5
La Ciudadela de la Paz

El sol abrasador proporcionaba poco calor en el aire enrarecido de las montañas Kharolis. Bajo el deslumbrante orbe, veinte mil obreros trabajaban excavando la ciudadela de Pax Tharkas en la roca viva. Enanos, elfos y humanos trabajaban codo con codo en el gran proyecto. La mayoría de ellos eran artesanos libres: canteros, albañiles y artífices. De los veinte mil, sólo un par de miles eran prisioneros. Los que sabían algún oficio útil, trabajaban junto con sus compañeros libres, y lo hacían bien. El Orador de los Soles había hecho un trato con ellos: si los prisioneros realizaban sus tareas y no se metían en problemas, su sentencia sería reducida a la mitad. El trabajo al aire libre en Pax Tharkas era, con mucho, más preferible que languidecer en una mazmorra año tras año.

No todos los convictos eran tan afortunados. Algunos no se amoldaban, simplemente, y en consecuencia Feldrin Feldespato, el enano que era el maestro de obras a cuyo cargo estaba la construcción de la fortaleza, había reunido a los prisioneros holgazanes, arrogantes y violentos en una «cuadrilla de indómitos» cuya única labor eran trabajos en los que se empleaba la fuerza bruta. De todos los trabajadores de Pax Tharkas, la cuadrilla de indómitos era la única a la que se encerraba bajo llave en su cobertizo por la noche y era vigilada estrechamente por guardias durante el día. A esta cuadrilla de indómitos fue destinado el príncipe Ulvian. No tenía ningún conocimiento sobre esculpir piedra o colocar ladrillos, y el Orador había ordenado que debía tratárselo como a un esclavo. Esto significaba que tenía que ocupar su puesto entre los otros prisioneros conflictivos en la cuadrilla de indómitos, empujando y arrastrando inmensos bloques de piedra desde la cantera hasta la ubicación de la fortaleza.

El único encuentro de Ulvian con Feldrin no había ido bien. El príncipe encadenado, ahora vestido con las prendas de cuero verdes y marrones de un guardabosque, había sido conducido por Merith hasta el cobertizo de lona donde el maestro de obras vivía. El enano salió para verlos, dejando a un lado un montón de pergaminos cubiertos de líneas y números. Eran los planos de la fortaleza.

—Quítale las cadenas —retumbó Feldrin.

Sin decir palabra, Merith abrió los grilletes de Ulvian, que tomó aire con gesto desdeñoso y dio las gracias al enano de forma displicente.

—Ahórrate las palabras de agradecimiento —replicó Feldrin. Su espesa barba negra estaba generosamente salpicada de hebras blancas, y la larga estancia en las cumbres de las Kharolis había bronceado profundamente su rostro y sus brazos. Plantó los puños, sólidos como ladrillos, en las caderas, y sus azules ojos traspasaron al príncipe—. Aquí no se necesitan cadenas. Estamos a kilómetros de distancia del asentamiento más cercano y las montañas son áridas y secas. Trabajarás de firme y, si intentas escapar, perecerás de hambre y sed —dijo el enano de manera amenazante—. Es decir, si mi gente no te da caza antes. ¿Está claro?

Ulvian puso los ojos en blanco y no respondió.

»¿Está claro? —rugió Feldrin. El príncipe se encogió sobre sí mismo y asintió apresuradamente—. Bien.

Asignó a Ulvian a la cuadrilla de indómitos, y un humano fornido y barbudo vino para escoltar al príncipe a su nuevo alojamiento.

Cuando se hubieron marchado, los hombros de Merith se encorvaron ligeramente.

—¡He de confesar, maese Feldrin, que estoy exhausto! —dijo con un suspiro—. ¡Durante diez días he tenido al príncipe a mi cargo y no he disfrutado de un momento de descanso!

—¿Y eso por qué, teniente? No parece tan peligroso.

Feldrin se agachó para recoger los planos, y Merith se acuclilló para ayudarlo.

—No era el miedo lo que me quitaba el sueño —confesó el guerrero—, ¡sino la charla constante del príncipe! Por Mantis bendito, ese chico puede estar habla que te habla sin parar. Intentó convencerme, hacerse amigo mío, para que no lo trajera aquí y te lo entregara. Es encantador cuando quiere, y también muy listo. Quizá tengas problemas con él.

Feldrin apartó la lona de la entrada de su cobertizo con su mano, ancha y roma.

—Oh, lo dudo, maese Merithynos. Unos cuantos días de arrastrar bloques de piedra doblegarán la actitud estirada del príncipe.

Merith se agachó para pasar por la baja abertura y entró en el cobertizo. Aunque las paredes y el techo eran de lona, como una tienda, el alojamiento de Feldrin tenía el armazón y el suelo de madera, lo que lo hacía más resistente que una tienda normal. A veces las montañas eran azotadas por violentos ventarrones, ventiscas y corrimientos de tierra.

Feldrin cruzó el desnudo entarimado del suelo y dejó los pergaminos en una mesa de caballete baja que estaba en el centro de la habitación. Subió la mecha de un candil de latón y se sentó en un taburete de gruesas patas; luego procedió a rebuscar entre el surtido de papeles hasta encontrar un pedazo suelto.

—Enviaré una nota al Orador —dijo— para que sepa que el príncipe y tú habéis llegado sanos y salvos.

El teniente echó un vistazo a la lona de la entrada que colgaba suelta en el frío y quieto aire.

—¿Qué debo hacer, maese Feldrin? Se supone que he de vigilar al príncipe, pero no parece que me necesites para eso.

—No, no nos ocasionará ningún problema —musitó el enano al tiempo que finalizaba el escrito con una rúbrica. Espolvoreó un poco de arena sobre la tinta para que se secara—. Pero puedes serme de gran utilidad en otra función.

Merith se cuadró, esperando una orden oficial.

—Tú dirás, maestro de obras.

Feldrin se atusó la espesa barba mientras observaba al espigado elfo con actitud especulativa.

—¿Sabes jugar a las damas? —preguntó.

Las campanas y los gongs sonaron, y los trabajadores de Pax Tharkas soltaron sus herramientas. El sol acababa de meterse tras el monte Thak, lo que significaba que sólo quedaba una hora de luz y finalizaba la jornada.

Ulvian caminaba arrastrando los pies al final de la desordenada columna de trabajadores conocidos como la cuadrilla de indómitos. Le dolían los brazos y las piernas, tenía ampollas en las palmas de las manos, y, a pesar de la fresca temperatura, el sol, más fuerte a esta altitud, le había quemado la piel del rostro y de los brazos. Los capataces —el humano mudo y barbudo que Ulvian— había conocido el día de su llegada al campamento y un enano de muy mal genio llamado Lugrim —flanqueaban la puerta de los barracones e instaban a los agotados trabajadores a que se dieran prisa en entrar.

El alargado y destartalado edificio estaba hecho con planchas de esquisto y barro, y la pared trasera se hundía en la ladera de la montaña. Había dos ventanas y una única puerta. El techo estaba hecho con tiras de madera verde y musgo, y todo el barracón era polvoriento, frío y lleno de corrientes, a despecho de las lumbres que ardían a ambos extremos en chimeneas de arcilla cocida.

Dentro de la sombría estructura, los miembros de la cuadrilla de indómitos se dirigieron a sus toscos catres. El de Ulvian estaba cerca del centro de la única habitación, muy lejos de las chimeneas. Aun así, se sentía tan cansado que estaba a punto de dejarse caer en el jergón cuando reparó en que el hombre que ocupaba el de su derecha ya estaba acostado y, aparentemente, había pasado el día holgazaneando. Ulvian abrió la boca para protestar.

El príncipe se detuvo bruscamente a dos pasos del catre. La cabeza y la pierna derecha del humano estaban envueltas en vendajes flojos y ensangrentados, y los brazos le colgaban inertes a los lados del estrecho jergón.

—El pobre diablo no pasará de esta noche —dijo una voz rasposa junto al príncipe. Ulvian se volvió rápidamente. Un elfo, mugriento y vestido con harapos, estaba a su lado y sus grises ojos lo observaban con una mirada ardiente—. Llevaba una artesa con ladrillos a lo alto de la torre y el andamio cedió. Se fracturó la pierna y se abrió la cabeza.

—¿No no hay sanadores para que se ocupen de él? —exclamó Ulvian.

El elfo, curtido por el sol, soltó una risa seca. Era casi tan alto como Ulvian y muy delgado. Cuando bajó la cabeza para mirar al humano tumbado en el catre, cayó polvo de las rubias cejas y enmarañado cabello.

—¿Sanadores? —repitió burlón—. Los sanadores son para los jefes. ¡A nosotros nos toca un trago de vino, unos trapos sucios y un montón de oraciones!

—¿Quién eres? —preguntó Ulvian mientras se apartaba del alborotador elfo.

—Mi nombre es Drulethen —contestó el elfo—, pero todos me llaman Dru.

—Es un nombre silvanesti —comentó Ulvian, sorprendido—. ¿Cómo has venido a parar aquí?

—En otros tiempos era un estudioso trotamundos que buscaba el conocimiento en los rincones más apartados de Krynn. Desgraciadamente, cuando empezó la guerra me encontraba en Silvanesti, y el Orador de las Estrellas necesitaba hombres físicamente aptos para su ejército. No quería combatir, pero me obligaron a tomar las armas. Una vez que estuvimos en territorio agreste, me escapé.

—Así que eres un desertor —dijo Ulvian, que empezaba a entender lo ocurrido.

—Eso no es un crimen en Qualinesti —repuso Dru con actitud indolente mientras se encogía de hombros y se sentaba en el catre más cercano—. Mientras deambulaba por la gran planicie, descubrí que era más fácil coger lo que quería que trabajar para obtenerlo, así que me convertí en un salteador. Los Montaraces me atraparon y el Orador de los Soles me permitió trabajar aquí en lugar de pudrirme en una mazmorra de Qualinost. —Levantó las esbeltas manos con las palmas hacia afuera—. Así es la vida.

Nadie había hablado tanto con Ulvian desde su llegada a Pax Tharkas. Dru podría ser un cobarde y un ladrón, pero saltaba a la vista que tenía cierto nivel de cultura, algo tan poco corriente de encontrar en la cuadrilla de indómitos como los diamantes. El príncipe tomó asiento en su catre y preguntó en voz baja algo a lo que había estado dando vueltas:

—¿Por qué no podemos instalarnos más cerca de las chimeneas?

Dru soltó una risa desagradable.

—Sólo los más fuertes tienen un sitio junto a las chimeneas —repuso—. Los débiles y los novatos se quedan encajonados en el medio. A menos que quieras que te den una paliza, te sugiero que no te opongas a lo establecido.

Antes de que Ulvian tuviera ocasión de plantear otra pregunta, Dru fue a su catre. Se dejó caer en el jergón, se puso de espaldas al príncipe y en cuestión de segundos empezó a roncar suavemente con cada inhalación de aire.

Ulvian se echó cruzado en su catre, que consistía en tiras de tela clavadas a un tosco armazón de madera. Apestaba a sudor y polvo aún más que los propios barracones. El príncipe enlazó las manos debajo de la nuca y contempló ensimismado el burdo techo. El tinte anaranjado de la luz del sol se colaba entre los resquicios de las placas del techo. Mientras reflexionaba acerca de su suerte, se sumió en un ligero duermevela.

Algo tropezó con los pies del príncipe, que colgaban por el extremo del corto catre. Ulvian se sentó bruscamente. Dru había chocado con él al dirigirse al jergón del humano herido, donde ahora estaba parado. Levantó el párpado del hombre con el pulgar y sacudió la cabeza mientras chasqueaba la lengua.

—Frell ha muerto —anunció en voz alta.

Un humano, especialmente alto, se acercó al catre del hombre muerto y se cargó el cuerpo al hombro sin el menor esfuerzo. Cruzó la habitación y abrió la puerta de una patada. La luz del ocaso entró a raudales en el oscuro barracón. El hombre alto echó el cadáver al suelo sin contemplaciones y, antes de que pudiera volver a cerrar la puerta, una docena de miembros de la cuadrilla de indómitos ya estaba en el catre del hombre muerto y lo dejaba limpio. Cogieron todo, desde la raída manta hasta los escasos objetos personales guardados debajo del jergón. Cada vez eran más los que se apiñaban en el reducido espacio y Ulvian se vio obligado a apartarse. Vio a Dru recostado en la pared, cerca del barril de agua; se deslizó entre los apretados prisioneros y por fin se encontró enfrente del silvanesti.

—¿Eso es todo? —preguntó en tono cortante—. ¿Un hombre muere y se lo arroja fuera, como si fuera basura?

—Eso es todo. Los enanos se llevarán el cuerpo —contestó Dru, indiferente.

—¿Y sus amigos, su familia? —insistió el príncipe.

Dru sacó un objeto pequeño del bolsillo. Era un cilindro de ónix, del grosor de su pulgar y de unos diez centímetros de longitud.

—Aquí nadie tiene amigos —dijo—. En cuanto a la familia… —Se encogió de hombros y no finalizó la frase.

Sus dedos se movían sobre la superficie de cristal negro, frotándolo.

Cuando la noche caía sobre el paso de montaña, el golpeteo de metal contra metal lanzó a la cuadrilla de indómitos en tropel hacia la puerta. Fuera aguardaba un enorme carro de hierro empujado por cuatro enanos, cargado con una gran olla. Cuando uno de los enanos quitó la tapa, salió una bocanada de vapor del recipiente. Ulvian dejó que los otros miembros de la cuadrilla se le adelantaran, ya que no le apetecía que lo pisotearan por un plato de guisado.

Cuando salió, un escalofrío lo hizo estremecerse. Un crudo viento descendía silbante por el paso y atravesó las ropas del príncipe como un cuchillo. Observó a los trabajadores, con las escudillas de arcilla en las manos, arremolinarse alrededor del carro mientras los enanos servían el humeante guiso y repartían enormes rebanadas de pan entre los trabajadores. El aroma a carne asada y sabrosas especias llegó a la nariz de Ulvian y lo atrajo hacia el carro.

Muy pronto, lo desplazó de un empujón un kalanesti que llevaba la cabeza afeitada salvo dos mechones de pelo que le colgaban por la espalda. Ulvian se encrespó e hizo un amago de enfrentarse al Elfo Salvaje, pero los fuertes músculos de los brazos del tipo y el indiscutible aire peligroso que emanaba de él contuvieron al príncipe. Ulvian escurrió el bulto hacia el final de la fila mal formada y aguardó su turno.

Para cuando llegó al carro, los enanos rebañaban el fondo de la olla. El enano que manejaba el cucharón, bien abrigado en pieles y cuero, miró a Ulvian desde lo alto del carro con los ojos entrecerrados.

—¿Dónde tienes tu escudilla? —gruñó.

—No lo sé.

—¡Idiota! —Tiró un golpe con el cazo a Ulvian, que se agachó. El cucharón de cobre era tan grande como su mano y muy sólido. El enano bramó—: ¡Vuelve al barracón y encuentra una escudilla!

Mortificado, Ulvian hizo lo que le ordenaba. Buscó en la habitación hasta ver a Dru, que estaba de nuevo recostado en la pared, al lado del barril de agua, comiendo su plato de guiso.

—Dru —llamó—, necesito una escudilla. ¿Dónde puedo conseguir una?

El silvanesti señaló a la chimenea situada en el extremo sur del barracón. Ulvian le dio las gracias y se encaminó hacia allí pasando entre los hombres apiñados. Cerca ya de la chimenea, vio que la figura dominante en el grupo era el mismo kalanesti que lo había apartado del carro de la comida de un empujón.

—¿Qué quieres, chico de ciudad? —gruñó.

—Necesito una escudilla —repuso Ulvian, cauteloso.

El kalanesti, que se llamaba Rancajo, soltó su plato y miró al príncipe de hito en hito.

—No soy un benefactor, chico de ciudad. Si quieres una escudilla, tendrás que pagarla.

El hijo del Orador se quedó perplejo. No tenía nada con lo que comerciar; todas sus cosas de valor le habían sido quitadas antes de partir de Qualinost.

—No tengo dinero —dijo vacilante.

Un coro de risotadas resonó a su alrededor. Ulvian enrojeció, furioso. Rancajo se limpió la boca con la punta de uno de los largos mechones.

—Pero tienes un buen par de botas —señaló.

Ulvian se miró los pies. Este era el par más viejo de todos los que había tenido; el cuero estaba sucio y arañado, pero no tenía agujeros, y las suelas estaban en buenas condiciones. También era el único calzado que tenía.

—Mis botas valen mucho más que un cuenco de arcilla —replicó con aire estirado.

Rancajo no dijo nada; cogió de nuevo su plato y empezó a comer otra vez, haciendo caso omiso de Ulvian deliberadamente, a pesar de tener al príncipe frente a él.

Ulvian echaba chispas. ¿Quién se creía que era este Elfo Salvaje? Estuvo a punto de descubrirse y decirles a todos que era el hijo del Orador de los Soles, pero las palabras murieron en su garganta. ¿Quién iba a creerle? Lo único que conseguiría es que se rieran de él. Una sensación de abrumadora impotencia se apoderó de él. A nadie le importaba lo que le ocurriera, ni si vivía o moría. Por un instante, sintió unas ganas terribles de llorar.

El estómago le sonó ruidosamente. Unos cuantos miembros de la cuadrilla se echaron a reír. Ulvian se mordió los labios.

—¡De acuerdo! —aceptó—. ¡Mis botas a cambio de una escudilla!

Rancajo se levantó sin ninguna prisa. Era tan alto como Ulvian, pero su impresionante físico y amenazadora presencia lo hacían parecer mucho más grande. El príncipe se sacó las botas de un tirón y plantó los pies, enfundados en calcetines, sobre el frío suelo de tierra prensada. El kalanesti se quitó las andrajosas sandalias que llevaba puestas y se calzó las botas. Después de mucho patear para acostumbrar los pies al poco familiar calzado, decidió que le quedaba bien.

—¿Y mi escudilla? —le recordó Ulvian con malos modos.

Rancajo metió la mano debajo de su catre, situado junto a la chimenea, y sacó un cuenco de cerámica desconchado, esmaltado en azul. Ulvian se lo cogió bruscamente y corrió apresurado hacia la puerta, seguido por las risotadas de los hombres. Para cuando abrió la puerta y salió al exterior, los enanos y el carro se la comida se habían marchado.

La cuadrilla de indómitos seguía riendo cuando regresó instantes después. Se abrió paso entre ellos hacia el chisporroteante fuego, donde Rancajo se calentaba.

—Me has estafado —dijo Ulvian en un susurro apenas audible. Tenía miedo de alzar la voz, miedo de empezar a gritar—. Quiero que me devuelvas mis botas.

—No soy un mercader, chico de ciudad. No hago cambios.

El silencio se había adueñado del barracón. La tensión se palpaba en el aire.

—Devuélvemelas —demandó el príncipe—, o las cogeré yo.

—Eres un idiota redomado. Ve a dormir, chico de ciudad, y da gracias a los dioses de que no te propine una paliza —replicó Rancajo.

La ira reprimida de Ulvian estalló, y el príncipe hizo algo temerario. Levantó la mano y estrelló el cuenco vacío contra la cabeza del kalanesti. Sonó el respingo colectivo de los trabajadores. Rancajo se tambaleó y cayó, pero enseguida, en un visto y no visto, se incorporó.

—¡Ahora te has quedado sin botas y sin escudilla! —escupió. Su puño alcanzó a Ulvian en el pecho.

El príncipe soltó un gemido y rebotó contra uno de los espectadores reunidos en corro; el hombre lo empujó en dirección a Rancajo. El kalanesti disparó un puñetazo demoledor a la barbilla de Ulvian que lo lanzó dando vueltas contra la pared. Rancajo fue en pos del tambaleante príncipe.

Una bruma rojiza envolvía a Ulvian. Sintió unas fuertes manos que lo agarraban por la camisa y lo apartaban del apoyo de la pared. Más golpes llovieron sobre su cabeza y torso. Cada vez que se desplomaba alguien lo hacía levantarse y lo empujaba para recibir más castigo. Intentó en vano agarrarse a Rancajo; el Elfo Salvaje se libró fácilmente de su débil presa con un simple empellón y le dio una patada en el estómago.

—Ya es suficiente, Rancajo —dijo Dru mientras se interponía entre Ulvian y el encolerizado kalanesti.

—¡Voy a matarlo! —bramó Rancajo.

—Es estúpido y novato. Déjalo en paz —replicó Dru.

—¡Bah! —Rancajo escupió a Ulvian; luego se frotó los doloridos nudillos y regresó a su sitio junto a la chimenea.

Dru arrastró al semiinconsciente príncipe hasta su catre y lo tumbó en él. El rostro de Ulvian estaba magullado y machacado; el ojo izquierdo no tardaría en desaparecer bajo la rápida hinchazón del párpado. Finalmente, el dolor de las heridas dio paso al sueño, y Ulvian, hambriento y vapuleado, se hundió en una piadosa oscuridad.

Durante la noche, alguien le robó los calcetines.