12
El camino verde y dorado

Las altas planicies eran un lugar desapacible en verano. A menudo el fuego prendía en la agostada hierba y ardía hasta llegar al pie de las montañas Kharolis, donde moría por falta de combustible. Sin embargo, mientras Verhanna, Rufus y Manos Verdes avanzaban por el terreno que ascendía hacia los distantes picos azules, la pradera no sólo estaba verde, sino también cubierta de flores.

—¡Aaachís! —El kender estornudó con fuerza—. ¿De dónde han salido «dandas» flores? —rezongó, sin poder pronunciar bien a causa de su nariz atascada.

El aire estaba saturado de polen, descargado por los millares de flores silvestres. A Verhanna no la afectaba mucho, pero estaba sorprendida por el vigor y la variedad de flores a su alrededor. La planicie era un océano de capullos carmesíes, amarillos, azules y púrpuras, todos ellos meciéndose suavemente con la brisa.

—¿Sabes? He venido por aquí con anterioridad, de camino a Pax Tharkas —dijo—. Pero nunca había visto la pradera tan florecida como ahora. ¡Y en plena canícula!

Delante de ellos, con su burda manta de crin de caballo cubierta de una capa de polvo amarillo, Manos Verdes caminaba a ritmo constante. Sus sencillos y firmes rasgos adquirían una nobleza especial a la cálida luz del día, y Verhanna se sorprendió a sí misma observando al elfo con creciente atención a medida que viajaban.

—¡Aaachís! ¡«Ez hodible»! ¡«Do» puedo «dezpidad»! —protestó Rufus.

La guerrera buscó en sus alforjas; al cabo de un instante sacó una vaina fina de color rojo, arrugada y enroscada.

—Toma —dijo mientras se la echaba a su explorador—. Mastica esto. Te despejará.

El kender olisqueó la pequeña vaina, pero sin resultado; nada penetraba en su nariz congestionada.

—¿Qué «ez»? —preguntó, desconfiado.

—Si no lo quieres, devuélvemelo —repuso Verhanna con actitud despreocupada.

—Oh, de «acueddo». —Rufus cogió la vaina de semillas por el rabo, se la metió en la boca y masticó. En cuestión de segundos, su expresión de curiosidad fue reemplazada por otra de horror—. ¡Aaaauuu!

El chillido del kender hendió el quieto aire cargado de fragancias. Manos Verdes se detuvo y miró atrás, perdido el constante ritmo de su paso por el sobresalto.

—¡Cómo pica «ezdo»! —se quejó el kender, que tenía la cara roja como un pimiento.

—Por supuesto que pica. Es una vaina de semilla de dragón —replicó Verhanna—. Pero te despejará.

A pesar de su temible nombre, la semilla de dragón era una especia corriente que crecía en la región del delta de Silvanesti. Se utilizaba para preparar el famoso vantrea, un pescado seco, sazonado y picante, que a los elfos meridionales les encantaba.

Los caballos alcanzaron a Manos Verdes. Verhanna refrenó su montura.

—No te preocupes —dijo—. Verruga protestaba por el polen, así que le di un pequeño remedio de mi cosecha.

Rufus, a quien las lágrimas le corrían por las mejillas, se enjuagó la boca con agua. Luego sorbió, y una expresión complacida asomó a sus rubicundas facciones.

—¡Qué te parece! ¡Puedo respirar! —exclamó.

Manos Verdes, que había estado parado entre los dos caballos, echó de nuevo a andar y ellos fueron tras él.

Verhanna azuzó a su montura hasta ponerse a la altura del elfo de cabello plateado. El día era bastante caluroso y el elfo había echado hacia atrás la parte delantera de la manta, dejando al aire su torso. Con miradas de reojo, la guerrera admiró su físico. Quizá, con un poco de entrenamiento, podría convertirse en un guerrero formidable.

—¿Por qué me miras tan fijamente? —preguntó Manos Verdes, interrumpiendo los pensamientos de la capitana.

—Dime la verdad —dijo ella en voz baja—. ¿Cómo puedes hacer las cosas que haces? ¿Cómo sanaste mi hombro? ¿Cómo conseguiste apartar una manada de alces? ¿O hacer que crezcan flores en una tierra reseca?

Hubo un largo silencio antes de que el elfo contestara.

—He estado pensando sobre ello —respondió por fin—. Parece que hay algo dentro de mí. Algo que llevo conmigo…, como llevo esta ropa. —Pasó una mano sobre la burda tela de la manta—. Lo siento a mi alrededor y dentro de mí, pero no puedo apartarlo. No puedo separarme de ello.

—¿Qué sensación te da? —inquirió Verhanna, intrigada.

Manos Verdes cerró los ojos y alzó el rostro hacia el cielo.

—Es como el calor del sol —musitó—. Lo siento, pero no puedo tocarlo. Lo llevo conmigo, pero no puedo deshacerme de ello. —Abrió los ojos y la miró—. ¿Estoy loco, capitana?

—No —contestó la joven, y su voz era muy suave—. No estás loco.

Un silbido penetrante la interrumpió.

—¡Eh! —llamó Rufus a sus espaldas—. ¿Es que vais a seguir andando hasta precipitaros por el borde?

Manos Verdes y Verhanna se detuvieron. A menos de cinco pasos, frente a ellos, había un profundo barranco, excavado en el terreno herboso por algún aluvión invernal. Habían estado tan absortos en la conversación que ninguno de los dos se había percatado del peligro.

Giraron y avanzaron paralelamente a la fisura una docena de metros. Tras ellos, Rufus cabalgó hasta el borde del barranco y miró al otro lado. En la orilla opuesta, la seca llanura estaba cubierta de hierba marchita y agostada. A espaldas del kender, el paisaje era una alfombra de pasto verde y un derroche de capullos florecientes.

—¡Aaaachís! —El kender soltó un estornudo tan fuerte que casi le rompe el cuello. Su nariz empezaba a congestionarse de nuevo. Azuzó los rojizos flancos de su caballo con los talones y fue presuroso tras su capitana. Esperaba que la joven tuviera otra vaina de semilla de dragón en sus alforjas.

A última hora de la tarde, el trío se encontraba a la sombra de las montañas Kharolis. Los picos se alzaban por tres lados y el terreno abierto era cada vez más empinado. Por estos alrededores había sólo un sendero a través de las montañas lo bastante ancho para caballos, y llevaba directamente a Pax Tharkas.

Una vez que la alfombra de hierba y flores disminuyó, Rufus se sintió mucho más despejado, y pasó el tiempo tocando de manera disonante una flauta que había hecho con una caña en el río Astradine. El estridente sonido puso a Verhanna los nervios de punta y, finalmente, la joven le arrebató la flauta de los labios con brusquedad.

—¿Es que quieres volverme loca? —gruñó.

—Esa era una balada kender —se encrespó Rufus—. «Me robaste el corazón mientras yo te robaba los anillos».

—¡Ja! Fíate de una verruga como tú que conoce una canción de amor en la que hay robo. —Verhanna arrojó la flauta a un lado, pero Manos Verdes se apartó del camino para recogerla. La guerrera suspiró—. No empieces tú ahora a darme también la lata con ese trasto —advirtió.

Sin hacerle caso, el elfo se llevó la flauta a los labios y tocó unas cuantas notas para probarla. Sus dedos corrieron arriba y abajo de la escala musical y el instrumento trinó melódicamente. Rufus alzó la cabeza y contempló de hito en hito a Manos Verdes.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó.

El elfo se encogió de hombros, un gesto que había copiado de Verhanna. Rufus pidió que le devolviera su flauta. Cuando la tuvo, tocó unas cuantas notas. La guerrera hizo una mueca; todavía sonaba como los agónicos graznidos de un cuervo.

Antes de que tuviera tiempo de protestar otra vez, Rufus lanzó la flauta a Manos Verdes.

—Quédatela —dijo, con aire generoso—. No es lo bastante refinada para la música kender.

Su capitana resopló desdeñosa. El elfo aceptó el instrumento con actitud seria y echó a andar lentamente mientras tocaba notas al azar. De forma inesperada, un petirrojo se posó en su hombro. El pajarillo miró a Manos Verdes con curiosidad y una expresión casi inteligente en sus negros y redondos ojos.

—Hola —saludó el elfo con tono sosegado.

Verhanna y Rufus lo miraron fijamente. El extraño elfo se llevó la flauta a los labios y emitió un alegre gorjeo.

Para sorpresa de sus compañeros, su alado amiguito imitó el sonido a la perfección.

—Muy bien. Ahora, esto. —Manos Verdes tocó una serie de notas ligeramente más compleja. El petirrojo las repitió exactamente.

Un segundo pájaro, algo más grande y con las plumas de un color más apagado, se posó en su otro hombro, y dio comienzo un gracioso trío musical. Manos Verdes y el petirrojo intercambiaban notas agudas a la perfección, en tanto que el pardo zorzal añadía tonos desafinados.

—El pájaro grande se parece a ti —comentó Verhanna al kender.

La respuesta de Rufus fue un sonido grosero. El caballo de la capitana cabrioleó en círculo. El elfo de dedos verdes había atraído más y más pájaros; en cuestión de segundos, estaba envuelto en una nube de aves que cantaban alocadamente. Él no parecía preocupado, y siguió caminando a paso regular al tiempo que hacía sonar su flauta. Sin embargo, los pájaros estaban poniendo nerviosos a los caballos.

—¡Basta! —gritó Verhanna a Manos Verdes—. ¡Haz que se marchen!

El elfo no podía oírla con el escándalo de los pájaros cantores. Aparecieron más y más aves, zumbando alrededor del grupo, zambulléndose en el aire, remontándose, revoloteando. Las puntas de las alas y las colas les rozaban el rostro; los caballos corcoveaban y cabrioleaban.

—¡Ay!

Un estornino de buen tamaño golpeó contra la espalda del kender. Rufus se quitó el sombrero y empezó a agitarlo para espantar a las aves, pero sin resultado. Un vencejo dio un bandazo que lo acercó a Verhanna y chocó fuertemente contra su cuello. La joven se bajó el visor del casco con rapidez para protegerse los ojos; a pesar de tener las manos ocupadas en tranquilizar a su frenético caballo, se las ingenió para desenvainar la espada.

Con un fuerte grito de guerra, la capitana azuzó a su nerviosa montura en dirección a Manos Verdes. Los pájaros chocaban contra su armadura y su caballo, pero Verhanna se abrió paso a través del enjambre. Completamente ignorante del trastorno que estaba ocasionando, el elfo seguía caminando en el centro del torbellino aéreo y tocando la flauta de Rufus.

Verhanna golpeó el instrumento musical con la parte plana de su espada y se la arrancó de las manos al elfo. En el mismo instante en que las notas cesaron, los pájaros pararon su enloquecido revoloteo y se dispersaron en todas direcciones con rapidez.

Manos Verdes miraba con fijeza la flauta rota, caída en la hierba. Recogió las dos mitades y luego volvió sus ojos acusadores hacia Verhanna.

—Tu música había vuelto locos a los pájaros —explicó ella entre resuellos. Era evidente que el elfo no tenía idea de lo que estaba hablando—. ¡Podríamos haber muerto!

La comprensión asomó al rostro del elfo.

—Lo siento —se disculpó—. No quería causar problemas.

Rufus se acercó mientras se sacudía las plumas enganchadas en su copete.

—¡Que me cieguen con cera de abeja! ¿Qué ha pasado?

Verhanna señaló al mortificado elfo.

—Aquí, nuestro amigo, no comprende el poder que tiene —dijo.

—Lo siento —repitió él humildemente.

Reanudaron la marcha, guiados por Manos Verdes. Aunque el elfo negó sinceramente tener conocimiento de Pax Tharkas, era obvio que se dirigían a la fortaleza.

La florida pradera dio paso a montones de rocas salpicadas por parches de verde liquen. El frescor se dejó notar en el cálido aire diurno, vaticinando una noche fría. El sol se metió tras los picos de las montañas, tiñendo el cielo con tonos dorados, carmesíes y, finalmente, púrpuras. Cuando la última luz del día moría, Verhanna desmontó. Habían llegado a una parte ancha de la garganta, sólo a unos pocos centenares de pasos de la entrada.

—Acamparemos aquí esta noche —decidió.

El kender y el elfo estuvieron de acuerdo. Ataron los caballos e hicieron una hoguera. Rufus se ocupó de cocinar para el pequeño grupo y, considerando la idea que tiene un kender sobre lo que es una cena, la cosa no estuvo mal. Se dedicó afanoso a calentar una sopa de verduras secas, migas de pan y agua mientras su capitana almohazaba los caballos.

Manos Verdes se instaló junto al fuego, mirando las llamas fijamente. La luz amarillenta hacía que sus ojos y sus verdes dedos resaltaran en contraste con el oscuro fondo de su manta. Verhanna se sorprendió a sí misma observándolo por encima del lomo de su montura. Su mano derecha, que manejaba la almohaza, empezó a moverse más despacio y acabó por detenerse a medida que su escrutinio del elfo se intensificaba. El ligero tono tostado de su piel se había acentuado con el dorado resplandor del fuego. Su cuerpo bien formado, aunque en descanso, denotaba un ágil donaire y una apostura que encontraba muy atrayentes. Su perfil era realmente atractivo: frente firme, nariz larga, boca enérgica, buena barbilla…

Se interrumpió bruscamente. ¿Qué estaba haciendo? Había muchas ideas extrañas dándole vueltas en la cabeza. Pero una de ellas, totalmente insólita, prevalecía:

¿Podría ser Manos Verdes el esposo que nunca pensó que encontraría?

Una sonrisa asomó a la comisura de sus labios. ¡Cómo se sorprendería su padre! Hacía mucho tiempo que deseaba que se casara. Aunque nunca la había apremiado abiertamente, la guerrera sabía que su padre anhelaba que se convirtiera en esposa y madre. Tan pronto como se le ocurrió la idea, un escalofrío la hizo estremecerse. El aire de la montaña se había enfriado al ponerse el sol.

Cuando hubo terminado con los caballos, Verhanna se echó sobre los hombros su manta de dormir y se acomodó junto al fuego. Rufus estaba acabándose su sopa; le tendió una escudilla y, mientras la joven comía, brincó de un lado a otro del campamento, tarareando sus desafinadas canciones kenders.

—¿Por qué estás tan contento? —le preguntó Verhanna con una sonrisa.

—Me gustan las montañas —repuso—. ¡Cuando el aire es tenue y las noches son frías, entonces Rufus Gorralforza está como en su casa!

Verhanna se echó a reír, pero Manos Verdes tenía los ojos cerrados y unos suaves ronquidos salían de su boca. Aunque estaba sentado, el elfo se había quedado profundamente dormido.

El kender escaló un montón de rocas apoyadas contra la empinada pendiente de la montaña, detrás de la guerrera. Cuando ésta le preguntó adónde iba, Rufus respondió:

—En estas zonas no es aconsejable tumbarse en terreno llano.

—¿Por qué no? —inquirió con el entrecejo fruncido.

—Hay rocas que caen rodando o inundaciones repentinas o lobos merodeando o serpientes venenosas… —El kender enumeró una lista de posibles calamidades. Luego añadió con tono alegre—: Buenas noches, capitana. ¡Que duermas bien!

¿Cómo esperaba que durmiera bien después de relacionar todos esos peligros? Los ojos de la joven escudriñaron la oscuridad más allá de la mortecina hoguera. La luz de las lunas y las estrellas bañaba el paso de montaña, y el aire estaba lleno de los débiles pero normales ruidos nocturnos. La guerrera dejó la escudilla vacía en el suelo y rodeó el fuego hasta situarse al lado de Manos Verdes. Apoyó la cabeza junto a sus piernas cruzadas y razonó que, puesto que el elfo parecía tan vinculado con todo lo salvaje, entonces estaría probablemente a salvo de cualquier desastre natural o criatura de la noche.

El extraño elfo seguía dormido en la misma postura, con la cabeza inclinada sobre el pecho. La blanca luz de Solinari le bañaba el cabello con un brillo de plata. El mortecino fulgor de la hoguera teñía el plateado de rosa; un mechón coralino le caía sobre los ojos cerrados. Verhanna levantó una mano para apartárselo pero, al acercar los dedos, un violento escalofrío estremeció a la joven. No era a causa del frío, ya que metida en la manta de dormir, junto al fuego, estaba caliente.

Debía de ser el cansancio, decidió, y las secuelas del mordisco del goblin. La princesa qualinesti apartó la mano y recostó la cabeza para dormir.

El descanso de Verhanna fue agitado; no era dada a tener sueños perturbadores pero, en esta ocasión, las imágenes acudieron a su mente: visiones de magia y poder en un oscuro bosque habitado por su padre, Ulvian, Manos Verdes y otros a los que no reconoció. Un semblante aparecía con frecuencia: el de una mujer kalanesti a la que no conocía. La Elfa Salvaje tenía los ojos del mismo color verde brillante que Manos Verdes, su rostro estaba pintado con rayas amarillas y rojas y en él había una expresión indeciblemente triste, aunque, a despecho de las bárbaras pinturas, también era regio y orgulloso.

Un débil ruido se introdujo en sus ensoñaciones. Los adiestrados sentidos de la guerrera la hicieron despertarse; sólo sus ojos se movieron mientras intentaba descubrir qué la había alertado. El fuego estaba apagado, aunque una fina cinta de humo blanco se alzaba del montón de cenizas. Su vista no era tan penetrante como la de un elfo, pero sí mucho más que la de cualquier humano. Las lunas se habían puesto, pero la luz de las estrellas le bastó para distinguir una figura oscura agachada sobre los bultos del equipaje, a unos pocos metros de donde estaba tumbada.

«¡Kender, si estás intentando asustarme, te cortaré el copete y lo usaré como plumero!», prometió para sus adentros. La oscura figura se irguió. Era demasiado alto para tratarse de Rufus Gorralforza.

Verhanna se puso de pie en un movimiento relampagueante y desenvainó la espada, sobre la que había estado tumbada por si acaso Rufus tenía razón en cuanto a los lobos. El intruso dio un respingo y retrocedió. La guerrera oyó el ruido de unos cascos sobre terreno rocoso. Su oponente debía de ir a caballo.

—¿Quién eres? —demandó Verhanna. Un fuerte olor animal inundó sus fosas nasales.

Un nuevo golpeteo de cascos resonó en las sombras, más allá del alcance de la vista de Verhanna. La joven empezaba a preocuparse; no había manera de saber a cuántos enemigos se enfrentaba. Se acercó al agujero de la hoguera y, empujando con el pie un poco de yesca que Rufus había apilado al lado, la echó sobre las brasas. La corteza seca se prendió enseguida y ardió.

—¡Kothlolo! —Con un grito articulado en un tono profundo y bajo, la cosa que estaba cerca del equipaje levantó un brazo para resguardarse los ojos.

Verhanna se quedó boquiabierta al verlo con claridad: tenía cabeza, brazos y torso de hombre, pero cuatro patas, cuerpo y cola de caballo. ¡Un centauro!

—¡Kothlolo! —gritó de nuevo el centauro.

El círculo de luz reveló el movimiento de otros centauros a unos cuantos pasos de distancia.

Verhanna gritó a Rufus y Manos Verdes que despertaran.

—¡Rufus! ¡Rufus, asqueroso escarabajo! ¿Dónde estás? —llamó.

—Aquí, mi capitana. —El kender se hallaba detrás de ella. La guerrera apartó los ojos del centauro más cercano para ver a Rufus sentado en una piedra grande—. ¿Quiénes son tus nuevos amigos? —preguntó inocentemente.

—¡Idiota! ¡Los centauros matan a los viajeros! ¡Algunos son caníbales!

—No —retumbó el centauro que estaba más cerca—. Sólo comemos feos, dos-patas.

La guerrera casi dejó caer la espada por la sorpresa.

—¿Hablas elfo? —preguntó.

—Un poco.

A derecha e izquierda de Verhanna, criaturas medio hombre medio caballo se aproximaron al fuego. La joven contó siete, cinco castaños y dos negros. Llevaban herrumbrosas espadas de hierro, picas o burdas mazas hechas con troncos de árboles pequeños. El que había hablado con Verhanna portaba un arco y una aljaba con flechas, colgada en bandolera del torso.

—Vosotros no lucháis, nosotros no luchamos —dijo mientras ladeaba la cabeza.

Verhanna se puso con la espalda pegada a un peñasco y mantuvo enarbolada la espada. Encima de la roca, Rufus cargó su honda con un canto.

—¿Qué queréis? —inquirió la guerrera.

—Soy Koth, jefe de esta banda. Seguimos jerdas, los cazamos —explicó el centauro. Se llevó los velludos dedos castaños a la cabeza para imitar cuernos, y Verhanna comprendió. Se refería a la manada de alces—. Jerdas corren mucho, y nosotros los perdemos. Kothlolo mucha hambre.

Kothlolo debía de ser la palabra «centauro» en su lengua, decidió la guerrera.

—Tampoco nosotros tenemos mucha comida —dijo—. Vimos la manada de alces. Se dirigía hacia el río Astradine.

Un centauro de pelo negro cogió las alforjas de Verhanna y rebuscó en ellas. Encontró un trozo de tocino veteado y se lo llevó a la boca. De inmediato, los que estaban cerca de él se le echaron encima, intentando quitarle la comida. Los centauros se enzarzaron en una pelea, entre corcoveos y empujones, en la que sólo se abstuvo de tomar parte el jefe de voz profunda, Koth.

—Están realmente hambrientos —observó Rufus.

—Y son muy numerosos —musitó Verhanna. No podía iniciar una lucha con tantos centauros. El kender y ella podían acabar siendo el plato principal en el banquete de los perdedores. Miró en derredor y preguntó en voz baja—: ¿Dónde está Manos Verdes?

Durante la conversación y la pelea por la comida, Manos Verdes había permanecido sentado, inmóvil, profundamente dormido. Tal era su quietud que Verhanna se sintió impulsada a comprobar si respiraba siquiera. En efecto, respiraba.

—Por Astra, cuando duerme, duerme de verdad —rezongó la joven.

Un centauro encontró las nueces que Rufus guardaba en su bolsa. Los otros tiraron de ella, y los frutos secos se esparcieron por el campamento. Unos cuantos cayeron en la cabeza de Manos Verdes que, por fin, despertó.

—Vaya, estás vivo —comentó Verhanna con tono cáustico—. Pensé que iba a tener que tocar un gong.

La expresión del elfo era desconcertada. Se humedeció los resecos labios y dijo:

—He estado lejos. Muy lejos. Vi a mi madre y hablé con ella. —Alzó la vista hacia Verhanna y añadió—: Estuviste conmigo durante un rato, en el bosque, con otros a los que no conocía.

¿Habían compartido el mismo sueño? En otras circunstancias, Verhanna habría sentido curiosidad, pero en estos momentos tenía otras preocupaciones.

—Olvida eso ahora —replicó—. Tenemos el campamento lleno de centauros salvajes y hambrientos.

Manos Verdes se sobresaltó; se puso de pie con rapidez y se dirigió directamente hacia el jefe de los centauros.

—Saludos, primo —dijo—. ¿Qué tal te va?

Mientras Rufus y Verhanna intercambiaban una mirada consternada, Koth hizo una inclinación de cabeza y contestó:

—Estoy como una calabaza seca, primo. Y ellos están tan vacíos como yo.

—Mis amigos tienen poca comida, primo. ¿Quieres que os enseñe dónde hay unos manzanos cargados de fruta? Están cerca, y sus frutos son muy dulces.

El centauro se echó a reír, dejando a la vista unos temibles dientes amarillentos.

—¡Ja, primito! ¡No llevo tan poco tiempo en el mundo para creer que hay manzanas a principios de verano!

—Las hay, primo —insistió el elfo, llevándose la mano al corazón—. ¿Queréis venir?

La sinceridad de su actitud acabó por ganarse al centauro, escéptico por naturaleza. Bramó una orden a sus forcejeantes camaradas y la banda de centauros formó detrás de Manos Verdes. Luego, sin tomar una tea para alumbrar el camino, el elfo se metió en la oscuridad y ascendió por la pendiente más alejada. Los centauros fueron en pos de él, sus pequeños y desgastados cascos asentándose firmemente en las grietas de la roca.

Rufus saltó del peñasco y echó a andar tras ellos.

—¿También tú? —resopló, desdeñosa, la guerrera.

—Mi capitana, no pongo en duda nada de lo que diga ese elfo.

Verhanna se encontró sola junto a la hoguera del campamento. Con un suspiro de fastidio, siguió al grupo. Rufus trepaba con agilidad por la pendiente; al ser más corpulenta e ir cargada con el peso de la armadura, a la joven no le resultaba tan fácil. A no mucho tardar, Rufus se distanció de ella y la única referencia que la guerrera tenía de su presencia era el constante reguero de guijarros que el kender desprendía en su camino hacia arriba.

La pendiente terminó de forma brusca. Un barranco se abría ante Verhanna y la joven estuvo a punto de caer de bruces en él. Se frenó plantando las manos en el terreno de grava suelta y se maldijo por seguir a Manos Verdes en mitad de la noche. Una vez que se puso de pie y se limpió la tierra de las manos, Verhanna escudriñó el somero barranco. Se quedó boquiabierta ante lo que vio. Allí, al abrigo de la abrupta pendiente opuesta de la montaña, había un grupo de manzanos, cargados de fruta. La princesa descendió la cuesta para verlo más de cerca.

El suelo alrededor de los árboles estaba alfombrado de manzanas caídas, algunas pasadas y blandas, y el aire estaba cargado del olor a fermentación. A los centauros parecía gustarles éstas, ya que galopaban por el barranco de un lado a otro llenándose los brazos con la fruta caída. Manos Verdes, Rufus y Koth, el jefe centauro, estaban juntos, debajo del manzano más grande. El viejo árbol estaba torcido por el viento y los hielos, pero sus nudosas raíces se aferraban al pedregoso terreno con tenacidad.

—¿Cómo sabías que había estos árboles aquí? —preguntó Verhanna.

Manos Verdes miró las cargadas ramas que estaban cerca de su cabeza.

—Los oí. Los árboles viejos tienen voces fuertes —contestó.

Verhanna estaba muda de asombro. Las palabras del elfo le sonaban ridículas, pero no podía negar la realidad.

Rufus se acercó al tronco y trepó hasta una horquilla triple de las ramas. Avanzó por una de ellas hasta poder alcanzar un fruto maduro que todavía colgaba del árbol.

Antes de que sus dedos se cerraran sobre él, Manos Verdes se acercó al kender y sus verdes dedos se cerraron con fuerza sobre su muñeca.

—No, pequeño amigo —lo reconvino—. No debes tomar lo que el árbol no te ha ofrecido.

Koth se metió una manzana entera en la boca y la masticó: carne, piel, semillas y rabo. Todo. Sonrió a Verhanna.

—Tu primo de los dedos verdes es uno de los antiguos —comentó.

Los «antiguos» era un apelativo común dado a los miembros de la raza elfa.

—No es mi primo —repuso la joven, que todavía no se sentía a gusto entre los centauros.

—Todos los seres somos primos —replicó Koth.

Los otros centauros corrían por el barranco, gritando y bailando. Verhanna comprendió que la fruta fermentada los estaba poniendo alegres. A no tardar, los centauros estaban cantando. Sus voces de barítonos y bajos sonaban sorprendentemente armoniosas.

Koth cantó:

El hijo del roble, recién nacido,

camina entre los débiles mortales,

desgajado de su madre por el rayo.

¿Sabe alguien quién es su padre?

El que oye música en el mecer de las flores

y no teme a ninguna criatura salvaje

llevará una corona de un lugar lejano

y vivirá en una torre con techo de mosaico.

—Has hecho una canción sobre Manos Verdes —dijo Rufus con admiración—. Esa parte sobre la corona, sin embargo…

—Es una canción muy triste —lo interrumpió Koth—. El abuelo de mi abuelo la cantaba y ya entonces era antigua.

Verhanna se estaba hartando de los engreídos centauros. Cuando uno topó con ella por segunda vez, anunció que volvía al campamento para dormir un poco. Insinuó que Rufus y Manos Verdes deberían hacer otro tanto.

—Primo —dijo Koth al elfo—, ¿viajas muy lejos?

Los centauros se callaron y se reunieron en torno al elfo.

—Sí, primo. Mi padre me espera en un lugar alto de piedra —contestó Manos Verdes.

—Entonces, llévate esto, amable primo. —Koth cogió un cuerno de carnero que colgaba de una correa a su cuello y se lo dio al elfo—. Si alguna vez necesitas a los Hijos del Viento, sóplalo con fuerza y acudiremos.

—Gracias, primo, a ti y a todos los demás —repuso Manos Verdes mientras metía la correa por la cabeza.

Condujo a la guerrera y al kender de regreso al campamento. Ninguno de ellos habló. De nuevo resonaron los confusos gritos de los centauros, que habían vuelto a su tarea de comer las manzanas fermentadas. Manos Verdes se acomodó otra vez junto al peñasco donde se había sentado antes, y se quedó dormido al instante. Rufus trepó nuevamente a la seguridad de la peña alta, y Verhanna se hizo un ovillo junto al moribundo fuego. El olor de los centauros se le había quedado metido en la nariz y le duró mucho tiempo. También perduró en su mente la letra de la antigua canción interpretada por Koth.