9
El pacto

La lluvia tamborileaba sobre las secas calles de Qualinost. Después de tres días de constante luz de sol, la lluvia era una bendición. Los moradores de la ciudad, que habían evitado el fastidioso aguacero carmesí, salían al exterior y se deleitaban con el refrescante y limpio líquido. Las amplias y curvas calles estaban abarrotadas de gente.

Una vez que el chaparrón amainó hasta convertirse en una tenue llovizna y se levantó una fresca brisa en la capital, Kith-Kanan salió a cabalgar por las concurridas calles, acompañado por la senadora Irthenie y Kemian Ambrodel. El Orador de los Soles estaba inspeccionando la ciudad para ver cuál había sido el daño ocasionado durante los tres días de canícula. Comprobó con alivio que el ardiente sol no parecía haber perjudicado mucho a Qualinost.

Al advertir que su Orador cabalgaba entre ellos, sus súbditos se quitaban los sombreros y hacían una reverencia a su paso. Aquí y allí, Kith-Kanan se cruzaba con una cuadrilla de jardineros que quitaban algún árbol o arbusto que había sucumbido al bochornoso calor. A la derecha de cada uno de estos grupos aguardaba un clérigo de Astra, preparado para plantar un nuevo árbol en lugar del viejo. No, Qualinost no había sufrido demasiados daños.

La plaza del mercado no estaba tan animada. Kith-Kanan siguió avanzando con sus compañeros a través de la casi desierta explanada y reparó en todos los puestos vacíos y en los productos echados a perder que estaban tirados y pisoteados sobre los adoquines. Un mercader, un fornido humano con un delantal de cuero, estaba barriendo unas patatas estropeadas cuando Kith-Kanan refrenó a su caballo para hablar con él.

—Hola, buen hombre —saludó el Orador—. ¿Qué tal te va?

El humano ni siquiera levantó la vista de lo que estaba haciendo.

—¡Podrido! ¡Todo está podrido! ¿Qué se supone que ha de hacer un hombre con cinco fanegas de hortalizas y verduras secas, rajadas y podridas?

Irthenie y Kemian se pararon junto a Kith-Kanan.

—Así que el sol te ha estropeado la cosecha ¿no? —preguntó el Orador, conmiserativo.

—Sí, el sol o la oscuridad o la tronada o el torrente de lluvia escarlata. Tanto me da si fue por una cosa o la otra. El asunto es que ocurrió. —El hombre escupió en el húmedo empedrado.

Una elfa, con un cesto de flores marchitas bajo el brazo, oyó su conversación. Tras hacer una rápida reverencia a su soberano, inquirió:

—¿Por qué los dioses nos castigan así? ¿Qué pecado hemos cometido?

—¿Y por qué piensas que los dioses nos están castigando? Estas cosas extrañas podrían muy bien ser presagios de un gran prodigio venidero —sugirió Kith-Kanan.

El humano, agachado en el suelo para recoger sus patatas estropeadas en cestos, rezongó:

—Dicen que es porque Kith-Kanan tiene a su hijo trabajando como esclavo en Pax Tharkas.

Todavía no se había dado cuenta de con quién estaba conversando. La elfa se ruborizó al escuchar sus duras palabras, y Kemian Ambrodel carraspeó con fuerza. El humano levantó la cabeza. Aun cuando el Orador no llevaba las brillantes ropas doradas de estado, el hombre lo reconoció.

—Clemencia, mi señor —balbució—. Lo siento. ¡No sabía que erais vos!

—No temas —contestó Kith-Kanan, ceñudo—. Prefiero oír lo que mi pueblo piensa de mí.

—¿Es cierto, majestad? —preguntó la elfa con gesto sumiso—. ¿Habéis vendido como esclavo a vuestro propio hijo sólo para terminar ese gran castillo?

Kemian e Irthenie empezaron a reconvenir a la mujer por su desconsiderada pregunta, pero el Orador levantó una mano para acallarlos. Pacientemente, explicó lo que Ulvian había hecho y por qué lo había enviado a Pax Tharkas. Su deseo inicial de mantener en secreto el crimen de Ulvian para evitar habladurías parecía imposible de lograr. Ahora creía que era más importante que su pueblo conociera la verdad y no dar pie a suposiciones absurdas.

Mientras hablaba se reunió más gente a su alrededor: buhoneros, caldereros, granjeros, alfareros. Todos venían a escuchar la historia del Orador sobre los problemas que estaba teniendo con su hijo. Para sorpresa de Kith-Kanan, todos creían que el exilio de Ulvian y los doce días de portentos estaban relacionados.

—¿De dónde habéis sacado esas ideas? —inquirió Irthenie con aspereza.

—Sólo son comentarios, nada más. Rumores… Ya sabéis —repuso el hombre de las patatas.

—Palabrería ambigua —musitó Kith-Kanan en tono tan quedo que casi ninguno lo oyó, salvo Kemian, que lanzó una mirada al Orador.

—¿Lord Kemian va a ser vuestro hijo ahora? —gritó una voz entre la multitud.

Los tres elfos montados volvieron las cabezas a uno y otro lado intentando localizar al que había hablado.

—¿Quién ha dicho eso? —refunfuñó Irthenie.

Nadie respondió, pero otros de los reunidos se hicieron eco del tema planteado. Sujetando con mano firme las riendas de su irritable montura, Kith-Kanan dejó que el griterío continuara unos momentos. Quería aquilatar la opinión de su pueblo. Kemian, sin embargo, no pudo mantener la calma.

—¡Silencio! —bramó el general—. ¡Mostrad respeto al Orador!

—¡Silvanesti! —le gritó alguien, y la palabra sonó como un insulto.

El joven guerrero, atormentado por la vergüenza y la cólera, miró a su soberano. Kith-Kanan parecía pensativo.

—Mi señor —dijo Kemian, desesperado—, creo que sería mejor que les aseguraseis que no voy a ser vuestro sucesor. —Su voz sonaba tensa pero sincera.

—Di algo —instó Irthenie sin apenas abrir los labios.

Por fin el Orador levantó una mano.

—Buena gente. —La multitud guardó silencio de inmediato, esperando su respuesta—. Comprendo vuestra preocupación por la sucesión en el trono. Lord Ambrodel es un leal y valiente servidor. Sería un excelente Orador…

—¡No! ¡No! —gritó la multitud—. ¡El silvanesti no! ¡El silvanesti no! —corearon. Aturdido por las palabras del Orador, Kemian apenas escuchó los insultos.

—¿Habéis olvidado que yo pertenezco a la casa real de Silvanos? —replicó Kith-Kanan fríamente—. ¡Nadie es más silvanesti que yo!

—¡Sois el Orador de los Soles! ¡El padre de nuestra nación! —respondió una voz masculina—. No queremos que el chico de un cortesano silvanesti nos gobierne. ¡Queremos un dirigente de vuestro linaje o a nadie!

—¡De vuestro linaje o nadie! —coreó una gran parte de la multitud.

Kemian tiró de las riendas, dispuesto a cargar contra la masa de qualinestis desarmados y poner fin a estos insultos. Kith-Kanan se inclinó hacia él y posó una mano sobre el brazo del guerrero. Los ojos de Kemian, centelleantes de cólera, miraron al Orador, pero el joven no hizo nada para eludir su contacto. De mala gana, se relajó, y Kith-Kanan le soltó el brazo.

—Vuelve a mi casa, general —dijo el Orador con fría calma—. Yo regresaré pronto.

—¡Sí, señor! —Kemian saludó e hizo volver grupas a su encabritado caballo en un apretado semicírculo. Los mercaderes y granjeros se dispersaron a su paso. El general lanzó un grito y espoleó a su montura. Con un ruidoso trapaleo de cascos, caballo y jinete cruzaron la plaza del mercado y desaparecieron por la curva de una de las calles.

La gente vitoreó su brusca partida. Indignado con ello, Kith-Kanan estaba a punto de partir en pos de Kemian cuando Irthenie desmontó de manera inesperada.

—Soy demasiado vieja para estar tanto tiempo encaramada en un caballo —afirmó en voz alta mientras se frotaba el trasero con exagerado cuidado—. Durante setecientos noventa y cuatro años, he ido caminando a cualquier sitio donde he necesitado ir. Ahora que soy senadora, se supone que ya no puedo ir a pie a ningún lado. —Los que estaban cerca de la kalanesti soltaron unas risitas divertidas—. Uno tiene que pagar el precio de sentarse en el Thalas-Enthia —añadió de mal talante. Más gente se echó a reír.

Kith-Kanan aflojó las riendas y permaneció inmóvil, esperando a ver qué se traía entre manos la astuta senadora.

—Vosotros, ciudadanos —dijo en voz lo bastante alta como para que llegara hasta las últimas filas de la muchedumbre—, os plantáis aquí y decís que no queréis a Kemian Ambrodel como siguiente Orador de los Soles. Y yo pregunto: ¿quién os ha dicho que lo vaya a ser? Es la primera noticia que tengo de ello. —Se apartó de su caballo gris moteado y se metió entre la multitud.

»Es un buen general ese elfo, pero tenéis razón en una cosa: no queremos que un puñado de nobles silvanestis nos gobiernen y que nos digan que no valemos tanto como ellos. Esa es una de las razones por las que abandonamos nuestro antiguo país, para escapar de tantos señores y amos.

La indumentaria kalanesti de cuero y lino crudo de Irthenie se confundía bien con las de algodón pardo y lana hilada en casa de la multitud. Era una más entre la apiñada muchedumbre.

—Cuando era más joven y mejor parecida —continuó la senadora, cuyas palabras fueron coreadas por risas—, unos guerreros me llevaron del bosque a la fuerza. Estaban buscando esposas, y su idea de conseguir una era arrastrar una red entre los arbustos y ver qué habían cazado. —La senadora se detuvo al llegar al centro de la multitud. Todos los ojos estaban fijos en ella. Kith-Kanan experimentó un momento de nerviosismo al ver su pequeña figura encerrada entre la muchedumbre—. Como no me apetecía ser la mujer de un guerrero, me fugué a la primera oportunidad que se me presentó. Me cogieron y, esta vez, me rompieron una pierna para que así no volviera a escapar. Vernax Kollontine no era un ejemplo de amante esposo. Me pegaba por no lavarle las ropas lo bastante a menudo y no cocinar su cena con suficiente rapidez, así que lo maté con el cuchillo de cortar el pan.

Su revelación levantó un unánime grito sofocado. El Orador de los Soles parecía tan sorprendido como sus súbditos y escuchaba la historia de la senadora con igual atención. Irthenie levantó una mano para acallar a la gente.

—No, no, fue una lucha limpia —declaró, provocando la sonrisa de Kith-Kanan—. El propósito de esta larga y aburrida historia es deciros que el Orador de las Estrellas en aquel tiempo, Sithel, ordenó que fuera vendida como esclava en castigo por mi crimen. Viví en la esclavitud durante treinta y ocho años. La gran guerra me liberó, y me encontraba en uno de los primeros grupos de colonos que vino con Kith-Kanan para fundar Qualinost.

»Esta ciudad, este país, es único en el mundo. Aquí todas las razas pueden vivir y trabajar, pueden rendir culto y pueden prosperar o no hacerlo, a voluntad. Eso es libertad. Que vosotros y yo la disfrutemos, se lo debemos en su mayor parte a ese hombre montado a caballo que veis ahí. Fue su buen juicio y discernimiento lo que nos trajo aquí. Si estáis contentos con ello, entonces no debéis dudar de su criterio en lo referente a su hijo o a su sucesor.

La plaza permaneció en silencio después de que Irthenie terminara de hablar. Sólo el suave tamborileo de la lluvia acompañó las últimas palabras de la senadora.

—La esclavitud es una crueldad —concluyó—. Degrada no sólo al esclavo, sino también al amo. Como cualquier buen padre, el Orador está intentando salvar a su hijo de una terrible equivocación. Deberíais rezar por él como lo hago yo a menudo.

Irthenie regresó entre la tranquila multitud hacia su caballo. Kith-Kanan le entregó las riendas, y ella subió a la silla con un gruñido.

—Maldita pierna —rezongó—. Siempre la tengo entumecida cuando llueve.

El Orador y la senadora se pusieron en marcha a través de la plaza. La gente se apartaba para dejarles paso al tiempo que se quitaban sombreros y gorras de lana o se retiraban las capuchas en señal de respeto.

Kith-Kanan mantenía la mirada al frente con actitud serena. Lo que había sido una situación potencialmente peligrosa había dado un giro radical gracias a las palabras de su vieja amiga.

Le resultaba agradable sentir la fría lluvia en el rostro. El aire tenía un olor dulce. Aunque nada se había decidido ni cambiado, Kith-Kanan experimentó una repentina oleada de seguridad. Fueran cuales fueran las fuerzas que estaban actuando, estaba convencido de que estaban de su parte. Las terribles profecías de Hiddukel en la Torre del Sol parecían ahora remotas amenazas.

—Una pregunta —dijo mientras iban al paso—. ¿Era cierta la historia que le contaste a la gente?

Irthenie azuzó con los talones los flancos de su caballo, y el animal inició un trote.

—Lo era en parte —contestó.

El vaho flotó en el aire cuando la fría lluvia cayó sobre las ardientes piedras de Pax Tharkas. Todo trabajo exterior se había interrumpido, ya que era demasiado peligroso cortar piedra o mover bloques cuando el suelo estaba húmedo. Aun así, a la cuadrilla de indómitos no se la dejó gandulear. Feldrin Feldespato estaba preocupado con el ritmo de progreso en las obras, de modo que puso a los convictos a trabajar en la ampliación de los túneles subterráneos de la ladera, debajo de las torres de la ciudadela.

Ulvian iba de un lado a otro cojeando, ayudado por una muleta improvisada. La pierna derecha, la que había quedado atrapada por el bloque de granito, se le había entumecido hasta tal punto que necesitaba una muleta para moverse. A pesar de ello, no fue eximido de trabajar, así que recorría renqueante los sombríos túneles calizos llevando odres de agua a los otros miembros de la cuadrilla de indómitos.

Cerca del final de una larga galería, apenas más ancha que sus hombros, se encontró con Dru. Ulvian se detuvo a unos cuantos pasos del atareado elfo. Una pequeña lámpara ardía en el suelo del túnel; el cuerpo de Dru, cubierto del blanco polvillo de la creta, parecía fantasmal a su metálica luz.

—Toma, amigo —dijo el príncipe—. Bebe antes de que se ponga caliente.

Dru dejó a un lado el pico y cogió el pellejo de agua. Dirigió el pitorro a los labios y dejó que el chorro de agua fresca le cayera en la boca.

—Deja algo. Hay otros que querrán beber.

Dru entregó el casi vacío odre al príncipe.

—No te entiendo —dijo el silvanesti mientras se recostaba en la pared. La lámpara emitía extraños reflejos desde abajo, haciendo que las facciones angulosas y delgadas del elfo semejaran una máscara—. Eres un príncipe, el hijo de un monarca, y sin embargo recoges y llevas agua de un lado a otro como un siervo de la más baja casta.

—¡Cuidado con lo que dices! ¡Me salvaste la vida, pero no tengo por qué aguantarte una reprimenda! —se encrespó Ulvian, en una actitud más acorde con su anterior forma de ser, arrogante y orgullosa.

—Eso está mejor —afirmó Dru con un esbozo de sonrisa—. Eso es lo que quería oírte decir. —El hechicero agarró el pico, pasó por encima de la lámpara y se paró a menos de un palmo del hijo de Kith-Kanan—. Si eres capaz de comportarte como un príncipe y no como un siervo, podremos marcharnos de esta prisión miserable. ¿Estás conmigo?

—¿En qué? —respondió Ulvian—. ¿Pretendes que huyamos a las montañas para que así los perros guardianes de Feldrin nos den caza? Mi futuro depende de mi buen comportamiento aquí. Si renuncio a ello, no tengo la menor posibilidad de acceder al trono de mi padre.

—Sólo tenemos que provocar un pequeño jaleo. Eso distraerá al campamento el tiempo suficiente para que entremos en la tienda de Feldrin y cojamos mi amuleto.

¡Otra vez con las mismas! Ulvian se cruzó de brazos, la irritación patente en su rostro.

—No asesinaré a Feldrin. Es un viejo pelmazo cabezota, pero es un tipo decente.

La sonrisa de Dru era desagradable. Se volvió y fue hacia el bajo nicho que ya había excavado en la blanda roca. Tiró a un lado el pico, que hizo un ruido sordo al caer en el suelo polvoriento, y se recostó en la pared.

—¿Cuándo vas a despertar, alteza? —Su tono rezumaba sarcasmo—. He esperado mucho tiempo a que apareciese alguien con quien pudiera aliarme. Ninguno de los de la cuadrilla de indómitos tiene cerebro ni educación. Pero tú y yo, amigo mío, podemos llegar muy lejos juntos. Hablaste de enemigos. Yo puedo ayudarte a vencerlos. El trono de tu padre puede ser tuyo, no en diez o cien años, sino dentro de dos meses. Puede que antes. ¡Con tu liderazgo y mi magia, haríamos de Qualinesti el imperio más poderoso del mundo!

Sus palabras atrajeron la atención del príncipe. Sin darse cuenta de ello, Ulvian dejó que el odre de agua se deslizara de sus dedos y cayera con un chapoteo en el suelo.

—He soñado con el día en que vería a Verhanna y los Ambrodel arrastrándose a mis pies —susurró Ulvian—. Y la Corona del Sol en mi cabeza… —Los ojos del príncipe tenían una mirada remota, contemplando la gloria futura. Imágenes del imperio que dirigiría, del grandioso y opulento palacio que haría construir, colmaban su mente. Poder y gloria, comodidades y lujos, riquezas sin cuento. Su palabra sería ley. La gente lo reverenciaría, como ahora reverenciaba a su padre.

—¡Aguador! ¿Dónde está el aguador?

La voz bronca, un poco más atrás del túnel, sacó bruscamente a Ulvian de sus sueños dorados. El príncipe volvió a enfocar su atención en Dru.

—Si podemos lograrlo sin derramamiento de sangre, cuenta conmigo —dijo con gesto torvo.

—Como vuestra alteza desee. —Dru inclinó la cabeza—. Tendré mucho cuidado.

Acto seguido le hizo a Ulvian una relación precisa de las cosas que necesitaba. No era una lista larga, pero si desconcertante.

—¿Para qué infiernos quieres medio kilo de arcilla blanca, unos trozos de carbón, un palmo de tira de cuero y un brasero de cobre? —preguntó el príncipe, perplejo—. Ninguna de esas cosas son escasas ni están vigiladas. ¿Por qué no las recoges tú mismo?

Los grises ojos del hechicero relucieron como diamantes en la tenue luz.

—Tal vez no te des cuenta, pero me tienen estrechamente vigilado. No se atreven a matarme, pero más vale que me abstenga de hacer algo sospechoso o me cargarán de cadenas y me recluirán en un oscuro y profundo agujero. —Señaló las toscas paredes de creta—. Como éste.

Ulvian lo dejó allí. En su camino hacia el túnel principal de la ciudadela, reflexionó sobre los posibles riesgos. Dru era peligroso, pero un aliado potencialmente poderoso. Ulvian sonrió en la oscuridad mientras renqueaba túnel adelante. Dejaría que Dru creyera que no era más que un necio jactancioso; eso le convenía. Llegaría el día en que Ulvian ya no necesitara los servicios de Dru…

Unas manos lo agarraron por la pechera de la camisa.

—¡Aquí está, chicos! —gritó una voz áspera.

Ulvian fue arrastrado hacia un túnel lateral y lo arrojaron al suelo. Sintió una punzada de dolor en su pierna contusionada. A través de la penumbra, vio a tres miembros de la cuadrilla, de pie a su alrededor. A dos de ellos los conocía bien: el kalanesti Rancajo y el humano llamado Brunnar. El tercero era otro kalanesti al que sólo conocía como Jácaro.

—Llevamos esperando mucho tiempo a que nos traigas agua —gruñó Rancajo—. Aquí el maldito polvo es más espeso que una sopa. —Plantó el pie sobre la espalda de Ulvian—. Bueno, ¿dónde está el agua?

Dolorosamente, el príncipe arrastró el odre que había quedado debajo de él. Jácaro se lo arrebató de la mano e informó a los otros que estaba vacío.

—Creo que nuestro pequeño aguador necesita una lección —masculló con voz amenazadora Rancajo, que acto seguido le propinó una patada al príncipe en las costillas.

Las tres figuras se acercaron más a él y lo rodearon.

Dru golpeó la piedra caliza con el pico. No es que tuviera interés en trabajar duro para sus captores; la actividad física era un simple reflejo de la excitación febril de su mente. Su permanencia en esta prisión podía contarse por días, ¡tal vez por horas! ¡Pronto estaría libre! Sin duda, el dios a quien servía había enviado a este necio príncipe para que fuera el instrumento de su liberación.

Un ruido en el túnel, a su espalda, lo hizo detenerse. Con el pico en la mano, Dru giró sobre sí mismo. El débil fulgor de la lámpara de aceite no penetraba más allá de la curva de la galería, unos dos metros más adelante. Aguardó. El ruido se repitió; era como si algo se arrastrara, arañando el suelo. Con toda clase de cuidados, el hechicero se agachó para recoger la lámpara sin apartar los ojos del oscuro túnel ni un solo momento.

Una mano, pálida y delgada, apareció a la vista en el polvoriento suelo. Dru avanzó sigiloso hasta que la luz del candil se derramó sobre la figura del príncipe Ulvian, despatarrado en el suelo. La sangre apelmazaba su descuidada barba, y un ojo estaba cerrado por la hinchazón. Dru se arrodilló a su lado.

—¡Alteza! ¿Qué ha ocurrido?

—Rancajo… Brunnar… Jácaro… me golpearon… —Los labios del príncipe estaban tan hinchados que le resultaba difícil hablar.

Dru arrastró a Ulvian hasta el extremo de la galería y lo recostó contra la pared. Tras asegurarse de que no había nadie cerca, el hechicero tanteó bajo la cintura de sus pantalones de pliegues y sacó una bolsita cerrada con un cordón tirante. Se echó un poco del contenido en la mano; un olor dulzón y punzante impregno el aire.

—Tómate esto —murmuró Dru mientras acercaba la mano a los entumecidos labios de Ulvian—. Es una mezcla de hierbas que preparo yo mismo. Te restablecerá.

El príncipe se las arregló para tragar un poco de las hierbas desmenuzadas. En cuestión de minutos, la hinchazón del ojo y de los labios empezó a bajar, y su cuerpo recuperó una pizca de energía. Aunque el dolor de la pierna herida se alivió, las costillas le dolían todavía por la paliza.

Ulvian alzó los enturbiados ojos hacia el rostro del hechicero y se esforzó por ponerse de pie.

—Descansa un poco más, alteza.

—No. —Ulvian se incorporó con trabajo. Las hierbas mágicas no habían curado sus dolores, pero se sentía mejor—. Quiero poner en marcha nuestro plan cuanto antes. Con una condición más que poner a nuestro acuerdo.

—¿Cuál es? —preguntó Dru mientras se guardaba la pequeña bolsa.

—Por dos veces Rancajo me ha puesto las manos encima. ¡Quiero venganza!

—Eso es fácil de hacer, alteza. No tienes más que conseguirme las cosas que necesito.

Ulvian apartó a Dru de su camino y echó a andar túnel adelante, renqueando. Su voz llegó hasta el hechicero.

—¡Lo tendré todo para esta noche! —afirmó el príncipe con tono hosco.