10
Un ser especial
Verhanna durmió profundamente el resto de la noche y buena parte del día siguiente. Cuando, por fin, se despertó y se incorporó, vio a Rufus sentado en el suelo, a su lado. Una fría compresa de musgo húmedo cayó de su frente cuando se movió.
—¿Qué…, qué es esto? ¿Dónde estamos?
—En la orilla oeste del río Astradine —dijo el kender.
Rufus le tendió una tira de tasajo de ciervo que había comprado a los colonos kalanestis. Verhanna masticó la dura carne en silencio durante un rato.
—Ahora recuerdo —dijo al cabo—. ¡Los goblins! Esa asquerosa criatura me mordió y la herida se infectó. —Giró la cabeza y levantó la manta de crin de caballo que llevaba echada encima—. ¡Ha desaparecido! —exclamó al tiempo que dejaba caer el pico de la manta—. ¿Quién me curó? ¡Ni siquiera tengo los músculos doloridos!
—Él —fue la escueta respuesta del kender, que señaló a un lado apartado del campamento.
Sentado en un tronco caído, a unos doce pasos de distancia, estaba Manos Verdes, ahora con el torso desnudo ya que Verhanna llevaba puesta su manta. El cabello del elfo, que parecía amarillo a la luz de las antorchas, resultó ser de un blanco puro con la luz del día. La hija de Kith-Kanan bajó la musgosa ribera hacia donde estaba él. El extraño elfo contemplaba plácidamente la lenta corriente, que tras los tres días de sol abrasador y constante estaba bastante mermada.
Verhanna abrió la boca —para exigir, preguntar, desafiar— pero la cerró de nuevo sin pronunciar una palabra. Había algo perturbador en este elfo, algo coercitivo. No era apuesto según los cánones elfos. Sus pómulos eran anchos, pero no altos; la barbilla y la nariz no eran finas, como estaba en boga; sus labios eran gruesos, y su frente, maciza, casi de proporciones humanas. Sin embargo era elfo, de eso no cabía la menor duda; los ojos almendrados, las orejas elegantemente puntiagudas y unos dedos exquisitamente largos y estrechos. La expresión de su semblante era serena.
—Hola —dijo, por fin, la princesa qualinesti.
Los verdes ojos del hombre se apartaron de su contemplación del río y se encontraron con ella. Un escalofrío recorrió a Verhanna de pies a cabeza. Jamás había visto un elfo con los ojos de ese color; y su mirada era directa, firme e inquietante.
—¿Puedes hablar? —preguntó la princesa.
—Sí.
—Gracias a Astra. —Hizo una pausa, azorada por la deuda que tenía con él e insegura de qué decir. Tras un largo instante, durante el cual los ojos del elfo no se apartaron de ella, Verhanna se apresuró a añadir—: Rufus me ha dicho que me curaste. Yo… quiero darte las gracias.
—Era necesario hacerlo —contestó Manos Verdes.
Los Elfos Salvajes, cuya carreta se había quedado atascada en el cieno, los saludaron, y el de más edad pidió a Manos Verdes que se uniera a ellos.
—Acompáñanos —dijo el kalanesti—. ¡Nos dirigimos a Qualinost!
—No puedo ir —repuso el extraño elfo, que seguía sin quitar los ojos de Verhanna.
El padre kalanesti ató las riendas y bajó de la carreta.
—¿Por qué no? ¿Es que esta guerrera te retiene? —preguntó mientras dirigía una mirada ceñuda a la joven.
—Yo no lo retengo —replicó Verhanna con acritud.
—He de ir hacia el oeste —explicó Manos Verdes. Se levantó y miró en esa dirección—. Al Lugar Alto. Ellos deben venir conmigo.
Señaló a Verhanna y a Rufus, que se había acercado a ellos sin hacer ruido y sin hablar, para variar. Kivinellis, que iba montado en la carreta con la familia del kalanesti, saltó al suelo y corrió hacia la guerrera.
—¡Quiero ir también! —declaró.
El cabeza de familia protestó de manera contundente. Un chiquillo no podía deambular por ahí con un kender, una guerrera y un elfo simplón.
Verhanna hizo caso omiso del kalanesti y se volvió hacia Manos Verdes.
—¿Por qué tienes que ir al oeste con nosotros? —quiso saber.
El elfo frunció el entrecejo en un gesto pensativo.
—He de encontrar a mi padre —contestó.
—¿Quién es tu padre?
—No lo sé. Nunca lo he visto.
A despecho de la vaguedad de sus respuestas, Manos Verdes era obstinado. Tenía que ir al oeste, y Verhanna y Rufus debían acompañarlo. Dándose por vencido, el kalanesti regresó a la carreta, empujando a Kivinellis delante de él. El chiquillo elfo no dejó de protestar en todo el rato.
—Pobrecillo —dijo Rufus—. ¿No podemos quedarnos con él, mi capitana?
La atención de Verhanna estaba volcada por completo en Manos Verdes.
—No, estará mejor con una familia —repuso con aire abstraído—. Sólo Astra sabe adónde vamos… —El chirrido de ruedas la interrumpió.
La cargada carreta alcanzó terreno llano con una sacudida y empezó a alejarse. La rubia cabeza de Kivinellis brillaba entre los cetrinos elfos; el chico agitó una mano tristemente desde la parte posterior del vehículo. La mujer del kalanesti lo sujetaba con firmeza. Verhanna devolvió el saludo y luego se giró hacia Manos Verdes.
—Quiero aclarar algunas cosas —declaró—. ¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre —fue la suave respuesta del elfo.
—Manos Verdes, ése es tu nombre —afirmó el kender. Estrechó la diestra del elfo, del color de la hierba, entre sus pequeñas manos—. Encantado de conocerte. Soy Rufus Gorralforza, guardabosques y explorador. Y ésta es mi capitana, Verhanna. Su padre es Kith-Kanan, el Orador de los Soles.
Manos Verdes parecía sorprendido, casi pasmado, ante semejante avalancha de información.
—Olvídalo —dijo Verhanna mientras sacudía la cabeza.
Había posado la mano con timidez en el desnudo hombro del elfo. Su piel era cálida y suave. Al tocarlo, Verhanna sintió un cosquilleo que le subía por el brazo. Ignoraba si se debía a alguna clase de energía que fluía entre ambos o si era simplemente su propio nerviosismo. Manos Verdes no pareció advertir nada raro.
—¿Quién eres realmente? —le preguntó la joven mirándolo fijamente a los ojos.
—Manos Verdes —contestó él al tiempo que se encogía de hombros.
Una repentina irritación se apoderó de la guerrera. Se sentía intrigada por este tipo extraño y le estaba profundamente agradecida por haberle salvado la vida, pero sus respuestas ingenuas y evasivas empezaban a exasperarla.
—Supongo que será mejor que vengas con nosotros —decidió Verhanna—. Mi padre querría que te llevara a Qualinost.
—¿Y qué pasa con los traficantes de esclavos? —preguntó Rufus.
—Esto es más importante.
Manos Verdes sacudió la cabeza.
—No puedo acompañaros. He de ir al Lugar Alto. —Señaló al oeste, hacia las montañas Kharolis—. Allí. A encontrar a mi padre.
Verhanna estrechó los ojos y apretó los dientes. Rufus se apresuró a intervenir.
—No nos desviaríamos mucho del camino a Qualinost, mi capitana. Podríamos pasar antes por las montañas. ¿Sabes? —añadió cambiando completamente de tema—. Mi padre es famoso por sus ollas de barro.
Convenientemente distraída, Verhanna se remangó la manta de crin de caballo sobre los hombros y miró a su guía.
—¿Quieres decir que hace ollas en el torno de alfarero? —inquirió.
—No, se las lanza a mi tío Cuatro Pulgares. En el carnaval.
De repente Verhanna reparó en que Manos Verdes ya no estaba con ellos. Se había alejado un trecho, caminando a buen paso, con el sol matinal a su espalda. Le gritó que se detuviera.
—¡Tienes que quedarte con nosotros! —chilló.
El viento agitó el largo cabello suelto del elfo, que se detuvo con los ojos clavados en el horizonte occidental, en tanto que Verhanna se metía tras unos árboles para vestirse. Ahora que el bochornoso calor había pasado, se puso la armadura de nuevo sobre una túnica acolchada limpia.
Rufus ejecutó uno de sus habituales saltos para subirse al amplio lomo de su caballo de Thoradin y, juntos, cabalgaron hasta donde Manos Verdes esperaba.
—¿Sabes montar? —le preguntó Verhanna al elfo mientras le devolvía la manta—. Hay sitio detrás de Verruga, si quieres.
—Hay sitio para casi todo Balifor aquí arriba —opinó Rufus.
Manos Verdes se metió la manta por la cabeza.
—Caminaré —declaró.
—Hay un largo trecho hasta las montañas —le advirtió la guerrera al tiempo que se apoyaba en la perilla de su silla—. No podrás mantener el paso de los caballos.
—Caminaré —repitió el elfo, exactamente con la misma entonación.
Verhanna sacudió la cabeza.
—Como quieras —dijo.
Remontaron una pequeña elevación y salieron del somero valle atravesado por el río, de vuelta a la llanura cubierta de hierba. Hacia el sur, las lomas azules de las estribaciones de las Kharolis eran perfectamente visibles en el claro cielo matinal, pero Manos Verdes se encaminó sin vacilación hacia el oeste.
Tan absortos estaban Verhanna y Rufus en Manos Verdes, sin quitarle los ojos de encima, que ninguno de los dos se molestó en volver la vista a la ribera del río. Lo que la noche anterior había sido un banco de lodo, ahora era un prado florido; la hierba había crecido a la altura de la rodilla en unas pocas horas, y un millar de flores silvestres de colores había brotado donde antes sólo había barro y espadañas. Lo que es más, esta extraña germinación se estrechaba a medida que ascendía por la orilla y se internaba en el terreno elevado de la planicie. Finalmente se reducía a un punto: el rastro exacto por donde Manos Verdes pisaba.
El día avanzaba y Manos Verdes no daba señales de cansancio.
Verhanna y Rufus comieron sin desmontar, pasándose entre ellos el recipiente de agua. Manos Verdes arrancó unos cuantos tallos de hierba y los mordisqueó; no comió ni bebió nada más.
A media tarde, había dejado de ser una novedad observar al elfo. Rufus dio las riendas de su caballo a Verhanna, se tumbó en el lomo del animal, con las manos entrelazadas bajo la cabeza la cara tapada con el deteriorado sombrero, y poco después unos agudos ronquidos salían de su garganta. La capitana dio unas cabezadas, pero era demasiado consciente de su deber como para flaquear, y luchó contra el sueño para no dejarse vencer por él.
No obstante, la fatiga y la persistente conmoción del mordisco del goblin acabaron por imponerse, y la joven también se quedó dormida finalmente. Cuando su montura dio un pequeño tropezón con el montículo de un topo, Verhanna despertó sobresaltada. Manos Verdes ya no avanzaba a grandes pasos delante; la guerrera tiró de las riendas y miró atrás. En medio de la alta hierba, quince metros detrás de ellos, el alto elfo estaba arrodillado.
—Despierta, Verruga —llamó al kender.
Rufus bostezó, se sentó y cogió las riendas que la capitana le tendía.
—Eh —dijo adormilado—, ¿de dónde han salido todas esas flores?
Verhanna miró más allá de Manos Verdes y vio la vasta senda de flores que se ensanchaba tras él. No sólo flores, sino que la seca hierba de la pradera había reverdecido y crecido dos palmos.
—Eh, tú —dijo mientras se inclinaba sobre la silla—. ¿Qué clase de magia es ésta?
—Silencio —murmuró Manos Verdes—. Los niños me llaman.
La joven se encrespó por su brusca orden.
—¡Hablaré cuando me plazca!
La tensa postura postrada del extraño elfo se relajó de forma repentina. Inhaló hondo.
—Vienen —anunció.
Verhanna estaba a punto de replicar, cuando un débil sonido llegó a sus oídos. Unas fuertes vibraciones en la tierra hicieron que su montura rebullera y pateara el suelo con nerviosismo.
—¡Capitana, mira! —gritó Rufus.
Por el sur, una línea marrón oscuro apareció en el horizonte. Aumentó de tamaño y el retumbo se hizo más intenso. Rápidamente, la masa marrón se concretó en alces…, millares de ellos. Una gigantesca manada, que se extendía largamente a izquierda y a derecha, avanzaba directamente hacia ellos.
—¡Por Astra, es una estampida! —se alarmó Verhanna.
La joven hizo volver grupas a su caballo para iniciar un galope en la misma dirección en la que se movían los alces. Su única esperanza era avanzar al mismo paso de la manada y no caer bajo las pezuñas.
—¡Dame la mano! —gritó al elfo—. ¡Debemos huir!
Los alces estaban a unos doscientos pasos solamente, y ganaban velocidad. Rufus dio la vuelta a su montura y la azuzó para acercarla a la de su capitana. Se subió de pie en la silla y empezó a brincar lleno de entusiasmo.
—¡Qué espectáculo! ¿Habías visto alguna vez tantos alces juntos? ¡Si tuviera un arco, tendríamos carne de venado para comer toda la vida!
—¡Idiota, nos van a pisotear!
Entonces la manada de alces se echó sobre ellos como un muro viviente de piel, astas y afiladas pezuñas. El olor almizcleño de los animales se mezclaba con el aroma seco de la hierba aplastada. Pensando ante todo en su decisión de llevar a Manos Verdes a Qualinost, Verhanna se arrojó sobre el elfo para protegerlo de cualquier daño. Solo tras un instante eterno y aterrador, cayó en la cuenta de que la manada se había dividido en dos y pasaba por los lados, rodeándolos. El trozo de tierra ocupado por Verhanna, Manos Verdes, Rufus y los dos caballos había sido eximido de la destrucción.
Miles de alces, de húmedos ojos marrones y hocicos entreabiertos, pasaron a toda carrera, ollares contra flancos, lomos contra grupas. El ruido a su paso era ensordecedor. Verhanna levantó la cabeza justo lo suficiente para ver al kender, todavía encaramado de pie en su tranquilo caballo y tapándose los oídos con las manos. Para su sorpresa, la guerrera vio que el muy estúpido ¡estaba sonriendo! Su copete, del color de las zanahorias, se agitaba por el aire levantado al paso de la manada, y sus claros ojos brillaban de placer.
Parecieron transcurrir horas antes de que la manada se espaciara. Solos o de dos en dos, los últimos animales pasaron saltando en zigzag. Al cabo de unos minutos, la manada en marcha era de nuevo una línea marrón en el horizonte, y después una nube de polvo lejana y el cada vez más apagado retumbar de miles de pezuñas.
—¡Por E’li bendito! —exclamó Verhanna—. ¡En verdad somos bienaventurados!
—Apártate —gruñó Manos Verdes, que estaba debajo de ella—. Hueles de un modo horrible.
La joven rodó hacia un lado y se sentó. Luego se quitó el guante de malla y abofeteó al elfo. Lo lamentó al instante, porque las lágrimas humedecieron los vívidos ojos verdes de él y los labios le temblaron.
—Es el metal que llevas —gimió. Una lágrima trazó una línea brillante por su mejilla—. Huele… a muerte.
—¡Yupii!
Los dos se volvieron para mirar a Rufus; el kender brincaba encima de su caballo.
—¡Qué espectáculo! —canturreó regocijado—. ¡Debía de ser la manada más grande del mundo! ¿Notasteis el aire que levantaban al pasar? ¡La tierra temblaba como un pastel de jalea! ¿Qué creéis que los hizo correr así?
—La sed —contestó Manos Verdes. Sorbió se llevó una mano a la húmeda mejilla. Ver sus lágrimas pareció desconcertado—. Estaban muertos de sed con el calor de los pasados días.
—¿Cómo lo sabes? —demandó Verhanna.
—Me llamaron. Les dije cómo llegar hasta el río.
—¿Que se lo dijiste? Y supongo que también les dijiste que no nos pisotearan, ¿verdad?
—Sí. Les dije a los caballos que se estuvieran quietos y que los alces nos rodearían.
El alto elfo se frotó los dedos hasta que se secó la humedad de las lágrimas. Luego se incorporó y echó a andar despacio, no hacia el oeste, como habían hecho hasta el momento, sino virando hacia el sur. Exasperada hasta lo indecible, Verhanna montó a caballo y lo siguió; Rufus fue tras ella. El kender la oyó rezongar y rechinar los dientes.
—¿Por qué estás tan enfadada, capitana? —preguntó, con los ojos todavía brillantes por el encuentro con la manada de alces.
—¡Estamos perdiendo el tiempo siguiéndolo como si fuéramos sus criados! —Se dio una palmada en el muslo—. ¡Y las mentiras que cuenta! ¡Sabe más de lo que dice, te lo advierto!
El kender dobló el ala del sombrero para resguardarse los ojos del sol poniente.
—No creo que sepa mentir —dijo en voz queda—. La manada de alces pudo apartarse por casualidad, pero mi caballo se quedó quieto como una estatua. Ni siquiera temblaba. Si quieres saber mi opinión, Manos Verdes habló con los alces.