11
Nuevo hijo

Kith-Kanan vio ponerse el sol desde la Sala del Cielo. Había estado allí a solas durante horas, pensando. Desde el día en que Irthenie había tranquilizado a la multitud en la plaza del mercado, habían surgido otras demostraciones en las calles a favor de Ulvian. Kemian Ambrodel, que no buscaba un cargo más encumbrado que el que ahora tenía, era increpado y criticado donde quiera que iba. Una vez, incluso, le arrojaron frutas podridas. Kith-Kanan tuvo que ordenarle que permaneciera en la casa del Orador para evitar que el orgulloso guerrero sufriera más humillaciones o algo peor.

Clovanos y los realistas fueron lo bastante discretos como para no dejarse ver dirigiendo estas manifestaciones, pero en la sala del Thalas-Enthia se hicieron portavoces de la opinión pública y exigieron el regreso del príncipe Ulvian. Extensas peticiones redactadas en rollos de pergamino de casi un metro de largo llegaban a la casa del Orador diariamente. Las firmas de los peticionarios eran más numerosas en cada ocasión, pues muchos de los nuevos coterráneos se unían ahora a los realistas para solicitar la confirmación de Ulvian como sucesor de Kith-Kanan.

Molesto por los cortos alcances del senado, Kith-Kanan se dirigió a la Sala del Cielo para reflexionar sobre las alternativas. Casi esperaba que los dioses eligieran por él, que alguna señal significativa le mostrara qué hacer. Sin embargo, no ocurrió nada tan místico. Permaneció en la gran plaza, contemplando su ciudad a través de las copas de los árboles mecidas por el viento, hasta que Tamanier Ambrodel acudió en su busca.

El Orador, que estaba de rodillas, se incorporó y cruzó el vasto mapa de mosaico para recibir a su fiel chambelán. A despecho de las preocupaciones que enturbiaban su mente, sus pasos eran ligeros; nadie que contemplara la maravillosa puesta de sol y la gran ciudad elfa desde esta aventajada posición podía evitar sentirse conmovido; y, en cierta medida, había recobrado parte de su fuerza merced al rato de meditación.

—Mis mejores deseos de salud para vos, majestad —dijo Tamanier al tiempo que hacía una reverencia y presentaba a Kith-Kanan un estuche repujado de despachos.

Por el sello estampado en la cera de la tapa, Kith supo que el estuche era de Feldrin Feldespato. Rompió el sello con la punta de su daga y, mientras Tamanier sostenía la caja, el Orador levantó la tapa y sacó los papeles que había dentro.

—Mmmmmm… Maese Feldrin informa del progreso en Pax Tharkas… las peticiones habituales de provisiones, ropas y otros suministros y… ¿Qué es esto? —Entre las hojas de la correspondencia oficial el Orador sacó una pequeña carta doblada de fino papel de vitela, sellada cuidadosamente con una cinta y unas gotas de cera azul. Dejó los otros documentos en el estuche y abrió la misiva sellada—. Es de Merithynos —se sorprendió.

—¿Buenas noticias, señor?

—No estoy seguro. —Kith-Kanan leyó la breve carta con el entrecejo fruncido y después entregó la hoja de vitela a su chambelán.

Tamanier leyó la reseña de Merith sobre el accidente que casi le había costado a Ulvian la vida, su salvación a manos del hechicero Drulethen y la amistad que Merith había observado crecer entre el príncipe y Dru.

—Drulethen… ¿No es ese monstruo que gobernaba el paso alto de Thorbardin durante la Guerra de Kinslayer? —preguntó Tamanier.

—Tienes muy buena memoria. Había olvidado que el hechicero estaba en Pax Tharkas. No se le debería permitir que cultivara la amistad con mi hijo; es demasiado peligroso. —El recuerdo de otra voz acudió de pronto a la mente de Kith-Kanan. ¿Qué era lo que había dicho el dios Hiddukel cuando se había manifestado en la Torre del Sol? Puedes llamarme Dru. No podía ser una coincidencia que el dios hubiera elegido el nombre del perverso hechicero. En lo referente a los dioses, poco podía achacarse al azar.

Tamanier seguía sosteniendo el estuche de despachos. Tras un largo momento de silencio, los ojos de Kith-Kanan se enfocaron de nuevo en el viejo chambelán.

—Regresa a la casa, Tam —dijo con tono enérgico—. Haz los preparativos para un viaje. Un séquito reducido, con una pequeña escolta a caballo. Quiero avanzar con rapidez.

—¿Adónde vais, gran Orador? —preguntó el chambelán con las cejas enarcadas.

—A Pax Tharkas, amigo mío. Partiré tan pronto como lord Anakardain esté de vuelta en Qualinost. Quiero que mantenga el orden mientras me encuentro ausente.

Tamanier hizo una reverencia y se marchó, aturdido por la rapidez de los acontecimientos. Kith-Kanan se quedó en la Sala del Cielo un rato más. De pie al borde de la meseta artificial, contempló su ciudad. Una tras otra, las lámparas empezaron a encenderse en las torres y en las esquinas de las calles, hasta que dio la impresión de que el cielo cuajado de estrellas se reflejaba en la tierra. Mientras el Orador observaba, las luces se encendieron en el amplio arco del puente septentrional, directamente frente a él y detrás de la Torre del Sol. Kith-Kanan se volvió lentamente hacia los restantes tres puntos cardinales para ver los otros puentes iluminados. Rodeaban Qualinost en un centelleante abrazo.

A pesar de la maravillosa vista, algo carcomía a Kith-Kanan. Las poderosas fuerzas que había percibido tras los fenómenos de los días anteriores ahora parecían eclipsadas por el mal. Había creído que los portentos eran presagio de un gran acontecimiento; tal vez eran realmente auspicios, pero de naturaleza tenebrosa.

Las campanas repicaron, señalando el final de otro día de duro trabajo en Pax Tharkas. Las cuerdas se desataron o se dejaron caer, las herramientas se amontonaron en carros para llevarlas de vuelta a los cobertizos de almacenaje y las lumbres de cocinar brillaron en el crepúsculo. Desde el parapeto de la torre oeste, Feldrin Feldespato revisaba el área de obras, con Merith a su lado.

—Durará en pie diez milenios —declaró el enano mientras cruzaba los robustos brazos a la espalda—. Un puente eterno entre Thorbardin y Qualinesti.

Al fulgor rojizo de la puesta del sol, las piedras de la ciudadela emitían un suave brillo rosa. La gran puerta encajada entre las laderas del amplio paso era una vista magnífica, bien que solitaria. Merith, a quien no le gustaban las alturas, se mantenía alejado del borde de lo alto de la torre, carente de antepecho. Feldrin estaba con las puntas de los pies asomando por la cornisa, sin importarle en absoluto el impresionante vacío que se abría ante él.

—¿Cuánto falta para que esté acabada? —preguntó el elfo.

—Excluyendo fenómenos atmosféricos extraños y deslizamientos de tierra, la torre este puede estar terminada dentro de seis meses. Entonces la fortaleza será habitable, aunque los detalles del interior tardarán otro año en estar rematados. —Feldrin suspiró, y fue como si un viejo oso hubiera gruñido.

Alzó una mano para protegerse los ojos del sol, que se metía detrás de las montañas, a su izquierda. Abajo, el paso era un estrecho valle que se extendía hacia el norte. Un pequeño arroyo serpenteaba a través del paso, sumido en sombras ahora que el sol casi se había puesto. Con la mirada prendida en las oscuras oquedades del alto paso, el enano dijo:

—Polvo. Mmmm… Podrían ser jinetes que se acercan.

Merith se acercó al borde del parapeto tanto como se atrevió y miró al valle.

—¿Del norte? —inquirió. Eso significaba Qualinost.

—Probablemente algún cortesano o senador currutaco de la ciudad que espera hacer un recorrido con guía por la fortaleza —rezongó Feldrin—. Supongo que esto significa que tendré que lavarme las manos y la barba y ponerme ropa limpia. —Resopló con desdén.

—Quizá sea un correo del Orador —sugirió Merith—, en cuyo caso sólo tendrás que lavarte las manos.

Feldrin reparó en el esbozo de sonrisa que asomaba a los labios del rubio guerrero.

—¡Muy bien! Lleguemos a un acuerdo, teniente. ¡Me lavaré las manos y la barba, pero no me cambiaré de ropa!

Riendo divertidos, los dos entraron en el hueco de escalera abierto en el techo de la torre y descendieron los largos tramos de escalones. Para cuando llegaron a nivel del suelo y salieron al exterior, la nube de polvo en el paso se había dispersado con el siempre presente viento y no había otra señal de los jinetes.

—Quizás han cambiado de parecer y han regresado a casa —comentó con guasa Feldrin. Se encogió de hombros y añadió—: El polvo debió de levantarlo un desprendimiento de rocas. Tanto mejor. Veamos con qué porquería nos piensa castigar hoy el cocinero.

De hecho, el cocinero de Feldrin era excelente. Hacía platos extraordinarios con los sencillos víveres destinados a abastecer la mesa del maestro de obras. La comida enana era por regla general demasiado pesada para los elfos, pero el cocinero de Feldrin se las ingeniaba para preparar platos más ligeros que Merith encontraba deliciosos. Antes de ir en pos del enano, que se alejaba a grandes zancadas, el teniente miró de nuevo hacia el paso, donde habían visto la nube de polvo.

—Me pregunto si serían jinetes o no —dijo en voz queda.

—¡Vamos, Merith, no te entretengas!

No había centinelas en Pax Tharkas, ni ronda nocturna que patrullara por el complejo de tiendas, chozas y cobertizos. Nunca había sido necesario. Ni siquiera el barracón de la cuadrilla de indómitos estaba vigilado una vez que su única puerta quedaba cerrada por la noche. Así fue como Ulvian se deslizó por una ventana sin ser visto y recorrió el campamento recogiendo los objetos que Dru le había pedido. Del cobertizo donde los enjalbegadores amasaban la argamasa obtuvo más de medio kilo de arcilla blanca seca, tan fina y pura como harina para pasteles. El príncipe la echó en una jarra de barro de boca ancha y salió presuroso. Se dirigió a la larga hilera de cobertizos de los herreros. Allí había carbón a montones; el carbón duro y negro de Thorbardin que los forjadores enanos utilizaban para forjar uno de los aceros más resistentes del mundo. Ulvian se acercó, sigiloso, al horno más cercano; todavía emitía un mortecino fulgor anaranjado del fuego del día. Se puso en cuclillas en el suelo de tierra y escarbó entre la escoria esparcida alrededor de las puertas del horno.

Echó varios trozos de carbón en la jarra que contenía la arcilla.

En el cobertizo de curtidores consiguió una tira de cuero. Y ahora ¿dónde encontrar un brasero de cobre? Dru había sido muy específico: sólo servía el cobre. Ulvian se colgó al pecho el jarro, y cruzó corriendo el espacio abierto del complejo hasta el chamizo del calderero. Dentro encontró platos, clavos y lingotes en abundancia, pero ningún brasero. Ya en el exterior, Ulvian se paró bajo el alero de la choza un momento, preguntándose dónde podría encontrar lo que necesitaba. Sólo dos clases de personas utilizaban recipientes de cobre para el fuego: los clérigos y los cocineros. En Pax Tharkas no había clérigos, pero cocineros, sí.

Media hora más tarde, Ulvian regresaba al barracón de la cuadrilla de indómitos. Se arrodilló junto al catre de Dru y alargó una mano para despertar al hechicero.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Dru quedamente antes de que el príncipe tuviera tiempo de tocarlo.

—Sí, y no fue fácil.

—Bien. Ponlo debajo de mi jergón y ve a dormir.

—¿Es que no vas a hacer nada ahora? —Ulvian se había quedado estupefacto.

—¿A esta hora? Por supuesto que no. Falta poco para el amanecer. Ve a dormir, mi príncipe. Mañana será un día muy ajetreado y desearás haber descansado esta noche.

Dicho esto, Dru se dio media vuelta y cerró los ojos. Ulvian se quedó mirando de hito en hito, boquiabierto, la espalda del hechicero. Sin otra opción, el príncipe metió el jarro, el cacharro de cobre y la tira de cuero debajo del catre de Dru y luego se tumbó en su sucio jergón. A despecho de la excitación por su correría nocturna, se quedó dormido en pocos minutos.

El ruido quedo del tintineo de cadenas hizo que Ulvian abriera los ojos. Los platillos de una balanza colgaban sobre su catre; el pie estaba roto y uno de los platillos dorados estaba ladeado, con las cadenas flojas. Del platillo inclinado caía un polvo blanco sobre el pecho de Ulvian.

Parecía la arcilla que había conseguido para Dru.

—¿Qué es esto? —musitó mientras intentaba incorporarse, pero, curiosamente, le resultó imposible. Daba la impresión de que tenía un gran peso sobre el pecho, justo donde estaba el polvo blanco. ¡Pero si sólo era un montoncillo de polvo!, protestó su mente. ¡No podía dejarlo inmovilizado contra el catre!

La presión aumentó más y más hasta el punto de que al príncipe le costaba respirar. Levantó débilmente una mano para desviar el chorro de polvo que no dejaba de caer. Cuando sus dedos tocaron el dorado platillo de la balanza, lo retiró con precipitación. ¡Estaba al rojo vivo!

—¡Socorro! —jadeó, sin cejar en su intento de incorporarse—. ¡Me estoy ahogando! ¡Socorro!

—Cállate —dijo una voz suave, reprobadora.

Ulvian abrió los ojos y sólo vio negrura. Estaba tumbado boca abajo en su catre, con la nariz y la boca enterradas en la andrajosa manta. El príncipe se incorporó de un brinco a la par que arrojaba a un lado la manta.

Una ojeada enloquecida en derredor le descubrió a Dru sentado, con las piernas cruzadas, sobre su propio catre, mezclando algo en un cuenco de madera. En el barracón de la cuadrilla de indómitos no había nadie más.

—¿Qué ocurre? —preguntó el hechicero sin levantar la vista de lo que estaba haciendo.

—He…, he tenido un mal sueño —balbució el príncipe—. ¿Dónde están todos?

—Es la media jornada de descanso —contestó Dru—. Están desayunando. —Puso a un lado el palo con el que había estado removiendo la mezcla y echó un poco más de agua en el cuenco. El palo tenía una gruesa capa de arcilla blanca.

La respiración de Ulvian había recuperado un ritmo normal, y el príncipe se pasó los dedos por el enredado cabello. Cuando se hubo calmado, se acercó a ver lo que hacía Dru. El hechicero había amasado una bola de arcilla del tamaño de dos puños. Se humedeció las manos y cogió la masa. La tira de cuero y el brasero de cobre se encontraban en el suelo, junto a su catre.

—Uno de los tipos de hechizos más sencillo es la imagen mágica —explicó Dru, hablando como si fuera una especie de maestro de escuela—. El hechicero fabrica una efigie y la consagra como el doble de una persona viva. Entonces, cualquier cosa que le haga a la imagen afecta a la persona que representa. —Giró entre las manos la masa de arcilla hasta darle una forma cilíndrica y luego arrancó trozos pequeños que fue echando al cuenco—. Un hechizo de mayor nivel crea una imagen que no tiene relación con los seres vivos. De esa imagen, puede nacer otro doble.

—¿Es eso lo que estás haciendo? —Ulvian, fascinado se arrodilló junto al catre.

—Sí. Con esta pequeña figura, crearé un doble mucho más grande que cumplirá mis mandatos. A estas criaturas de arcilla se las llama «gólems».

Mientras hablaba había moldeado el burdo torso de un cuerpo fornido, al que añadió brazos y piernas y una bola redonda a guisa de cabeza. Dru le hizo los ojos con lascas de carbón. Dejó el muñeco de arcilla sobre el catre y sumergió la correa de cuero en el cuenco húmedo.

A continuación ató la correa mojada alrededor de la cintura de la figura de arcilla, y mandó a Ulvian que trajera algunas brasas encendidas y leña menuda de la chimenea. Una vez que el fuego chisporroteante estuvo encendido en el brasero, Dru empezó a balancear la figura de arcilla sobre las llamas.

—Oh, gólem, despierta. ¡Cobra vida del polvo y levántate! ¡Yo, Drulethen, te lo ordeno! ¡El fuego está en ti, el polvo de las montañas! ¡Cobra vida y haz mi voluntad!

A diferencia de su habitual tono suave, la voz del hechicero estaba cambiando, haciéndose más profunda, cobrando fuerza.

El viento silbó a través de las rendijas de las burdas paredes del barracón. Fuera, los miembros de la cuadrilla de indómitos, holgazaneando alrededor de la carreta del desayuno, protestaron a voces por el polvo que les entraba en los ojos. Dru retorció la correa entre sus dedos, haciendo que la figurilla de arcilla girara, primero a la izquierda y luego a la derecha.

—¡Despierta, oh, gólem! ¡Tu forma está aquí! ¡Toma el fuego que te doy, y levántate! —gritó Dru.

Ulvian sintió que se le ponía la piel de gallina al oír la voz atronadora del hechicero retumbando en la habitación. Las vigas del mal construido barracón traquetearon y se desprendieron fragmentos de musgo seco a través de las grietas.

Del muñeco de arcilla empezó a salir vapor. El olor a cuero quemado inundó las fosas nasales del príncipe, y le provocó una arcada. El aire vibraba, produciendo un cosquilleo en la piel de Ulvian. Las paredes del barracón crujieron y, de repente, cesaron las protestas de los trabajadores en el exterior. En cuestión de segundos, unos gritos roncos reemplazaron los quedos rezongos.

—¿Qué ocurre? —susurró Ulvian.

Dru, que respiraba trabajosamente, y sin dejar de dar vueltas a la figura de arcilla sobre las llamas, jadeó:

—¡Ve y lo verás, mi príncipe!

Ulvian se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. Los rostros estupefactos de los miembros de la cuadrilla de indómitos estaban vueltos hacia la izquierda, mirando las canteras y el complejo de tiendas. Cuando Ulvian giró la cabeza en esa dirección, vio que un remolino de polvo blanco se alzaba hacia el cielo, cerca de las excavaciones donde se sacaba la piedra caliza. Elfos, humanos y enanos se alejaban corriendo de la zona, gritando cosas que Ulvian no entendía.

A medida que la invocación de Dru continuaba, el remolino se concretó en un cuerpo sólido y blanco, el doble de alto que la tienda más grande. Los negros ojos del rostro sin rasgos remedaban los fragmentos de carbón del muñeco del hechicero.

—¡Por los dioses! —exclamó Ulvian mientras se volvía hacia Dru—. ¡Lo has conseguido! ¡Es tan grande como una torre de vigía!

La mano del hechicero casi no se veía, envuelta por el vapor que salía de la figura de arcilla cociéndose.

—¡Ve! —siseó—. La confusión te encubrirá. ¡Coge mi amuleto negro! —Dru cerró los ojos con fuerza, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El calor le estaba escaldando la mano—. ¡Ve! ¡Aprisa!

—Lo haré. Pero recuerda nuestro trato. ¡Sabes quién quiero que sea castigado!

Ulvian salió y cerró la puerta del barracón tras él. La cuadrilla de indómitos se había marchado, y los enanos encargados de la carreta de la comida se habían refugiado debajo del vehículo. El gigante de arcilla había echado a andar, avanzando a través del campamento con movimientos rígidos, aplastando tiendas y chozas a su paso. La tierra temblaba cada vez que plantaba un pie. Nadie intentó detenerlo. Los trabajadores no eran soldados y las armas que había en el campamento no servían de nada contra un gólem de seis metros de altura.

Feldrin Feldespato se encontraba en la torre oeste cuando apareció el gigante. Oyó el alboroto y salió al exterior a tiempo de ver al monstruo abriéndose paso a través de las viviendas de sus trabajadores.

—¡Por Reorx! —gritó—. ¿Qué es esa cosa?

Nadie se paró para contestar su pregunta, a pesar de que chilló a su espantado personal que se quedara y luchara. El enano permaneció en la base de la torre oeste, gritando, hasta que Merith apareció, montado y equipado con su armadura de batalla.

—¿Qué te propones hacer, guerrero? —dijo Feldrin a voz en grito para hacerse oír en el escándalo.

—Repeler al monstruo —respondió Merith simplemente mientras desenvainaba la larga espada elfa. Su caballo cabrioleaba con nerviosismo, alterado por el tumulto que los rodeaba.

—¡Ésa no es una bestia natural! —chilló Feldrin—. Mejor será que vayas en busca de Drulethen. ¡Tiene que estar detrás de esto!

—Encuéntralo tú —repuso Merith.

Su caballo giró una vuelta completa. El elfo espoleó los flancos del animal y partió a galope, en dirección contraria a la oleada de aterrorizados trabajadores. Todos los obreros y artesanos corrían en tropel hacia la sección terminada de la fortaleza, buscando refugiarse del desaforado gigante.

Una vez que dejó atrás a los despavoridos trabajadores, Merith sofrenó su montura y estudió al monstruo, que avanzaba pisoteando cuanto encontraba a su paso. Que él supiera, hasta ahora no había herido a nadie, pero había aplastado media docena de chozas con sus gruesos pies y piernas. Se movía en zigzag por el campamento, como si buscara algo.

Merith azuzó a su corcel, pero el animal no quería tener nada que ver con el gigante. Reculó y se encabritó, intentando desmontar a su jinete. El guerrero elfo se sostuvo con firmeza y sacó un pañuelo de seda amarilla de debajo del peto. Era un regalo de una admiradora de Qualinost, pero lo utilizó para cubrir los ojos del caballo y tranquilizar un poco al animal. Merith enrolló las riendas en torno a su puño y salió a galope.

El golem se paró y se dobló con rigidez por la cintura. Fragmentos de arcilla seca, del tamaño de la palma del elfo, se desprendieron de las articulaciones del gigante y cayeron al suelo.

Merith observó, fascinado, cómo la mano del monstruo se dividía en cinco gruesos dedos; luego metió la mano entre las ruinas de una hilera de chozas y, cuando se irguió de nuevo, alguien se debatía en su garra. El gigante había cogido al tipo por el cuello. Merith vio que era un elfo kalanesti.

El guerrero se bajó la visera del yelmo y cargó contra el monstruo. Este no le hizo el menor caso, ni siquiera cuando Merith le asestó un golpe de espada con todas sus fuerzas. Un trozo de dura arcilla blanca salió volando de la herida, pero el gigante estaba indemne. El impacto del golpe hizo que una dolorosa punzada recorriera el brazo del guerrero elfo. Con una mueca de dolor, Merith arremetió de nuevo. Otro trozo de arcilla salió volando, pero sin surtir efecto alguno; el pobre desgraciado que el monstruo tenía agarrado dejó de patalear. Los negros ojos del gigante no parpadearon una sola vez. Abrió los dedos y dejó que el kalanesti cayera al suelo, cerca de Merith.

Agazapado bajo la marquesina de una choza, el príncipe Ulvian presenció la escena con satisfacción. La muerte de su torturador, Rancajo, lo complació sobremanera. También vio al guerrero, Merithynos, intentando dominar al gigante con su espada. El príncipe se echó a reír ante la ridícula situación del teniente, arremetiendo la masa de dura arcilla con cómica futilidad.

Ulvian corrió vereda adelante, por detrás del afanado Merith, y subió la colina hacia la tienda de Feldrin. El gólem había aplastado casi todas las restantes estructuras que rodeaban la vivienda del maestro de obras. Ulvian cruzó como un rayo la lona de la entrada.

La habitación exterior estaba vacía. Buscó en todas las cajas y baúles, sin obtener resultado. La estructura estaba dividida por una pared de lona; la mitad posterior era el dormitorio de Feldrin. Ulvian se precipitó en ella, pero se frenó en seco. Feldrin en persona estaba guardando un pequeño cofre dorado.

—Así que has unido fuerzas con Drulethen —dijo el enano fríamente.

—Dame el amuleto —exigió Ulvian en tono imperativo.

—¡No seas necio, muchacho! Te está utilizando. ¿Es que no lo ves? Te prometería cualquier cosa con tal de poner las manos en ese amuleto otra vez, y después rompería esas promesas, una vez que lo tuviera en su poder. No es un hombre de honor, alteza. Te destruirá si se le presenta la ocasión.

—¡Guarda tus sermones para otro! —La voz de Ulvian era dura, colérica—. Mi padre me envió aquí para que sufriera, y ya he sufrido bastante. Drulethen ha jurado servirme, y es lo que hará. Todos pensáis que soy un estúpido, pero descubriréis que estáis equivocados. —Se produjo un sonoro crujido cerca, y Ulvian añadió con impaciencia—: ¡Entrégame el amuleto, o el gólem te hará papilla!

Feldrin sacó una espada corta y enjoyada que tenía a la espalda.

—Sólo sobre mi cadáver —declaró con solemnidad.

Ulvian no estaba armado. La afilada espada de Feldrin y la expresión de inflexible determinación en los ojos del enano no aconsejaban una acción precipitada.

—¡Lamentarás esto! —aseguró el príncipe mientras retrocedía hacia la puerta de la pared de lona—. El gólem no se parará a discutir contigo. ¡Cuando venga, morirás!

—Entonces será voluntad de Reorx.

Furioso, Ulvian salió corriendo de la tienda. Casi tiró a Dru al chocar con él. El hechicero sostenía la mano izquierda contra el pecho, y sus harapientas ropas estaban empapadas de sudor.

—¿Lo tienes? —gritó, con una mirada de desesperación en sus ojos.

—No, Feldrin lo guarda. ¿Por qué no estás en el pabellón? ¿Ha terminado el hechizo?

Dru hizo acopio de fuerzas; el conjuro lo había dejado exhausto.

—Colgué el muñeco sobre el brasero. La correa casi está partida en dos, quemada. Cuando se rompa, la magia terminará.

La figura gigante del gólem surgió tras el hombro de Dru. Casi había llegado a la fortaleza. Los parapetos estaban abarrotados de trabajadores, muchos de los cuales arrojaban piedras al monstruo, que ni siquiera lo advertía.

—¿Puedes controlarlo? —preguntó Ulvian con rapidez—. Si es así, tráelo aquí. ¡Es el único modo de asustar a Feldrin para que nos entregue el amuleto!

Sin pronunciar palabra, el hechicero cayó de rodillas y cerró los ojos. Ulvian pensó que se había desmayado, pero los labios de Dru se movían levemente.

Bruscamente, el gólem hizo un giro en su dirección y se encaminó hacia la tienda de Feldrin. Merith lo siguió, ya sin arremeter con la espada, pero sin perderlo de vista. Cuando el guerrero elfo reparó en la presencia de Ulvian y Dru, agachó la cabeza y cabalgó hacia ellos.

—¡Merith viene! —gritó el príncipe.

El hechicero seguía con su salmodia. La cabeza grande y redonda del gólem se agachó para mirar al guerrero montado. Un brazo tan grueso como una rama de roble descendió e hizo un movimiento de barrido; jinete y corcel cayeron al suelo. El caballo soltó un fuerte relincho y luego se quedó inmóvil. Merith se esforzó en vano por salir de debajo de su montura muerta.

—¡Lo pillamos! —gritó Ulvian, tan excitado que empezó a saltar.

—Y yo a vosotros —dijo Feldrin desde la puerta de su tienda.

Sobresaltado, el príncipe retrocedió. El enano había sido un buen guerrero en su juventud y sabía cómo manejar una espada. Avanzó hacia Dru con la enjoyada arma enarbolada. El hechicero ni siquiera parpadeó, tan completa era su concentración. Ulvian salto sobre el enano y forcejeó con él. El gólem estaba a escasos veinte metros y sus largas zancadas reducían distancias con rapidez.

—¡Suéltame! —bramó Feldrin—. No quiero herirte, príncipe Ulvian, pero debo…

El empuje de sus musculosos brazos superaba la menor fuerza de Ulvian, y los dedos del príncipe empezaron a aflojar su presa. Reluciendo en el sol matinal, la espada de Feldrin llegó a menos de un palmo del cráneo del hechicero.

En este instante, un muro blanco se desplomó sobre el príncipe y el enano. Ulvian salió despedido hacia atrás, arrojado por el aire, y cayó con un fuerte golpe sobre un montón de lona desgarrada y postes rotos de tienda. Se quedó sin resuello por el impacto, y el mundo desapareció en una bruma rojiza y rugiente.

Unas manos incorporaron al príncipe. Ulvian boqueó varias veces y, finalmente, el aire penetró en sus pulmones. Se le aclaró la vista y se encontró con Dru arrodillado a su lado. Sacudió la cabeza para despejarse del aturdimiento y vio algo extraordinario: el hechizo que animaba al gólem había terminado evidentemente, y el gigante se había desplomado sobre la tienda de Feldrin y se había roto en varios pedazos enormes de arcilla. Debajo de un trozo del tamaño de un barril, que había sido parte del torso del monstruo, asomaban las piernas de Feldrin, enfundadas en pieles. Sus pies se agitaban levemente en un movimiento convulsivo. Un gemido sonó bajo la masa de arcilla.

Dru estaba temblando y empapado en sudor, pero su voz sonó triunfal cuando dijo:

—¿Dónde está el amuleto?

Ulvian informó entre balbuceos que Feldrin guardaba el talismán de ónix en un cofre dorado. El hechicero corrió hacia los destrozados restos de la tienda del maestro de obras.

Un profundo silencio había caído sobre el campamento de la construcción. Ulvian parpadeó y recorrió con la mirada el devastado lugar. Las murallas de la fortaleza estaban abarrotadas de trabajadores, todos mirándolo. Algunos ya abandonaban el parapeto, sin duda para correr en auxilio de Feldrin.

Dru se abría paso entre los despojos de la tienda, murmurando algo entre dientes.

—¡Tenemos que huir! —gritó Ulvian—. ¡Los trabajadores vienen hacia aquí!

El hechicero ni siquiera respondió, sino que continuó rebuscando con gestos frenéticos. Feldrin volvió a lanzar un sonoro gemido. Ulvian avanzó entre los trozos del inanimado gólem; apartó un pesado fragmento de arcilla que tapaba en parte al enano y se arrodilló a su lado.

—Lamento mucho que haya ocurrido esto, maese Feldrin —dijo el príncipe—. Pero la injusticia requiere actuar con firmeza.

El enano tosió y la sangre le manchó los labios.

—No vayas con Dru, mi príncipe. Con él sólo encontrarás fracaso y muerte…

—¡Ajá! —gritó el hechicero, cayendo de rodillas.

Apartó con ansiedad un trozo de lona y dejó al descubierto un cofre dorado. Tan pronto como Dru intentó cogerlo, gritó de dolor y lo dejó caer otra vez.

—¡Sucia sabandija! —chilló a Feldrin—. ¡Guardaste mi amuleto en un cofre encantado! —Pero el maestro de obras había perdido el sentido y no oyó sus maldiciones—. ¡Ven aquí! —bramó el hechicero con voz perentoria—. Coge el cofre.

Ulvian le dirigió una mirada iracunda.

—No soy tu sirviente —replicó.

El primer grupo de trabajadores apareció al final de la calle de tiendas destrozadas. Iban armados con martillos, picos y herramientas de albañilería. Ocho hombres se dirigieron hacia el caballo muerto para levantarlo y sacar de debajo a Merith. El guerrero se incorporó con movimientos agarrotados y señaló hacia la tienda de Feldrin.

—¡Ahora no hay tiempo para hacer gala de un orgullo absurdo! —escupió Dru—. ¿Crees que esos estúpidos van a darnos palmaditas en la espalda por lo que hemos hecho? ¡Hay que huir, y yo no puedo tocar ese condenado cofre! ¡Cógelo, te digo!

Aunque de mala gana, Ulvian lo hizo. Entonces él y el tembloroso hechicero corrieron hacia el corral situado al pie de la ladera occidental. El príncipe agarró los caballos, rocines de corta alzada que procedían de las montañas, y ayudó a subir al debilitado Dru en uno de ellos. A pelo, la pareja partió a galope tendido y cruzó las puertas del corral como alma que lleva el diablo, espantando a los otros animales a su paso. Para cuando los enfurecidos trabajadores llegaron al corral, no quedaba un solo rocín y la única señal de los fugitivos era una creciente nube de polvo.

Merith estaba junto a un chisporroteante fuego que ardía en una amplia urna de piedra, fuera de la vivienda de Feldrin Feldespato. A despecho de lo magullada que tenía la pierna izquierda, había insistido en montar guardia a la puerta de la casa del maestro de obras. Todo el campamento estaba silencioso y nada se movía salvo las danzarinas llamas que tenía ante sí. El teniente se cerró la capa al cuello para resguardarse del frío persistente.

El sonido de unos cascos de caballo lo alertó. Rápidamente se apartó del fuego y se fundió con las sombras que arrojaba el voladizo de la choza; desenvainó la espada y aferró con firmeza el escudo. El trapaleo de cascos se aproximó.

Una figura alta, montada en un alazán de aspecto agotado, emergió de la noche. El rostro del recién llegado y su cuerpo estaban ocultos bajo una túnica monacal de amplia capucha. El jinete se acercó al fuego y desmontó; se quitó un par de guantes de piel de ciervo y extendió sus largos y estrechos dedos al calor de las llamas. Merith lo observaba con cautela; unas finas volutas de vaho salían de la capucha del extraño. Aunque esperó varios minutos, el recién llegado no hizo ningún movimiento amenazador. Calentar sus heladas manos y su cuerpo parecía ser su mayor preocupación. El teniente salió de las sombras y se plantó ante la figura encapuchada.

—¿Quién va ahí? —demandó.

—Un viajero cansado —respondió el extraño. Habló sin retirarse el embozo y sus palabras sonaron amortiguadas—. Vi vuestro fuego en la distancia y me detuve para calentarme un poco.

—Eres bienvenido, viajero —dijo con cautela.

—Una espada desnuda es una extraña bienvenida. ¿Tenéis problemas con bandidos en los alrededores?

—Nada de bandidos. Un único elfo hizo todo esto. Un hechicero.

El encapuchado retiró las manos del fuego con un gesto brusco.

—¡Un hechicero! ¿Qué interés tendría un hechicero en un solitario puesto adelantado como es éste?

—Ese malvado estaba cautivo aquí, prisionero del rey de Thorbardin y del Orador de los Soles —explicó Merith—. Recuperó sus poderes con intrigas, destrozó el campamento y escapó.

El visitante se pasó una mano por la amplia frente, oculta bajo el embozo. Merith atisbó el brillo de metal en la garganta del hombre. ¿Armadura? ¿O una simple torques decorativa?

El extraño preguntó cómo había escapado el hechicero, y el guerrero elfo le contó brevemente lo ocurrido con el gólem, aunque no mencionó la participación de Ulvian en el asunto. El visitante hizo incontables preguntas y Merith encontró agotadora la conversación a altas horas de la noche. La pierna le dolía mucho y estaba acongojado por las noticias que debía enviar a su soberano. El extraño embozado debía de ser un clérigo, decidió; sólo ellos eran tan habladores e inquisitivos. El cansancio desapareció de manera instantánea cuando Merith vio aparecer un par de caballos al final de la calle. Uno de los jinetes llevaba armadura. Merith levantó la espada y el escudo. El encapuchado hizo un ademán tranquilizador.

—Baja tu arma, noble guerrero. Estos son amigos míos —dijo. El embozado giró sobre sí mismo, haciendo ondear la túnica, y saludó a los dos individuos montados.

—¿Ocurre algo, mi señor? —preguntó el jinete de la armadura.

—¿Mi señor? —repitió Merith, extrañado. El extraño se volvió hacia el teniente y retiró la capucha. A la luz del fuego brilló su pálido cabello. Era Kith-Kanan en persona—. ¡Gran Orador! ¡Disculpadme! No tenía idea…

—No te preocupes. —Kith-Kanan hizo un ademán y Kemian Ambrodel y su padre, Tamanier, se acercaron con los caballos al fuego.

—¿Estáis solos los tres, majestad? —inquirió el teniente mientras escudriñaba la calle en busca de más jinetes—. ¿Dónde está vuestro séquito?

—Hay un pequeño grupo en lo alto del paso —explicó Kith-Kanan—. Bajé acompañado por los Ambrodel para descubrir qué había ocurrido. Incluso en la oscuridad parece que un ciclón ha pasado sobre el campamento.

Merith le contó la historia de Drulethen, Ulvian y el gólem con detalle, esta vez sin dejarse nada en el tintero.

—Conduje a un grupo de cincuenta trabajadores de confianza tras el rastro dejado por el príncipe Ulvian y el hechicero —terminó—, pero no teníamos ninguna posibilidad de darles alcance a pie.

—No importa, teniente. ¿Está bien Feldrin Feldespato? —se interesó el Orador.

—Tiene algunas costillas rotas, pero sobrevivirá, señor. —Merith se las ingenió para esbozar una sonrisa.

Kemian relevó al joven guerrero y envió a Merith a la cama. Una vez que el teniente se hubo marchado, Kith-Kanan se despojó de su hábito de monje dejando a la vista una armadura completa.

—Tenía el presentimiento de que algo malo iba a ocurrir —dijo el Orador con tono lúgubre—. Ahora me toca a mí poner las cosas en su sitio. Mañana lord Kemian y yo tomaremos la caballería de la escolta e iremos tras Drulethen.

—¿Y el príncipe Ulvian? —preguntó Tamanier.

Nada rompió el silencio del campamento, salvo los suaves chasquidos del fuego en la urna que había frente a ellos.

El Orador contempló fijamente las llamas; la luz le teñía el rostro y el cabello con un tinte rojizo. Cuando el chambelán ya creía que su soberano no iba a responder, Kith-Kanan alzó la vista y dijo con una voz sin inflexiones:

—Mi hijo arrostrará las consecuencias de sus actos.