8
Manos Verdes
La media noche en Qualinost era tan luminosa como cualquier mediodía. No había habido noche desde hacía dos días y el calor era espantoso. La mitad de las fuentes públicas de la ciudad se habían secado durante las primeras veinticuatro horas de día constante. La gente de Qualinost abarrotaba los patios de los grandes templos, suplicando a los clérigos y a las sacerdotisas que intercedieran por ellos ante los dioses. El incienso ardía y los cánticos se alzaban a los cielos, pero el sol seguía brillando inmisericorde.
El reloj de agua de la sala del Thalas-Enthia marcaba la media noche, pero todos los senadores de Qualinesti estaban presentes. Sentado en su lugar de honor, en el lado norte de la estancia circular, Kith-Kanan escuchaba a los representantes del pueblo debatir la serie de fenómenos que habían experimentado, incluida la presente y peligrosa manifestación. Muchos de los senadores tenían señales de la falta de descanso; no sólo eran sus obligaciones, que los mantenían ocupados en estos momentos de crisis, sino que la ausencia de la noche hacía difícil para muchos en Qualinost conciliar el sueño.
—Es evidente que hemos ofendido a los dioses —dijo el senador Xixis—, aunque ignoro cuál puede haber sido la ofensa. Propongo que se hagan ofrendas de inmediato, y que se sigan haciendo hasta que estas plagas cesen.
—¡Así es! ¡Bien dicho! —murmuró un grupo de senadores que se sentaba en el lado occidental de la sala. Se los conocía como «los realistas», porque eran partidarios de las viejas tradiciones de Silvanesti, sobre todo en materia de religión y realeza. Casi todos los senadores de pura ascendencia elfa eran miembros de esta facción extremadamente conservadora.
Clovanos, senador mayor de los realistas, descendió de su asiento al piso de la sala. El Thalas-Enthia se reunía en una torre redonda y baja, cuyo diámetro era aún mayor que el de la Torre del Sol, aunque mucho menos alta. El piso de la sala de reuniones estaba cubierto con un mosaico que representaba el mapa del país, idéntico al más famoso y más grande que había en la Sala del Cielo. En la parte alta de la pared, cerca del techo, otros mosaicos rodeaban la sala. Estos representaban los blasones de los grandes clanes de Qualinesti.
Clovanos tendió la mano hacia su amigo Xixis, y éste le entregó el bastón de oratoria. Era una vara de cincuenta centímetros de longitud, hecha de marfil y oro, y se pasaba a quienquiera que quisiera dirigirse al Thalas-Enthia.
Apoyando el bastón en el pliegue del codo del brazo izquierdo, el senador Clovanos recorrió la asamblea con la mirada. Los conocidos como «los nuevos coterráneos» se sentaban en el lado este de la sala. Formaban una asociación libre de humanos, semihumanos, kalanestis y enanos que apoyaban las nuevas tradiciones, las mismas que reflejaban su sociedad heterogénea. En la parte sur de la pared estaban los moderados, a los que se conocía como «los amigos del Orador», gente como la senadora Irthenie, que prefería seguir el liderazgo personal de Kith-Kanan.
—Amigos míos —empezó, por fin, Clovanos—, tengo que mostrarme de acuerdo con el docto Xixis. A juzgar por los aterradores prodigios que se han desencadenado sobre nuestro indefenso mundo, es obvio que se ha cometido una grave ofensa. Una ofensa contra el orden natural de la vida, contra los propios dioses. Ahora se proponen castigarnos. Nuestros clérigos han meditado y vaticinado; nuestro pueblo ha orado; nosotros mismos hemos debatido constantemente. Todo en vano. Nadie puede determinar por qué sucede esto. No obstante, he recibido información muy recientemente; una información que me ha permitido averiguar cuál ha sido el execrable sacrilegio.
Un sordo murmullo se levantó en toda la sala tras las palabras de Clovanos. El senador dejó que continuara unos instantes y luego añadió:
—La información me llegó de un sitio extraño… Un sitio cercano a los corazones de los amigos del Orador.
—Habla claro y más alto. No te oigo —dijo con tono zumbón Irthenie. Unas risas dispersas entre los nuevos coterráneos y los amigos hicieron que el ya sofocado semblante de Clovanos se pusiera rojo como la grana.
—La información me llegó de Pax Tharkas —declaró en voz alta mirando directamente a la tranquila mujer kalanesti—, esa disparatada fortaleza en la que el Orador tiene puesta tanta fe.
—¡Habla de una vez! ¡Dinos lo que sabes! —pidieron a coro varios senadores, impacientes.
Clovanos blandió el bastón y las voces se acallaron.
—He recibido una carta de un amigo y compañero realista —continuó con marcado énfasis—, que resultó que estaba en el emplazamiento de la fortaleza. Escribe: «Imagina mi sorpresa cuando vi al hijo del Orador, el príncipe Ulvian, trabajando como un obrero corriente en el más duro y peligroso de los trabajos».
Dicho esto, Clovanos se volvió rápidamente para mirar a Kith-Kanan. El escándalo estalló en la sala. Los nuevos coterráneos y los realistas se pusieron en pie y se increparon unos a otros. Las acusaciones se alzaron en el pegajoso y caliente aire. Sólo los amigos del Orador permanecían sentados, en silencio, esperando que Kith-Kanan negara la información.
Despacio, con premeditada calma, el Orador se levantó y cruzó el piso hacia donde Clovanos se había vuelto para replicar a las filas de los nuevos coterráneos. Kith-Kanan dio unos golpecitos en el hombro al senador y le pidió el bastón. Clovanos no tuvo más remedio que entregarle el símbolo que daba derecho a tomar la palabra. Con actitud estirada, el rostro cubierto por una película de sudor, el senador silvanesti subió los escalones de mármol hasta su asiento entre los realistas.
Kith-Kanan levantó el bastón en alto hasta que el silencio reinó en la sala. Desnudo de cintura para arriba a causa del espantoso calor, en su curtido torso eran visibles las pálidas cicatrices dejadas por las heridas sufridas en la gran Guerra de Kinslayer. Un sencillo faldellín blanco, un cinturón dorado y las sandalias de cuero era todo su atuendo, salvo por la corona de Qualinost, ceñida a su frente.
A pesar de haber dejado atrás más de la mitad de su vida, de que su rostro tuviera más arrugas y de que las canas abundaran más que su cabello rubio plateado, el Orador de los Soles seguía siendo tan activo y apuesto como lo era centurias atrás, cuando había conducido a su pueblo fuera de Silvanesti.
—Señores —empezó con voz firme—, lo que el senador Clovanos os ha dicho es verdad.
La sala se sumió en un silencio tan intenso que una pluma que hubiese caído al suelo habría resonado como un gong. Después de la prolija alocución de Clovanos, la escueta declaración del Orador resultaba franca y seca.
—Mi hijo está, efectivamente, trabajando como esclavo en Pax Tharkas.
—¿Por qué? —gritó Xixis, que se había incorporado con brusquedad.
Kith-Kanan se volvió lentamente hacia el senador.
—Porque fue apresado durante la campaña llevada a cabo para acabar con el tráfico de esclavos y se lo halló culpable de ayudar a dichos traficantes a cruzar el territorio de Qualinesti.
Malvic Explorador del Camino, humano y nuevo coterráneo, intervino:
—Creía que la pena por el tráfico de esclavos era la muerte.
Una docena de realistas lo abuchearon.
—Ningún padre quiere sentenciar a su hijo al tajo del verdugo —repuso Kith-Kanan con franqueza—. La culpabilidad de Ulvian era evidente, pero, en lugar de una muerte inútil, decidí darle una lección que le enseñara a ser compasivo. Creía, y todavía lo creo, que, una vez que hubiera experimentado la miserable vida de un esclavo, jamás podría volver a considerar a otras personas como ganado que puede comprarse y venderse.
El musculoso cuerpo de Kith-Kanan parecía tallado en madera o mármol. Su orgulloso y noble porte era tan formidable que nadie habló durante un tiempo.
Por fin, Irthenie rompió el silencio.
—Gran Orador, ¿cuánto tiempo estará el príncipe Ulvian retenido en Pax Tharkas? —preguntó. Sus palabras, pronunciadas con tranquila firmeza, llegaron a todos los asientos de la sala.
—Esa decisión queda a mi arbitrio —contestó Kith-Kanan, que se había vuelto hacia la senadora.
—¡Es un error! —replicó Clovanos—. ¡Un príncipe de sangre real no debería ser obligado a trabajar como esclavo por su propio padre! ¡Esta es la ofensa por la que los dioses nos están castigando! —Los otros realistas apoyaron su idea, y los gritos de protesta levantaron ecos en la sala.
—Majestad, ¿haréis llamar al príncipe de vuelta? —inquirió Xixis.
—No lo haré. Lleva allí sólo unas cuantas semanas —respondió Kith-Kanan—. Si lo libero ahora, la única lección que habrá aprendido es que la influencia es más fuerte que la integridad.
—¡Pero es vuestro heredero! —insistió Clovanos.
Los dedos de Kith-Kanan se cerraron con fuerza en torno al bastón de oratoria, y apretó el otro puño, crispado.
—¡La decisión es mía! —replicó con una voz que retumbó en toda la sala—. ¡No vuestra!
Todos los argumentos y acusaciones cesaron de manera repentina. Los ardientes ojos del Orador estaban fijos en el infortunado Clovanos. El senador, que temblaba de ira, sostenía la mirada de su soberano con expresión sombría. La untuosa voz de Xixis rompió el tenso silencio:
—Como es lógico, estamos preocupados por la seguridad y el futuro de la casa real. Vuestra majestad no tiene otro heredero.
—¡Haríais un mejor uso de vuestro tiempo, señores, si lo emplearais en hallar la forma de aliviar los problemas del pueblo llano, y no entrometiéndoos en el modo en que impongo disciplina a mi hijo! —Kith-Kanan giró sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas y se marchó.
Puesto que el Orador se había llevado el bastón consigo, significaba que se había levantado la sesión del Thalas-Enthia. Los senadores llenaron los pasillos, apiñándose en pequeños grupos para discutir la postura de Kith-Kanan.
Entre Clovanos y Xixis no había polémica; los dos elfos estaban completamente de acuerdo.
—El Orador hundirá al país —susurró Xixis con nerviosismo—. Su testarudez ya ha ofendido a los dioses. ¿Es que cree que puede oponerse a su voluntad? ¡Será el fin de todos nosotros!
—A mí ya me ha costado una buena suma —se mostró de acuerdo Clovanos. No olvidaba la pérdida de sus torres durante la tronada—. Si consiguiéramos proponer algún plan alternativo…
El jaleo en la sala era considerable. Xixis se acercó más a su aliado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No son más que hipótesis —contestó Clovanos en un tono apenas audible—, pero supón que la fortaleza se termina antes de que el Orador decida que el príncipe está rehabilitado. Kith-Kanan juró retirarse una vez que Pax Tharkas estuviera construida; si el príncipe Ulvian siguiera aún bajo sospecha, habría que encontrar otro candidato.
El cabello de color de rata de Xixis estaba empapado de sudor, y la amplia túnica se le pegaba a la pegajosa piel. Mientras se enjugaba el rostro con una manga, sus ojos lanzaron rápidas miradas en derredor. Nadie les prestaba atención.
—¿Quién, entonces? —siseó—. ¡No esa fiera que tiene por hija!
—¡Ni siquiera la gente más liberal de Qualinesti toleraría tener a una mujer semihumana como Orador de los Soles! —dijo Clovanos con una mueca de desprecio—. No, escúchame. Tú estás emparentado con la familia de lord Kemian Ambrodel, ¿no? —Xixis asintió con un cabeceo. Lord Ambrodel era una figura prominente—. Él es descendiente de un linaje silvanesti puro, además de un notable guerrero, y su padre estuvo casado con Nirakina, la madre del Orador.
—¡Pero no pertenece a la Casa de Silvanos! —exclamó Xixis en voz alta, por lo que Clovanos lo chistó para que se callara.
—Ahí está lo bueno de mi plan, amigo mío. Si iniciamos una campaña para que se nombre a lord Ambrodel sucesor del Orador, entonces su majestad se verá en la obligación de traer de regreso al príncipe Ulvian de Pax Tharkas.
Xixis miró a su compañero, sin comprender.
—¿No te das cuenta? —insistió Clovanos—. El Orador es capaz de denunciar en público que su hijo es un fracasado sin carácter, un canalla despiadado que trafica con esclavos. Sin embargo, Kith-Kanan no renegará de su propia familia. No es capaz, como tampoco le fue posible ordenar la ejecución de Ulvian. No. El Orador, a pesar de sus duras palabras, sólo quiere a su propio hijo, el descendiente directo del gran Silvanos, en el trono de Qualinesti. Si hacemos campaña en pro de otro sucesor, le forzaremos la mano. ¡Tendrá que llamar al príncipe!
Xixis no parecía convencido.
—Conozco al Orador desde hace doscientos años. Luché con él en la gran guerra. Kith-Kanan hará lo que crea que es correcto, no lo que es mejor para su familia.
Clovanos se levantó para irse; se apartó el pálido cabello de la cara. Xixis se incorporó también, y Clovanos enlazó el brazo de su camarada con el suyo.
—Ya veremos, amigo mío. Ya veremos —murmuró cautamente.
—¡Este aire es como el aliento de un dragón! —protestó Rufus, que iba encorvado en el pescante del carro.
A su lado cabalgaba Verhanna, montada en su caballo azabache, y detrás chirriaba el otro carro, en el que iban los esclavos liberados. Habían pasado dos días y medio, y el sol había lucido ardiente desde entonces.
—Toma un poco de agua —sugirió Verhanna mientras se lamía los secos labios. Pasó el odre al kender, que se lo llevó a la boca y echó un buen trago—. ¿Cuánto trecho crees que hemos recorrido? —preguntó.
Sin lunas ni estrellas por las que guiarse, y sin contar siquiera con el recorrido del astro por el firmamento, habían perdido la cuenta de la hora o el día que era. Rufus reflexionó antes de responder a su pregunta. Sus aptitudes como explorador se habían resentido con la constante luz del sol y el creciente calor.
—Un caballo puede recorrer sesenta o sesenta y cinco kilómetros en un día —dijo lentamente. Su cara pecosa se contrajo en un gesto ceñudo—. Pero ¿cuánto es un día cuando el sol no se mueve y las estrellas no brillan? —Sacudió la cabeza y el húmedo copete se zarandeó de lado a lado—. ¡No lo sé! ¿Hay algo más de beber? —El odre de agua estaba vacío.
Verhanna suspiró y admitió que no quedaba más agua. Se había despojado de la armadura y la capa, dejándose puesta una fina camisa blanca y una faldilla abierta. Su ascendencia elfa era más evidente en sus largas extremidades y su tez pálida; la sutil influencia de su sangre humana se manifestaba en su figura, más musculosa que la de cualquier mujer elfa.
—¿Algún problema ahí atrás? —preguntó, volviendo la cabeza.
El chico, Kivinellis, y la mujer de más edad, Deramani, que iban tumbados sobre un montón de bultos de equipaje en el segundo carro, hicieron un ademán desganado. Selenara, que conducía el carro, estaba demasiado débil para responder siquiera. Diviros iba subido en el primer carro, que conducía Rufus, y sus manos y sus pies todavía estaban atados, así como la boca amordazada.
No habían encontrado rastro de los traficantes kalanestis durante la marcha hacia el oeste. Verhanna, resignada a la idea de que los habían perdido, sentía una gran responsabilidad por los esclavos liberados que ahora tenía a su cuidado. Rufus, sin embargo, insistía en que quizá todavía podrían recuperar el rastro de los dos kalanestis. Más adelante estaba el río Astradine, y los elfos del bosque tendrían que cruzarlo. No había puente, recordó el kender, sólo transbordadores de propietarios particulares. Alguien podía haber visto a los kalanestis. Alguien podía recordarlos.
Siguieron avanzando; de vez en cuando daban cabezadas, adormecidos por el sofocante calor. El bosque a su alrededor estaba anormalmente silencioso. Incluso los pájaros y las bestias parecían agobiados por el aplastante calor.
Mecido por el movimiento del carro, el kender soñó que estaba de regreso a los picos nevados de las montañas Imán, donde la capitana lo había encontrado por primera vez. En su imaginación, escaló las laderas más altas y se zambulló en los ventisqueros. ¡Qué agradable sensación! ¡Qué delicioso era el aire, tan fresco, tan claro, tan frío! Ni los propios dioses conocían un lugar tan grato como los picos de las montañas Imán.
Nadie se dedicaba a dar gritos en un sitio tan tranquilo.
Una gotita de sudor le resbaló por la nariz, y Rufus se la enjugó. ¡Ah, estremecerse cuando el aire frío le ponía a uno la carne de gallina! El esplendor del valle, allá abajo… ¿Gritos?
Se obligó a abrir los ojos cuando el sonido se repitió. Verhanna también se había quedado adormilada, y Rufus tuvo que darle varios tirones en el brazo hasta conseguir que abriera los ojos.
—¿Qué…, qué pasa? —preguntó con desgana.
—Problemas —fue su respuesta objetiva.
Como si hubiera esperado una señal, el grito resonó por tercera vez. Verhanna se sentó derecha y tiró de las riendas.
—¡Por Astra! —exclamó—. ¡Creí que lo había soñado!
Kivinellis se acercó corriendo al caballo de Verhanna. Su cabello rubio, empapado de sudor, brillaba con la resplandeciente luz del sol.
—¡Parece una dama en apuros! —opinó.
—En efecto. ¿Sabes en qué dirección, Verruga? —inquirió la capitana al tiempo que desenvainaba la espada con nerviosismo.
Rufus se puso de pie en el pescante y giró lentamente la cabeza en círculo, intentando captar el origen del sonido. Sus orejas puntiaguadas, parecidas a las de los elfos, eran infalibles.
—¡Ajá! —exclamó por fin, y empezó a dar brincos mientras señalaba en una dirección.
Verhanna escuchó atenta. Efectivamente, oyó un ruido apagado, como de ramas aplastadas; era la clase de ruido que haría una persona al correr a través del bosque de manera atropellada. Entregó su daga y su escudo a Kivinellis.
—¡Defiende los carros! —ordenó. El penetrante grito hendió de nuevo al aire—. Coge tu caballo, Verruga. ¡Vamos hacia allí!
Rufus saltó del carro y montó en su caballo castaño antes de que las palabras acabaran de salir de los labios de su capitana. Hicieron que sus corceles giraran hacia el sur y, saliendo de la angosta senda que habían estado siguiendo, se internaron en la espesura. Los retoños de árboles y las ramas les arañaban la cara. Verhanna tenía su espada, pero el kender no estaba bien equipado para una lucha. Aparte de un cuchillo de monte, su única arma era una honda. Era un arma arrojadiza, ligera y manejable, que había utilizado con efectividad en la lucha sostenida en el campamento de los traficantes de esclavos, pero sería difícil de usar en un terreno donde los árboles crecían tan juntos.
Unos gritos confusos sonaron un poco más adelante, a su izquierda. Verhanna refrenó su caballo y esperó. Alguien venía corriendo.
Una humana de cabello negro, que apretaba a un bebé contra su pecho, salió de la maleza en medio de trompicones. Las lágrimas le corrían por las mejillas; de vez en cuando, volvía la cabeza para mirar atrás y chillaba de terror. Verhanna hincó las espuelas y cabalgó en su dirección. La mujer vio a la guerrera a caballo, con la espada enarbolada, y volvió a gritar, aunque esta vez fue de pura alegría. Se arrojó a los pies del caballo.
—¡Noble dama, salvadnos! —gimió.
El bebé que llevaba en los brazos lloraba a pleno pulmón y casi no se oían sus palabras. Rufus llegó junto a su capitana.
—¿Quién os persigue? —preguntó a la aterrada mujer.
—Criaturas terribles… Monstruos. ¡Quieren devorar a mi niño!
No bien acababa de hablar, cuando un trío de criaturas espantosas apareció entre la maleza, siguiendo, evidentemente, el rastro de la mujer. Verhanna frunció los labios en un gesto de asco.
—Goblins —dijo con aversión—. ¡Les ajustaré cuentas!
Eran, en efecto, goblins, pero del tipo más horrible y primitivo. Todos llevaban collares de dientes y huesos humanos o elfos, y uno lucía una especie de casco hecho con un cráneo humano. Sus largos colmillos sobresalían por encima de los labios inferiores. Incluso a diez metros de distancia, se olía su apestoso hedor. Los goblins iban armados con burdas mazas hechas con trozos de piedra redondeada, atados a gruesos mangos de madera de carpe negro. La presencia de Verhanna, espada en mano, no pareció contrariar a las feroces criaturas. Debían de estar muertos de hambre, decidió la capitana, o haberse vuelto locos por el calor.
Verhanna cabalgó directamente hacia ellos mientras el kender encajaba un canto en su honda. Apretando a su bebé contra sí, la mujer humana gateó entre las hojas muertas hasta que el enorme caballo de Rufus se encontró entre ella y los goblins.
Inclinada hacia adelante, Verhanna golpeó a la criatura más cercana con su afilado acero qualinesti. El goblin emitió un gorgoteo inarticulado y dejó caer su maza; su pecho estaba abierto desde el hombro hasta el esternón. La capitana plantó un pie en su torso y retiró la espada de un tirón. El goblin estaba muerto antes de tocar el suelo.
Los otros dos monstruos se separaron, uno a cada lado del caballo de la guerrera, y balancearon las mazas atrás y adelante para protegerse de la espada de la joven. El goblin que estaba a la izquierda de Verhanna intentó pasar para alcanzar a la asustada mujer que se había agazapado entre las hojas. Antes de que Verhanna tuviera tiempo de volverse para atacarlo, Rufus había alcanzado al goblin en medio de la frente con la piedra arrojada. Aturdida, la criatura caníbal cayó de bruces al suelo.
—¡Buen tiro! —gritó Verhanna.
—¡Cuidado! —chilló el kender al mismo tiempo.
Su advertencia llegó demasiado tarde. Verhanna se había distraído con el primer goblin y había dado la espalda al otro. La segunda criatura, que era la que llevaba el cráneo humano sobre su puntiaguda cabeza, arrojó a un lado la maza prefiriendo utilizar sus dientes y sus garras. La agarró con sus manos ganchudas y la desmontó del caballo.
Rufus desenvainó su cuchillo y bajó del caballo con tanta precipitación que casi perdió el equilibrio. El goblin hincó los colmillos en el hombro de Verhanna. La joven lanzó un aullido lo bastante fuerte como para hacer que las hojas se agitaran en las ramas, y los dos, ella y el goblin, rodaron por el suelo. La criatura la rodeó con brazos y piernas, enlazando tanto los dedos de las manos como los de los pies, que eran elásticos y negros. Mientras Verhanna intentaba abrir el cerco, los dos rodaron sobre las hojas, unidos en un abrazo mortal.
Cuando el goblin le presentó la espalda, Rufus arremetió con su cuchillo una, dos, tres veces. La feroz criatura aulló y soltó a Verhanna. Se revolvió contra el pequeño kender, con la muerte asomando a sus saltones ojos. Rufus extendió el brazo armado con el cuchillo; parecía sobresaltado. ¿Qué se sentiría al ser hecho pedacitos por un asqueroso goblin frenético, enloquecido por el calor?
Herida, pero no fuera de combate, la capitana se lanzó sobre su espada que estaba tirada entre las hojas muertas. Al tiempo que el goblin herido se disponía a saltar sobre el kender, Verhanna blandió el arma con las dos manos y lo descabezó. Luego la espada cayó de sus manos, y la joven se desplomó.
Justo en ese momento, el goblin que Rufus había dejado sin sentido con el impacto de la piedra empezó a removerse sobre las hojas. El kender se apresuró a despacharlo cortándole el cuello y a continuación corrió hacia Verhanna.
—Capitana, ¿me oyes? —gritó.
—Desde luego que te oigo, Verruga —rezongó ella—. No estoy sorda.
La indignación asomó al expresivo semblante del kender.
—¡Pensé que estabas muerta!
—Aún no. Ayúdame a levantarme.
Rufus tiró de su brazo hasta que Verhanna pudo sentarse. Aparte del mordisco en el hombro derecho y unos cuantos cortes y magulladuras, no parecía sufrir heridas de consideración.
—¿Dónde están la mujer y el bebé? —preguntó mientras se apartaba de los ojos el pelo revuelto.
Rufus miró hacia su caballo; no había rastro de la mujer. En la confusión de la batalla, debía de haber huido. No podía reprochárselo. Por un momento había dado la impresión de que los goblins iban a derrotarlos.
—Ha salido pitando —informó mientras limpiaba su cuchillo de la infecta sangre del goblin—. No hay señales de ella ni del bebé.
—A eso lo llamo yo gratitud —refunfuñó Verhanna al tiempo que se incorporaba tambaleante sobre las rodillas—. ¡Puag! Estos goblins son los seres más asquerosos que he visto.
—Deberías lavarte las heridas —dijo el kender tras examinar desapasionadamente el hombro de Verhanna—, pero no tenemos agua.
—No importa. Llegaremos pronto al Astradine.
La capitana se apoyo en el hombro del kender y se puso de pie. Los dos montaron en los caballos y Verhanna echó un último vistazo a la sangrienta escena antes de ponerse en marcha. El hombro le quemaba como si tuviera un ascua ardiente debajo de la piel. La joven sujetó las riendas flojamente con su mano izquierda para no forzar el brazo herido.
—Espera un momento —dijo Rufus—. Este no es el camino por el que llegamos.
—¿Estás seguro?
El kender se rascó la cabeza y miró atentamente en derredor. No se veían más que árboles y maleza en todas direcciones.
—¡Que me cieguen con cera de abeja! ¿Hacia dónde vamos? —Resguardándose los ojos con las manos, Rufus oteó el brumoso cielo. El inmóvil sol no servía como indicación de la dirección que debían tomar.
—¿Es que no sabes orientarte? —le recriminó Verhanna con brusquedad—. Para eso te pago, para que hagas de guía.
Rufus se bajó del caballo; olisqueó las hojas muertas y el musgo seco; giró la cabeza, esforzándose por escuchar algún sonido. Finalmente, desesperado, gritó:
—¡Eh, Kivinellis! ¿Me oyes? ¿Dónde estáis?
A pesar de las repetidas llamadas, no hubo respuesta. Por fin el kender se volvió hacia Verhanna y se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Verruga —dijo la joven débilmente—, estás despedido.
Se le pusieron los ojos en blanco y, sin emitir sonido se desplomó de la silla directamente sobre el kender.
Aplastado de espaldas contra el suelo y asomando sólo la cabeza bajo la postrada guerrera, Rufus soltó un sonoro quejido.
—¡Aaa! ¡Es como si me hubiese caído encima un oso!
No hubo respuesta de su capitana. Finalmente, el kender se las arregló para salir de debajo de ella y la volvió boca arriba. Verhanna respiraba todavía, pero su semblante estaba mortalmente pálido y su piel estaba más caliente que el aire quieto y radiante.
Rufus se puso manos a la obra. No había vivido tanto tiempo dependiendo sólo de sus recursos como para no aprender una o dos cosas sobre enfermedades. Su capitana estaba emponzoñada por los sucios colmillos del goblin y a menos que consiguiera bajarle la temperatura la dañina fiebre acabaría con ella.
Entre su equipo de acampada había un azadón de mango corto que el kender utilizó para limpiar un trozo del suelo de las capas de hojas muertas. En cuestión de segundos, dejó al descubierto la oscura tierra; debajo de la capa superior seca, sabía que el suelo estaría húmedo y fresco. Haciendo caso omiso de su garganta reseca y los ojos escocidos por el sudor, Rufus cavó un agujero somero de un metro ochenta de largo por sesenta de ancho y de veinte centímetros de profundidad. No era un trabajo fácil; el suelo del bosque era una maraña de raíces, piedras y trozos de madera podrida. Sin embargo, la capitana era su amiga y Rufus estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano para salvarla. Una hora después de que Verhanna se desplomara del caballo, el agujero estaba listo.
Dejando a un lado el azadón, el kender arrastró a la semielfa, hasta el somero hoyo y la echó en él boca arriba. Rufus se desplomó sobre la inerte figura, jadeando y resoplando por el esfuerzo. Era un trabajo duro, sobre todo teniendo en cuenta que era como trajinar en un horno de fundición. Desde luego, no es que Rufus hubiera trabajado nunca en uno de esos hornos, claro está…
Al cabo de un momento, se puso a echar tierra húmeda sobre la joven, así como hojas muertas, dejando sólo la cara sin tapar. Del suelo salió vaho, evaporado ya fuera por el aire seco y caluroso o por la fiebre de Verhanna. Terminado por fin su trabajo, Rufus se sentó cerca de la cabeza de su capitana y esperó.
Rogó a la Dama Azul que sanara a Verhanna; para hacer las cosas como es debido, también se dirigió a la diosa de la curación por su nombre qualinesti: Quen. Quizá si suplicaba a ambas personificaciones, se mostrara más predispuesta a curar a su capitana.
Verhanna rebulló inquieta bajo la cubierta de hojas y tierra húmeda. El kender le dio unas palmaditas en la frente con gesto ausente y reflexionó sobre su situación. Si Verhanna moría, ¿debería regresar a Qualinost para informar o continuar con la persecución de los traficantes kalanestis? Y si vivía, ¿cómo podrían seguir adelante? ¿Cómo podía nadie orientarse a campo traviesa sin el sol, las lunas y las estrellas para guiarlo?
El kender se mordisqueó el labio mientras se devanaba los sesos. Por un breve instante, deseó estar de vuelta en las montañas Imán. Al menos allí conocía el entorno. Claro que su vida no había sido, ni por asomo, tan emocionante como ahora. Desde que había conocido a su capitana, había luchado contra traficantes de esclavos y goblins, había conocido al Orador de los Soles, y había tenido la oportunidad de explorar la ciudad de Qualinost. Como por voluntad propia, sus manos inspeccionaron los múltiples bolsillos de su túnica y su chaleco en busca de todas las chucherías que había ido recogiendo. En lugar de cuerdas o cuentas o estilos de escribir, los ágiles dedos del kender sacaron un trozo de magnetita del tamaño de una nuez. Sorprendido, Rufus enarcó las cejas; había olvidado que tenía esto.
Algo relacionado con las piedras imán hizo que le picara la nariz. Rufus se la rascó. No, no era eso. Algo relacionado con las piedras imán cosquilleó en su cerebro. Sí, había algo importante acerca de la pequeña piedra. Magnetitas, montañas y minas. ¿No sería acerca de las minas? En una ocasión, había vendido a un grupo de enanos mineros algunas piedras imán. En Thorbardin los enanos tenían minas que se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros por el subsuelo, donde los túneles, los pozos y las galerías eran realmente liosos. ¿Cómo se orientaban los enanos? Nunca veían el sol ni las estrellas allí abajo. Ahora le picaba una oreja y Rufus le dio unos golpecitos, como espantando a una mosca; entonces las dos orejas empezaron a picarle. Era un picor insoportable. El kender agarró el sombrero azul por el ala y se lo quitó de un tirón. Dos hilachas de la cinta cosida estaban colgando y era lo que le había hecho cosquillas en las orejas. Empezó a romper los molestos hilos.
¡Hilos!
En ese instante, Rufus recordó lo que había estado intentando recordar sobre las piedras imán. Un enano le había dicho en una ocasión: «Para orientarte bajo tierra, cuelga una lasca de magnetita de un hilo. Siempre señalará norte y sur». Rufus se había tomado a broma las palabras del enano. Después de todo, ¿qué podía saber de direcciones una estúpida piedra?
Verhanna gimió alto, interrumpiendo los desbocados pensamientos del kender. Al acordarse de nuevo de lo que había recordado antes sobre la piedra imán, Rufus sacó su cuchillo y empezó a tallar el pequeño imán, intentando darle una forma alargada y estrecha, como debería ser un indicador. La hoja del cuchillo se quedó sin filo y aparecieron nuevas muescas en ella, pero, a no mucho tardar, Rufus tuvo la piedra toscamente ahusada.
Con cuidado sacó una larga hilacha de la cinta del sombrero, de unos quince centímetros de longitud. Rufus ató un extremo alrededor del centro de la magnetita, sostuvo la otra punta con los dedos, y mantuvo la negra piedra suspendida en el aire. El imán tallado giró y giró, y luego, de manera gradual, perdió velocidad y se paró.
El kender cayó en la cuenta de que no sabía cuál era el norte y cuál el sur, y tampoco estaba totalmente seguro de que pudiera confiar en un truco tan tonto.
—¿Qué otra opción tienes? —se preguntó en voz alta. «Ninguna», se respondió para sus adentros.
Ató las riendas del caballo de Verhanna a la silla de su montura. Después se puso a desenterrar a la joven, que estaba bastante más fresca gracias a su tratamiento, pero todavía gravemente enferma. Sudó la gota gorda para sacar del agujero a la inconsciente mujer y, jadeando por el esfuerzo, la puso sentada en el suelo. Los ojos de Verhanna, enturbiados por la fiebre, se abrieron.
—Verruga —musitó—, creí haberte despedido.
—Todavía no me has pagado, mi capitana. ¡No puedo marcharme hasta que no reciba mi oro!
Tambaleándose como un borracho, Verhanna consiguió ponerse de pie. Rufus la ayudó a montar a la silla, a base de empujarla en el trasero con la cabeza y las manos. En otro momento y lugar habría sido una escena cómica, pero ahora la vida de Verhanna pendía, literalmente, de un hilo… Un hilo de lana del sombrero del kender.
La guerrera se hundió sobre el cuello del caballo. Rufus dejó la montura de la joven atada a la silla de su caballo, cogió las riendas del suyo y empezó a dirigirlo. La senda por la que habían viajado con los carros estaba al norte, así que eligió una dirección y esperó haber acertado. Sus ojos estaban prendidos en la lasca de imán que sostenía con la otra mano. Caminó, caminó y caminó. Tan absorto estaba en mantener el rumbo, que pasó cierto tiempo antes de que cayera en la cuenta de que cada vez le costaba más trabajo ver.
—¡Qué suerte la mía! —exclamó el kender—. ¡Me estoy quedando ciego!
Pero Rufus no estaba perdiendo la vista. El sol, suspendido en lo alto durante tanto tiempo, se movía finalmente. De hecho, se encontraba ya bastante bajo en el horizonte, a su izquierda, metiéndose tras los árboles y confirmando que se dirigía hacia el norte. Optimista como era por naturaleza, el kender se sintió bastante satisfecho. Había elegido la dirección correcta; su indicador de imán funcionaba.
Unos minutos después, llegó a la trocha del bosque por la que habían viajado y Rufus brincó de contento. ¡Era el mejor guía de todo el mundo! Subió a su caballo y lo azuzó alegremente con los talones en los flancos encaminándose hacia el sol poniente. No se veía rastro de los dos carros ni de los esclavos liberados, pero Rufus se sentía inmensamente aliviado de encontrarse de nuevo en el camino.
Los grillos y los pájaros, silenciosos durante los tres días de sol continuo, volvieron a cantar a medida que las sombras se alargaban en la senda. Rufus se detenía de vez en cuando para comprobar qué tal le iba a su capitana. La respiración de la joven era superficial y agitada, y su rostro estaba muy caliente otra vez. Mal asunto. ¡Ojalá estuvieran en Balifor, donde conocía a varios chamanes curanderos! Había uno en la calle del Pavo que tenía…
Agua. La pequeña y respingona nariz del kender se agitó… Olía a agua. En cuestión de segundos, los caballos también la olfatearon; los cansados y sedientos animales aceleraron el paso, ansioso de echar un trago refrescante. Totalmente de acuerdo con ellos, Rufus les dio rienda suelta.
Los árboles empezaron a clarear y, finalmente, desaparecieron. Con la última luz del sol, el kender vio un ancho cauce de barro al frente. Los caballos avanzaron con trabajo a través del cieno, haciendo ruidosos sonidos de succión al sacar los cascos del pegajoso lodo. Saltaba a la vista que el río se había secado durante la prolongada ola de calor. Rufus se preguntó si quedaría algo de agua. Si era así, él no la veía. Una espesa voluta de niebla cubría el centro del río.
Al entrar en la niebla Rufus oyó un chapoteo y miró hacia abajo. Los caballos habían encontrado agua, por la que vadearon hasta que les llegó a los vientres. Rufus se inclinó y bebió un poco del dulce líquido en el hueco de la mano. Luego se irguió en la silla y se acercó a la montura de Verhanna.
Las manos y los pies de la joven arrastraban por la fresca corriente. El kender apoyó un pie en el estribo de la silla de su capitana, recogió agua en su sombrero y se lo llevó a los labios. Ella, sólo consciente en parte, bebió.
Unos ruidos procedentes de la orilla opuesta llamaron la atención de Rufus: voces, crujidos de ejes de ruedas, relinchos de caballos. Incapaz de hacer caso omiso de algo que sonaba tan interesante, el kender se deslizó dentro del agua y nadó silenciosamente en dirección a los ruidos.
Al ponerse en pie, el empapado copete le cayó sobre la cara, y él se lo retiró. Sólo su cabeza asomaba sobre el agua y la niebla flotaba a su alrededor, envolviéndolo. Sintiendo el fondo cenagoso bajo sus pies, Rufus caminó lentamente hacia la orilla.
Las figuras en la niebla se concretaron en gentes altas, elfos o humanos, que intentaban sacar del lodo una carreta muy cargada. En una maniobra estúpida habían conducido el vehículo demasiado cerca del borde del agua y ahora se había quedado atascado en el espeso cieno. Por lo que Rufus podía ver a la luz de las antorchas que llevaban, iban desarmados. Casi todos estaban pringados de barro y, a juzgar por los ruidos que hacían, fastidiados por su apurada situación. Rufus decidió que debían ser inmigrantes que se dirigían a Qualinesti. Quizás hubiera entre ellos un curandero. Tenía que volver y traer a su capitana.
Ya de regreso donde estaban los caballos, montó de nuevo y se dirigió a la orilla opuesta, hacia los inmigrantes. El centro de la corriente era demasiado profundo para que los animales caminaran, pero los corceles criados en Thoradin salvaron la corta distancia nadando con facilidad.
Kender, caballos y la inconsciente guerrera llegaron a la orilla en medio de chapoteos.
—¡Eh, hola! ¡Rufus Gorralforza! —llamó una voz aguda.
El sobresaltado kender vio que una figura más pequeña se destacaba de las demás.
—¿Kivinellis? ¿Eres tú?
El chiquillo elfo gritó de alegría y saludó agitando la mano, en la que llevaba la daga de Verhanna. Los otros elfos se quedaron paralizados. Rufus dio unas palmaditas al chico en la espalda.
—¡Me alegro de verte! Mi capitana está herida. Tuvimos un enfrentamiento con algunos goblins y después nos perdimos en la espesura. —Echó un vistazo sobre la cabeza del chico, a la gente que estaba junto a la carreta. Ninguno le resultaba familiar—. ¿Dónde están Diviros y las mujeres? ¿Quién es esta gente? —se apresuró a preguntar.
Los kalanestis que estaban en la carreta rompieron filas y se aproximaron a él.
—Oh, éstos son mis amigos —dijo Kivinellis—. Después de que tú y la guerrera os marcharais, Diviros consiguió desatarse las piernas y saltó del carro. Lo perseguí, pero se metió en el bosque corriendo y me dio miedo seguirlo. Las mujeres y yo continuamos hasta el río porque no regresabais.
Los colonos kalanestis estaban cerca ahora, de manera que Rufus los saludó:
—¡Hola! Mi capitana está enferma a causa del mordisco de un goblin. ¿Hay algún sanador entre vosotros?
Uno de los kalanestis, que llevaba el rostro pintado con una multitud de puntos blancos y negros, volvió la cabeza hacia atrás y dijo en voz alta:
—¡Han venido, como dijiste!
—¿Con quién habla? —preguntó Rufus a Kivinellis, desconcertado.
El chico rubio se limitó a encogerse de hombros. Una voz suave, pero penetrante, hendió la noche:
—Traedme a la mujer.
Una voz de hombre, decidió Rufus. Alguien que estaba un poco más arriba de la orilla.
Dos nervudos kalanestis bajaron a Verhanna del caballo y la llevaron a la orilla. Rufus y Kivinellis los siguieron, y el chico explicó que sus compañeras habían seguido hacia Qualinost con otro grupo de carretas. Él había decidido esperar en el vado del río durante un tiempo para ver si Verhanna y el kender aparecían.
—¿Adónde llevan a mi capitana? —preguntó Rufus lo bastante alto para que los elfos lo oyeran.
La respuesta llegó caminando de la oscuridad. El recién llegado, que era una cabeza más alto que los kalanestis, también era elfo, aunque de tez más clara, y no llevaba el rostro pintado. El cabello rubio le caía suelto sobre los anchos hombros. Una burda manta de crin de caballo, con un agujero cortado en el centro para meter la cabeza, le cubría el torso y los brazos. Sus piernas iban enfundadas en calzones de cuero. Se detuvo donde la herbosa orilla daba paso al cenagoso bancal.
—Puedo ayudarte —dijo el extraño. Aunque pronunció las palabras en tono quedo, el kender las oyó con claridad.
—¿Eres sanador? —inquirió Rufus.
—Puedo ayudarte —repitió él.
El elfo fue hacia los kalanestis y tomó a Verhanna en sus brazos. Sostuvo a la guerrera sin esfuerzo, pero con delicadeza. Se volvió y empezó a alejarse del río.
—¿Adónde vas? —quiso saber el kender.
Se abrió paso a empujones entre los kalanestis, chapoteó sobre el barro y fue tras los pasos del elfo, pisándole los talones. Kivinellis se quedó conversando con los Elfos Salvajes. Al llegar a una línea de acacias que bordeaba la herbosa orilla, el extraño dejó a Verhanna en el suelo.
—Un goblin la mordió —explicó Rufus, jadeante—. La herida está infectada.
Los largos dedos del extraño tantearon el hombro de Verhanna. La joven dio un respingo de dolor cuando le tocó la herida. El alto elfo se sentó en cuclillas y la contempló con profunda atención.
—¿A qué esperas? Haz un emplasto. ¡Realiza un conjuro! —El kender se preguntó si este tipo sería realmente un sanador.
El extraño levantó una mano para acallar al impaciente Rufus. A la luz de las estrellas y las dos relucientes lunas de Krynn, el kender vio que sus dedos estaban oscuros, como si los tuviera manchados con tinte. La penetrante vista de Rufus sólo pudo distinguir que la mancha era verde.
Verde. Dedos verdes. En su mente surgió como un chispazo el recuerdo de la extraña historia de Diviros sobre el roble hendido por un rayo y el elfo adulto que había salido del árbol desgarrado… Un elfo adulto cuyas manos eran verdes.
—¡Eres tú! —exclamó el kender—. ¡El del árbol hecho astillas! ¡Manos Verdes!
—Os he estado esperando —dijo Manos Verdes—. Durante días de lluvia roja y sol perpetuo.
Se inclinó y rodeó a Verhanna con los brazos. Sosteniendo el cuerpo inerte de la joven en su regazo, Manos Verdes puso la mano derecha sobre la fea e hinchada herida de su hombro. Rufus vio que los músculos del cuello del elfo se tensaban al estrechar más a Verhanna contra sí, como si estuviera abrazando a la mujer amada.
—¿Qué estás…?
Ella gimió y a continuación gritó de dolor mientras el extraño hundía sus raros dedos de color verde en la herida. Verhanna abrió los ojos de par en par y miró fijamente a Rufus por encima del hombro del extraño elfo. ¿Qué expresaban sus ojos? ¿Terror? ¿Asombro? El kender lo ignoraba. Lanzó un gemido largo y penetrante, y Manos Verdes unió repentinamente su voz a la de ella. El grito combinado resonó dolorosamente en los oyentes, estrujándoles el corazón del mismo modo que les atormentaba los oídos.
La hija de Kith-Kanan cerró los ojos con un lento parpadeo. Manos Verdes la soltó en el suelo con todo cuidado, se incorporó y se alejó. Rufus corrió hacia su capitana.
Su pecho subía y bajaba con regularidad. Estaba dormida. Bajo los sucios jirones de su blusa de lino, el hombro de Verhanna aparecía tan suave y terso como la mejilla de un bebé, sin rastro de cicatriz.
El kender dejó escapar un grito de asombro. Se incorporó de un salto y miró a Manos Verdes, que seguía alejándose.
—¡Eh, espera! —llamó.
A menos de diez pasos del lugar donde Verhanna yacía, Manos Verdes se desplomó. El kender y los elfos corrieron hacia él.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Rufus cuando llegó a su lado.
Kivinellis ya se había arrodillado junto al forastero. Fue él quien se dio cuenta del cambio.
—¡Miradle la mano! —exclamó el chico, boquiabierto.
La mano derecha del alto elfo, con la que había curado la herida de Verhanna, estaba hendida. Un tajo largo y profundo, del que manaba sangre, le surcaba la palma. Tenía los dedos verdes pringados con sangre negruzca que desprendía el repulsivo hedor del supurante mordisco del goblin.
—Es thalmaat —dijo uno de los kalanestis en un tono profundamente reverente.
—¿Qué es eso? —preguntó Kivinellis, que no estaba familiarizado con el antiguo dialecto.
Rufus alzó la vista de la verde mano ensangrentada del alto forastero y miró a su capitana, que ahora descansaba sosegadamente.
—Significa «don divino» —repuso el kender muy despacio—. Alguien que ha sido enviado por los dioses.