6
Bardos y cuentistas

La tronada duró tres días y entonces cesó repentinamente.

Al día siguiente, exactamente una semana después de que la oscuridad cayera sobre el mundo, el cielo se cubrió de nubes. Nadie le dio demasiada importancia, pues eran nubes grises de lluvia, de aspecto corriente. Cubrieron el cielo de horizonte a horizonte y descendieron hasta parecer que tocarían las altas torres de Qualinost. Y entonces empezó a llover…, una brillante lluvia escarlata.

Llenó las cunetas y goteó por las hojas; un torrente que hizo meterse en casa a todo el mundo. Aunque la lluvia carmesí no tenía consecuencia en la gente, salvo mojarla, la reacción general al aguacero fue considerarlo contranatural.

—Al menos me he evitado la multitud de peticionarios que solicitaban audiencia durante la oscuridad y la tronada —observó Kith-Kanan.

El Orador se encontraba en la galería cubierta de su casa, contemplando la zona sur de la ciudad. Tamanier Ambrodel estaba con él, al igual que el hijo del chambelán, Kemian. El joven Ambrodel lucía su mejor atuendo militar: peto y yelmo relucientes, penacho blanco, botas de piel y una capa amarilla tan larga que rozaba el suelo. Se mantenía apartado del alero, como si no quisiera que la lluvia mojara sus galas.

—No parecéis preocupado por este nuevo portento, señor —comentó Tamanier.

—Sólo es otra fase por la que hemos de pasar —contestó Kith-Kanan, imperturbable.

Kemian soltó un gruñido.

—¿Cuánto creéis que durará, gran Orador? —preguntó.

Finos regueros escarlatas empezaban a deslizarse sobre las baldosas, y lord Kemian apartó los pies para evitar que el extraño fluido tocara sus botas.

—A menos que me equivoque, tres días exactamente —contestó el Orador—. La oscuridad duró ese tiempo, y también la tronada. Hay en esto un mensaje, si fuéramos lo bastante inteligentes para interpretarlo.

—El mensaje es: «El mundo se ha vuelto loco» —musitó Kemian.

Su padre no compartía su preocupación. Tamanier había vivido muchos años, había servido a Kith-Kanan a lo largo de demasiadas centurias para dudar de la intuición del Orador. Al principio se había asustado, pero, como su soberano no estaba intranquilo, el anciano elfo había dominado pronto su temor.

Kemian paseaba arriba y abajo, agitado, con una expresión turbulenta en sus ojos de color azul pizarra.

—¡Ojalá pasara de una vez lo que tenga que pasar! —exclamó mientras golpeaba la empuñadura de la espada contra la vaina metálica—. ¡Esta espera va a volverme loco!

—Cálmate, Kem. Un buen guerrero debe estar impasible ante las dificultades, no encrespado como una serpiente irritada —aconsejó su padre.

—Necesito acción —replicó Kemian, frenándose en mitad de una zancada—. ¡Encargadme alguna tarea, majestad!

Kith-Kanan reflexionó un instante.

—Ve a la torre de Mackeli y entérate si ha llegado algún forastero desde que empezó a llover —dijo luego—. Me gustaría saber si la lluvia roja cae también fuera de mi reino.

Agradecido de tener algo en lo que ocuparse, Kemian saludó con una inclinación.

—Sí, mi señor. Iré ahora mismo —contestó, y se alejó presuroso.

La lluvia roja resbalaba por los brazos de Verhanna y se escurría por las puntas de sus dedos. Junto a ella, Rufus Gorralforza se retorció, y la capitana le dirigió una mirada en la que había una orden silenciosa de que se estuviera quieto.

Más adelante, a una decena de metros, dos figuras oscuras se acurrucaban junto a una hoguera de campamento, mortecina y humeante. Rufus había olido el humo desde una distancia considerable, así que Verhanna y sus dos guerreros restantes habían desmontado y se acercaron a pie, sigilosos, al campamento.

—¿Son éstos los traficantes kalanestis? —siseó mientras agarraba al kender por el cuello de la camisa.

—Lo son, mi capitana —repuso Rufus, solemne.

—Entonces los prenderemos.

El kender sacudió la cabeza y lanzó una rociada de gotas rojas por el aire.

—Algo no encaja, mi capitana. Esos tipos no deberían estar sentados a descubierto frente a una hoguera, donde cualquiera podría descubrirlos. Son demasiado listos para caer en eso. —La voz del kender era apenas audible.

—¿Por qué estás tan seguro? Lo que pasa es que no saben que les seguimos la pista —dijo Verhanna en el mismo tono bajo. Envió a uno de sus guerreros hacia la izquierda y al otro a la derecha para rodear al pequeño claro donde los traficantes habían acampado. Rufus rebulló, haciendo que la empapada y lacia pluma de su sombrero se cimbreara ante la cara de Verhanna.

—¡Estate quieto! —siseó ella con ferocidad—. Ya casi están en posición. —Percibió el apagado brillo de una armadura mientras los dos guerreros elfos avanzaban para situarse. Con toda clase de cuidados, la capitana desenvainó su espada. Rezongando descontento, Rufus desenfundó la suya.

—¡Por Qualinesti! —gritó Verhanna, y salió corriendo hacia el claro.

Sus dos compañeros hicieron lo propio, cargando con las espadas en alto y lanzando un grito de guerra. Los tratantes de esclavos no hicieron el menor movimiento. Verhanna llegó la primera junto a ellos y arremetió al que tenía más cerca con la parte plana de la espada. Para su consternación, el golpe destrozó completamente la figura sentada, que sólo era una capa echada sobre ramas de árbol.

—¿Qué es esto? —gritó.

Uno de sus guerreros derribó la segunda figura de un golpe. Esta, también, era un artificio.

—¡Una trampa! —declaró el guerrero—. ¡Es una trampa!

Un segundo después, una flecha le atravesaba el cuello.

El elfo lanzó un grito ahogado y cayó de bruces.

—¡A cubierto! —chilló Rufus.

Otro proyectil pasó junto a Verhanna silbando mientras la joven corría hacia los árboles. Rufus llegó al terreno resguardado por la vegetación y rodó sobre sí mismo, dio un salto y se zambulló a cubierto. El último guerrero cometió el error de seguir a su capitana en lugar de correr hacia el borde del claro más próximo a él. Dio media docena de zancadas antes de que una flecha lo alcanzara en un muslo. Se tambaleó y cayó, al tiempo que llamaba a Verhanna.

La capitana cruzó la línea de árboles, topando ruidosamente con la maleza. Cuando llegó al lugar desde el que había vigilado el campamento, se detuvo. El elfo herido la llamó otra vez.

Resollando, Verhanna envainó la espada y apoyó la espalda contra el tronco de un árbol, intentando recuperar el aliento. La lluvia roja le resbalaba por la cara.

—Psst.

La joven brincó sobresaltada con el sonido y giró rauda sobre sí misma. Rufus estaba detrás de ella, a gatas.

—¿Qué haces? —siseó.

—Intentando evitar que una flecha me atraviese la cabeza —repuso el kender—. Estaban esperándonos.

—¡Sí, lo estaban! —Furiosa consigo misma por haberse metido en la trampa, añadió—: Tengo que volver por Rikkinian.

—¡No puedes! —se opuso Rufus mientras la agarraba por el tobillo.

Verhanna se libró de la mano del kender de una patada.

—¡No abandonaré a un compañero! —declaró con énfasis.

Se despojó de la capa con un brusco movimiento de los hombros, sacó una daga de hoja fina del cinturón y se agazapó, poniéndose casi a gatas.

—Espera, iré contigo —dijo el kender en un susurro audible. Se escabulló entre la maleza, en pos de la joven.

Verhanna llegó al borde del claro. Rikkinian, el elfo herido, se encontraba ahora silencioso e inmóvil, tendido boca abajo en el barro. El otro guerrero yacía despatarrado cerca de los falsos traficantes. Sorprendentemente, las figuras hechas con palos y capas estaban levantadas otra vez.

—Ven aquí, Verruga —musitó la joven. Rufus se acercó gateando—. ¿Qué te parece?

—Los dos están muertos, capitana.

La mirada de Verhanna se detuvo en Rikkinian. La joven había perdido su actitud enérgica; dos guerreros habían perdido la vida por su error.

—¿Estás seguro? —preguntó con tono lastimoso.

—Nadie se queda tumbado con la nariz pegada al barro si todavía respira —contestó Rufus suavemente. Miró las capas apuntaladas con los ojos entrecerrados y anunció—: Los arqueros se han marchado. —Verhanna le preguntó otra vez cómo lo sabía, y el kender explicó mientras señalaba—: Hay dos rastros de pisadas que cruzan el claro por allí. Los antiguos endrinos han huido.

Para demostrar que estaba en lo cierto, Rufus se puso de pie y caminó lentamente hacia la mortecina lumbre.

Verhanna se acercó a Rikkinian y le dio la vuelta suavemente. La flecha que se le había clavado en el muslo no lo había matado; alguien lo había rematado de una cuchillada certera en el corazón. Ardiendo en cólera, la capitana se incorporó y se dirigió hacia su otro compañero caído. Antes de llegar junto a él, se sobresaltó al ver que Rufus alzaba su pequeña espada y la hundía por detrás de las capas apuntaladas. En esta ocasión, la forma no se desmoronó en un montón de tela y ramas cortadas, sino que debajo de ella aparecieron brazos y piernas y una figura se incorporó de un brinco.

—¡Capitana! —gritó el kender—. ¡Es uno de ellos!

Verhanna manoteó atropelladamente la empuñadura de su espada al tiempo que corría hacia la hoguera. Rufus acuchillaba una y otra vez la espalda de la figura cubierta con la capa. Aunque de constitución enjuta, era fuerte y vigoroso, pero sus ataques no parecían surtir efecto. El hombre de la capa giró sobre sí mismo, intentando quitarse de encima al molesto kender. Cuando la parte delantera de la capucha pasó ante Verhanna, la joven se frenó en seco y dio un respingo.

—¡Rufus! ¡No tiene rostro! —gritó.

Con una impresionante sacudida, la cosa encapuchada arrojó a Rufus al suelo. La pequeña espada del kender salió volando por el aire y cayó en la maleza mientras él se desplomaba con un sonoro golpetazo. Rufus soltó un gemido y yació inmóvil, mientras la lluvia carmesí se precipitaba sobre su pálido semblante.

Verhanna lanzó un grito y acuchilló a la figura sin rostro. La fina hoja elfa atravesó la tela con facilidad. Sintió resistencia cuando el acero traspasó lo que quiera que hubiese debajo de la capa, pero no fluyó sangre. Bajo la capucha, donde debería haber una cara, sólo se veía un humo grisáceo, como si alguien hubiese rellenado el hueco del embozo con algodón sucio.

Acuchillando y arremetiendo, Verhanna no tardó en reducir la capa a un montón de harapos que cayó al suelo. Desprovista de ropa, la cosa quedó expuesta como una columna de humo color plomizo que tenía la vaga forma de un elfo. Los brazos, las piernas, la cabeza y el torso eran visibles, pero nada más… Sólo un vapor informe. Comprendiendo que se estaba agotando en vano, Verhanna retrocedió para recobrar el aliento.

Rufus se sentó despacio y se agarró la cabeza. La sacudió para librarse del aturdimiento y alzó la vista hacia la fantasmagórica aparición que estaba entre su capitana y él. El sombrero del kender estaba pisoteado en el barro, y la lluvia escurría por su largo copete. Rufus desvió la mirada de la figura vaporosa hacia la agonizante lumbre. Una única voluta, del grosor de su muñeca, subía serpenteante de la húmeda madera y se retorcía y agitaba de manera extraña en el quieto aire.

El kender tuvo una repentina inspiración. Agarró la otra capa y la echó sobre la humeante madera. La tela empapada no tardó en extinguir hasta el último rescoldo y el fuego se apagó. En el mismo momento, la figura de humo perdió consistencia y finalmente desapareció.

Hubo un largo instante de silencio.

—¿Qué demonios era esa cosa infernal? —demandó por fin la capitana.

—Magia —respondió, escueto, Rufus, que tenía centrada su atención en recuperar su sombrero tirado en el barro. Tristemente, intentó enderezar la larga pluma que ahora tenía una tonalidad carmesí, pero fue en vano; la pluma estaba rota por dos sitios y colgaba fláccida.

—Ya sé que era magia —replicó Verhanna, malhumorada—. Pero ¿por qué? ¿Y obra de quién?

—Te dije que esos elfos eran listos. Uno de ellos sabe magia. Apuesto que creó ese fantasma para tenemos ocupados mientras ellos escapaban.

Verhanna golpeó la parte plana de la espada contra su muslo protegido con cota de malla.

—¡Que E’li los maldiga! ¡Mis dos soldados muertos y nosotros perdiendo el tiempo con un humo mágico! —Dio una patada en el suelo encharcado y salpicó a Rufus con el agua roja—. ¡Daría mi brazo derecho por tener otra oportunidad con esos dos! ¡Ni siquiera les hemos echado la vista encima!

—Son muy peligrosos —dijo, juiciosamente, Rufus—. Quizá deberíamos volver y traer más soldados para darles caza.

La hija del Orador no estaba dispuesta a admitir la derrota. Envainó la espada con gesto brusco.

—¡No, por todos los dioses! ¡Los atraparemos nosotros!

El kender se encasquetó el empapado sombrero azul. Su nueva vestimenta estaba destrozada.

—Con lo que me pagas no tengo ni para empezar, como esto siga así —masculló entre dientes.

La enorme casa parecía vacía sin Verhanna. Y sin Ulvian, enviado a Pax Tharkas para trabajar en las canteras. Lord Anakardain estaba ausente de la ciudad, con el grueso de la Guardia del Sol persiguiendo a las últimas bandas de contumaces traficantes de esclavos. Kemian Ambrodel había salido para interrogar a los recién llegados a Qualinost acerca de la lluvia roja y los otros portentos de los últimos días.

Cuántos amigos y rostros familiares ausentes. Sólo él, Kith-Kanan, se había quedado atrás. Había renunciado a vagar libremente por los campos cuando había aceptado el trono de Qualinesti. Después de todos estos siglos, por fin entendía cómo se había sentido su padre, Sithel, antes que él. Encadenado como un prisionero, sólo que las cadenas del Orador no estaban hechas de hierro, sino con las trabas de la responsabilidad, el deber, el protocolo.

Era duro, muy duro, permanecer entre los puentes arqueados de Qualinost, al igual que lo era estar entre las paredes de la casa del Orador, cada vez más solitaria. A veces sus pensamientos estaban con Ulvian. ¿Había hecho lo correcto con su hijo? El crimen del príncipe era atroz, pero ¿justificaba la severa sentencia de Kith-Kanan?

Entonces recordaba a Verhanna, inspeccionando cada calvero, cada palmo de terreno desde Thorbardin al río Thon-Thalas, buscando a aquellos cuyo crimen era el mismo que el de su hermano. La leal, valerosa, formal Hanna, que jamás esquivaba el cumplimiento de una orden.

Kith-Kanan se levantó de la cama y descorrió las cortinas de la ventana. Hacía mucho que la media noche había quedado atrás, según el reloj de agua que estaba sobre la repisa de la chimenea, y afuera estaba oscuro como boca de lobo. Se escuchaba el ruido de la lluvia roja, que seguía cayendo y se colaba por debajo de los antepechos de las ventanas y los umbrales de las puertas.

Un nombre, enterrado mucho tiempo atrás en sus pensamientos, emergió entonces. Era un nombre que no había pronunciado en voz alta hacía cientos de años: Alaya.

En medio de la quieta oscuridad, susurró el nombre de la mujer kalanesti que había sido su primera esposa. Era como si ella estuviera en la habitación con él.

Sabía que no estaba muerta. No, Alaya seguía viviendo y puede que incluso lograra sobrevivir a Kith-Kanan. Cuando se desangró a causa de una espantosa herida de espada, el cuerpo de Alaya había muerto, desde luego. Pero, al experimentar una transformación misteriosa y sublime, Alaya, la mujer elfa, se había convertido en un hermoso roble joven, enraizado en el suelo del arcaico bosque silvanesti en el que había vivido y al que había protegido toda su vida. El bosque no era más que una mínima manifestación de una fuerza mayor y primitiva: la fuerza de la propia vida.

El poder —no se le ocurría otro término con el que denominarlo— había surgido del Primer Caos. Todos los sabios de Silvanost, Thorbardin y Daltigoth coincidían en que el Primer Caos, en su incoherencia y de manera accidental, había dado origen al orden, al No Caos.

Sólo el orden hace posible la vida.

Kith-Kanan había aprendido estas cosas a lo largo de décadas de estudio al lado de los más sabios pensadores de Krynn. Alaya había sido una servidora del poder, la única fuerza más antigua que los dioses, que había protegido el último de los bosques primigenios que quedaba en el continente. Cuando su tiempo como guardiana terminó, Alaya se había hecho una con el bosque. Por entonces llevaba en sus entrañas al hijo de Kith-Kanan.

El Orador tenía una fuerte jaqueca. Se dio masajes en las sienes, intentando mitigar el dolor. El hijo por nacer de Alaya y suyo era un tema doloroso en el que no soportaba pensar. Habían transcurrido cuatrocientos años desde la última vez que había oído la voz de Alaya y, sin embargo, había ocasiones en que el dolor de su separación era tan intenso como lo fue aquel dorado día de primavera, cuando presenció cómo su cálida piel adquiría la dura consistencia de la corteza, cuando la oyó hablar por última vez.

La lluvia paró súbitamente. Su cese fue tan repentino y total que sacó a Kith-Kanan de sus profundas reflexiones con brusquedad. La última gota cayó del reloj de agua. Tres días de lluvia escarlata habían terminado.

El suspiro del Orador resonó en el dormitorio. Se preguntó qué vendría a continuación.

—¡Gracias a Astra que ha cesado esa asquerosa porquería! —exclamó Rufus—. ¡Me siento como el suelo de un matadero, empapado de sangre!

—Oh, cállate. No era sangre de verdad, sólo agua coloreada —replicó Verhanna. Durante dos días, bajo la lluvia constante, habían seguido el rastro de los esquivos traficantes kalanestis con poco resultado. Las huellas de los Elfos Salvajes se habían dirigido hacia el oeste durante un trecho, pero, de manera repentina, parecieron desaparecer por completo. La lluvia carmesí había parado durante la noche y el nuevo día era luminoso y soleado, pero la hija de Kith-Kanan se sentía cansada y molida de ir montada en la silla tanto tiempo y lo que menos le apetecía era escuchar las protestas del kender por sus ropas empapadas.

Rufus iba delante, a pie, conduciendo a su descomunal caballo por las riendas. Escudriñaba cada mata de hierba, cada ramita rota.

—Nada —rezongó iracundo—. Es como si les hubieran crecido alas y hubieran volado.

El sol se ponía casi frente a ellos, y Verhanna sugirió que acamparan para pasar la noche.

—¡Una idea estupenda! —Rufus soltó las riendas—. ¿Qué hay para cenar?

La joven metió la mano en la mochila que llevaba colgada del arzón de la silla.

—Manzanas secas, quith-pa, y huevos cocidos —enumeró sin entusiasmo. Lanzó uno de los huevos duros a su explorador, que lo cogió en el aire con una mano, aunque gruñó y arrugó la cara en un gesto de asco. Verhanna le oyó murmurar algo sobre «la misma comida, tres veces al día, siempre» mientras se daba golpecitos en la rodilla con el huevo para romper la cáscara. De repente lo dejó caer al suelo—. ¡Eh, si no lo quieres, dilo! —gritó la joven—. ¡No lo tires al barro!

—¡Huele a cerdo asado! —exclamó, jubiloso, al tiempo que entrecerraba los ojos para concentrarse—. ¡Y no muy lejos!

Saltó sobre su caballo y lo hizo volver grupas. Verhanna se retiró la empapada capucha de su capa de lana.

—¡Espera, Rufus! ¡Deténte! —llamó.

Pero el temerario y hambriento kender no pensaba pasar por alto aquella oportunidad. Azuzó con los talones a su caballo, que trotó a través de una línea de acebos, haciendo caso omiso de los arañazos de las hojas espinosas. Indignada, Verhanna dirigió a su montura a lo largo de la ringlera de arbustos, intentando encontrar una abertura. Al no ver acceso alguno, volvió grupas y se lanzó también a través de los acebos. Los punzantes bordes de las hojas le rasguñaron la cara y las manos, desprotegidas.

—¡Ay! —gritó—. ¡Rufus, escuerzo inepto! ¿Dónde estás?

Más adelante, detrás de unos cornejos sacudidos por el viento, atisbó el destello de una hoguera de campamento. Maldiciendo al kender con vehemencia, Verhanna cabalgó hacia la lumbre. El necio kender ni siquiera tenía ya su espada corta, pues la hoja se había roto en la lucha con la criatura de humo. Le estaría bien empleado si era el campamento de unos forajidos, pensó encolerizada. Cuarenta… No, cincuenta malhechores sedientos de sangre, armados hasta los dientes, atrayendo cándidas víctimas con el señuelo de olor a comida cocinándose. Sesenta bandidos, sí, todos deseosos de un buen filete de estúpido kender.

A despecho de su ira, la capitana no perdió la cabeza y soltó la trabilla de cuero que cerraba la vaina de la espada. No tenía sentido irrumpir en un campamento de desconocidos sin ir preparada. Se aproximó dando un rodeo y vio figuras imprecisas que se movían alrededor de la lumbre. Un caballo relinchó. Con las riendas aferradas fuertemente, Verhanna entró en el campamento al trote, lista para luchar.

Lo primero que vio fue a Rufus devorando pedazos de humeante cerdo asado. Cuatro elfos vestidos con harapos y trozos de mantas viejas se encontraban alrededor del fuego. A la luz de la lumbre los identificó como silvanestis por su pelo claro y las estilizadas facciones.

—Buen día, guerrera —saludó el elfo que estaba más cerca de Rufus. Su acento y sus modales eran refinados, de gente de ciudad.

—Que vuestro camino sea verde y dorado —contestó Verhanna. Los desconocidos no parecían ir armados, pero la joven no se bajó del caballo, por si acaso—. ¿Puedo preguntaros quiénes sois, buenos viajeros?

—Me llamo Diviros Chanderell y soy bardo. A vuestro servicio, capitana. —El elfo hizo una reverencia tan pronunciada que su cabello, del color dorado de la arena, rozó el suelo. Luego señaló con un ademán al grupo y añadió—: Esta es mi familia.

Verhanna saludó con una leve inclinación de cabeza a los otros. La de más edad, una mujer de cabello castaño, era hermana de Diviros, Deramani. Sentada junto al fuego había otra mujer más joven, la esposa del bardo, Selenara. Su espeso cabello, suelto, le llegaba más abajo de la cintura; asomándose con timidez por detrás de la dorada cascada había un chiquillo de pelo rubio. Diviros lo presentó como Kivinellis, su hijo.

—Venimos de Silvanost, la ciudad de las mil torres blancas —dijo el bardo con un ademán pomposo— para hacer fortuna en el nuevo reino occidental.

—Bueno, hay un buen trecho hasta Qualinost, si es ésa vuestra meta —comentó Verhanna.

—Lo es, noble guerrera. ¿Querrás compartir la carne con nosotros? Tu compañero ya lo ha hecho.

La joven desmontó y sacudió la cabeza mientras miraba a Rufus. El kender le guiñó un ojo en tanto que la hermana de Diviros le tendía a Verhanna una loncha de sabroso cerdo. La capitana pinchó la chuleta con su cuchillo y le dio un mordisco. Era una carne jugosa y tierna, como sólo los silvanestis sabían criar.

—¿Qué te obliga a deambular por estos campos solitarios caída ya la noche, capitana? —preguntó Diviros, una vez que todos estuvieron cómodamente instalados en torno a la hoguera. Tenía un rostro estrecho y expresivo, y grandes ojos de color ámbar que daban énfasis a sus palabras.

—Vamos a la caza de elfos —soltó Rufus de buenas a primeras, entre mordisco y mordisco a la carne.

—¿De veras? —Las pálidas cejas del bardo se enarcaron—. ¿Hay bandidos peligrosos merodeando por los alrededores?

—Quía. Son un par de elfos del bosque buscados por tráfico de esclavos. —La comida había devuelto al kender su habitual locuacidad—. Tendieron una emboscada a algunos de nuestros guerreros y después utilizaron la magia para escapar.

—¿Traficantes de esclavos? ¿Magia? ¡Qué extraño!

Rufus se lanzó a un animado relato de sus aventuras. Verhanna puso los ojos en blanco y lo dejó hablar, pero, cuando el kender estaba a punto de revelar que era la hija del Orador de los Soles, lo interrumpió.

—¡Cierra el pico! —barbotó con brusquedad. No quería dar a conocer su ascendencia a cualquiera. Después de todo, el que viajara por terrenos agrestes con la única compañía de un kender charlatán hacia de la princesa de Qualinesti un excelente rehén para cualquier bandido.

Con las manos apoyadas en las rodillas y mirando a su familia, Diviros contó a su vez su historia:

—Nosotros, también, hemos presenciado hechos asombrosos desde que partimos de nuestra patria.

—¡Estupendo! —Rufus soltó un sonoro eructo—. ¡Cuéntanos una historia!

Diviros sonrió de oreja a oreja. Se encontraba en su elemento. Su familia estaba sentada en completo silencio, y todos los ojos prendidos en él.

—Extraño ha sido el camino que hemos seguido, amigos míos —comenzó en voz queda—. Extraño y portentoso. El día que salimos de la ciudad de las mil torres blancas, un manto de oscuridad cayó sobre la tierra. Mi bella Selenara estaba muy asustada. —La esposa del bardo se puso colorada y bajó la vista al peine de carey que tenía en la mano.

»Pero yo razoné que los dioses habían echado este manto nocturno sobre nosotros con un propósito —continuó Diviros—. Y, hete aquí, pronto fue evidente el propósito. Los guerreros del Orador de las Estrellas habían estado haciendo regresar a aquellos que deseaban abandonar el país. Su majestad temía que la nación estuviera perdiendo demasiados hijos e hijas en la emigración al oeste, y él… En fin estoy divagando. Sea como sea, la extraña oscuridad nos permitió escabullirnos sin que los guerreros nos descubrieran.

—Tuvisteis suerte —dijo Verhanna con actitud práctica.

—¿Suerte, noble guerrera? ¡Fue voluntad de los dioses! —replicó Diviros con voz vibrante mientras levantaba una mano hacia el cielo—. ¡Quedó demostrado cinco días después, mientras atravesábamos el gran bosque meridional en medio de una tempestad de rayos y truenos, pues presenciamos un hecho tan asombroso que por fuerza tuvieron que ser los dioses quienes nos protegieron para que fuéramos testigos de ello!

Verhanna empezaba a estar harta de la prolija narrativa del bardo y lo hizo patente con un sonoro suspiro de fastidio. Rufus, por el contrario, estaba embobado ante un orador tan fascinante.

—¡Continúa, por favor! —instó, a medio camino de llevarse a la boca el tenedor con un trozo de cerdo pinchado.

Diviros se animó al ver la total atención que le dedicaba el kender.

—Nos habíamos detenido junto a un estanque para refrescarnos. ¡Qué lugar tan hermoso, mi pequeño amigo! Agua cristalina bajo un verde enramado y rodeada por una plétora de capullos blancos en flor. Bien, mientras estábamos bebiendo la fresca agua del estanque, ¡un monstruoso rayo descargó a menos de una veintena de pasos de donde nos encontrábamos! El estallido fue tan fuerte que apagó la luz del sol, y todos perdimos el sentido.

»Fue Selenara la que volvió en sí primero. Conoce bien el sonido de una criatura angustiada, y fue ese sonido lo que la despertó: una especie de maullido, un llanto. Mi buena esposa deambuló por la ladera boscosa, llegó a un prado y… ¡hete aquí! En aquel amplio claro, el rayo había caído sobre un gran roble y lo había hecho más astillas que estrellas hay en el cielo. Donde el grueso tronco se había hendido por la mitad encontró al que lloraba tan lastimosamente. —Diviros hizo una pausa teatral, mirando fijamente los ojos de la impaciente Verhanna—. ¡Era un elfo adulto!

Rufus y su capitana intercambiaron una mirada. La joven dejó a un lado el plato de madera vacío.

—¿Quién era? —preguntó—. ¿Algún viajero que se había quedado dormido debajo del árbol cuando éste fue alcanzado por el rayo?

El bardo sacudió la cabeza con actitud solemne y, una vez más, su voz sonó queda y seria cuando contestó.

—No, mi buena guerrera. Era evidente que el individuo había estado dentro del árbol y que el impacto del rayo lo había liberado.

—¡Por la sangre de los dragones! —exclamó el kender.

—Mi buena esposa volvió corriendo al estanque y nos sacó del sopor. Corrí al árbol destrozado y contemplé a un extraño elfo. Estaba pringado de sangre; pero, cuando mi esposa y mi hermana lo lavaron, no tenía un solo corte en todo el cuerpo, ni siquiera un rasguño. Además, había un hueco ovalado en el tronco del árbol, lo bastante amplio para que cupiera con las piernas encogidas.

Verhanna resopló e hizo un ademán como desestimando la historia.

—Verás —dijo amablemente—, has creado toda una historia, bardo, ¡pero la relatas con tanto entusiasmo que empiezas a creerla! Eres autor de cuentos, y muy bueno por cierto. Casi te has convencido a ti mismo.

Al expresivo semblante de Diviros asomó un fugaz mohín de enfado.

—Mi intención era sólo relatarte el portento que encontramos en este elfo que parecía haber nacido de un árbol. Si te he molestado, te pido disculpas.

Hizo otra reverencia, pero Kivinellis dijo atropelladamente:

—¡Cuéntales lo de sus manos!

Todos miraron al chiquillo, que se refugió de nuevo detrás de su madre. Rufus se levantó de un brinco del tronco caído en el que había estado sentado.

—¿Qué le pasaba en las manos? —preguntó el kender.

—No tenían un color normal —contestó Diviros, como sin darle importancia—. Los dedos, incluidas las uñas, eran verdes como la hierba en verano. —Sus castaños ojos lanzaron un rápido vistazo a su hijo, y la fugaz mirada no fue amable.

—¿Qué pasó con el elfo de dedos verdes? —inquirió Rufus.

—Lo cuidamos durante un par de días y después se marchó solo.

Verhanna percibió una nota de resistencia en su voz. A pesar del evidente entusiasmo de Rufus por la historia, de pronto el bardo parecía reacio a hablar. La capitana nunca había conocido a un bardo tan reticente ante un público atento. Decidió presionarlo.

—¿En qué dirección se fue ese tipo de los dedos verdes?

Hubo un breve titubeo, apenas perceptible, antes de que Diviros respondiera:

—Hacia el suroeste. No hemos vuelto a verlo desde entonces.

—Bien, muchas gracias, buen bardo, por tu relato. —La hija del Orador se incorporó—. Y por vuestra cena. Debemos marcharnos ya.

Tiró de Rufus para que se levantara.

—¡Pero no he acabado de comer! —protestó el kender.

—Sí que has terminado. —Verhanna lo subió al caballo y después montó en el suyo—. ¡Buena suerte! ¡Que vuestro camino sea verde y dorado! —deseó a la familia.

Un instante después, habían dejado atrás al grupo de elfos, que los miraban con sorpresa.

De nuevo en el camino, bajo el manto de la noche, Verhanna hizo que su caballo se detuviera. Rufus se paró a su lado. El kender todavía rezongaba por su brusca partida y el prematuro término de su cena.

—Olvida tu estómago —ordenó Verhanna—. ¿Qué piensas de este extraño encuentro?

—Tenían buena comida —dijo enfáticamente. Al ver que la joven enarcaba una ceja en un gesto de advertencia, Rufus se apresuró a añadir—: Creo que el bardo no estaba mal, pero los otros eran un poco estirados. Claro que un montón de los antiguos son así… Excluido tu noble padre, capitana. —Esbozó una sonrisa congraciadora.

—Tienen miedo de algo —afirmó Verhanna bajando el tono de voz mientras se daba golpecitos en la barbilla con gesto pensativo—. Al principio pensé que era de nosotros, pero ahora creo que temen a Diviros.

—¿Por qué iban a temerlo? —preguntó el kender.

Verhanna enrolló con fuerza la rienda en su mano.

—Tengo una idea —dijo. Hizo que su caballo volviera grupas hacia el campamento del bardo. Espoleó al animal y ordenó—: ¡Saca tu cuchillo y sígueme!

Su montura, negra como el ébano, salió a galope a través de la maleza, y los pesados cascos trapalearon fuertemente. Desconcertado, Rufus hizo que su enorme caballo, difícil de manejar, diera media vuelta, y partió en pos de la capitana, el corazón palpitándole por la excitación.

Verhanna irrumpió en el pequeño claro a tiempo de ver a Diviros metiendo a su pequeño hijo en la parte trasera de uno de los carros. El bardo giró rápidamente, los ojos muy abiertos en un gesto de alarma. Tanteó debajo del carro y sacó una pica… Un pertrecho chocante para un bardo. Verhanna levantó la adarga para frenar la punta de la pica y desviarla. Diviros plantó el extremo del astil contra su pie, como un experto soldado, y aguantó firme mientras la guerrera montada cargaba contra él.

—¡Rodéalos, Verruga! —gritó la capitana antes de agachar la cabeza tras el borde del escudo.

La colisión entre Verhanna y Diviros era inminente cuando el chiquillo elfo se incorporó en el carro y arrojó una olla de barro a su padre. El sólido proyectil de loza chocó contra la espalda de Diviros, y el elfo tiró la pica y cayó de rodillas, falto de aliento. Verhanna sofrenó su montura y acercó la punta de la espada a su garganta.

—¡Ríndete, en nombre del Orador de los Soles! —declaró la joven.

Diviros hundió la cabeza con desánimo y extendió las manos sobre el suelo. Rufus entró estrepitosamente en el carro. El chiquillo gateó sobre el equipaje y empezó a saltar delante del kender.

—¡Nos habéis salvado! —gritó jubiloso.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Rufus con evidente desconcierto. Alzó la vista hacia Verhanna—. Capitana, ¿qué infiernos pasa aquí?

—Nuestro amigo Diviros es un traficante de esclavos. —Verhanna azuzó con la punta de la espada al elfo—. ¿No es así? —Diviros no respondió.

—¡Sí! —dijo el chiquillo—. ¡Nos llevaba a Ergoth para vendernos como esclavos!

Las dos mujeres elfas fueron liberadas en el otro carro, donde Diviros las había atado y amordazado. Poco a poco, toda la historia salió a la luz.

La Guardia del Sol, a las órdenes de Kith-Kanan, había dificultado a tal punto el transporte de esclavos desde Silvanesti a Ergoth que los traficantes de ambos países estaban recurriendo a estratagemas como ésta. Pequeños grupos de esclavos, disfrazados como colonos y bajo la vigilancia de uno o dos conductores expertos, estaban siendo enviados por varias rutas diferentes.

Verhanna ordenó que ataran a Diviros. Las mujeres elfas siguieron sus instrucciones de buena gana. Una vez que el supuesto bardo estuvo bien sujeto, Rufus se acercó a la capitana.

—¿Qué hacemos ahora? No podemos seguir rastreando a los kalanestis con un prisionero y tres civiles a remolque.

La decepción estaba escrita en el rostro de Verhanna. Sabía que el kender tenía razón, pero ardía en deseos de llevar a los astutos kalanestis ante la justicia.

—No tenemos que abandonar la persecución —dijo con firmeza—. Su rastro se dirigía hacia el oeste, y continuaremos en esa dirección.

—¿Qué hay al oeste?

—Pax Tharkas. Podemos entregar a Diviros a los guardias de mi padre que están allí. También cuidarán de los cautivos. —Alzó la vista al cielo estrellado—. Quiero a esos elfos, Verruga. Emboscaron a mis soldados y me pusieron en ridículo con su fantasma de humo. ¡Quiero llevarlos ante la justicia! —Golpeó con el puño en la palma de la otra mano.

Echaron a Diviros en uno de los carros y dejaron a Deramani, la elfa de más edad, con él, encargada de su vigilancia. La mujer más joven, Selenara, se ofreció para conducir el carro. Rufus ató el caballo de Diviros y el suyo al otro vehículo y subió a él, al lado de Kivinellis. Una vez que Verhanna hubo montado, condujo la caravana fuera del claro y se encaminó hacia el oeste.

El niño elfo le dijo a Rufus y a Verhanna que era un huérfano de las calles de Silvanost. Luego procedió a hacerles preguntas sobre Qualinesti, Qualinost y el Orador de los Soles. Había oído historias sobre las proezas de Kith-Kanan en la Guerra de Kinslayer, pero desde que había tenido lugar el cisma entre el este y el oeste incluso la mención de su nombre se censuraba en Silvanost.

Verhanna le dijo todo lo que quería saber…, excepto que ella era hija del famoso Orador. Luego Rufus le hizo una pregunta a Kivinellis:

—Eh, ¿era cierta esa historia sobre el elfo que salió de un árbol?

—No seas ridículo —dijo Verhanna—. Diviros mentía, haciendo el papel de bardo.

—¡Oh, no, no! —terció el chiquillo—. ¡Era verdad! ¡El elfo de los dedos verdes apareció como lo contó él!

—Bueno ¿y qué le ocurrió? —inquirió el kender.

—Diviros intentó darle una pócima a fin de privarlo de voluntad y así poder venderlo en Ergoth como esclavo. ¡Pero la poción no le hizo efecto! ¡Por la noche, mientras todos dormíamos, el de los dedos verdes desapareció!

—No lo creo —rezongó Verhanna.

La luna roja, Lunitari, se puso a medianoche. Los esclavos liberados se quedaron dormidos en los carros, pero Verhanna y Rufus permanecieron despiertos y la caravana continuó hacia el oeste, en medio de la noche.