3
La balanza de la justicia

El techo abovedado de la Torre del Sol estaba decorado con un exquisito mosaico que simbolizaba el paso del tiempo y las fuerzas del bien y del mal. La mitad de la cúpula era un cielo azul, hecho con miles de fragmentos de turquesas, y un brillante sol hecho con oro y diamantes. La otra mitad estaba revestida con ónix negro y tachonado con diamantes que semejaban estrellas. Las tres lunas de Krynn estaban representadas por discos de rubíes para Lunitari, plata para Solinari y granates oscuros para Nuitari.

Dividiendo estos hemisferios había un arco iris realizado con carmesita, topacios, peridotos, zafiros y amatistas. El arco iris era a la vez una barrera y un puente entre los mundos del día y de la noche, un símbolo de la intervención de los dioses en los asuntos de los mortales.

Kith-Kanan reflexionó sobre los símbolos de la cúpula mientras yacía de espaldas sobre la tribuna que se alzaba en el centro del suelo de la torre. A diferencia de su equivalente de Silvanost, esta torre no se utilizaba como salón del trono. La Torre del Sol servía principalmente para cuando Kith-Kanan quería «dejar patidifuso a un visitante», como decía Verhanna.

El Orador recostó la cabeza sobre una mano. Su cabello entrecano, en el que se mezclaban las hebras marfileñas con los mechones plateados, estaba suelto y extendido en torno a su cabeza como un halo. Con la mirada prendida en el techo de la torre, abrió su mente. La paz y la belleza equilibrada de la Torre del Sol le proporcionaron la tranquilidad de espíritu necesaria para pensar en temas difíciles.

Hileras de ventanas y espejos ascendían en espiral hasta lo alto de la torre, permitiendo que el sol entrara e irradiara en infinidad de raudales luminosos. Fuera cual fuera la posición del astro en el cielo, la Torre del Sol siempre estaba brillantemente iluminada. El Orador se cubrió el rostro con el otro brazo. Una fresca brisa se coló por las ventanas y le acarició el cuerpo. Incluso eso resultaba sedante y, en este día, el Orador de los Soles necesitaba hasta la última pizca de paz que pudiera hallar mientras se debatía con el problema de la sucesión.

Qualinesti debía tener un heredero. Kith-Kanan había jurado, ante los dioses y la asamblea en Pax Tharkas, que se retiraría cuando la fortaleza estuviera terminada. Informes semanales del arquitecto mayor y maestro de obras, el enano Feldrin Feldespato, lo mantenían al tanto de los progresos realizados. Pax Tharkas estaba terminada en su noventa por ciento; con buen tiempo y sin surgir retrasos, la ciudadela quedaría finalizada en otros dos o tres años. Kith-Kanan tendría que nombrar a su sucesor muy pronto.

Durante mucho tiempo, el Orador se había consolado con la idea de que su único hijo era simplemente díscolo, pero ahora no podía negarse que el problema era más profundo. Su propio hijo involucrado en el comercio de esclavos…

Siendo Ulvian obviamente indigno de ocupar la posición de Orador de los Soles, Kith-Kanan consideró otros candidatos. ¿Verhanna? No era una buena elección. Era valiente, inteligente y tan digna como cualquier silvanesti de alta cuna, pero también era temperamental y a veces propensa a actuar con demasiada dureza. A pesar de los sueños de Kith-Kanan de igualdad en su reino, el hecho de que Verhanna fuera semihumana también pesaría en su contra en las mentes de algunos de sus súbditos de pura ascendencia elfa. Estos prejuicios se mantenían cuidadosamente escondidos, sin sacarlos a la luz, pero el Orador sabía que, aun así, existían. Esto, unido al hecho de que Verhanna fuera mujer, representaba un escollo insuperable.

—Podrías casarte otra vez —dijo una voz queda.

Kith-Kanan se incorporó en la tribuna y miró a su alrededor. La torre estaba negra como boca de lobo, aunque el Orador sabía que todavía no era mediodía. A su izquierda, de pie entre dos de las columnas que rodeaban el perímetro de la cámara, había un extraño elfo, envuelto en un halo de luz amarilla.

—¿Quién eres? —demandó Kith-Kanan.

El halo luminoso siguió al extraño cuando éste se acercó a la tribuna, a pesar de que el elfo no llevaba lámpara ni vela. Vestía un traje ajustado de cuero rojo, y una capa escarlata le colgaba de un hombro y arrastraba por el suelo. Las orejas del desconocido eran inusualmente altas y puntiagudas, incluso para ser un elfo, y su largo cabello tenía un vívido color rojo, como el rubí.

—Soy alguien que puede ayudarte —afirmó el intruso.

Hablaba con un aire de suprema seguridad en sí mismo.

Ahora que estaba más cerca, Kith-Kanan vio que sus ojos eran negros y relucientes, en contraste con una tez muy pálida, blanca como huesos secos. Su rostro, carente por completo de arrugas, habría podido muy bien estar tallado en el más puro alabastro.

—Sal de aquí —ordenó Kith-Kanan con tono cortante—. ¡Te has inmiscuido en mi intimidad! —Se enfrentó al desconocido, los músculos tensos, ya fuera para luchar o huir.

—¡Vamos, vamos! Tienes un dilema con tu hijo, ¿no es así? Puedo ayudarte. Tengo un poder considerable.

Kith-Kanan sabía que este elfo tenía que ser, como poco, un poderoso hechicero. La torre estaba rodeada con conjuros de protección, y para que cualquier ser maligno entrara en ella se requería un gran dominio de la magia.

—¿Cómo te llamas?

El elfo rojo se encogió de hombros, y su capa ondeó como olas de un mar escarlata.

—Tengo muchos nombres. Puedes llamarme Dru, si quieres. —Con una mano en la esbelta cintura y la otra extendida ante sí, Dru hizo una grácil, burlona reverencia—. Viniste aquí buscando la ayuda de poderes superiores, gran Orador, de manera que he respondido a tu llamada.

Kith-Kanan arqueo las cejas.

—¿Eres mortal? —preguntó.

—¿Acaso importa? Puedo ayudarte. Tu hijo ha infringido la ley y quieres saber qué hacer al respecto, ¿no? Eres el Orador de los Soles. Condénalo —dijo Dru suavemente.

—¡Es mi único hijo!

—Pero puedes tener otro si vuelves a casarte. Por una pequeña retribución puedo procurarte la consorte que tu corazón desea. —Sonrió y dejó a la vista unos dientes tan rojos como su cabello. Kith-Kanan se echó hacia atrás y regresó rápidamente a la tribuna, donde los potentes símbolos mágicos encastrados en el mosaico del suelo lo protegerían contra conjuros malignos.

—¡No pactaré con un espíritu maléfico! —exclamó—. ¡Fuera! ¡Deja de importunarme!

El elfo rojo se echó a reír, y las carcajadas resonaron de manera fantasmagórica en la torre oscura, vacía.

—¡Nuestro trato ya se ha iniciado gran Orador!

Kith-Kanan estaba desconcertado. ¿Iniciado ya el trato? ¿Había, de algún modo, invocado a este extraño ser del más allá?

—Por supuesto que lo hiciste —afirmó Dru, leyendo sus pensamientos—. Soy un tipo muy ocupado, no suelo perder mi valioso tiempo apareciéndome ante cualquiera. Observa, hijo de Sithel; te demostraré lo que soy capaz de hacer.

Dru dio una fuerte palmada y Kith-Kanan sintió una ráfaga de brisa pasar a su lado, como si el aire de la torre soplara hacia el extraño elfo. Con un chisporroteante siseo, una bola de fuego apareció de repente entre las palmas de Dru, y este la arrojó al suelo, donde explotó. El fuerte estallido y el cegador destello hicieron retroceder a Kith-Kanan. Cuando se le aclaró la vista, contempló una escena transformada.

Kith-Kanan ya no estaba en la Torre del Sol, aunque la tribuna seguía siendo sólida bajo sus pies. El entorno era el de una torre más pequeña y, a juzgar por la cantería y la forma de las ventanas, supo que se encontraba en Silvanost. De las paredes colgaban tapices de tonalidades verde pálido y azul, en los que se representaban escenas boscosas y damas elegantemente ataviadas. La luz del sol inundaba la estancia.

Un suspiro llegó a sus oídos. Se volvió y vio una silla de madera, grande y pesada, que estaba situada de espaldas a él y de cara a una ventana abierta. Alguien estaba sentado en ella, pero Kith-Kanan no podía ver quién era.

De repente la persona se incorporó y Kith-Kanan atisbó su hermoso cabello rojizo. Se quedó sin aliento.

—Hermathya —musitó.

—No puede vernos ni oírnos —informó Dru—. Contempla cómo languidece en Silvanost, sin ser amada y sin amar. Puedo traerla a tu lado en un abrir y cerrar de ojos.

Hermathya… el amor de su juventud. Esposa de su hermano gemelo, Sithas, durante muchos años. La mujer miraba directamente hacia el punto donde se encontraba Kith-Kanan, a través de él, penetrándolo, sin saberlo, con sus ojos de color azul profundo. Llevaba el cabello, rubio rojizo, recogido sobre la cabeza en complicadas trenzas, de manera que dejaba a la vista la elegante curva de sus puntiagudas orejas, y lucía un vestido hecho con un tejido de oro, fino como una telaraña, delicado y tintineante. Hubo un tiempo en que le propuso que se casara con él, pero su padre, desconocedor de su amor, la había comprometido con el gemelo de Kith-Kanan, Sithas. ¡Cuánto tiempo había transcurrido desde aquel lejano día! Ahora Sithas era el dirigente de los elfos silvanestis, al igual que Kith-Kanan regía a los qualinestis.

El Orador de los Soles, solitario y compadeciéndose de sí mismo, se sintió fuertemente tentado. La gran belleza de Hermathya había tenido el poder de incitarlo siempre. Un elfo tendría que ser de piedra para no sentir algo en su presencia.

Justo cuando iba a preguntar a Dru sus condiciones, Hermathya se volvió de espaldas y se lanzó hacia la ventana abierta. Kith-Kanan gritó y extendió los brazos para detenerla.

Antes de que la mujer pudiera arrojarse desde el alto ventanal, algo la frenó de golpe. El seco chasquido de metal sorprendió al Orador de los Soles. Debajo del repulgo del vestido dorado, Kith-Kanan atisbó un grillete de hierro cerrado en torno a su tobillo derecho y unido por una cadena a la pesada silla. La silla estaba clavada al suelo.

A pesar de que el grillete estaba forrado con un tejido acolchado, apretaba fuertemente el tobillo de Hermathya.

—¿Qué significa esto? —demandó Kith-Kanan.

—Un pequeño problema, Orador. —Dru parecía enfadado—. La dama padece depresiones a causa de la lesión sufrida por su hijo en la guerra y que lo dejó impedido. Y, debería añadir, por la pérdida de tu amor. El Orador de las Estrellas ha ordenado que se la tenga encadenada para evitar que se cause algún daño.

Hermathya había estado mirando el ventanal abierto con evidente ansia. Su rostro seguía siendo tan exquisito como lo recordaba Kith-Kanan: los altos pómulos, la delicada y fina nariz, el cutis tan terso y suave como seda. El tiempo no había dejado huellas en ella. De nuevo, la escuchó suspirar; un sonido rebosante de pesadumbre y dolor. Kith-Kanan apretó los ojos con fuerza.

—Sácame de aquí —siseó—. ¡No soporto ver esto!

—Como desees.

El oscuro abrazo de la Torre del Sol en Qualinost retornó.

Kith-Kanan se estremeció. Hermathya no había ocupado sus pensamientos, ni su corazón, desde hacía siglos. La ruptura entre su gemelo y él se había acentuado a causa de la pasión que Kith-Kanan sentía por Hermathya, pero el tiempo y otros amores habían extinguido prácticamente el viejo ardor. ¿Cómo podía sentir tal deseo por ella ahora?

—Las viejas heridas son las más profundas y las que más tardan en sanar —dijo Dru, respondiendo de nuevo al pensamiento de Kith-Kanan.

—No creo nada de esto —barbotó el Orador—. ¡Has creado esa escena con tu magia para engañarme!

Dru soltó un borrascoso suspiro y empezó a caminar alrededor de la tribuna, con el halo amarillo acompañándolo.

—¡Ah, qué falta de fe! —exclamó con sorna—. Todo cuanto ofrecí es verdad. La dama puede ser tuya otra vez si aceptas mis condiciones.

—¿Cuáles son? —inquirió Kith-Kanan mientras se cruzaba de brazos.

El elfo rojo unió las manos como en actitud de oración, pero la expresión de su semblante no era piadosa.

—Que permitas el paso de las caravanas de esclavos desde Ergoth y Silvanesti a través de tu reino —se apresuró a decir.

—¡Jamás! —Kith-Kanan se acercó a zancadas hacia Dru, que no retrocedió. El halo amarillo del extraño elfo detuvo el avance del Orador, quien, al alargar la mano para tocar el dorado capullo luminoso, retiró los dedos como si se los hubiera quemado. Sin embargo, el resplandor era peculiar, intensamente frío.

—Eres valiente —admitió Dru—, pero no intentes ponerme las manos encima otra vez.

En ese instante Kith-Kanan comprendió quién era Dru realmente, y, en una de las pocas veces que le ocurría en su vida, sintió verdadero miedo.

—Te conozco —dijo con voz temblorosa, a pesar de esforzarse en que sonara firme—. Eres el que corrompe a aquellos acosados por la adversidad. —Casi en un tono tan quedo que apenas resultó audible, añadió—: Hiddukel.

El dios de los pactos perversos, cuyo color sagrado era el rojo, hizo una inclinación.

—Eres tan virtuoso que resultas aburrido —comentó—. ¿Es que no hay nada que desees? Puedo llenar esta torre veinte veces con oro, plata o piedras preciosas. ¿Qué dices a eso? —Sus cejas pelirrojas se arquearon en un gesto interrogante.

—La riqueza no resolverá mis problemas.

—Piensa en el bien que podrías hacer con semejante fortuna. —La voz de Hiddukel rebosaba sarcasmo—. ¡Podrías comprar a todos los esclavos del mundo y dejarlos en libertad!

Kith-Kanan retrocedió hacia la tribuna. Era su refugio seguro, donde ni siquiera la magia del maligno dios podía alcanzarlo.

—¿Por qué tienes tanto interés por el tráfico de esclavos, Señor de la Balanza Rota? —preguntó.

La encarnación elfa del dios se encogió de hombros.

—Me interesa ese tipo de comercio. Soy el patrono de los traficantes de esclavos.

Los talones de Kith-Kanan tocaron la piedra de la tribuna, y el Orador subió a ella con seguridad.

—Rehúso todas tus ofertas, Hiddukel —declaró—. ¡Vete, deja de importunarme!

La mirada de maligno regocijo desapareció del rostro del elfo vestido de rojo. Al llamarlo por su propio nombre, no tenía más opción que marcharse. Sus afilados rasgos se crisparon en un gesto de odio.

—Tus problemas se acrecentarán, Orador de los Soles —escupió el Dios de los Demonios—. Lo que has creado se volverá contra ti para destruirte. El martillo romperá el yunque. ¡El rayo hendirá la roca!

—¡Márchate! —gritó Kith-Kanan con el corazón desbocado, como si fuera a salírsele por la garganta. Las tres sílabas retumbaron en el aire.

Hiddukel retrocedió un paso y giró rápidamente sobre un pie. Su capa revoloteó a su alrededor como una llamarada. La velocidad de los giros se incrementó más y más hasta que su forma elfa desapareció y fue reemplazada por una columna de fuego y humo arremolinados. Kith-Kanan levantó el brazo para protegerse el rostro de la virulenta demostración. La voz de Hiddukel retumbó en su cabeza:

—¡La hora de los portentos está próxima, necio rey! ¡Fuerzas más arcanas que los propios dioses te rodean! ¡Sólo el poder de la Reina de la Oscuridad puede arrostrarlas! ¡Guárdate!

El ardiente espectro de Hiddukel estalló y en dos segundos la quietud volvió a la Torre del Sol, aunque la profunda oscuridad que la envolvía permaneció. Sudando y temblando por lo cerca que había estado de caer en las garras del Traficante de Almas, Kith-Kanan se desplomó en el suelo. Su cuerpo se sacudía con convulsiones que no podía controlar. Un revoltijo de pensamientos e imágenes batallaban en su cerebro: Ulvian, Hermathya, Suzine, Verhanna, su hermano Sithas… Y, prevaleciendo sobre todos ellos, el malicioso semblante de Hiddukel. Sintió como si su alma fuera el objetivo en una contienda mortal entre dos fuerzas antagónicas.

Todo su cuerpo estaba dolorido; se sentía desmadejado, agotado, exhausto. Necesitaba descansar. Tenía que descansar. Se le cerraron los párpados.

—Señor… ¡Orador! —llamó una voz apagada.

Kith-Kanan se apoyó en las manos y se incorporó.

—¿Quién es? —respondió roncamente mientras se apartaba el cabello de la cara.

Un resplandor apareció en el vestíbulo de entrada. En esta ocasión, se trataba de la luz mundana de una lámpara en las manos de su chambelán.

—Estoy aquí, Tam.

—Gran Orador, ¿os encontráis bien? ¡No podíamos llegar hasta vos, y toda la ciudad está sumida en tinieblas! ¡La gente está aterrorizada!

—¿Qué quieres decir? —inquirió el Orador, tembloroso—. ¿Cuánto hace que estoy aquí? ¿Es de noche?

Tamanier se acercó. Su rostro estaba demacrado y ojeroso.

—¡Señor, apenas es mediodía! ¡Poco después de que entrarais en la torre a meditar, una cortina de negrura descendió sobre la ciudad. Vine de inmediato a informaros, pero las puertas de la torre estaban cerradas por fuerzas invisibles! Estábamos desesperados. De repente, hace sólo unos instantes, se abrieron de par en par.

Kith-Kanan se arregló las arrugadas ropas y se pasó los dedos por el cabello. Su cerebro empezaba a reaccionar. La torre parecía normal, salvo por la oscuridad que la envolvía. No había rastro de Hiddukel. Aspiró hondo.

—Ven —dijo—. Veamos cuál es la situación y luego tranquilizaremos a la gente.

Se dirigieron a las puertas; Kith-Kanan caminaba con toda la determinación que le permitían los agarrotados músculos y los nervios. Tamanier avanzó presuroso a su lado, sosteniendo la lámpara. Los guardias de la puerta presentaron armas y aguardaron, respetuosos, a que el Orador pasara. Las inmensas puertas estaban abiertas.

Kith-Kanan se detuvo en el amplio umbral de granito. Al otro lado, la oscuridad era intensa, mucho más densa que una noche corriente. A pesar de la lámpara y las antorchas que llevaban Tamanier Ambrodel y varios guerreros, Kith-Kanan apenas distinguía el final de la escalinata de la torre. La luz de las antorchas parecía ahogada por una neblina negra como la pez. No se veía luz alguna en las tinieblas, a pesar de que desde este punto aventajado todo Qualinost debería haber aparecido extendido ante el Orador. En lo alto, ni las lunas ni las estrellas eran visibles.

—¿Dices que esto ocurrió justo después de que yo entrará en la torre? —preguntó con nerviosismo.

—Sí, mi señor —contestó el chambelán.

Kith-Kanan asintió con un cabeceo. ¿Se trataba de algún hechizo de Hiddukel para obligarlo a que aceptara el infame trato del dios? No, no era probable. El Señor de la Balanza Rota era un embaucador, no un chantajista. Las víctimas de Hiddukel se buscaban la perdición ellas mismas. De ese modo, su tormento era más dulce para el perverso dios…

—Es muy raro —dijo Kith-Kanan con su mejor actitud regia—. Con todo, no parece peligroso, sólo atemorizador. ¿Está el prisionero todavía en la torre de Arcuballis? —No había necesidad de pronunciar el nombre del príncipe.

Uno de los guardias se adelantó.

—Yo puedo responder a eso, mi señor. Me encontraba en la torre cuando cayó la oscuridad. El teniente Merithynos pensó que podía ser parte de un complot para libertar al prisionero. Sin embargo, no se produjo tal tentativa, majestad.

—Esto no es un hechizo realizado por un mortal —subrayó Kith-Kanan. Hizo un movimiento con la mano a través de las tinieblas, esperando casi que le manchara la piel. No lo hizo. La oscuridad que parecía tan sólida era totalmente insubstancial; ni siquiera se notaba la humedad propia de una niebla normal.

—Di a Merithynos que traiga al prisionero a mi casa —ordenó Kith-Kanan enérgicamente—. Mantenedlo allí recluido hasta que yo llegue.

—¿Adónde vais, señor? —preguntó Tamanier, desconcertado e inquieto.

—Con mi pueblo, a tranquilizarlo.

Sin escolta y llevando él mismo una antorcha, Kith-Kanan abandonó la Torre del Sol. Durante las siguientes horas, caminó por las calles de la capital hablando con el pueblo llano así como con los nobles. El miedo saturaba el aire del mismo modo que lo hacía la extraña oscuridad. Cuando se corrió la voz de que Kith-Kanan estaba en las calles, la gente salió de las torres y templos para verlo y oír sus palabras tranquilizadoras.

—¡Oh, gran Orador! —se lamentó una joven elfa—. La negrura me ahoga. ¡No puedo respirar!

Él le puso una mano sobre el hombro.

—El aire es bueno —aseguró—. ¿No hueles las flores de los jardines de Mantis?

El templo del dios estaba próximo, y el aroma de centenares de rosales en flor que lo rodeaban perfumaba el quieto aire. La elfa inhaló con trabajo, pero su semblante se calmó en cierta medida mientras lo hacía.

—Sí, mi señor —repuso con más sosiego—. Las huelo, sí.

—Mantis no malgastaría su perfume en un aire sofocante —aseguró el Orador con afabilidad—. Es el miedo lo que te ahoga. Quédate aquí, cerca de los jardines, hasta que te sientas mejor.

Se alejó de ella y continuó caminando, seguido por una multitud de preocupados ciudadanos. Sus pálidos semblantes aparecían y desaparecían en la oscuridad, apenas alumbrados por las numerosas teas que ardían detrás de cada ventana y en todas las manos. En el punto donde la avenida de la Torre del Sol se unía a la calle que torcía al norte, hacia la torre de vigía llamada Sithel, Kith-Kanan se encontró con un grupo de artesanos y acólitos de los templos que discutían en voz alta y colérica. Se interpuso entre los dos bandos y les preguntó el motivo de la disputa.

—¡Es el fin del mundo! —declaró un humano, un calderero a juzgar por la cizalla y las tenazas colgadas de su chaleco de cuero engrasado—. ¡Los dioses nos han abandonado!

—¡Tonterías! —bramó un acólito de Astra, la deidad de los elfos—. Esto es simplemente algún capricho raro del tiempo. Pasará.

—¿Del tiempo? ¿Negro como la pez a mediodía? —exclamó el calderero. Sus compañeros, tanto elfos como humanos, todos artesanos del metal, apoyaron sus palabras sonoramente.

—Deberíais hacer caso al erudito clérigo —dijo Kith-Kanan con firmeza—. Está versado en estas materias. Si los dioses quisieran destruir el mundo, no nos envolverían en un manto nocturno. Utilizarían fuego, inundaciones y terremotos. ¿No os parece?

El calderero no quería contradecir a su soberano, pero dijo con actitud hosca:

—Entonces ¿por qué no hacen algo al respecto? —Señaló a la media docena de jóvenes clérigos que tenía delante.

—¿Lo habéis intentado? —preguntó Kith-Kanan al acólito de Astra.

El clérigo que había hablado frunció el entrecejo.

—Ninguno de nuestros conjuros de anulación ha funcionado, majestad. La oscuridad no está causada por magia humana o divina —afirmó. Los otros clérigos se mostraron de acuerdo con murmullos.

—¿Cuánto creéis que durará?

El joven elfo sólo pudo encogerse de hombros, impotente. El calderero resopló, y Kith-Kanan se volvió hacia él.

—Deberías sentirte agradecido, amigo mío, por esta oscuridad.

Aquello cogió desprevenido al hombre.

—¿Agradecido, majestad?

—Está negro como la noche en un día laboral. Disfrutas de una fiesta inesperada. —Los artesanos soltaron unas risitas nerviosas—. ¡En vuestro lugar, me apresuraría a ir a la taberna más cercana a celebrar mi buena suerte!

Una amplia sonrisa iluminó el semblante del calderero, y los dos grupos enfrentados empezaron a dispersarse.

Kith-Kanan continuó su camino. Al pasar frente a una calle lateral, se detuvo cuando oyó un sollozo procedente del oscuro callejón.

El Orador se adentró en la calle lateral, siguiendo el sonido del llanto. De repente una mano salió de las tinieblas y se plantó con firmeza en su pecho, parándolo.

—¿Quién eres? —inquirió bruscamente mientras acercaba la antorcha hacia quien lo había detenido.

—Vivo aquí, y me llamo Gusar.

La débil luz de la antorcha mostró a Kith-Kanan a un anciano humano, calvo y con las cejas blancas. Los ojos de Gusar eran blancos también. Las cataratas lo habían dejado ciego.

—Alguien está en apuros un poco más adelante —dijo el Orador, aliviado. Un anciano ciego no era una amenaza.

—Lo sé. Iba en su ayuda cuando oí tus pasos atolondrados. —Kith-Kanan se encrespó ante la grosería del hombre. El ciego continuó—: Aparta esa antorcha de mi cara y reanudaré mi camino.

El monarca de Qualinesti retiró la antorcha y Gusar echó a andar con la fácil seguridad de quien está acostumbrado a la oscuridad. Kith-Kanan lo siguió en completo silencio. Poco después, llegaron junto a un trío de chiquillos elfos, acurrucados junto a la puerta cerrada de una casa.

—Hola —saludó Gusar, alegre—. ¿Alguien llora?

—¡No podemos encontrar nuestra casa! —gimió una niña elfa—. ¡Hemos buscado y buscado, pero no hemos visto las margaritas que crecen a la puerta!

—Conque margaritas, ¿eh? Conozco esa casa. Está unos pocos pasos más adelante. Os llevaré allí. —Gusar extendió una mano sarmentosa. Los chiquillos elfos lo miraron con recelo.

—¿Eres un troll? —preguntó el niño más pequeño, con los azules ojos muy abiertos en su menuda cara.

Gusar soltó una risita cascada.

—No —respondió—. Sólo soy un viejo ciego. —Señaló con el pulgar por encima del hombro—. Mi amigo tiene una antorcha para alumbraros el camino.

Kith-Kanan se quedó sorprendido. No había pensado que el anciano supiera que todavía seguía allí.

La niña que había hablado se levantó en primer lugar y tomó la mano del hombre. Los dos niños siguieron a su hermana, y los chiquillos y el humano echaron a andar callejón adelante. Kith-Kanan iba detrás, a corta distancia, hasta que la pequeña se volvió y dijo:

—No os necesitamos, señor. El anciano puede llevarnos a casa.

—Adiós, pues —se despidió el Orador.

La espalda encorvada del viejo humano y el pelo rubio de los pequeños desaparecieron enseguida en las tinieblas.

Por primera vez desde hacía días, el Orador sonrió. Su sueño de una nación donde todas las razas pudieran vivir en paz debía de estar afianzándose cuando tres niños de pura sangre silvanesti podían tomar sin miedo la mano de un viejo y sarmentoso humano y dejarle que los llevara a casa.