se incorporó y sostuvo el broche roto en su palma enguantada mientras estudiaba las vecinas laderas—. Sin embargo, no hay señales de actividad mágica. Quizá Drulethen no tiene aún el amuleto en su poder…
O quizá su hijo era más listo de lo que él creía, añadió para sus adentros Kith-Kanan. La única esperanza de que Ulvian siguiera vivo era que mantuviera el amuleto fuera del alcance del hechicero. Rogó porque su hijo se diera cuenta de ello. Por supuesto, también cabía la posibilidad de que Drulethen tuviera tanta prisa por llegar a su fortaleza que, simplemente, no hubiera hecho uso del poder que poseía. El Orador montó de nuevo y guardó el broche roto en su alforja.
—Haz correr la voz de que se guarde el mayor silencio posible —ordenó a Kemian—. Y acelerad el paso.
El joven general hizo un gesto de asentimiento; se sentía muy excitado. Esto era mucho más estimulante que acorralar bandas de desaliñados traficantes de esclavos. El frío aire parecía estar cargado de peligro. Kemian cabalgó a lo largo de la fila, conferenciando con sus hombres en voz baja. Los jóvenes guerreros tensaron las correas de los arneses y los herrajes de las armaduras, ajustándolo todo.
Kith-Kanan continuó a la cabeza; cambió la posición de la empuñadura de su espada, poniéndola más adelante para tenerla más a mano. Él era el único que iba armado con espada y una pequeña rodela, en lugar de lanza y escudo grande. Su corcel subió la pendiente con facilidad, las poderosas patas impulsando a jinete y caballo cuesta arriba. Los guerreros fueron detrás, pero resultó un largo proceso subir un declive tan pronunciado en fila india. La columna se fue alargando hasta que casi hubo una separación de ochocientos metros entre Kith-Kanan y el último jinete.
Una bandada de mirlos alzó el vuelo delante del caballo del Orador. El animal relinchó e intentó levantarse de patas, pero las fuertes manos de Kith-Kanan, agarrando con firmeza las riendas, lo dominaron; con palmaditas tranquilizadoras y palabras apenas audibles, Kith calmó a su nerviosa montura. Los mirlos volaban en círculo sobre ellos, piando; mientras contemplaba fijamente el torbellino negro, un recuerdo acudió a la memoria de Kith-Kanan como un fogonazo: aquel día, hacía mucho tiempo, en que los cuervos lo habían observado mientras intentaba orientarse en un profundo y misterioso bosque. Lo habían conducido hasta el chico, Mackeli, quien, a su vez, lo había llevado hasta Alaya.
Un grito procedente de atrás hizo que el Orador volviera la cabeza bruscamente. Uno de los guerreros había visto algo; hizo que su caballo volviera grupas a tiempo de ver al elfo bajar la lanza y cargar hacia un angosto pasaje entre rocas, ante el que Kith-Kanan había pasado un centenar de pasos más atrás. Se oyó un chillido, y los guerreros que estaban más cerca se arremolinaron frente al pasaje. Kith-Kanan cabalgó cuesta abajo al tiempo que les gritaba que abrieran paso.
Justo antes de que el Orador llegara a la entrada de la barranca lateral, los guerreros se apartaron con brusquedad, algunos perdiendo sus lanzas en la maniobra. Una forma oscura pasó precipitadamente entre los corpulentos corceles, viró y salió disparada pendiente abajo. Unos segundos después, el guerrero que había entrado a la carga en la barranca asomó con aire turbado, pero indemne, por el angosto pasaje.
—Majestad —dijo el elfo, colorado hasta las orejas—, lo siento. Era un rocín extraviado.
Los guerreros, que habían esperado un combate o tener que hacer frente a algún terror desconocido, empezaron a reír. Las risas dieron paso a carcajadas.
—¡Qué soldado tan valiente! ¿Era muy grande la espada del rocín? ¿Te coceó con sus pequeños cascos? —se mofaron.
Kith-Kanan los llamó al orden, y los soldados guardaron silencio de inmediato. El Orador les dirigió una mirada severa.
—¡Esto no es una excursión ni una paseo a caballo! —bramó—. ¡Estáis en servicio y el enemigo puede encontrarse cerca! ¡Comportaos como guerreros!
Luego ordenó al soldado que había cargado contra el rocín que diera un informe exacto de lo ocurrido.
—Señor, vi algo grande y oscuro moverse. Grité y no respondió. Cuando di el quién vive de nuevo, pareció que intentaba eludir ser visto, así que puse la lanza en ristre y fui tras él.
—Hiciste lo correcto —contestó Kith-Kanan—. ¿Dices que era un rocín?
—Sí, mi señor. Tenía la crin corta y una marca en el flanco izquierdo: un martillo y una escuadra.
—El hierro real de Thorbardin —apuntó Kemian—. El animal venía de Pax Tharkas.
—Debía de ser uno de los que robaron —se mostró de acuerdo Kith-Kanan—. Me pregunto por qué estaría suelto —musitó. No tenía sentido que dos prisioneros fugados abandonaran una de sus monturas. El animal tenía que haber escapado por accidente.
»La suerte está de nuestra parte —anunció—. Nuestra presa ha perdido la mitad de su movilidad. ¡Si cabalgamos sin pausa, los alcanzaremos!
Los elfos fueron presurosos hacia sus monturas. Kith-Kanan recorrió el cielo con la mirada. El sol descendía por el oeste, arrojando largas sombras a través de los picos occidentales. Reanudaron la marcha, dirigiéndose hacia el sol poniente, lo cual hacía difícil ver bien en la distancia. No obstante, el rocín perdido era un buen presagio. No parecía probable que Drulethen estuviera en plena posesión de sus poderes si dejaba escapar a un pequeño caballo.
Una idea repentina hizo que el estómago de Kith-Kanan se contrajera como si lo hubieran golpeado con un martillo; sus dedos se crisparon sobre las riendas. ¿Y si el rocín no se había escapado? ¿Y si, sencillamente, Dru ya no lo necesitaba porque Ulvian no estaba con él…, porque Ulvian había muerto?
El corazón de Kith-Kanan se opuso a este razonamiento. El hechicero no tenía motivos para deshacerse del príncipe todavía. No habían encontrado su cuerpo ni señales de pelea en el camino. Ulvian tenía que estar vivo.
—Señor…
—¿Sí? —Kith-Kanan se volvió hacia Kemian Ambrodel.
—El pico, señor. ¡Está a la vista!
El Orador miró hacia arriba. Cerniéndose amenazador sobre ellos desde su prominente altitud, el Pico Roca Negra se alzaba por encima de las cumbres circundantes. Las nubes se agarraban en las faldas de sus laderas, pero el pico en sí estaba bañado por la luz anaranjada del ocaso. Desde la distancia no se apreciaban los detalles, pues el pico se encontraba a treinta kilómetros como mínimo.
—Que los hombres sigan adelante —ordenó Kith-Kanan.
La vista del negro pináculo templó su valor. A pesar de sus desavenencias, existía un vínculo de sangre entre el Orador y su hijo. Si Ulvian hubiese sufrido algún daño, Kith-Kanan lo habría sentido. Su hijo tenía que seguir vivo y, mientras lo estuviera, había esperanza. Apartarlo de las garras del hechicero, sin embargo, prometía ser una tarea muy peligrosa.