4
El rayo y la roca
En la mañana de lo que hubiera sido el cuarto día de oscuridad, una roja bola de fuego apareció por el cielo oriental. Las gentes de Qualinost salieron en tropel a las calles y señalaron atemorizadas el orbe de aspecto ominoso. En cuestión de minutos, el miedo dio paso al alivio cuando comprendieron que lo que estaban viendo era el sol, que ardía a través de la oscuridad. Las tinieblas se levantaron progresivamente y el día amaneció luminoso y despejado.
Kith-Kanan contempló la ciudad desde la ventana de sus aposentos privados. Las torres de cuarzo rosa relucían limpiamente a la luz del nuevo día, y los árboles parecían disfrutar de su calidez. Por todo Qualinost, en cada ventana y calle de grácil curvatura, los rostros se alzaban hacia el calor y la luz esplendorosos. Mientras el Orador miraba hacia el sur de la urbe, los cantos y las risas de un espontáneo jolgorio llegaron a sus oídos.
El regreso de la luz fue un gran alivio para Kith-Kanan. Durante los últimos tres días, no había hecho otra cosa que intentar mantener unido a su pueblo, asegurando a la gente que el fin del mundo no estaba próximo. Tras dos días de oscuridad, llegaron a Qualinost emisarios de Ergoth y Thorbardin, buscando en el Orador de los Soles respuestas a la causa de la temible tiniebla. Kith-Kanan tenía sus propias ideas, pero no las compartió con los emisarios. Algún nuevo poder estaba despertando de un largo sueño. Hiddukel había dicho que era un poder aún más arcano que los propios dioses. El Orador todavía no sabía cuál era su propósito, y no quería extender la alarma en el mundo basándose en unas teorías poco consistentes.
Desde todo el reino llegaron riadas de gente a Qualinost que atascaron puentes y calles y agotaron los recursos de la ciudad. Todos estaban asustados de la inexplicable oscuridad. El miedo también alió viejos enemigos. Desde el otro lado de las fronteras del liberal reino de Kith-Kanan, llegaron humanos y elfos que habían luchado entre sí en la Guerra de Kinslayer. Durante la oscuridad se habían acurrucado juntos en torno a las hogueras, orando para ser preservados del peligro.
Desde su ventana, asomada a la urbe bañada por la luz del sol, Kith-Kanan reflexionó: «Quizás ésta era la finalidad de lo que ha pasado: unirnos a todos».
Hubo una llamada suave y firme en la puerta. Kith-Kanan se volvió de espaldas a la ciudad y respondió:
—Adelante.
Tamanier Ambrodel apareció en el umbral e hizo una reverencia.
—Los emisarios de Ergoth y Thorbardin han partido —informó el chambelán—. Mucho más animados que cuando vinieron, he de añadir, mi señor.
—Bien. Ahora, quizá, pueda atender otros asuntos graves. Haz traer a mi presencia al príncipe Ulvian y al guerrero Merithynos.
—Al instante, majestad —fue la tranquila respuesta de Tamanier.
Tan pronto como el chambelán se hubo marchado, Kith-Kanan se dirigió al escritorio y se sentó a él. Sacó una hoja de folio, metió el extremo del fino estilo en el tintero y empezó a escribir. Seguía haciéndolo cuando Ulvian y Merith se presentaron.
—Bien, padre, espero que este estúpido asunto haya acabado —dijo el príncipe con una actitud de afectado agravio. Todavía iba vestido con la casaca carmesí y los pantalones gris plateado que llevaba cuando lo capturaron—. Me he aburrido mortalmente, sin poder hablar con nadie más que con este pelmazo guerrero tuyo.
La mano de Merith se crispó sobre el puño de su espada. Sus ojos, de un color azul cobalto, lanzaron una mirada fulminante al príncipe. Kith-Kanan se anticipó a la ofendida réplica del teniente.
—¡Ya está bien! —dijo con firmeza el Orador. Terminó de escribir, derritió un poco de cera en la parte inferior de la hoja y apretó su sello en la suave sustancia azulada. Cuando la cera se enfrió, enrolló el folio y lo ató con una cinta azul, que también selló con cera.
»Teniente Merithynos, llevarás este mensaje a Feldrin Feldespato, el maestro de obras que dirige los trabajos en Pax Tharkas —dijo el Orador mientras se levantaba de la silla y tendía el pergamino enrollado al joven oficial. Merith lo cogió, aunque estaba perplejo.
—¿Se me releva de la vigilancia del príncipe, majestad? —preguntó.
—En absoluto. El príncipe ha de acompañarte a Pax Tharkas.
Los ojos de Kith-Kanan se encontraron con los de su hijo. Ulvian frunció el entrecejo.
—¿Qué se me ha perdido a mí en Pax Tharkas? —exclamó con insolencia.
—Te envío a la escuela —respondió su padre—. El maestro de obras Feldrin será tu profesor.
Ulvian estalló en carcajadas.
—¿Es que quieres hacer de mí un arquitecto?
—Te pongo en manos de Feldrin como un trabajador corriente… Un esclavo, de hecho. Trabajarás diariamente, sin salario, y sólo recibirás la manutención imprescindible para subsistir. Por la noche, el teniente Merithynos te encerrará en tu choza y te vigilará.
La sonrisa satisfecha y segura de Ulvian se borró. Con los ojos de color avellana muy abiertos, retrocedió unos pasos y se dejó caer en uno de los sillones. Su faz estaba pálida por la impresión.
—No puedes hablar en serio —susurró. Luego, en tono más alto, añadió—: ¡No puedes hacer esto!
—Soy el Orador de los Soles —repuso Kith-Kanan. Aunque el corazón se le rompía por el castigo que estaba imponiendo a su único hijo, la actitud del Orador era firme e inflexible.
El príncipe sacudió la cabeza, como negando lo que estaba oyendo.
—¡No puedes hacerme esclavo! —Se incorporó de un brinco y empezó a hablar a gritos—. ¡Soy tu hijo! ¡Soy príncipe de Qualinesti!
—Sí, lo eres, y has quebrantado la ley. No hago esto por capricho, Uli. Espero que esto te enseñe el verdadero significado de la esclavitud: la crueldad, la degradación, el dolor y el sufrimiento. Tal vez entonces comprendas el horror de lo que has hecho. Tal vez entonces sepas por qué lo odio, y por qué tú deberías odiarlo también.
La indignación de Ulvian se consumió.
—¿Cuánto…, cuánto tiempo estaré allí? —inquirió, titubeante.
—El tiempo que sea preciso. Te visitaré y, si me convenzo de que has aprendido la lección, te dejaré libre. Lo que es más, te perdonaré y te proclamaré públicamente mi sucesor.
Aquello pareció reanimar algo al príncipe. Su mirada fue hacia Merith, que estaba en posición firme, aunque su expresión denotaba una franca estupefacción.
—¿Y si escapo? —dijo Ulvian.
—Entonces perderás todo y serás declarado proscrito en tu propio país —respondió Kith-Kanan con un tono sin inflexiones.
Ulvian se acercó a su padre. En sus ojos había resentimiento, incredulidad y también cólera. Merith se puso en tensión, dispuesto a reducir al príncipe si atacaba al Orador, pero Ulvian se detuvo a un paso de su padre.
—¿Cuándo parto? —preguntó, con los dientes apretados.
—Ahora.
El retumbo de un trueno subrayó la declaración de Kith-Kanan. Merith se adelantó y cogió al príncipe por el brazo, pero Ulvian se retorció y se soltó de un tirón.
—Volveré, padre. ¡Seré el Orador de los Soles! —prometió el príncipe con voz vibrante.
—Así lo espero, hijo. Así lo espero.
El estallido de un segundo trueno puso fin al enfrentamiento. De mala gana, Merith se llevó al príncipe.
Con las manos entrelazadas prietamente a la espalda Kith-Kanan volvió a la ventana. Una honda tristeza se apoderó de él mientras contemplaba el cielo despejado. Entonces, mientras todavía estaba sumido en remotos pensamientos, captó por el rabillo del ojo la descarga de un rayo, que salió de la bóveda azul y cayó a la tierra, en algún punto al suroeste de Qualinost. Un profundo estampido retumbó en la ciudad y sacudió los postigos de la casa del Orador.
¿Truenos y relámpagos en un cielo despejado? El suplicio interno de Kith-Kanan quedó relegado un instante mientras el Orador asimilaba este hecho extraordinario.
Efectivamente, la hora de los portentos estaba próxima.
Veinte jinetes seguían el polvoriento sendero a través del claro bosque de jóvenes arces, la mayoría de los cuales no eran más altos que los caballos. Veinte guerreros elfos, al mando de Verhanna y guiados por su nuevo explorador kender, Rufus Gorralforza, cabalgaban lentamente en fila india. Nadie hablaba. El bochornoso aire matinal los agobiaba; eso, y el rastro poco reciente que intentaban seguir. Hacía cuatro días que habían salido de Qualinost y ésta era la única señal de los traficantes de esclavos que habían encontrado. Y tampoco había sido una ayuda el haber tenido que avanzar a tientas en una oscuridad total durante tres días. Rufus advirtió a la capitana que las huellas que rastreaban eran de hacía muchas semanas y quizá no los condujeran a nada.
—No importa —rezongó la joven—. Sigue con ello. Lord Ambrodel nos envió aquí por una razón.
—Sí, mi capitana.
El kender hizo que su enorme caballo se apartara un poco de la malhumorada Verhanna. Rufus ofrecía una apariencia cómica montado a caballo; con su sorprendente copete pelirrojo y su escaso metro veinte de estatura, no tenía precisamente el aspecto de un aguerrido guerrero elfo. Encaramado a lomos de un corcel castaño, que era más grande que cualquier otro caballo de la tropa, parecía un chiquillo subido a horcajadas en un buey.
Durante su breve parada en Qualinost, mientras la tropa se reabastecía y se conseguía un caballo para él, el kender se había comprado un llamativo atuendo. Sobre las calzas de terciopelo azul, chaleco y camisa blanca de seda, llevaba una capa de un vivo tono rojo que contrastaba poderosamente con las armaduras de los elfos. Se cubría la cabeza con un enorme sombrero azul de ala ancha, rematado con un penacho blanco y un agujero en la parte superior a fin de sacar por él su largo copete.
Habían pasado a través de la estribación más occidental de las montañas Kharolis hacia la gran planicie central, la escena de tantas batallas durante la Guerra de Kinslayer. De vez en cuando, la tropa encontraba silenciosos recuerdos de ese espantoso conflicto: un pueblo quemado y abandonado a las malas hierbas y a las aves carroñeras; un túmulo de piedras, bajo el cual estaban sepultados los cuerpos de soldados de Ergoth en una tumba común. De tanto en tanto, los cascos de sus caballos daban la vuelta a yelmos oxidados y abollados que estaban medio enterrados en el suelo. Los cráneos de caballos y los huesos de elfos brillaban entre la alta hierba igual que talismanes de marfil, como una advertencia de la locura de los reyes.
A intervalos de una hora, Verhanna hacía que sus guerreros se pararan y ordenaba a Rufus que inspeccionara el camino. El ágil kender desmontaba de un salto de su caballo o se deslizaba por la amplia grupa y gateaba entre la hierba y los arbolillos, olisqueando y buscando alguna huella reveladora.
Durante la tercera parada de la mañana, Verhanna guió a su montura hacia donde Rufus estaba agachado en cuclillas, frotando afanosamente las briznas de hierba entre sus dedos.
—Bueno, Verruga, ¿qué has encontrado? ¿Han pasado los traficantes por aquí? —preguntó mientras se inclinaba sobre el lustroso cuello de su caballo.
—Es difícil asegurarlo, capitana. Muy difícil. Otras gentes altas han pasado por este camino después de los traficantes. Las huellas están confusas —murmuró entre dientes Rufus. Se metió una brizna de hierba en la boca y la masticó—. La hierba está dulce todavía —observó—. Otros vinieron del este y pasaron durante los días de oscuridad.
—¿Qué otros? —inquirió, fruncido el entrecejo.
El kender se incorporó de un brinco, y se sacudió la hierba y el polvo de sus llamativas calzas azules.
—Viajeros que iban hacia allí —repuso mientras señalaba en dirección a Qualinost, de donde ellos habían venido—. Iban montados en carros de dos ruedas, muy cargados.
Verhanna contempló a su explorador con gesto agrio.
—No nos hemos cruzado con nadie —hizo notar.
—En esa oscuridad, ¿quién sabe con quién nos hemos cruzado? La Reina de los Dragones en persona podría haber pasado vestida con ropas de oro y no la habríamos visto.
Verhanna se puso derecha en la silla.
—¿Y qué hay de los que buscamos? —quiso saber.
—Se separaron —respondió Rufus al tiempo que se frotaba la nariz quemada por el sol.
—¿Qué? —La exclamación de Verhanna alertó a los soldados. Su lugarteniente, un kalanesti llamado Tremellan, se acercó presuroso a su lado. Ella hizo un ademán para que se retirara; luego desmontó y avanzó entre la alta hierba hasta donde estaba Rufus. Con los puños plantados en las caderas, la capitana demandó—: ¿Dónde se separaron?
El kender dio dos pasos delante y uno hacia un lado.
—Aquí —dijo, señalando el césped pisoteado—. Seis jinetes, los mismos que hemos venido siguiendo todo el camino. Dos fueron hacia el este. Eran gente antigua, como el Orador. —Con esto, el kender se refería a que dos eran silvanestis—. Otros dos se dirigieron al norte. Huelen a pieles y llevan calzado grueso. Humanos, diría yo. Los dos restantes continuaron hacia el sur, y son mañosos. Van descalzos, y huelen igual que el viento. Antiguos endrinos, y sabios en lo referente a la caza.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Verhanna entre dientes a Tremellan.
—Los antiguos endrinos son mi pueblo —respondió el oficial kalanesti—. Probablemente trabajan como exploradores para los otros cuatro. Encuentran viajeros o una granja solitaria, y conducen a los traficantes hasta ellos.
Verhanna dio una palmada que hizo un sonido metálico.
—¡Muy bien! ¡Reúne a la tropa! Quiero hablar con ellos.
Los guerreros elfos formaron un círculo alrededor de su capitana y del explorador kender. Verhanna, con los brazos cruzados sobre el pecho, esbozó una mueca.
—El enemigo ha cometido un error —declaró mientras se balanceaba sobre los talones—. Se han separado en tres grupos. Los humanos y los silvanestis se dirigen hacia sus patrias, probablemente llevando el oro que han obtenido vendiendo esclavos. Sin sus exploradores kalanestis, no tienen la menor oportunidad contra nosotros. Sargento Tremellan, quiero que cojas a diez hombres y vayas tras los silvanestis. Apresadlos vivos, si es posible. Cabo Zilaris, tú coge a cinco soldados y sigue a los humanos. No os darán muchos problemas. Cuatro guerreros vendrán conmigo para encontrar a los kalanestis.
—Disculpa, capitana, pero no creo que eso sea juicioso —objetó Tremellan—. No necesito diez guerreros para apresar a los traficantes silvanestis. Deberías llevar más hombres contigo. Los elfos endrinos serán los más difíciles de atrapar.
—Tiene razón —intervino Rufus. Su copete se meció al asentir con un vigoroso cabeceo.
—¿Quién está al mando aquí? —replicó Verhanna—. No discutas mis órdenes, sargento. No supondrás que necesito un montón de soldados para rastrear a los kalanestis, grandes expertos en bosques, ¿verdad? ¡No, por supuesto que no! Lo que necesito es sigilo, sargento. Mis órdenes siguen en pie.
El retumbo de un trueno sonó en la planicie, pero se hizo caso omiso. Sin más discusión, Tremellan reunió a la mitad de la tropa e hizo una nueva distribución de comida y agua entre ellos. Formó a su grupo a su alrededor mientras Verhanna le daba las últimas instrucciones.
—Persíguelos a buen ritmo, sargento —instó. Su rostro estaba encendido, y los ojos castaños le relucían—. Llevan una semana de ventaja, pero quizá no sepan todavía que alguien los persigue, así que no avanzarán deprisa.
—¿Y la frontera, capitana? —preguntó Tremellan.
—No me hables de fronteras —espetó Verhanna—. ¡Atrapa a esos condenados traficantes de esclavos! ¡No es momento para amilanarse ni andarse con medias tintas!
Tremellan contuvo la irritación, saludó y espoleó a su caballo. La tropa se alejó entre los arbolillos mientras el trueno retumbaba a sus espaldas.
Verhanna sintió un tirón en el jubón; se volvió y bajó la vista hacia Rufus, que estaba su lado.
—¿Qué quieres?
—Mira arriba. No hay nubes —dijo el kender con el menudo rostro vuelto hacia el cielo—. Hay truenos, pero nubes no.
—¿Y qué? La tormenta estará más allá del horizonte —replicó Verhanna con tono enérgico.
Se apartó de Rufus, que seguía mirando el cielo despejado. El cabo Zilaris reunió a su destacamento y se encaminó hacia el norte, tras las huellas de los traficantes humanos. Verhanna los contemplaba mientras se perdían en la distancia cuando de repente un rayo se descargó a poco más de un kilómetro. La tierra se arremolinó en el aire, y el estallido del trueno sonó como el golpe de una maza.
—¡Por Astra! —exclamó la capitana—. ¡Qué cerca ha estado ése!
El siguiente lo estuvo más. Sin previo aviso, una columna de fuego blanco azulado cayó en el suelo a menos de cincuenta pasos de Verhanna, Rufus y los restantes guerreros. Los caballos relincharon y se encabritaron, y algunos de ellos derribaron a sus sobresaltados jinetes. Verhanna, todavía pie a tierra, mantuvo aferrada con fuerza la brida de su forcejeante montura. Rufus acababa de montar y, cuando su caballo empezó a resoplar y a cabriolear, el kender se abrazó a su cuello para agarrarse mejor, la capa aleteó y cayó sobre los ojos del animal de manera fortuita, pero consiguió calmar a la bestia.
El sobresalto de la descarga del rayo pasó, y los elfos se recobraron poco a poco. Un guerrero estaba caído en el suelo y gemía; se le había roto una pierna cuando el caballo se desplomó sobre él. Verhanna y los otros se ocuparon de entablillar el miembro lesionado. Rufus, viendo que no lo necesitaban, se acercó hacia el cráter abierto por el rayo.
El agujero tenía seis metros de diámetro y casi la misma profundidad. Los laterales del hoyo estaban ennegrecidos y echaban vapor. Llamas minúsculas lamían la seca hierba de la pradera alrededor del borde del agujero. Rufus apagó el incipiente fuego a pisotones y miró con asombro el enorme orificio. Una sombra se proyectó sobre él; se volvió y vio que Verhanna se le había unido.
—Alguien nos está arrojando rayos, capitana —dijo seriamente.
—¡Tonterías! —fue su respuesta, aunque su tono era inseguro—. No fue más que un acto de la naturaleza.
El siguiente relámpago se produjo un instante después. Verhanna articuló un breve grito de alarma y echó cuerpo a tierra. El rayo descargó a cierta distancia, y la joven alzó la cabeza tímidamente. Rufus oteaba el horizonte meridional, resguardándose los ojos con la mano.
—Se mueve en esa dirección —anunció.
Verhanna se incorporó y sacudió el polvo y la hierba de sus ropas. Tenía las mejillas arreboladas de vergüenza, y agradeció que el kender no hiciera comentario alguno sobre su zambullida al suelo para protegerse.
—¿Qué es lo que se mueve en esa dirección? —se apresuró a preguntar.
—La tronada —contestó el kender—. Hemos visto caer tres rayos, cada uno de ellos más hacia el sur que el anterior.
—Eso es una tontería —replicó Verhanna, descartando tal posibilidad—. Las tronadas se mueven al azar.
—Esta no es una tronada corriente —insistió el kender.
Los guerreros pusieron cómodo a su compañero herido, y, cuando Verhanna y Rufus se reunieron con ellos, la capitana ordenó a uno de los soldados que se quedara con el elfo lesionado para ayudarlo a regresar a Qualinost.
—Ahora somos cuatro —subrayó mientras formaban para reanudar la persecución. Un breve vistazo a Rufus la hizo rectificar—: Mejor dicho, cuatro y medio.
—Eso nos pone en desventaja, capitana —comentó uno de los guerreros.
—Incluso si estuviera sola, continuaría —afirmó Verhanna—. Estos criminales deben ser apresados, y lo serán.
Hacia el sur, donde la planicie parecía extenderse hasta el infinito, el relampagueo y el estruendo de la tronada continuaba. El pequeño grupo cabalgaba en esa dirección.
La sala de audiencias de la casa del Orador estaba abarrotada de qualinestis y todos hablaban a la vez. La brisa provocada por el revuelo de la muchedumbre había hecho que los estandartes que colgaban del alto techo ondearan suavemente. Las banderas escarlatas tenían bordados de oro hechos a mano por cientos de muchachas elfas y humanas. El emblema de la familia de Kith-Kanan —la familia real de Qualinesti, no el antiguo linaje de Silvanost— era una composición del sol y el Árbol de la Vida.
En medio de este tumulto, el Orador de los Soles aparecía sentado tranquilamente en su trono, en tanto que sus ayudantes intentaban poner orden en aquel maremágnum. Sin embargo, su conflicto interno se hacía patente en los pequeños movimientos circulares de sus pulgares sobre la suave madera de los brazos del trono. Era una madera poco común, un regalo de un comerciante ergothiano que la llamó vallenwood y dijo que procedía de unos árboles que alcanzaban un tamaño enorme. Una vez pulida, la madera de vallenwood parecía brillar con una luz interior. Kith-Kanan pensaba que era la madera más hermosa del mundo. Tenía un tacto suave y reconfortante bajo sus nerviosos dedos, que no dejaban de moverse.
Tamanier Ambrodel discutía acaloradamente con los senadores Clovanos y Xixis.
—¡Cuatro torres han sido derribadas por los rayos! —exclamó Clovanos con voz chillona—. Una docena de mis arrendatarios resultaron heridos. ¡Quiero saber qué va a hacerse para frenar todo esto!
—El Orador se está ocupando del problema —repuso Tamanier, exasperado. Su blanco cabello se despeinó al pasarse la mano por él en un gesto abstraído—. ¡Volved a casa! Lo único que estáis consiguiendo es agravar el problema con vuestro nerviosismo.
—¡Somos senadores del Thalas-Enthia! —increpó Xixis—. ¡Tenemos derecho a que se nos escuche!
Entretanto, el trueno retumbaba en el exterior, y el relampagueo de los rayos, mezclado con el brillante sol matinal, daba a la sala una iluminación espectral. Kith-Kanan miró a través de una ventana cercana. Se veían tres columnas de humo que se levantaban desde los puntos donde los árboles ardían, alcanzados por el rayo. Después de dos días de tronada, los daños iban aumentando.
Kith-Kanan se puso de pie lentamente. La multitud guardó silencio de inmediato y cesó su nervioso rebullir.
—Buena gente de Qualinost —empezó el Orador—, comprendo vuestros temores. Primero vino la oscuridad, debilitando las cosechas y atemorizando a los niños. No obstante, la oscuridad pasó sin causar verdaderos perjuicios, como prometí que ocurriría. Hoy comienza el tercer día de tronada…
—¿Los clérigos no pueden desviar esta calamidad destructora? —gritó una voz desde la muchedumbre, a la que se sumaron otras—. ¿No hay magia que nos defienda?
Kith-Kanan levantó las manos.
—No hay motivo para que cunda el pánico —declaró en voz alta—. Y la respuesta es no. Ningún clérigo de los grandes templos ha sido capaz de disipar o desviar la tronada. —Un sordo murmullo de preocupación recorrió la asamblea—. ¡Pero la ciudad no corre peligro, os lo aseguro!
—¿Y las torres que han sido derribadas? —demandó Clovanos. Su canoso cabello rubio se había soltado completamente de la cinta con que lo sujetaba, y varios mechones le caían sobre el iracundo rostro.
—¡Esas calamidades son culpa vuestra, senador! —gritó alguien desde la parte posterior de la sala.
La multitud de elfos y humanos se apartó para dejar paso a la senadora Irthenie, que se aproximó al trono. Vestida, como era su costumbre, con cuero teñido y luciendo las pinturas kalanestis en su rostro, Irthenie ofrecía una imagen llamativa en medio de los senadores y ciudadanos ataviados de un modo más conservador.
—He visitado una de las torres derribadas, gran Orador. El rayo descargó en un descampado cercano. La sacudida causó el derrumbe de la torre —anunció Irthenie.
—¡Ocúpate de tus asuntos, kalanesti! —bramó Clovanos.
—De ellos se ocupa, como senadora que es —interrumpió con acritud Kith-Kanan—. Sé muy bien que esperas indemnización por tu propiedad destruida, maese Clovanos. Pero deja que antes Irthenie termine lo que tiene que decir.
El resplandor de un relámpago iluminó el rostro del Orador resaltando sus rasgos durante un instante, y después pasó. Ráfagas de viento frío soplaron en la sala de audiencias y los estandartes suspendidos sobre la asamblea se agitaron y ondearon.
—El suelo cerca de la torre de Mackeli es muy arenoso, majestad —continuó Irthenie más calmada—. Recuerdo cuando Feldrin Feldespato erigió esa gran torre de vigía. Tuvo que excavar muchos metros para los cimientos hasta encontrar roca sólida. —Se volvió hacia el enfurecido senador Clovanos y lo miró con desdén—. Las torres del buen senador están en el distrito suroccidental, cerca de la de Mackeli, y no tenían esa clase de cimientos. Lo asombroso es que hayan seguido en pie tanto tiempo.
—¿Eres arquitecto? —replicó Clovanos—. ¿Qué sabes tú de construcción?
—¿Lo que dice la senadora Irthenie es cierto? —preguntó Kith-Kanan, iracundo. Ante el fuego en los ojos de su monarca y la creciente indignación plasmada en los rostros que lo rodeaban, Clovanos admitió de mala gana la exactitud de las palabras de Irthenie—. Entiendo —concluyó el Orador—. En este caso, los desdichados ciudadanos que vivían en esas torres poco seguras recibirán una indemnización de la tesorería real. Tú, Clovanos, no tendrás ninguna. ¡Y da gracias de que no te acuse por el cargo de poner en peligro las vidas de tus arrendatarios!
Con Clovanos así humillado, los que también habían protestado se retrajeron, poco o nada deseosos de atraer sobre sí la ira del Orador. Notando su franco temor, Kith-Kanan intentó levantarles los ánimos.
—Alguno de vosotros tal vez haya oído hablar acerca de mi contacto con los dioses justo antes de que cayera la oscuridad. Me fue revelado que surgirían prodigios en el mundo, portentos de algún gran acontecimiento venidero. Ignoro cuál será ese gran acontecimiento, pero puedo aseguraros que estos fenómenos, aunque atemorizadores, no son peligrosos en sí mismos. La oscuridad vino y se fue, y lo mismo ocurrirá con la tronada. Nuestro mayor enemigo es el miedo, que conduce a muchos a actos precipitados e ilegítimos.
»En consecuencia, os exhorto una vez más: ¡no os acobardéis! Todos nos hemos enfrentado al terror y a la muerte durante la gran Guerra de Kinslayer. ¿Es que no vamos a soportar un poco de oscuridad y relámpagos? No somos niños para que nos asuste el retumbo de unos truenos. Haré uso de todo el buen juicio y poder a mi disposición para protegeros, pero, si todos regresáis a casa y reflexionáis un poco, pronto os daréis cuenta de que no hay verdadero peligro.
—A menos que se tenga a Clovanos de casero —rezongó Irthenie.
Sonaron risas entre las personas que había a su alrededor. Las quedas palabras de la mujer kalanesti se repitieron por las filas de asistentes hasta que todos los que estaban en la sala rieron divertidos su comentario. El semblante de Clovanos adquirió una fuerte tonalidad roja, y el senador abandonó la sala con andares indignados, seguido de cerca por Xixis. No bien los dos senadores se hubieron marchado, las risas se intensificaron y Kith-Kanan pudo sumarse al jolgorio. Gran parte de la tensión y la ansiedad de los últimos días se disipó.
Kith-Kanan tomó asiento de nuevo en su trono.
—Y ahora —dijo, acallando las risas que llenaban la sala—, si estáis aquí para solicitar ayuda debido a los daños causados por la oscuridad o la tronada, por favor dirigíos a la antesala, donde mi chambelán y mis escribas tomarán nota de vuestros nombres y peticiones. Que tengáis un buen día, amigos míos.
Los qualinestis abandonaron la sala. Los últimos en salir fueron los soldados de la guardia real, a los que Kith-Kanan dio permiso para retirarse. Irthenie se quedó. La elfa se dirigió con pasos rápidos hacia la ventana, donde Kith-Kanan se le unió.
—Los mercaderes que están en la ciudad dicen que la tormenta de truenos y relámpagos se repite en todos los países, igual que ocurrió con la oscuridad —le informó Irthenie—. En el norte apenas lo han notado, pero en el sur es peor que aquí. He oído contar que algunos barcos se han hundido, y que hay fuego en los bosques meridionales, hasta Silvanesti.
—Parece que nos hemos librado de lo peor —musitó Kith-Kanan. Entrelazó las manos a la espalda.
—¿Sabes qué significa todo esto? —preguntó la senadora—. Las viejas elfas de los bosques somos irremisiblemente curiosas. Queremos saberlo todo.
—Sé tanto como tú, viejo lince —repuso, sonriendo.
—Tal vez sepa mucho más, Kith. Corren rumores en la ciudad acerca de Ulvian. No se lo ve rondando por ahí, ya sabes. Sus amigachos preguntan por él, y los chismes proliferan.
El buen humor del Orador desapareció.
—¿Qué se comenta?
—Casi la verdad… Que el príncipe cometió algún crimen y que lo has exiliado durante un tiempo —respondió Irthenie. Un rayo chisporroteante cayó en el pináculo de la Torre del Sol, justo al otro lado de la plaza, frente a la casa del Orador. Desde que los extraños fenómenos atmosféricos habían empezado, la torre había sido alcanzada varias veces sin consecuencias. La senadora añadió—: Cuál ha sido exactamente su crimen y el lugar de exilio permanecen en secreto.
Kith-Kanan asintió lentamente con la cabeza. Irthenie frunció los finos labios. Las líneas amarillas y rojas pintadas en la cara quedaron resaltadas con la luz del siguiente relámpago.
—¿Por qué guardas en secreto la suerte de Ulvian? —inquirió—. Su ejemplo sería una buena lección para muchos otros jóvenes golfos de Qualinost.
—No. No lo humillaré en público. —Kith-Kanan dio la espalda a la exhibición de fuego celestial y miró directamente a los ojos avellana de Irthenie—. Si Ulvian ha de ser Orador después de mí, no me gustaría que sus transgresiones juveniles fueran un escollo el resto de su vida.
—Lo comprendo, aunque no es la forma en que yo me habría encargado de él —declaró la senadora, encogiéndose de hombros—. Quizá por eso eres el Orador del Sol y yo una vieja viuda inofensiva que mantienes a tu lado para que charle contigo y te aconseje.
Kith-Kanan se echó a reír sin poder remediarlo.
—Eres muchas cosas, mi buena amiga, pero una vieja viuda inofensiva no es una de ellas. Eso es como decir que mi abuelo Silvanos era un guerrero medianamente bueno.
El Orador bostezó y estiró los brazos. Irthenie reparó en las oscuras ojeras que tenía.
—¿Duermes bien? —le preguntó. Él admitió que no.
—Demasiadas cargas y demasiados sueños inquietantes —dijo Kith-Kanan—. Ojalá pudiera marcharme de la ciudad durante un tiempo.
—Está tu arboleda.
El Orador dio una suave palmada.
—¡Tienes razón! ¿Ves? Tu ingenio es muy agudo. Mi mente está tan embotada que nunca se me habría ocurrido eso. Dejaré aviso a Tam de que voy a pasar el día allí. Quizá los dioses me favorezcan de nuevo y descubra la razón que hay tras todos estos portentos.
Kith-Kanan se dirigió presuroso a la salida privada, situada detrás del trono. Irthenie fue hacia las puertas principales de la sala de audiencias, pero hizo un alto para volverse y mirar a Kith-Kanan, que desaparecía en esos momentos por el oscuro umbral. El retumbo de los truenos hacía vibrar la pulida madera del suelo. Irthenie abrió las puertas y se metió entre la muchedumbre que todavía se arremolinaba en la antesala del Orador.
En Qualinost no había calles rectas. El perímetro de la ciudad, trazado por Kith-Kanan en persona, tenía la forma de la clave de un arco; el estrecho extremo norte daba a la confluencia de los dos ríos que protegían la urbe. La Torre del Sol y la casa del Orador se encontraban en ese extremo. La parte ancha de la ciudad, el extremo sur, estaba frente al terreno elevado que cobraba altitud progresivamente hasta formar los picos de Thorbardin. La mayor parte de la gente corriente vivía allí.
En el mismo corazón de Qualinost estaba la colina más alta de la ciudad. Ostentaba dos características importantes. La primera, la cima de la colina era una inmensa plaza llana, conocida como la Sala del Cielo, un «edificio» sin parangón, ya que carecía de paredes y techo. Aquí se llevaban a cabo ceremonias sagradas en honor de los dioses, se efectuaban asambleas de los nobles y grandes de Qualinesti, y se celebraban las fiestas de las estaciones. La enorme plaza abierta estaba pavimentada con un mosaico de millares de piedras colocadas a mano. El mosaico representaba un mapa de Qualinesti.
La segunda característica de esta colina, extendida en su cara norte, era el último reducto de bosque natural que quedaba dentro de Qualinost. Kith-Kanan había puesto un gran empeño en preservar esta arboleda de álamos cuando el resto de la meseta fue moldeada por la magia y las herramientas elfas. Más que un parque, la alameda se había convertido en un lugar de retiro para el Orador, su refugio de las presiones del cargo. Atesoraba la arboleda por encima de cualquier otra característica de su capital porque el enclave densamente arbolado le recordaba los días de un lejano pasado, la época en que había vivido en el primitivo bosque de Silvanesti con su primera esposa, la kalanesti Alaya, y con su hermano Mackeli.
Aquello había sido hacía mucho tiempo… más de cuatrocientos años. Desde entonces, había luchado y amado, había combatido, matado y gobernado. Las gentes de Qualinost estaban asustadas por la oscuridad y la tronada que habían caído sobre ellos. Kith-Kanan, sin embargo, estaba preocupado por la inminente crisis de su sucesión. El futuro de la nación de Qualinesti dependía de a quién elegiría para gobernar tras él. Tenía que mantener su palabra y retirarse. No era sólo por cumplir lo prometido; realmente deseaba apartarse y dejar la pesada carga del gobierno a otros hombros más jóvenes. Pero ¿a quién? ¿Y cuándo? ¿Cuándo estaría terminada oficialmente Pax Tharkas?
La arboleda no tenía una entrada específica ni senderos marcados ni puertas. Kith-Kanan frenó el ritmo de sus pasos. Sólo con ver la densa fronda ya se sentía más sosegado. Ningún rayo había caído en la arboleda. Los álamos tenían un blanco brillante bajo el sol matinal, y sus hojas triangulares se agitaban con la brisa y mostraban sus enveses plateados.
El Orador se retiró la capucha y, con cuidado, se quitó la diadema de oro que le ceñía la frente. Este sencillo aro metálico era la única corona que tenía Qualinesti, pero para este rato en la arboleda Kith-Kanan ni siquiera quería esta pequeña carga.
Guardó la corona en uno de los voluminosos bolsillos frontales de su vestidura, sobria como una túnica monacal. A medida que se internaba en la fronda, los ruidos de la ciudad se apagaron tras él. Cuanto más se adentrara en los árboles, menor sería la intromisión del mundo exterior. Entre los álamos, aquí y allí, crecían manzanos, melocotoneros y perales. En este día de primavera los árboles frutales estaban atestados de flores. Arriba, en los huecos entre las copas de los árboles, se veían tenues jirones de nubes que surcaban el cielo como bajeles navegando hacia una tierra lejana.
Kith-Kanan cruzó el arroyo que serpenteaba por la arboleda y por fin llegó a un peñasco tapizado con verde liquen. Él mismo había alisado la parte superior de la piedra con el gran martillo Tajador que le había regalado el rey enano Glenforth décadas atrás. El Orador trepó a lo alto del peñasco y tomó asiento, suspirando, mientras absorbía la paz de la arboleda.
Unos cuantos pasos a su derecha, el arroyo reía y chapoteaba sobre las piedras que encontraba en su camino. Kith-Kanan despejó su mente de todo salvo los sonidos del entorno, el suave soplo de la brisa, los árboles meciéndose, y el jugueteo del agua. Era una técnica que había aprendido de los clérigos de Astra, que a menudo meditaban en recogidas arboledas como ésta. Durante los difíciles años de la Guerra de Kinslayer, habían sido momentos como éste los que preservaron la cordura de Kith-Kanan y fortalecieron su voluntad de perseverar.
Paz. Sosiego. El Orador de los Soles parecía dormir, aunque estaba sentado muy derecho sobre la piedra.
Descanso. Tranquilidad. Las mejores respuestas a preguntas difíciles llegaban cuando la mente y el cuerpo no luchaban para hacerse con el control.
Un haz cálido le acarició el rostro. Abrió los ojos perezosamente. El viento suspiraba, y unas nubes blancas ocultaban el sol. Sin embargo, la sensación de calidez había sido intensa. Alzó la vista al cielo; sobre su cabeza, ardiendo como un segundo sol, había un orbe de luz blanca azulada. Le llevó menos de un segundo comprender que estaba mirando un rayo que caía directamente hacia él. Impulsado por el instinto, Kith-Kanan saltó del peñasco. Sus pies habían abandonado la superficie de la roca cuando el rayo se descargó sobre ella. Todo fue un estallido cegador y piedra resquebrajándose. Kith-Kanan cayó de bruces junto al arroyo, y los fragmentos rocosos le acribillaron la espalda. La luz y el sonido se extinguieron, pero el Orador de los Soles no se movió.
Se echó de menos a Kith-Kanan después de anochecer. Cuando el Orador no acudió a cenar, Tamanier Ambrodel envió guerreros a la arboleda para buscarlo. Kemian Ambrodel y sus cuatro compañeros registraron la densa fronda durante bastante tiempo antes de encontrar al Orador tendido cerca del arroyo, inconsciente.
Con toda clase de cuidados, Kemian le dio la vuelta a Kith-Kanan. Sufrió una fuerte impresión al ver que los castaños ojos del Orador estaban abiertos de par en par, sin mirar a nada. Durante un aterrador instante, lord Ambrodel creyó que el monarca de Qualinesti estaba muerto.
—Respira, señor —dijo uno de los guerreros con un inmenso alivio.
Los párpados se cerraron, se agitaron y después se abrieron otra vez bruscamente. Kith-Kanan suspiró.
—Gran Orador —dijo Kemian suavemente—, ¿os encontráis bien?
Se produjo un breve silencio mientras los ojos del Orador iban de lado a lado, abarcando con la vista el entorno.
—Tan bien como puede encontrarse un elfo después de estar a punto de ser alcanzado por un rayo —respondió finalmente con voz ronca.
Dos guerreros ayudaron a Kith-Kanan a incorporarse y lo sostuvieron. La mirada del soberano fue hacia los restos fragmentados del peñasco.
—Algún poder arcano está actuando en el mundo. Un poder que no está relacionado con los dioses que conocemos —dijo en voz queda, casi como si hablara consigo mismo—. Los clérigos y los hechiceros no han podido descubrir nada, y aun así…
Algo aleteó sobre sus cabezas. Los elfos, con los nervios de punta, dieron un respingo. El agudo chillido de un ave rompió la quietud de la arboleda de álamos, y Kith-Kanan se echó a reír.
—¡Un cuervo! ¡Vaya pandilla de intrépidos guerreros que estamos hechos! ¡Mira que asustarnos por un pajarraco negro…! —se burló. Le sonó el estómago y Kith-Kanan se lo frotó. Sus ropas tenían agujeros donde lo habían alcanzado los fragmentos de piedra abrasada—. Bueno, estoy muerto de hambre. ¡Volvamos a casa!
El Orador de los Soles echó a andar con paso vivo. Lord Ambrodel y sus guerreros formaron en filas y marcharon tras él hacia la casa del Orador, donde una agradable chimenea encendida y una cena fuerte aguardaban.