2
El ataque
El kender condujo a la tropa de Verhanna a través de las montañas hasta un risco que se asomaba al río de la Esperanza, que formaba el límite occidental de Qualinost. Las torres y los puentes de la ciudad se alzaban en el norte, a menos de cinco kilómetros. El sol se ponía tras las montañas, a espaldas de los guerreros. Su luz bañaba la capital, y los puentes arqueados relucían como tiaras doradas. Abrigadas entre el verde claro de las hojas primaverales, miles de ventanas reflejaban el astro carmesí. Rutilante como ninguna, la Torre del Sol reflectaba el ardiente resplandor con tanta fuerza que casi hacía daño a los ojos.
La joven recorrió con la mirada la ciudad que su padre había fundado, y una profunda sensación de paz la inundó. Su hogar era maravilloso; la idea de que traficantes en la miseria elfa y humana estuvieran operando a la vista de la belleza de Qualinost hizo que una oleada de resolución y cólera se apoderara de ella. Rufus la sacó de sus reflexiones.
—Capitana —susurró el kender—, ¡huelo a humo!
Verhanna se concentró hasta percibir un débil efluvio a leña quemada en la suave brisa. Venía de abajo, de la base del risco.
—¿Hay un camino para bajar allí? —inquirió.
—A caballo, no. La senda es demasiado angosta —contestó Rufus.
Sin hacer ruido, Verhanna ordenó a sus tropas que desmontaran. Los caballos fueron atados por las riendas a las rocas, y un grupo de cinco guerreros se quedó para vigilarlos. Los restantes quince soldados siguieron a Verhanna por la senda. Ella, a su vez, iba detrás de Rufus Gorralforza.
Saltaba a la vista que otros habían estado utilizando esta trocha. Había arena de la orilla del río esparcida sobre el suelo pedregoso, sin duda con intención de amortiguar los pasos. Ahora esa arena sirvió a los propósitos de los guardias, que bajaban sigilosos en fila de a dos. Pusieron gran cuidado en evitar que los escudos chocaran contra algo. El olor de leña quemada se intensificó.
La base del risco estaba a unos treinta metros de la orilla del río. Pinos achaparrados salpicaban el terreno, y a mitad de camino entre el risco y la orilla no había nada más que arena, depositada por la corriente durante las inundaciones de primavera. Verhanna cogió a Rufus por el hombro y lo hizo detenerse. Los guerreros se agazaparon en silencio, detrás de su capitana, ocultos tras los pequeños árboles.
El sonido de voces llegó hasta ellos. Voces, y ruido de movimientos.
—No alcanzo a ver cuántos son —dijo Verhanna en un tenso susurro.
—Yo puedo averiguarlo —afirmó Rufus con gran seguridad y, antes de que la joven tuviera oportunidad de impedírselo, se había soltado de su mano y empezaba a avanzar.
—¡No! ¡Vuelve! —siseó la capitana.
Demasiado tarde. Con la temeridad —que algunos llamarían necedad— propia de su raza, el kender avanzó a gatas unos cuantos pasos, se puso de pie y se limpió la arena de las rodillas. Luego, silbando una alegre tonada, marchó hacia el campamento oculto de los traficantes.
Merith se arrastró hacia la capitana.
—Ese ladronzuelo nos traicionará —rezongó.
—No lo creo —contestó ella—. ¡Por los dioses, es valiente ese pequeño bribón!
Al cabo de unos momentos, unas risotadas resonaron en el aire. La voz de tiple de Rufus, diciendo algo ininteligible, se oyó a continuación, y después más risas. Para sorpresa de Verhanna, el kender salió rodando entre las matas de pino, con las rodillas metidas bajo la barbilla. Hizo una ágil voltereta y extendió los brazos. Sonaron más risas y aplausos. Verhanna comprendió; el kender estaba haciendo el payaso, realizando trucos acrobáticos para divertir a los traficantes de esclavos.
Rufus arrastró un pie en la arena y luego saltó hacia adelante y dio una vuelta de campana. Desde su escondrijo, Verhanna alcanzó a distinguir lo que el kender había dibujado en la arena: un uno y un cero. Había diez traficantes en el campamento.
—¡Buen chico! —susurró con ferocidad—. Los atacaremos por sorpresa. Desplegaos a lo largo de la orilla del río. No quiero que ninguno de ellos salte al agua y escape a nado.
Con el peso de las armaduras, los guardias no podrían echarse al agua para perseguir a los traficantes.
Las espadas salieron de sus vainas. Verhanna se incorporó y enarboló en el aire su arma, en silencio. Los últimos rayos de sol le bañaban el semblante, destacando sus rasgos mestizos: ojos almendrados elfos, anchas mejillas humanas, y una afilada barbilla silvanesti proclamaban la ascendencia de la capitana. La trenza de cabello castaño claro colgaba sobre su pecho y la joven se la echó atrás. Un brusco cabeceo fue la señal para sus guerreros, y los guardias avanzaron con celeridad.
Mientras Verhanna avanzaba presurosa a través de la pantalla de achaparrados arboles, echó un vistazo al campamento de los traficantes. Al pie del risco había varios cobertizos hechos con cantos de río, y las grietas tapadas con musgo. Se confundían tan bien con el entorno que, desde cierta distancia, nadie los habría identificado como habitáculos. Dos hogueras pequeñas ardían en el suelo, delante de las chozas. Los traficantes estaban agrupados entre las dos lumbres, y Rufus, con el pelirrojo copete empapado de sudor y el rostro tan acalorado que no se le distinguía la multitud de pecas, hacía el pino delante de ellos.
Los sorprendidos traficantes gritaron cuando vieron que los guardias se les echaban encima. Unos cuantos cogieron sus armas, pero la mayoría prefirió huir. Verhanna cruzó a zancadas la arena, dirigiéndose al traficante armado que tenía más cerca. Parecía ser un kalanesti, con el oscuro cabello trenzado y triángulos rojos pintados en las mejillas. En las manos sostenía una pica corta con la punta de lengüetas. Verhanna desvió la arremetida con su escudo y lanzó un tajo al astil que lo quebró. El kalanesti maldijo, le arrojó el asta partida y echó a correr. La joven lo alcanzó en un visto y no visto, ya que sus largas piernas eran más rápidas que las de él. La capitana bajó la espada y lanzó una cuchillada a la pantorrilla del traficante. Este cayó, agarrándose el miembro herido. Verhanna saltó por encima de él y siguió corriendo.
Los traficantes retrocedieron, empujados hacia la base del risco por las espadas de los guardias. Algunos prefirieron luchar contra los qualinestis, y sucumbieron en una breve y sangrienta refriega. Los traficantes estaban mal armados y sus adversarios eran más numerosos, así que poco después se encontraban de rodillas y suplicando clemencia.
—¡Tendeos boca abajo! —gritó Verhanna—. Extended los brazos, con las manos bien a la vista.
La joven oyó un grito de advertencia a su izquierda y se giró a tiempo de ver a uno de los tratantes corriendo hacia el río. Llevaba mucha ventaja para que cualquiera de los guardias pudiera alcanzarlo, pero el hombre no había contado con Rufus Gorralforza. El kender dio un brusco giro a una honda y lanzó un guijarro. Con un golpe sordo, la piedra alcanzó la cabeza del traficante; el humano se desplomó de bruces y se quedó tendido en el suelo, inmóvil. Rufus corrió hacia él y sus ágiles manos empezaron a rebuscar en las ropas del individuo.
La lucha había terminado; los traficantes fueron registrados y atados de pies y manos. De los diez en el campamento, cuatro eran humanos, otros cuatro, kalanestis, y dos eran semihumanos. Merith comentó que los tres que habían muerto eran todos kalanestis.
—No son dados a rendirse —replicó Verhanna de mala gana—. Registrad los cobertizos, Merith.
Rufus se acercó sin prisa, balanceando la honda con desenvoltura.
—Buena pelea, ¿eh, capitana? —comentó alegremente.
—Ha sido más un tiro al pichón que un combate, gracias a ti.
El kender sonrió de oreja a oreja. Verhanna rebuscó en la bolsita del cinturón y encontró una pieza de oro. La imagen grabada de su padre la contemplaba desde la moneda. Se la lanzó a Rufus.
—Gracias por tu ayuda, kender —dijo.
—¡Gracias, mi capitana! —Rufus acarició la pesada pieza de oro.
—¡Capitana! ¡Aquí! —gritó Merith, que estaba a la entrada de uno de los cobertizos, justo en ese momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Verhanna con tono cortante cuando llegó a su lado—. ¿Algo va mal?
Merith, el semblante demudado, señaló la choza con la barbilla.
—Se… será mejor que entres y lo veas.
La joven frunció el entrecejo y se dirigió a la entrada. La puerta de la burda vivienda de piedra era un simple trozo de cuero. Verhanna lo apartó a un lado y entró. Una vela ardía sobre una pequeña mesa en el centro de la única habitación de la choza. Alguien estaba sentado a la mesa; su rostro permanecía en las sombras, pero Verhanna vio numerosos anillos en la mano apoyada en el tablero, incluido un sello de plata muy familiar. Un sello que pertenecía a…
—Verdaderamente, hermana, tienes una facilidad sorprendente para aparecer en el momento más inoportuno —dijo la figura sentada. Se inclinó hacia adelante, y los ojos de color avellana, distintivos del linaje de Silvanos, relucieron a la luz de la vela.
—¡Ulvian! ¿Qué haces aquí? —preguntó la joven, cuya voz, a causa de la conmoción, era apenas un susurro.
El hijo de Kith-Kanan apartó la vela a un lado y entrelazó las manos con fuerza sobre la mesa.
—Dirigiendo cierto negocio muy lucrativo, hasta que tú lo interrumpiste tan bruscamente.
—¿Negocio? —Durante un largo instante, su hermana fue incapaz de comprenderlo. Los burdos platos y utensilios, la desvencijada mesa, el tosco catre de mantas en un rincón, incluso la chisporroteante vela; todo ello atrajo su errática mirada antes de que sus ojos se detuvieran de nuevo en la persona que tenía ante sí. Entonces, con la fuerza de una tormenta de verano, estalló—: ¡Negocio! ¡Trata de esclavos!
El atractivo rostro de Ulvian, tan parecido al de su madre, Suzine, se crispó levemente. Los elfos puros no tenían vello facial, pero Ulvian se había dejado crecer barba y bigote, como señal de su ascendencia humana. Con un gesto rápido y abstraído, se acarició la suave pelusilla dorada.
—Lo que haga no es asunto tuyo —replicó con fastidio—. Ni de nadie, en realidad.
¡Su propio hermano un traficante de esclavos! El primogénito de la Casa de Silvanos y el supuesto heredero del trono de Qualinesti. El rostro de Verhanna enrojeció al sentir su propia deshonra y saber la vergüenza y el dolor que esto causaría a su padre. ¿Cómo podía Ulvian hacer algo así? Entonces su humillación dio paso a la cólera; una fría rabia se apoderó de la hija del Orador.
Agarrando a Ulvian por la pechera de su casaca de seda carmesí, Verhanna lo sacó a rastras de detrás de la mesa y fuera del cobertizo. Merith todavía aguardaba en el exterior.
—¿Dónde están los esclavos? —le preguntó la joven con voz áspera. Sin pronunciar una palabra, Merith señaló el mayor de los otros dos cobertizos.
—¡Vamos, hermano! —gruñó Verhanna, empujándolo para que caminara delante de ella. Algunos guardias vieron al hijo del Orador y se quedaron boquiabiertos.
—¿Qué miráis con cara de pasmados? —vociferó Merith—. ¡Vigilad a los prisioneros! —ordenó.
Verhanna hizo que Ulvian entrara en la choza de los esclavos de un empujón. Dentro, un guardia cortaba las cadenas de una joven elfa demacrada, utilizando martillo y cortafrío. Otros esclavos estaban desplomados contra las paredes de la choza. Aun con la libertad al alcance de la mano, estaban anímicamente quebrantados, apáticos y pasivos. Había algunos semihumanos y, para consternación de Verhanna, dos chiquillos humanos de cabello oscuro que no tendrían más de nueve o diez años. Todos los cautivos tenían una capa de mugre. El cobertizo apestaba a sudor rancio, orín y desaliento.
El guardia partió la cadena de la elfa en dos y la ayudó a levantarse. Estaba tan débil que las piernas no la sostenían y, con un suspiro apenas perceptible, se desplomó. El guardia cogió el famélico cuerpo de la joven en sus brazos y a sacó fuera.
Verhanna sabía que tenía que controlar sus emociones. Cerró los ojos y puso todo su empeño en tranquilizarse, en serenar los alocados latidos de su corazón. Luego abrió los ojos y habló con convicción:
—Ulvian, padre pedirá tu cabeza por esto. Y, si se digna concederme el favor, blandiré el hacha de buena gana.
Ulvian sonrió mientras se arreglaba el cuello de encaje con una pálida mano.
—No lo creo, mi dulce hermana. Después de todo, al heredero del Orador no le sentaría bien andar por ahí sin cabeza, ¿no te parece?
La capitana abofeteó a su hermano con tanta fuerza que le volvió la cabeza. Lentamente, Ulvian giró el rostro hacia su hermana. Ella era diez centímetros más alta que él, y el príncipe tuvo que echar la cabeza atrás ligeramente para mirarla a los ojos. La mueca burlona se había desvanecido de sus labios, reemplazada por una feroz inquina.
—Jamás serás el Orador si yo puedo hacer algo para evitarlo —juró Verhanna—. No eres digno de llevar el nombre de nuestro padre, cuanto menos heredar su título.
Una gotita de sangre resbalaba por la comisura de la boca del príncipe. Ulvian se la limpió y dijo en voz queda:
—Siempre fuiste el perrito faldero de padre.
Verhanna retiró bruscamente el trozo de cuero que cubría el vano de la puerta.
—¡Teniente Merith! —llamó—. ¡Ven aquí!
El elegante elfo se apresuró a entrar; la vaina de la espada tintineaba al golpear contra la pieza de armadura que le protegía el muslo.
—Encadena al príncipe Ulvian —ordenó Verhanna—. Y, si articula una sola palabra de protesta, amordázalo también.
Merith la miró de hito en hito.
—Capitana, ¿estás segura? ¿Encadenar al príncipe?
—¡Sí! —bramó la joven.
Merith buscó entre el montón de cadenas que había en el cobertizo de los esclavos y encontró un par de grilletes que servirían para Ulvian. Azorado, llegó frente al hijo de Kith-Kanan y sostuvo abiertos los fríos aros metálicos.
—Alteza —dijo con voz tensa—, vuestras manos, por favor.
Ulvian no se resistió y presentó los delgados brazos. Merith cerró los grilletes en sus muñecas. El pasador tenía un agujero para meter un remache de hierro blando.
—Lamentarás esto, Verhanna —dijo el príncipe en un susurro apenas audible mientras se miraba fijamente las muñecas esposadas.
Para cuando los guerreros de Verhanna tuvieron bajo control el campamento de traficantes de esclavos, lord Ambrodel y su escolta personal de treinta jinetes llegaron por la orilla del río a todo galope, acudiendo al despacho enviado poco antes. Los elfos colocaron una doble fila de antorchas en la arena para señalar el camino a los jinetes.
A la misma luz, habían clasificado a los desdichados cautivos según raza y género. Los traficantes estaban encadenados en un único grupo, y unos guardias equipados con ballestas los vigilaban.
Lord Ambrodel llegó galopando, los cascos de su caballo levantando la arena. Llamó en voz alta a Verhanna, y la hija del Orador se adelantó y saludó al joven Ambrodel.
—Preséntame tu informe —ordenó él antes de desmontar.
Verhanna le tendió una hoja en la que había anotados ocho esclavos encontrados y liberados, y siete traficantes capturados.
—Tres prefirieron luchar y murieron —añadió la joven.
Lord Ambrodel se guardó el pergamino bajo el peto.
—¿Cómo llevaban a los esclavos? —preguntó mientras recorría con la mirada el campamento ingeniosamente camuflado.
—Por el río, señor.
Lord Ambrodel volvió la vista hacia el agua iluminada por la luna.
—Señor —continuó Verhanna—, encontramos indicios de que más esclavos han sido enviados desde este campamento. Los que hemos encontrado aquí estaban demasiado enfermos para viajar. Quisiera coger a mi tropa e intentar interceptar al resto antes de que lleguen a la frontera de Ergoth.
—Ya es tarde para eso, me temo —contestó lord Ambrodel—. Quiero interrogar al jefe de los traficantes. ¿Lo cogisteis vivo? —Verhanna asintió con un brusco cabeceo. Ambrodel se quitó los guanteletes y se sacudió la arena de la cota de malla que le cubría los muslos—. Bien, capitana, llévame a donde está —dijo con impaciencia.
Sin pronunciar una palabra, Verhanna giró sobre sus talones y condujo al comandante hacia los cobertizos. Los traficantes estaban sentados en el suelo, algunos con las cabezas hundidas entre los brazos en un gesto de desesperación y otros mirando con odio a sus captores. Verhanna sacó una antorcha de la arena de un tirón y la sostuvo en alto. Apartó el trozo de cuero de la puerta para que lord Ambrodel viera el interior e introdujo la antorcha en la choza. El rostro de la figura sentada ante ellos quedó iluminado. Lord Ambrodel se echó hacia atrás bruscamente.
—¡Es imposible! —exclamó—. ¡Príncipe Ulvian!
—Kemian, amigo mío —dijo el príncipe al general—, mejor será que ordenes que me quiten estos grilletes. No soy un vulgar delincuente, aunque mi histérica hermana insiste en tratarme como si lo fuera.
—Suéltalo —ordenó lord Ambrodel, que tenía el semblante muy pálido.
—Señor, el príncipe Ulvian fue sorprendido ocupado en el comercio prohibido de la trata de esclavos —adujo Verhanna con premura—. Tanto los edictos de mi padre como las leyes del Thalas-Enthia exigen…
—¡No me cites las leyes a mí! —espetó lord Ambrodel—. ¡Pondré al Orador al corriente de este asunto de inmediato, pero no llevaré a un miembro de la familia real encadenado por las calles de Qualinost! ¡No puedo deshonrar así al Orador!
Antes de que ella pudiera ordenarlo, Merith se encontraba al lado de Verhanna, con el cortafrío. La joven apartó las manos de su teniente con brusquedad, agarró las frías abrazaderas de hierro y, sin más herramientas que sus propias manos, con la fuerza que le confería su ascendencia humana, abrió los grilletes lo bastante para que Ulvian pudiera sacar los brazos. El príncipe entregó las cadenas vacías a su hermana, con actitud insolente.
—¡Capitana, regresa con tu tropa! —ordenó lord Ambrodel—. Reúnelos para emprender una marcha.
—Sí, señor. ¿Con qué destino? —respondió sucintamente.
—Hacia el sur…, al bosque. Quiero que busquéis más campamentos de traficantes allí. El teniente Merithynos se quedará para informar sobre el hallazgo de los traficantes.
La mirada de Verhanna fue hacia su hermano, luego a Merith y de nuevo a lord Ambrodel. Era demasiado disciplinada como soldado para desobedecer a su comandante, pero sabía que lord Ambrodel la enviaba a esta misión para así poder encargarse del delicado asunto del crimen de Ulvian y su castigo. Kemian no dejaría escapar al príncipe; era demasiado honrado para hacer algo así. Pero concedería a su hermano todos los privilegios hasta el momento en que se lo entregara a Kith-Kanan en persona.
—Muy bien, señor —contestó Verhanna al cabo. Saludó secamente con una inclinación de cabeza y, haciendo resonar las espuelas al hincar los talones en la arena apelmazada, se marchó.
Ulvian se frotó las muñecas y sonrió.
—Gracias, lord Ambrodel —dijo—. No olvidaré esto.
—Ahorraos vuestra gratitud, mi príncipe. Lo dije en serio; seréis entregado al dictamen de vuestro padre.
Ulvian siguió sonriendo. La rojiza luz de la antorcha otorgaba a su rubio cabello un tono cobrizo.
—No tengo miedo —afirmó, animado. Y, en verdad, no lo tenía. Su padre nunca lo había castigado por sus frivolidades y malas costumbres.
Mientras Verhanna reunía a sus guerreros con broncos gritos de mando, el kender reapareció. Sus bolsillos estaban llenos a reventar con el pillaje del campamento de traficantes: cuchillos, cuerda, piedras de chispa, pipas de arcilla, muñequeras tachonadas con bronce.
—Saludos, capitana —llamó Rufus—. Ahora ¿hacia dónde?
Verhanna enrolló las riendas en su mano izquierda.
—Así que has vuelto ¿eh? Creí que no te volvería a ver.
—Me pagaste, y ahora soy tu explorador —anunció Rufus—. Puedo conduciros a cualquier parte. ¿Desde qué horizonte veremos la próxima salida del sol?
Verhanna subió al caballo. Sus ojos se detuvieron en el cobertizo del que su hermano y lord Ambrodel no habían salido todavía. Su hermano, el traficante de esclavos.
—Al sur —dijo, mordiendo literalmente las palabras al salir entre los dientes apretados.
La casa del Orador era muy grande, aunque ni por asomo tan suntuosa como el Palacio de Quinari en Silvanost, donde Kith-Kanan había crecido. Construida con madera en su totalidad, tenía la calidez y la naturalidad que le faltaban a la residencia de su hermano, el Orador de las Estrellas. La planta de la casa era más o menos rectangular, con dos pequeñas alas que se proyectaban hacia el oeste. La entrada principal estaba en el lado este, sobre el patio de la Torre del Sol.
Lord Ambrodel, el teniente Merith y el príncipe Ulvian se encontraban en la antesala iluminada por lámparas, donde Kith-Kanan solía recibir a sus invitados. Al estar muy entrada la noche, las brillantes lunas de Krynn ya se habían puesto.
A pesar de lo avanzado de la hora, el Orador estaba completamente despejado y bien ataviado cuando él y Tamanier Ambrodel descendieron la pulida escalera de madera de cerezo que conducía a la antesala. El repulgo de su larga capa, adornado con pieles, arrastraba por el suelo. Las puntas de las zapatillas de fieltro amarillo asomaban bajo el dobladillo de terciopelo verde.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó suavemente.
Como el oficial de mayor rango presente, le correspondía a Kemian Ambrodel informar. Cuando la reseña del joven general llegó al punto en que Verhanna había descubierto al príncipe Ulvian en el campamento de traficantes, el padre de Kemian, Tamanier, contuvo una exclamación de sorpresa. La mirada de Kith-Kanan fue hacia Ulvian, que frunció los labios y empezó a balancearse sobre los talones en una manifiesta actitud de arrogancia.
—¿Los esclavos encontrados habían sido maltratados? —preguntó el Orador en tono cortante.
—Estaban enfermos, sucios y mal alimentados, majestad. Por lo que nos contaron, los apartaron de un grupo mayor de esclavos que fue enviado por el río hacia Ergoth porque se los consideraba demasiado débiles para hacer trabajos pesados. —Kemian tuvo que esforzarse para contener la indignación—. Unos cuantos habían sido azotados, Orador.
—Entiendo. Gracias, general.
Kith-Kanan enlazó las manos a la espalda y contempló fijamente el suelo. El veteado de la tarima de arce creaba un bello dibujo que semejaba las danzarinas llamas de una lumbre. Kith-Kanan levantó la cabeza bruscamente y dijo:
—Quiero que todos vosotros juréis guardar en riguroso secreto lo que ocurre aquí esta noche. Nadie debe saberlo. Ni siquiera vuestras familias. ¿Queda claro? —Los elfos reunidos asintieron con actitud solemne, salvo Ulvian—. Este es un asunto muy delicado. Hay ciertas personas en Qualinost que intentarían sacar provecho de los… actos de mi hijo. Por bien de la nación, esto debe permanecer en secreto.
El Orador bajó el último peldaño de la escalera y se paró a un palmo de su hijo.
—Uli, ¿por qué lo hiciste? —inquirió en voz queda.
El príncipe temblaba por la rabia contenida a duras penas y también cierto temor.
—¿De verdad quieres saberlo? —barbotó—. ¡Porque predicas justicia y compasión en lugar de fuerza y grandeza! ¡Porque malgastas dinero en mendigos y templos inútiles en lugar de emplearlo en hacer un verdadero palacio! ¡Porque eras el guerrero más famoso de la época y has desperdiciado toda tu gloria por haraganear en jardines en lugar de abrirte paso luchando hasta las puertas de Silvanost, nuestro legítimo hogar! —Su voz se ahogó.
Kith-Kanan miró a su hijo de arriba abajo. El dolor plasmado en su semblante era visible para todos. Sin embargo, se impuso la gran dignidad del Orador.
—La guerra y la gran marcha hacia el oeste dejó a Silvanesti con una grave escasez de granjeros, artesanos y obreros —dijo—. Para apaciguar a nobles y clérigos, mi hermano, el Orador de las Estrellas, ha autorizado la esclavitud en todo su reino. Unas condiciones parecidas se dan en Ergoth, con resultados similares. Pero ninguna clase de inconvenientes, por muchos que sean, justifica que seres humanos sean esclavizados por otros seres humanos. He hecho de erradicar ese tráfico vil de Qualinost la meta de mi vida, y mi propio hijo… —Kith-Kanan cruzó los brazos y se apretó con fuerza los bíceps a través del terciopelo verde de su túnica—. Ulvian, quedarás confinado en la torre de Arcuballis hasta… Hasta que se me ocurra el justo castigo que te corresponde —declaró.
—No te atreverás —replicó, desdeñoso, el príncipe—. ¡Soy tu hijo, tu único heredero legítimo! ¿Qué sería de tu preciosa dinastía sin mí? Te conozco, padre. ¡Me perdonarás cualquier cosa con tal de evitar ser el primer y último Orador de los Soles de la Casa de Silvanos!
El envejecido Tamanier Ambrodel no pudo contenerse más tiempo. Había sido amigo de Kith-Kanan desde que el Orador era un joven príncipe en Silvanost. Escuchar a este cachorro malcriado zaherir a su padre era más de lo que un ser mortal podía aguantar. El canoso chambelán se adelantó y abofeteó a Ulvian. El príncipe se revolvió contra él, pero Kith-Kanan se movió con rapidez y se interpuso entre su hijo y el chambelán.
—No, Tam, detente —pidió con voz temblorosa—. No justifiques su odio. —Luego se dirigió a Ulvian—. Cincuenta años atrás podrías haberte ganado una paliza por tu insolencia, pero ahora no tranquilizaré tu conciencia con tanta facilidad.
Tamanier retrocedió un paso. Kith-Kanan llamó con un ademán a Merith, que estaba detrás de Kemian Ambrodel, en silencio.
—Tengo un encargo para ti, teniente —dijo el Orador con gravedad. La mirada del monarca acobardó al ya nervioso joven elfo—. Serás el guardián de mi hijo. Condúcelo a la torre de Arcuballis y quédate con él. No debe ver a nadie ni hablar con persona alguna. ¿Entendido?
—Sí, gran Orador. —Merith saludó rígidamente.
—Id ahora, antes de que se haga de día.
Merith desenvainó la espada y se puso junto a Ulvian. El príncipe miró con gesto hosco la hoja desnuda. El Orador, el chambelán y el general los observaron mientras salían hacia la torre por las grandes puertas de la casa, que se cerraron a sus espaldas. Kith-Kanan le preguntó a Kemian dónde estaba Verhanna. Lord Ambrodel explicó que había considerado que lo mejor era separar a los hermanos en semejante crisis.
—Una sabia decisión —aprobó el monarca tristemente—. Hanna sería capaz de retorcerle el cuello a Uli.
El Orador ordenó a Kemian que regresara al campo y continuara con la búsqueda de traficantes de esclavos. El general hizo una profunda reverencia, primero a su soberano y después a su padre, y abandonó la estancia. Una vez que se hubo marchado, Kith-Kanan se hundió, tembloroso, en la escalera. Tamanier se arrodilló presuroso a su lado.
—¡Majestad! ¿Os encontráis mal?
Las lágrimas brillaban en los castaños ojos de Kith-Kanan.
—Estoy bien —musitó—. Déjame solo, Tam.
—¿Escolto a vuestra majestad a sus aposentos?
—No, quiero quedarme sentado aquí un rato. Anda, márchate, viejo amigo.
Tamanier se incorporó e hizo una reverencia. El susurro de sus sandalias se perdió por el apenas iluminado corredor. Kith-Kanan estaba solo.
Cayó en la cuenta de que tenía los puños apretados y aflojó la tensión de los dedos. Quinientos años, en el cómputo elfo, no era una edad muy avanzada y, no obstante, en esos momentos Kith-Kanan se sentía muy, muy viejo. ¿Qué iba a hacer con Ulvian? Los motivos del muchacho eran un misterio para él. ¿Tanto necesitaba el dinero? ¿Era por experimentar la emoción de hacer algo prohibido? Esta vez, ninguna razón podía disculpar su conducta.
En cierta ocasión en que Ulvian había regresado a casa medio desnudo y mugriento tras perder, literalmente, hasta la camisa con el juego, Verhanna había abordado a su padre.
—No es bueno —había dicho.
—¿No lo es? ¿Quién lo hizo así? —había tenido que preguntarse en voz alta Kith-Kanan—. ¿A quién puedo culpar sino a mí mismo? Apenas estuve con él hasta que cumplió los doce años. La guerra no iba bien, y se me necesitaba en el campo de batalla.
—Madre lo malcrió. Le llenó la cabeza con un montón de tonterías —había contestado Verhanna con aspereza—. Son incontables las veces que Ulvian me ha dicho que eres el responsable de su muerte.
Kith-Kanan se pasó una mano por la frente. Eran incontables también las veces que le había explicado a Ulvian lo que realmente le había ocurrido a Suzine, que había sacrificado su vida por su esposo y su causa, pero su hijo nunca lo había creído.
¿Qué podía hacer? Ulvian tenía razón; Kith-Kanan no podía ordenar que su propio hijo fuera ejecutado o desterrado. Era el heredero del Orador. Después de trabajar tan duro, de hacer tantos sacrificios para crear esta gran nación, Kith-Kanan se preguntó si no habría sido todo en vano.
Una campana sonó en alguna parte, lejos. Los clérigos de Mantis, al que en Silvanost llamaban Matheri, tañían la gran campana de bronce del templo, anunciando el inminente amanecer. Kith-Kanan levantó la cansada cabeza, hasta ahora hundida entre las manos. El sonido de la campana era como una voz que lo llamaba. Ven, ven, le decía.
«Sí —pensó—. Meditaré y consultaré a los dioses. Ellos me ayudarán».