7
El amuleto negro

Apártate! ¡Fuera de ahí! ¿Es que quieres acabar hecho puré? ¡Aléjate! —El capataz enano, Lugrim, gritaba a uno de los trabajadores que empujaban un bloque de granito de tres metros de largo por dos y medio de ancho y dos de alto.

El hecho de que el robusto enano estuviera encaramado en lo alto de la piedra, añadiendo su propio peso a la ya onerosa carga, no ayudaba precisamente a la cuadrilla de indómitos. El bloque de granito se deslizaba lentamente por una rampa de tierra. Otros trabajadores, chicos humanos y semihumanos, barrían la tierra desplazada con escobas y rastrillos, despejando el camino de la piedra. Era un trabajo peligroso; cabía la posibilidad de que el bloque no pudiera ser frenado una vez puesto en movimiento, y, si los chicos tropezaban y caían mientras barrían, la piedra podría aplastarlos.

Sólo los que eran más ágiles trabajaban como barredores. Ulvian estaba embutido en una masa de cuerpos sudorosos y forcejeantes, las palmas de las manos contra el bloque de granito y los dedos de los descalzos pies clavados en la tierra. La lluvia roja había cesado hacía sólo dos días; los restos eran evidentes en todo Pax Tharkas en forma de charcos carmesíes y ahora el suelo húmedo se agarraba como cola. Llevaba cinco días en Pax Tharkas; cinco días de agotamiento, trabajo duro y miedo.

—¡Empujad, haraganes! —exhortó Lugrim—. ¡Mi anciana madre podía empujar con más fuerza que vosotros!

—Conocí a tu madre —replicó Dru, sin levantar la cabeza mientras bregaba con el peso—. ¡Su aliento podía levantar los mismos cimientos de la tierra!

El capataz se volvió y miró furioso en la dirección de donde había venido la voz. De constitución rechoncha, incluso para los cánones enanos, apenas alcanzaba a ver por encima de su rotundo vientre cubierto con pieles.

—¿Quién ha dicho eso? —demandó mientras sus ojos pasaban veloces por los miembros de la cuadrilla.

—Todos a un tiempo, muchachos —gruñó Rancajo.

Como un solo hombre, los convictos dieron un fuerte y súbito empujón. El bloque de piedra se deslizó hacia adelante y hacia la izquierda. El enano encaramado en lo alto perdió el equilibrio y cayó por el costado de la piedra. Soltó un sonoro gruñido al golpear en el suelo y se quedó tumbado, aturdido. El bloque de granito avanzó inexorablemente en medio de chirridos, como una piedra de amolar.

Merith apareció, elegantemente ataviado con la brillante armadura y una capa de pieles, su rubio cabello limpio y pulcramente peinado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al enano mientras lo ayudaba a incorporarse.

—Sí. —Lugrim se echó los brazos a la espalda e hizo una mueca de dolor. Luego se volvió trabajosamente para mirar a la cuadrilla de indómitos, que lo estaban observando—. Os creéis muy listos, ¿verdad, escoria?

—Sí, maese Lugrim —respondieron al unísono con un soniquete, como si fueran niños traviesos.

Merith localizó enseguida a Ulvian entre el grupo de veinte convictos. El príncipe eludió los ojos y siguió avanzando por el barro rojizo. A despecho de la suave y rubia barba, cada vez más crecida, las señales de la paliza que le había dado Rancajo eran visibles todavía. Merith se había enterado de lo ocurrido por las habladurías que corrían, pero se había negado a intervenir. El hijo de Kith-Kanan tendría que aprender unas cuantas lecciones duras si quería sobrevivir.

Más abajo del pináculo donde Merith se encontraba, las dos torres cuadradas que eran la defensa más interior de la fortaleza se alzaban a alturas desiguales. La construcción de la torre oeste estaba bastante más adelantada que la del este, con los parapetos ya colocados. Desde esta distancia, Merith alcanzaba a ver diminutas figuras que caminaban por ellas y por la gran muralla que conectaba las dos torres.

El campamento estaba situado en el valle, detrás de la fortaleza. Frente a la ciudadela, algo más abajo en el paso, se habían levantado otras dos murallas como primeras líneas defensivas contra atacantes. Unas puertas altas, de bronce forjado a martillo, eran los únicos accesos de las murallas. Estaban abiertas ahora y apuntaladas con inmensas vigas de madera. Los trabajadores y artesanos entraban y salían en tropel como regueros de hormigas en torno a un cuenco de fruta.

Contemplando todo esto, a Merith no le costaba creer que la conclusión de Pax Tharkas estaba próxima. Un año, tal vez menos. Feldrin Feldespato había hecho un magnífico trabajo construyendo la ciudadela no sólo rápidamente, sino bien, además.

La noche antes, el maestro de obras le había enseñado planos detallados de las galerías subterráneas que se estaban excavando en la montaña, debajo de cada torre. Allí se podría almacenar agua y comida suficientes para durar un año, haciendo Pax Tharkas resistente a cualquier asedio. Un elegante salón del trono, adecuado tanto para el rey de Thorbardin como para el Orador de los Soles, también estaba en construcción. Detalles como éstos podían tardar todavía varios años en estar acabados, pero la fortaleza en sí estaría lista para ser ocupada mucho antes.

Una sombra cayó sobre Merith; una nube había cubierto el sol. Mientras daba la espalda a la construcción, unas partículas minúsculas le acribillaron el rostro, y el joven oficial inhaló polvo. Bajo las suelas de las botas notó vibraciones; era una sensación extraña, cosquilleante, y Merith cambió el peso, ora a un pie, ora a otro, con la mirada prendida en las botas. Entonces reparó en un sonido profundo, trepidante, como los tambores que los clérigos de E’li tocaban a veces durante las fiestas. La nube de polvo se estaba espesando. Allá abajo, los trabajadores gateaban y se tambaleaban en medio de una gran confusión.

—¡Desprendimiento! —gritó alguien.

Merith giró veloz sobre sí mismo y vio, detrás y a su izquierda, lo que antes sólo había sentido. Rocas y terrones apelmazados de tierra húmeda de lluvia rodaban cuesta abajo por la ladera oriental de la montaña. Paralizado, el guerrero elfo no pudo hacer otra cosa que contemplar sobrecogido cómo toneladas de piedra y tierra se precipitaban hacia las canteras de la parte alta del paso. El ruido se incrementó a un rugido ensordecedor, y el suelo se sacudió de tal manera que Merith perdió el equilibrio y cayó.

Los gritos saturaban el aire, penetrando el fragor de la avalancha. Merith rodó de un lado a otro como un guisante sacudido en su vaina, y se aferró al suelo rocoso intentando mantener el equilibrio.

El desprendimiento alcanzó el paso. Peñascos y lascas de rocas volaron por el aire, aplastando todo cuanto hallaban a su paso. Merith contempló, impotente, cómo un enorme pedrusco derribaba a una docena de canteros. Una cortina de polvo rojizo descendió sobre la escena, y el fragor se amortiguó. Los sollozos de los hombres aterrorizados y heridos se alzaban por doquier.

—¡Socorro! —Un grito penetrante sobrepasó los gemidos de los heridos y moribundos—. ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro!

Merith se incorporó a trompicones y corrió por la rampa de tierra abajo. El capataz estaba tendido en el suelo, a este lado del bloque de granito. Los convictos se habían dispersado, como también los muchachos que barrían. Merith se arrodilló junto al enano; Lugrim tenía un feo tajo en la frente, pero su corazón latía con fuerza, por lo que el guerrero elfo comprendió que sólo estaba inconsciente por el golpe.

—¡Socorro, en nombre de los dioses! ¡La piedra se mueve! —El gritó se oyó otra vez, en esta ocasión, más cerca.

Merith alzó la vista y contuvo la respiración con un grito sofocado. Las fuertes vibraciones del desprendimiento habían desplazado el bloque de granito, que ahora se bamboleaba al borde de la rampa, y había gente postrada a la misma sombra de la enorme piedra.

Merith dejó al enano donde estaba tumbado. Unos cuantos pasos más cerca, vio a dos miembros de la cuadrilla pegados al bloque. Uno era un silvanesti al que no conocía; el otro era el príncipe Ulvian. ¡La pernera del pantalón del príncipe estaba atrapada bajo la roca! El bloque de granito se había deslizado sobre un desgarrón del dobladillo y arrastraba al joven con él. Sólo uno de sus compañeros se había quedado a ayudarlo.

—¡Merithynos, ayúdame! —gritó Ulvian. Pateó en vano la inmensa piedra con su pierna izquierda. La otra estaba pegada contra la roca. El bloque se deslizó un poco más, a causa de la inclinación de la rampa y su posición ladeada. Un par de metros más, y sobresaldría lo bastante de la rampa como para volcarse sobre el costado. Cualquier cosa o persona que estuviera en su camino, acabaría aplastada.

Merith y el silvanesti tiraron de los brazos de Ulvian, intentando liberarlo, pero las ropas del príncipe estaban hechas con piel de gamo y, por lo tanto, eran muy resistentes. El guerrero sacó su cuchillo y empezó a cortar el cuero. ¡Demasiado despacio! ¡Demasiado despacio!

—¡Haz algo! —suplicó Ulvian, las mejillas húmedas con las lágrimas.

—¡Lo estoy intentando, alteza! —contestó Merith.

El otro elfo se puso tenso un instante y miró fijamente al guerrero. El teniente hincó con más fuerza el cuchillo en la piel de gamo y, finalmente, consiguió hacer una pequeña raja.

El bloque de granito se deslizó chirriante sobre el palo de una escoba de los barredores. El espeluznante sonido de la madera al pulverizarse despertó un nuevo paroxismo de terror en el príncipe.

—¡No me dejéis morir, por favor! —gimió lastimosamente—. ¡Salvadme, Merith, Dru!

El enorme cubo de granito se balanceó al borde de la rampa. Merith maldijo y empezó a rajar la piel de gamo con las manos. La parte inferior del cuerpo de Ulvian ya colgaba por el borde de la rampa, en tanto que el torso continuaba inmovilizado, tendido de espaldas.

El silvanesti, Dru, agarró a Merith por la capa y lo apartó a un lado.

—Ve a la tienda de Feldrin Feldespato —gritó al aterrado rostro del elfo—. ¡Consigue el anillo de ónix que lleva colgado al cuello en una tira de cuero! —Al ver que Merith lo seguía mirando sin comprender, Dru lo sacudió y rugió—: ¡Ve ahora mismo, si es que quieres salvar al regio personaje que tienes a tu cargo!

Merith subió a gatas la cuesta y corrió hacia la tienda del maestro de obras. Una muchedumbre de aturdidos trabajadores se apiñaba a su alrededor, buscando la atención de Feldrin. Merith tuvo que desenvainar la espada para convencerles de que se apartaran y lo dejaran pasar.

Feldrin se encontraba en la puerta de la tienda, con un paño mojado apretado contra la cabeza. Lo apartó y lo sumergió en una palangana de agua fresca. Tenía un chichón del tamaño de un huevo encima del ojo izquierdo.

—¡Rápido! ¡Dame el anillo! —demandó Merith.

—¿Qué? —retumbó Feldrin.

Merith alargó la mano hacia el cuello del enano y encontró el anillo de ónix colgado de una tira de cuero, como Dru había dicho. Estaba hecho con la negra materia cristalina y era un poco más grande que un anillo normal, tallado en cuadrado y con extrañas inscripciones grabadas alrededor del borde. Justo entonces un grito hendió el aire. Merith arrancó de un tirón el anillo del cuello de Feldrin y echó a correr. El maestro de obras le rugió que se detuviera.

«Si el príncipe muere, será culpa mía», pensó, desesperado, Merith. No sólo Ulvian, sino quizá también la dinastía de la Casa de Silvanos podía encontrar su fin bajo aquel bloque de granito. Dru estaba a unos palmos de la piedra, arrodillado, los ojos entornados en meras rendijas, sus manos cerradas en torno a un cilindro de ónix de diez centímetros de largo, que siempre llevaba consigo. Ulvian clamaba a los dioses, suplicando una piadosa muerte rápida. Al aproximarse, Merith vio que el extremo más cercano de la piedra empezaba a levantarse del borde de la rampa, a punto de venirse abajo.

—¡Toma! —gritó al tiempo que dejaba el anillo de cristal negro en los dedos de Dru.

Los párpados del elfo se abrieron con brusquedad. Ni siquiera el terror del momento pudo superar la conmoción de Merith al ver los ojos del silvanesti. Eran completamente negros, sin una pizca de blanco.

Dru sacó el anillo de la tira de cuero y encajó el cilindro de ónix en él. El resultado fue un objeto que recordaba un trompo infantil; de hecho, Dru lo puso en equilibrio sobre la punta del cilindro y apartó la mano. La pieza no cayó, sino que empezó a dar vueltas, por sí misma.

Un fragor saturó los oídos de Merith. El aire encima del objeto giratorio se condensó en un compacto vórtice, como un torbellino en miniatura. El polvo giraba y se arremolinaba, atraído por la aceleración del aire. Dru se puso de pie y caminó directamente hacia el vórtice. Merith, que intentaba en vano protegerse la cara de la grava levantada por la corriente, se sintió impelido hacia atrás. Manos invisibles lo empujaron, forzándolo a ponerse de rodillas primero y después, tendido de espaldas. Era como si le hubieran echado sobre el pecho trozos de piedra; apenas podía mover la cabeza, y su respiración se redujo a irregulares jadeos.

A través de la nube de polvo arremolinado, Merith vio a Dru adelantarse hacia el bloque de granito y, con sólo sus manos, ¡volcarlo hacia atrás! El elfo se limitó a agarrar el borde inferior de la enorme piedra y la levantó como si fuera un barril vacío. El bloque granítico se desplomó sonoramente sobre la rampa. ¡Ulvian estaba a salvo!

Vagamente, Merith vio figuras difusas que pasaban junto a él. Feldrin Feldespato, que caminaba lentamente, como a tirones, se dirigió directamente hacia donde el trompo de ónix giraba todavía. El enano sacó un reluciente paño plateado de una pequeña bolsa, y lo echó sobre el trompo.

De manera instantánea, la tremenda fuerza mágica se disipó. El bendito aire penetró en los pulmones de Merith; sus músculos tensos, libres de la terrible fuerza, se relajaron, y el joven guerrero yació desmadejado en el suelo.

A través de la bruma de una espantosa jaqueca, notó algo húmedo en el rostro, que resultó ser una hemorragia nasal. A pesar de resultarle doloroso, se sentó.

Capataces armados cogieron a Dru y lo hicieron tumbarse en el suelo a empujones. Una gran horquilla de madera se clavó alrededor de su cuello y lo sujetó contra la tierra. Ulvian se arrastró hacia el elfo que le había salvado la vida y exigió con voz débil que soltaran a Dru.

—Eso es imposible —replicó Feldrin al tiempo que inspeccionaba la zona con gesto ceñudo—. Podría matarnos a todos.

Los trabajadores y artesanos se habían reunido en tropel en torno a la escena. Feldrin se agachó y recogió el paño plateado y el trompo de ónix, poniendo toda clase de cuidados en mantener el cristal negro envuelto en la reluciente tela. Merith se incorporó con esfuerzo y se tambaleó sobre sus pies.

—Ven conmigo —le indicó Feldrin—. Los demás, ¡regresad a vuestras tiendas! ¡Los sanadores vendrán y atenderán vuestras heridas!

Sintiéndose como si lo hubieran apaleado, Merith siguió con flojedad al enano hasta su tienda. El maestro de obras metió las piezas de ónix y el paño plateado en una pequeña caja dorada que cerró con llave. Luego sirvió al agradecido teniente una copa de néctar qualinesti, que Merith vació de un trago.

—Hiciste algo muy peligroso —dijo Feldrin mientras cruzaba los fornidos brazos sobre el pecho.

Merith tenía la impresión de que la habitación daba vueltas, y se llevó una mano a la cabeza.

—No lo comprendo —protestó.

—Ese elfo es Drulethen, el infame hechicero. Durante cincuenta años, dominó una parte de las montañas Kharolis desde su fortaleza oculta y utilizó su terrible magia para matar y esclavizar a cualquiera que pasaba por allí. Finalmente, el rey de Thorbardin dirigió una expedición de elfos y enanos contra él. Los clérigos se las ingeniaron para contrarrestar sus hechizos, bien que con gran dificultad, pero los guerreros pudieron por fin asaltar la fortaleza y hacerlo prisionero. —La copa de Merith estaba vacía y Feldrin la llenó de nuevo.

»Se descubrió que su poder lo obtenía en su mayor parte de un simple amuleto de ónix. Cuando se lo quitaron, quedó indefenso. No sabíamos nada sobre otra pieza de ónix. Drulethen debió de esconderla para cuando se presentara una ocasión como la de hoy.

El néctar era dulce y fuerte, y devolvió el vigor a Merith a medida que aclaraba su cabeza.

—Pero… ¡salvó al príncipe!

—¡Sí, gracias a Reorx! —Feldrin soltó un suspiro borrascoso—. No sé por qué lo hizo, pero no puedo poner reparos a su actuación.

—¿Por qué no destruyes el amuleto, o lo mandas a Thorbardin o alguna otra parte donde Dru no pueda cogerlo?

El enano golpeó con el puño el tablero de la mesa.

—¡Ese es el problema! ¡No nos es posible! Al principio, mi rey llevó el anillo a su palacio en Thorbardin. Mientras estaba en su poder, se puso tan enfermo y su sueño fue alterado por tan horribles pesadillas que, llevado por la desesperación, me lo envió aquí. —El maestro de obras bajó la voz, a pesar de que estaban solos en la tienda—. Verás, amigo mío, el amuleto está vivo. A veces habla con los mortales y, de hecho, hay quienes afirman que fue creado por la misma Reina de la Oscuridad en persona. Es imposible destruirlo. Sólo la tela plateada puede confinarlo una vez que su poder se ha desencadenado.

Merith preguntó qué era el paño plateado.

—Es una de las reliquias más sagradas de mi pueblo —explicó Feldrin—. Nada más y nada menos que un trozo de piel de la hembra de Dragón Plateado, la misma que amó y combatió al lado del gran guerrero humano, Huma el Lancero.

Esta revelación dejó impresionado al ya aturdido Merith.

—¡Por los dioses! —exclamó—. ¡No tenía ni idea de con quién o con qué estaba tratando! ¡Mi única intención era salvar al príncipe!

—No ha pasado nada irreparable, joven guerrero. —Feldrin puso una mano sobre el hombro de Merith—. El Orador de los Soles y el rey de Thorbardin acordaron poner a trabajar al perverso Drulethen. Personalmente, le habría cortado la cabeza. ¡Pero mi señor cree que puede utilizar los conocimientos del hechicero en beneficio propio, y el insigne y sabio Kith-Kanan piensa que puede reformar a Drulethen! —Feldrin sacudió la cabeza—. El Orador siempre está intentando corregir a sus enemigos.

—Sí —se mostró de acuerdo Merith—. A menudo le he oído decir: «Solía matar a mis enemigos; ahora los hago mis amigos. Un guerrero necesita el menor número posible de enemigos, pero un Orador necesita cuantos amigos pueda encontrar».

El barracón estaba silencioso, salvo por las toses de los miembros de la cuadrilla de indómitos que intentaban expulsar el polvo que habían respirado durante el día. Ulvian estaba tumbado sobre su costado, completamente despierto. Aparte de algunos arañazos y la pierna derecha dolorida, había salido prácticamente indemne de su roce con la muerte; sin embargo, no podía dormir. Una y otra vez revivía la escena: el bloque de granito balanceándose sobre él; Dru apartando de un empujón la roca, sólo con sus manos; la sobrecogedora presencia del poder en el cristal negro.

El príncipe se sentó e hizo una mueca de dolor cuando sus agarrotados músculos protestaron. Se dirigió descalzo hacia el catre de Dru y al escudriñar a través de la oscuridad comprobó que su salvador no estaba tumbado, sino sentado, con las rodillas dobladas contra la suave barbilla.

—¿Dru…? —susurró—. Necesito hablar contigo.

—Antes tendrás que aclararme una cosa. ¿Eres realmente el hijo del Orador Kith-Kanan? —Ulvian admitió que lo era—. Sabía que el Orador tenía hijos semihumanos —dijo Dru suavemente.

Cerca, una voz gruñona exigió silencio y el hechicero se levantó y tomó a Ulvian por el brazo. Condujo al príncipe a la relativamente despejada área junto al barril de agua, donde podrían hablar con mayor libertad.

—No olvidaré lo que has hecho por mí —empezó Ulvian.

—Espero que no —respondió Dru secamente. Luego sonrió, y sus blancos dientes resaltaron en la oscuridad—. Somos una pareja de aliados naturales, ¿no es así? Un príncipe y un hechicero, ambos sentenciados a trabajos forzados en este ridículo mausoleo, ambos obligados a guardar en secreto su verdadera identidad. —Dru se llevó a los labios el cacillo lleno de agua. Una vez que hubo echado un buen trago, preguntó—: ¿Qué hiciste para acabar en un sitio como éste, alteza? ¿Por qué tu infamemente justo padre te envió aquí a trabajar como un perro?

Con evasivas y medias tintas, Ulvian explicó sus actividades como traficante de esclavos.

—Era una diversión inocente —insistió—. Unos traficantes adinerados me abordaron y me pidieron mi patrocinio. Tenía influencias y sabía de nuevos guerreros a los que podía sobornárselos para que hicieran la vista gorda. ¡Fue un simple juego, una aventura para alejar el aburrimiento, pero mis enemigos de Qualinost utilizaron mi captura como una excusa para exiliarme! —El tono de su voz había subido poco a poco, y Dru tuvo que advertirle que lo bajara—. Reclamaré lo que es mío por derecho —finalizó el príncipe, amenazante—. ¡Cumpliré mi destino!

Dru se puso en cuclillas y empezó a trazar complicados dibujos en el suelo de tierra con actitud distraída. Líneas curvas, círculos y cuadrados cobraron forma.

—¿Qué enemigos tienes, mi príncipe? ¿Quiénes son?

Ulvian se sentó sobre los talones, frente a su amigo.

—Para empezar, está mi hermana, Verhanna —dijo—. El viejo chambelán, Tamanier Ambrodel, piensa que soy inmoral y malvado. Y su hijo, el general Kemian Ambrodel, cree que está más calificado para ser Orador que yo. Hay una vieja senadora kalanesti, llamada Irthenie, que…

—Ya veo. —Dru borró los dibujos con la mano—. Creo que deberíamos hacer causa común, alteza. Tu padre y el rey de los enanos me trajeron aquí. He tenido que mantener en secreto mi verdadera identidad porque algunos elfos y enanos con los que trabajamos me matarían si supieran quién soy realmente. —El hechicero acercó el rostro al de Ulvian—. Juntos podemos escapar de este sitio y recuperar el poder y la posición que nos están destinados poseer.

—¿Escapar? —repitió Ulvian débilmente—. No… no puedo. Mi padre me declarará proscrito si huyo del país.

—¿Quién habla de huir del país? Tú y yo iremos a Qualinost. Tiene que haber nobles, senadores y clérigos que estén a tu favor, mi príncipe. Los reuniremos y exigiremos el indulto. ¿Qué dices?

Ulvian se frotó las manos. A despecho del frío aire de montaña, tenía las palmas sudorosas.

—Eh… no sé —contestó, vacilante. Por mucho que aborreciera su situación actual, se daba cuenta de que un plan así era, como poco, arriesgado—. ¿Cuándo nos marcharíamos? —preguntó.

—Esta misma noche —respondió Dru, y Ulvian se sobresaltó por la brusquedad de sus palabras—. Ambas partes de mi amuleto están en el campamento. Podemos irrumpir en la tienda de Feldrin y apoderarnos de ellas. ¡Entonces ningún poder en cien kilómetros a la redonda podrá detenernos!

El príncipe se sentó lentamente en el suelo y se ciñó con los brazos, como dándose calor.

—Feldrin no nos entregará así como así el… —empezó.

—Con tu ayuda, mataré al viejo pica piedras —lo interrumpió con brusquedad el hechicero.

—No. —Ulvian se incorporó y miró en derredor con nerviosismo—. No puedo hacer eso. No puedo matar a Feldrin. Mi idea es ser reivindicado e indultado. No obtendré mi libertad por medio del asesinato.

Dru se puso de pie y se encogió de hombros en un gesto expresivo.

—Como desees, mi príncipe. Llevo aquí muchos años, y tú sólo unos pocos días. Después de que te hayas roto la espalda trabajando en esta condenada fortaleza durante un tiempo, quizá cambies de opinión.

Ulvian estaba a punto de responder cuando la cabeza de Dru se giró con brusquedad, como si hubiese oído un ruido raro. Alzó una mano para acallar las palabras de Ulvian.

—Espera —susurró—. Pasa algo.

Ulvian siguió al hechicero hacia una de las ventanas del barracón. Fuera estaba más claro de lo que sería normal a estas horas de la noche. Mientras miraban, la claridad aumentó y el contorno del campamento se hizo nítido. Las tiendas silueteadas adquirieron formas y, ante el asombro de Ulvian, el sol apareció en el cielo directamente sobre sus cabezas. Al principio, sólo fue visible un tenue fulgor rojo, pero después se hizo más y más brillante hasta que el paso de montaña quedó bañado por la luz de mediodía.

—¿Qué…, qué está pasando? —gritó Ulvian mientras se resguardaba los ojos con la mano del repentino resplandor.

—Alguien está tratando de alterar el equilibrio de la naturaleza —dijo Dru fríamente al tiempo que se acariciaba la afilada barbilla—. Alguien, o algo, muy poderoso.

Humanos y enanos salieron de sus chozas para contemplar fijamente el claro cielo y rascarse las cabezas con gesto de estupor. Por los relojes de agua faltaban todavía dos horas para el amanecer y sin embargo el sol se derramaba a raudales sobre las tiendas.

El polvo levantado por el desprendimiento teñía el cielo sobre las montañas Kharolis de un tono rojo herrumbroso. La nube de fina gravilla flotaba en el aire, inmóvil. El día después de la avalancha, el sol relucía como una bola naranja a través de la neblina. Se cernía fijo en el ápice de la bóveda celeste. Según marcaban los relojes de agua y las velas señaladas con muescas, habían pasado varias horas y, no obstante, el sol no se había movido.

—Maese Lugrim, ¿qué hora es? —preguntó Ulvian al capataz, cuyo rostro estaba tapado por un goteante cacillo lleno de agua.

Lugrim echó las últimas gotas en su frente, ya húmeda por el sudor.

—Casi la de volver al trabajo —gruñó—. ¿Qué sois, hombres o camellos? ¿Cuánta agua pensáis beber?

—Soy elfo —replicó Rancajo con acritud—, y bebo lo que me apetece.

—Hace un calor terrible —añadió un humano llamado Brunnar, con un cerrado acento ergothiano.

Habían pasado seis horas desde la repentina aparición del sol y la temperatura había ascendido de manera constante. El aire estaba inusualmente quieto; ni el menor soplo de brisa soplaba en el paso y no había nubes que resguardaran del sol a los trabajadores. Sólo el persistente polvo en suspensión velaba la luz del sol, cubriendo con una fina capa los sudorosos cuerpos de los trabajadores.

En la tienda de Feldrin Feldespato, una multitud de capataces y maestros de gremio se habían reunido. Había mucho que debatir sobre esta extraña salida del sol. Algunos del grupo insistían en dejar de trabajar hasta que el calor disminuyera, en tanto que otros argumentaban que el trabajo debía continuar.

—Nuestro pacto con el Orador de los Soles exige que trabajemos hasta el anochecer —protestó el jefe de albañiles—. Debemos cumplir nuestro compromiso.

—Nuestra gente no puede trabajar indefinidamente —objetó el jefe del gremio de carpinteros.

—¡Silencio, mentecatos de cortos alcances! —retumbó Feldrin mientras agitaba las manos sobre la cabeza—. El sol no se ha movido desde hace horas. ¡Reorx misericordioso! ¡Una calamidad se cierne sobre nosotros, y aquí estáis, discutiendo nimiedades como horarios y cuotas!

Los capataces y maestros se callaron, azorados. Merith apareció y se quedó tras la última fila del grupo. Se había despojado de la armadura por el calor y vestía una túnica blanca de tela ligera y unos pantalones grises de pliegues.

—Esto debe de ser otro de los portentos —dijo el guerrero elfo—. Igual que la oscuridad, la tronada y la lluvia escarlata.

Sus palabras provocaron un nuevo debate en el grupo. Feldrin les dejó que discutieran un rato y luego gritó pidiendo silencio otra vez.

—¿Qué vamos a hacer? —gimió el jefe de albañiles.

—Recoged toda el agua que podáis —ordeno Feldrin—. Llenad todos los jarros y frascos que hay en Pax Tharkas. Decid a las costureras que preparen toldos. Toldos muy grandes. Los pondremos sobre las paredes de la cantera para que den sombra a los trabajadores. —El maestro de obras se despojó de su capa de pieles y la dejó caer al suelo—. Adelante, haced lo que os he dicho. ¡Decid a todo el mundo que se quite la ropa gruesa!

—¿Reanudamos el trabajo? —preguntó Lugrim.

—Dentro de dos horas, por el reloj de agua.

Los ayudantes de Feldrin se dispersaron para llevar a cabo sus órdenes. Las trompetas sonaron, señalando el final del trabajo, y todos los trabajadores del paso se apresuraron a meterse en las chozas, a cubierto del sol abrasador. Feldrin y Merith contemplaron cómo el abarrotado lugar se convertía en una fortaleza fantasma en cuestión de minutos. Los últimos en perderse de vista fueron los enanos que habían estado trabajando en el parapeto de la torre oeste. Aseguraron el árgana y el torno y luego se metieron en la maciza estructura de piedra. Durante un tiempo, el árgana se meció atrás y adelante, el aguilón con la polea crujiendo sonoramente.

El panorama de la fortaleza vacía bajo el sol ardiente incomodaba al maestro de obras. Resultaba intimidante. Así se lo comentó al teniente, con voz lóbrega.

—¿Por qué, mi señor? —preguntó Merith, sorprendido.

—Los otros fenómenos eran como trucos de mago: parecían misteriosos e impresionantes, pero eran esencialmente inofensivos. Esto es diferente. Unos cuantos días de sol permanente pueden ser el final de todos nosotros. —Feldrin se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa de lino amarilla—. No dejo de preguntarme quién tiene poder para hacer esto. ¿Quién puede parar el curso del mismo sol a través del cielo?

—¿Drulethen? —sugirió el teniente.

—De ningún modo —repuso Feldrin con firmeza—. Incluso si tuviera las dos partes de su maligno talismán, jamás podría hacer algo así. —El enano sacudió la cabeza—. Me pregunto si ni siquiera los propios dioses…

—No hay nada por encima de los dioses —aseguró Merith con aire reverente.

—Tal vez. Tal vez.

El enano recogió la capa tirada en el suelo y la dobló sobre un brazo. Su canoso pelo estaba ya pegado a la sudorosa cara. Suspiró.

—Me retiraré dentro ahora —dijo—. No puedo dejar que se me derritan los sesos con este condenado sol.

—Una juiciosa idea, maestro. Haré lo mismo.

Elfo y enano se separaron. Merith cruzó solo la sinuosa calzada que conducía a la fortaleza. Era el único ser vivo que se movía en toda la construcción. En lo alto, el árgana continuaba meciéndose y crujiendo. El teniente pensó que era un sonido deprimente, fúnebre.