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Palabrería ambigua
Cuando Kith-Kanan condujo a sus seguidores hacia el oeste para fundar una nueva nación élfica en las antiguas tierras boscosas conocidas anteriormente como Mithranhana, no tenía en mente ninguna meta ni plan, salvo que los errores de Silvanesti no se repitieran. Con esto no sólo se refería al tipo de gobierno autocrático e inflexible de la primera nación élfica, sino también a la distribución barroca y ornamental de la misma ciudad de Silvanost.
La localización de la primera ciudad de la nueva nación no fue elegida de manera consciente, sino gracias a un venado perdido. Kith-Kanan y sus lugartenientes más allegados iban cabalgando a la cabeza de la columna de colonos una tarde, cuando vieron un magnífico ciervo de cuerna azulada y piel gris. Pensando que el animal sería un estupendo trofeo, así como una buena provisión de carne que les era necesaria, Kith-Kanan y sus lugartenientes fueron a darle caza. El ciervo se alejó a grandes saltos, y los elfos a caballo tuvieron que esforzarse a fondo para no quedarse atrás. El venado los condujo más y más lejos de la columna en marcha, por el pronunciado desnivel de un barranco. Con una flecha encajada en su arco, Kith-Kanan estaba a punto de intentar un disparo desesperado sobre la marcha cuando la barranca terminó en el escarpado borde de una torrentera. Kith-Kanan sofrenó bruscamente a su caballo al tiempo que lanzaba un grito de sorpresa al ver que el ciervo saltaba por el precipicio.
Perplejos, los elfos desmontaron, corrieron al borde de la torrentera y se asomaron. No había señal del ciervo; ni el menor rastro del cuerpo estrellado en la orilla del río, allá abajo. Kith-Kanan comprendió entonces que el animal que habían visto era mágico, pero ¿por qué se había cruzado deliberadamente en su camino? ¿Por qué los había llevado hasta allí?
La respuesta se hizo pronto evidente cuando los elfos inspeccionaron los alrededores. Al otro lado de la amplia torrentera había una hermosa meseta poblada con árboles de hoja perenne y coníferas. Tras unos breves segundos de reflexión, Kith-Kanan supo que ése era el emplazamiento de su nueva ciudad, la capital de la nueva nación.
La meseta limitaba por el norte, este y oeste con dos ríos, que convergían en el extremo septentrional de la meseta y se convertían en un afluente del río de la Rabia Blanca. Estas dos vías fluviales corrían por torrenteras anchas y profundas. El extremo meridional de la escarpa, que tenía una forma más o menos triangular, era un laberinto de barrancas abruptas y rocosas, y el terreno se elevaba finalmente para formar las estribaciones de las montañas Kharolis. Desde un punto de vista lógico, el lugar era ideal al ofrecer belleza y defensas naturales. En cuanto al ciervo gris… En fin, al Rey Bardo, Astarin, el dios más reverenciado por los elfos, se lo llamaba a veces el Ciervo Errante.
De este modo nació la ciudad de Qualinost. Durante un tiempo, la opinión mayoritaria era bautizar a la urbe en honor a Kith-Kanan, del mismo modo que Silvanost lo había sido por el gran Silvanos, augusto fundador de la primera nación élfica. Pero el Orador de los Soles se negó en rotundo.
—Esta ciudad no ha de ser un monumento para mí —explicó a sus bien intencionados seguidores—, sino un lugar para todas las personas de buena voluntad.
Al final, fue el amigo y compañero de batallas de Kith-Kanan, Anakardain, quien puso nombre a la ciudad. Este guerrero de mediana edad, que había combatido al lado de Kith en la batalla de Sithelbec, comentó una noche durante la cena que la persona más noble de la que había oído hablar era Quinara, esposa de Silvanos. El palacio de Silvanost se llamaba Quinari en honor de ella.
—¡Tienes razón! —declaró Kith-Kanan.
Aunque Quinara había muerto antes de nacer él, el Orador conocía bien las historias que se contaban sobre la virtuosa vida de su abuela. A partir de aquel día, la ciudad en ciernes entre árboles fue conocida como Qualinost, que en el Antiguo Elfo significa «en memoria de Quinara».
El número de inmigrantes aumentaba a diario con los llegados de Silvanesti. Un vasto campamento creció a lo largo del margen del río oriental en tanto que las viviendas permanentes surgían entre los árboles de la meseta.
Los edificios de Qualinost, creados con el cuarzo rosa que formaba parte del terreno, tenían formas abovedadas o cónicas que se alzaban hacia el cielo como altos y esbeltos árboles sin hojas.
El mayor esfuerzo se reservó para la Torre del Sol, un tremendo pináculo dorado que habría de ser la sede del reino del Orador de los Soles. En líneas generales, su diseño se asemejaba a la Torre de las Estrellas de Silvanost, pero en lugar del frío y blanco mármol, esta torre estaba recubierta con oro bruñido. El metal noble reflejaba los cálidos y brillantes rayos del astro. La forma de la Torre del Sol era la única semejanza que tenía Qualinost con la antigua capital elfa; cuando estuvo terminada y Kith-Kanan fue investido formalmente como el Orador de los Soles, la ruptura entre el este y el oeste quedó entonces consumada.
Una mañana primaveral, en el año doscientos treinta del reinado de Kith-Kanan, la calma de Qualinost saltó hecha añicos con el sonido de las pisadas de multitud de botas claveteadas. Las gentes de la ciudad salieron a las puertas de sus casas rosadas, a la sombra de los frondosos árboles, y contemplaron el paso de la casi totalidad de la Guardia del Sol, el ejército de Qualinesti, a lo largo de los altos puentes arqueados que conectaban los cuatro vértices de la ciudad. A diferencia de las ciudades fortificadas humanas, Qualinost no tenía murallas; en cambio, cuatro gráciles puentes de hierro forjado y bronce se extendían en arco de un chapitel a otro de las torres de vigía, encerrando a la ciudad en murallas de aire. Los puentes estaban diseñados para reforzar la defensa de la ciudad, bien que no interferían en el paso libre de mercaderes y ciudadanos. Eran de una belleza impresionante, tan delicados como telarañas pero evidentemente fuertes para aguantar el peso de las tropas que ahora marchaban por ellos. El bronce de los puentes voladizos irradiaba fulgores rojizos con la luz del sol, y por la noche el negro hierro se plateaba con la luna blanca, Solinari. Kith-Kanan había puesto a las cuatro torres de vigía los nombres de Arcuballis, Sithel, Mackeli y Suzine.
Esa mañana, la gente alzaba el rostro mientras las compañías de guardias salían de las torres de vigía y convergían en la torre de Suzine, en el vértice sureste de la ciudad. Los elfos habían vivido en paz durante más de dos siglos y en todo ese tiempo no se había observado semejante movimiento de tropas. Una vez que los dos mil soldados de la guardia estuvieron reunidos en la torre, la quietud volvió de nuevo a la urbe. Aunque los curiosos qualinestis observaron durante varios minutos, no parecía que estuviera ocurriendo nada más. Las gentes, fuerte su fe en sus líderes y tropas, se encogieron de hombros y regresaron a la rutina diaria.
Había demasiados guerreros para caber dentro de la torre de Suzine, así que muchos permanecían en los extremos de intersección de los puentes. Los rumores corrían entre sus filas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué habían sido convocados? El antiguo enemigo, Ergoth, había estado tranquilo desde hacía mucho tiempo. Existía tensión con Silvanesti y empezó a cundir el temor ante la idea de que el hermano del Orador, Sithas, Orador de las Estrellas, estuviera atacando por el este. La funesta suposición se propagó con progresiva rapidez entre las tropas.
Los soldados, en la ignorancia, siguieron aguardando mientras el sol sobrepasaba su cenit y empezaba a descender. Cuando, por fin, la sombra de la Torre del Sol se extendió y rozó el puente del este, las puertas de la torre de vigía se abrieron y Kith-Kanan salió por ellas junto con un numeroso contingente del Thalas-Enthia, el senado de Qualinesti.
Los guerreros saludaron llevando una de las manos a los torsos protegidos con armaduras y gritaron:
—¡Salve, gran Orador! ¡Salve, Orador de los Soles! —Kith-Kanan respondió a su saludo y los soldados guardaron silencio. El Orador de los Soles parecía cansado y preocupado. Su mata de cabello plateado, en el que abundaban los mechones de canas marfileñas, estaba sujeta en la nuca en una burda cola, y su túnica azul claro aparecía arrugada y polvorienta.
—Guardias del Sol —dijo en voz baja y controlada—, os he convocado aquí hoy con el corazón apesadumbrado. Un problema que ha atormentado a nuestro país durante algunos años ha empeorado a tal punto que me veo obligado a utilizaros a vosotros, mis bravos guerreros, para suprimirlo. He consultado con los senadores del Thalas-Enthia y con los clérigos de nuestros dioses, y todos están de acuerdo con el curso de acción que debemos tomar.
Kith-Kanan hizo una pausa, cerró los ojos y suspiró. El día empezaba a refrescar ligeramente, y una suave brisa acarició el agotado semblante del cabecilla.
—Os envío a destruir a los tratantes de esclavos que infestan la confluencia de los ríos que guardan la ciudad —finalizó, levantando la voz.
Los guardias prorrumpieron en murmullos contenidos de sorpresa. Todos los residentes de Qualinost sabían que el Orador había intentado suprimir la esclavitud en sus dominios. La larga Guerra de Kinslayer había dado lugar, como una de sus más tristes secuelas, a una gran población de refugiados, indigentes y vagabundos al margen de la ley. Estos eran presa de los tratantes de esclavos, que los vendían en Ergoth y en Silvanesti. Puesto que Qualinesti era una extensa área despoblada entre estos dos países, donde la esclavitud era práctica habitual, resultaba inevitable que los tratantes operaran en la tierra de Kith-Kanan. Los tratantes que llevaban sus «mercancías» humanas y elfas a los mercados a través de territorio qualinesti, capturaban frecuentemente ciudadanos de este país a su paso. La esclavitud era una de las principales maldades que Kith-Kanan y sus seguidores habían deseado dejar atrás en Silvanesti, pero la perniciosa práctica se había infiltrado en el nuevo país. Era hora de que el Orador de los Soles le pusiera fin.
—Lord Anakardain dirigirá una columna de un millar de guardias por el río occidental arriba, hacia la confluencia. Lord Ambrodel estará al mando de una segunda columna de setecientos cincuenta guerreros, que recorrerán el brazo oriental y empujarán a los tratantes a las manos de lord Anakardain. En la medida de lo posible, quiero que esa gente sea apresada con vida para procesarla en juicio público. De todas formas, dudo que muchos de ellos tengan arrestos para luchar, pero no quiero que se les dé un trato sumario. ¿Queda claro?
La mayoría de los guardias eran antiguos Montaraces que habían luchado con Kith-Kanan contra los ergothianos; eran hijos e hijas de elfos kalanestis que habían vivido en esclavitud en Silvanost durante siglos, por lo que era poca la amabilidad que los tratantes podían esperar de ellos.
Kith-Kanan se apartó mientras lord Anakardain empezaba a dividir las tropas en dos unidades; los restantes doscientos cincuenta guerreros se quedarían en la ciudad. El general Kemian Ambrodel, hijo del chambelán de Kith-Kanan, se encontraba al lado de su soberano.
—Si lo deseáis, mi señor, puedo asignar a lady Verhanna a la guardia de la ciudad —dijo en tono confidencial.
—No, no. Es un soldado como cualquier otro —repuso Kith-Kanan—. Hanna no querría que mostrara favoritismo alguno con ella simplemente porque es mi hija.
Incluso entre la multitud de dos mil guerreros podía distinguir con facilidad a Verhanna. Casi una cabeza más alta que la mayoría de los guerreros qualinestis, la joven lucía en el casco plateado el penacho rojo de oficial. Una gruesa trenza de cabello castaño claro le colgaba por la espalda hasta la cintura. Pese a ser bastante madura para los cánones de los semihumanos, Verhanna no se había casado y estaba dedicada a su padre y a la guardia. Kith-Kanan se sentía orgulloso de la destreza de su hija en las artes militares, pero una pequeña parte paternal en él deseaba verla desposada y con hijos antes de que él muriera.
—Preferiría, no obstante, que fuera contigo en lugar de con Anakardain. Creo que estará más segura con las tropas montadas —confió el Orador a lord Ambrodel.
El apuesto elfo de cabello rubio claro asintió con gravedad.
—Como ordenéis, mi señor.
En ese momento, lord Anakardain llamó a su joven subordinado. Kith-Kanan observó a lord Ambrodel mientras se alejaba presuroso y, no por primera vez, le llamó la atención el gran parecido que el joven general tenía con su padre.
Mientras las tropas se separaban en dos unidades, el Orador entró de nuevo en la torre de Suzine, seguido por varios miembros del Thalas-Enthia. Con una notable ausencia de protocolo, Kith-Kanan fue hacia una mesa colocada junto a la pared curvada y se sirvió una copa de fuerte néctar.
Los senadores lo rodearon. Clovanos, que pertenecía a un antiguo y noble clan de Silvanesti, dijo:
—Mi señor, esta medida causará gran consternación al Orador de las Estrellas.
—Mi hermano debe entendérselas con su propia conciencia —replicó Kith-Kanan con un tono neutro mientras dejaba la copa en la mesa—. Yo no toleraré la esclavitud en mi reino.
El senador Clovanos hizo un ademán como restando importancia al asunto.
—Es un problema mínimo, gran Orador —afirmó.
—¿Mínimo? ¿La compra y venta de personas como si fueran gallinas y cuentas de cristal? ¿En verdad consideráis que eso es un problema mínimo, senador?
El senador Xixis, que era también silvanesti, intervino.
—Sólo tememos las represalias del Orador de las Estrellas o del emperador de Ergoth si maltratamos a tratantes que resulten ser sus súbditos. Nuestro país es todavía muy joven, majestad. Si nos atacan uno o ambos países, Qualinesti no sobrevivirá.
—Creo que subestimáis gravemente nuestra fuerza —manifestó un senador humano, Malvic Explorador del Camino—. ¡Y que sobreestimáis la preocupación de los dos monarcas por los que son la peor escoria que pisa este mundo!
—Este negocio está más enraizado de lo que puedas imaginar —repuso Clovanos, sombrío—. Incluso en el propio Qualinost hay quienes sacan provecho con la trata de personas.
Kith-Kanan se volvió con brusquedad, y sus ropas giraron arremolinadas a sus pies.
—¿Quién osaría actuar en abierto desafío a mis edictos? —demandó.
Clovanos palideció ante la súbita ira del Orador. Retrocedió un paso.
—Ma… majestad —tartamudeó—, se oyen cosas en las tabernas, en los templos. Conversación ambigua. Cosas intangibles.
Irthenie, una senadora kalanesti que todavía llevaba con orgullo las pinturas en el rostro, tan populares entre sus parientes salvajes, se interpuso entre Kith-Kanan y el acosado Clovanos. Su inteligencia y postura antiesclavista la habían hecho confidente del Orador.
—Clovanos dice la verdad, majestad —declaró—. Hay sitios en la ciudad donde el dinero cambia de manos por influencias y por esclavos vendidos en otros países.
Kith-Kanan soltó el broche dorado que le sujetaba el largo cabello y se pasó los dedos entre los pálidos mechones.
—La historia que nunca termina, ¿verdad? —dijo con tono cansado—. Intento dar a mi pueblo una nueva vida, y todos los viejos vicios vuelven para perturbarnos.
Su desalentado comentario flotó en el aire como humo negro. Azorados, Clovanos y Xixis fueron los primeros en marcharse. Malvic salió a continuación, tras ofrecer palabras de apoyo a la postura del Orador. El senador semihumano, Harplen, que rara vez hablaba, se marchó con Malvic. Sólo Irthenie se quedó.
En medio de mucho griterío y ruido de pisadas, las dos unidades de la Guardia del Sol se dispersaron. Kith-Kanan observaba desde la ventana a sus guerreros, que se desperdigaban por los puentes hacia las torres de vigía y por las calles de la ciudad. Buscó a Verhanna, pero no la localizó.
—Mi hija irá con la guardia —dijo, de espaldas a la mujer kalanesti—. Esta será su primera experiencia en un conflicto.
—Lo dudo —repuso Irthenie—. Nadie cercano a ti puede ser extraño a los conflictos, Kith. Lo que no entiendo es por qué no envías también a tu hijo. A ese chico no le vendrían mal unas cuantas lecciones duras.
Kith-Kanan dio vueltas a la copa de bronce entre sus manos, templando el néctar que contenía.
—Ulvian ha salido con sus amigos otra vez. No sé adónde. Probablemente a beber hasta emborracharse, o a jugarse la camisa en una partida de dados. —El tono del Orador era amargo y un rictus le atirantaba las comisuras de la boca. Dejó a un lado la copa—. Uli no ha sido el mismo desde que Suzine murió. Estaba muy unido a su madre.
—¡Déjalo a mi cargo seis meses y lo pondré más derecho que una vela!
Kith-Kanan no pudo evitar una sonrisa ante su comentario. Irthenie tenía cuatro hijos, todos los cuales eran vigorosos, testarudos y triunfadores. Si Ulvian hubiera sido más joven, habría aceptado la oferta de Irthenie.
—Mi buena amiga —dijo en cambio, tomando sus manos, atezadas y ajadas por el tiempo, en las suyas—, de todos los problemas a los que me enfrento en la actualidad, Ulvian no es el más grave.
Ella lo miró intensamente, estudiándolo con atención.
—Estás equivocado, Orador —replicó—. La fortaleza de Pax Tharkas está casi terminada, y se acerca el momento en el que prometiste abdicar. ¿Puedes, en conciencia, nombrar a un haragán vividor como Ulvian el próximo Orador de los Soles? Creo que no.
Él le soltó las manos y le volvió la espalda, con el rostro ensombrecido por la preocupación.
—No puedo faltar a mi palabra. Juré que abdicaría cuando Pax Tharkas quedara terminada. —Suspiró hondo—. Ansío ceder el pesado mando de la jefatura. Después de una guerra y de construir una nación nueva, estoy cansado.
—Entonces te diré una cosa, Kith-Kanan: tómate tu merecido descanso y entrega el título a otro, siempre y cuando no sea a tu hijo —declaró Irthenie con firmeza.
El Orador no respondió. La mujer aguardó unos minutos y luego hizo una reverencia y salió de la torre.
Kith-Kanan tomó asiento en una dura silla de cuartel y dejó que el sol le bañara el rostro. Con los ojos cerrados, se abandonó a profundas y espinosas reflexiones.
—¡Atención, caballería! ¡Cerrad filas!
Taciturnos, los guardias refrenaron sus monturas. Por lo general no eran tan huraños, pero resultaba que habían sido asignados al capitán más estricto y exigente de la Guardia del Sol. Verhanna Kanan no se permitía ninguna indulgencia, y tampoco a los que estaban a su mando.
La tropa de Verhanna avanzaba hacia el norte, patrullando las vertientes occidentales de las montañas Imán, un macizo pequeño pero de picos escarpados, al oeste de Qualinost. El río que discurría por el lado oeste de la ciudad nacía en estas montañas. Era un terreno con escaso arbolado al estar tan próximo a la serranía. Lord Ambrodel había encargado a la tropa de Verhanna la tarea de inspeccionar la zona más próxima al pie de los picos, donde los guardias eran vulnerables a cualquier emboscada desde arriba.
La capitana mantenía a sus soldados en formación cerrada, pues no quería que cualquier rezagado pudiera ser asesinado. Sus ojos no se apartaban un solo instante de las laderas. La roca rojiza y el suelo pardo estaban surcados de vetas negras. Estos eran depósitos de piedra imán, la magnetita que daba nombre a las montañas. Chamanes kenders venían de todos los rincones de Ansalon para extraer hierro magnético con los que hacer amuletos de protección. Hasta el momento, los únicos seres vivos que Verhanna había visto eran unos pocos miembros de la pequeña raza kender, trabajando en los afloramientos de piedra imán con picos hechos con cuernas de ciervo.
Su lugarteniente, un antiguo silvanesti llamado Merithynos, Merith para abreviar, cabalgaba a su lado mientras los caballos avanzaban lentamente por el terreno pedregoso. Las vertientes estaban en sombras toda la mañana.
—Una tarea inútil —comentó Merith con un sonoro suspiro—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Cumplir la orden del Orador —replicó Verhanna con firmeza. Su mirada se posó en una oscura silueta agazapada en un repliegue del terreno. Observó lentamente, pero pronto cayó en la cuenta de que sólo era un arbusto de acebo.
Merith bostezó, una mano apretada contra la boca.
—¡Pero es tan aburrido!
—Sí, lo sé. Preferirías estar en Qualinost, pavoneándote por las calles e impresionando a las doncellas con tu espada y tu armadura —dijo Verhanna secamente—. Al menos aquí te ganas la paga.
—¡Capitana, me has herido! —Merith se apretó el pecho y se balanceó como si le hubieran disparado una flecha.
Ella lo miró ceñuda en un gesto de mofa.
—¡Payaso! ¿Cómo es que un petimetre como tú entró en la guardia? —preguntó.
—A decir verdad, fue idea de mi padre. O el clero, o el ejército, eso es lo que me dijo. «No hay sitio en el Clan de la Luna Plateada para los ociosos», arguyó…
Verhanna se puso tensa y tiró de las riendas bruscamente.
—¡Calla! —siseó—. He visto algo.
Haciendo señales con la mano, la capitana dividió a su tropa de veinte en dos, con diez guerreros, incluida ella misma, desmontados. Espada y rodela en ristre, condujo a los soldados cuesta arriba por la pendiente de rocalla. Los pies les resbalaban en la grava suelta y la ascensión fue lenta.
De repente una figura se incorporó delante de Verhanna y salió corriendo, como una perdiz levantada por un perro perdiguero.
—¡Cogedlo! —gritó la capitana.
La pequeña criatura, que parecía estar envuelta en una tela blanca, se alejaba a toda carrera, pero perdió el equilibrio y rodó ladera abajo. Se frenó con un golpe sordo contra las botas de Merith. Este bajó la afilada hoja elfa hacia el enfundado bulto y lo pinchó con la punta hasta que la criatura se quedó quieta.
—Capitana —llamó Merith con calma—. Lo tengo.
Los guardias rodearon al cautivo. Verhanna cogió un borde de la sábana blanca y tiró con fuerza, haciendo que la criatura envuelta en ella rodara sobre sí misma. Del envoltorio salió una figura pequeña, nervuda, con cabello tan rojo como el fuego y un rostro pecoso y congestionado.
—Apestoso puerco, sucio piojoso podrido… —barbotó mientras se frotaba las posaderas—. ¿Quién me pinchó?
—Yo —repuso Merith—. Y lo haré otra vez si no sujetas la lengua, kender.
—Basta, teniente —dijo Verhanna, cortante. Merith se encogió de hombros y dedicó al ofendido hombrecillo una sonrisa insolente. La capitana se volvió hacia su cautivo y demandó—: ¿Quién eres? ¿Por qué huías de nosotros?
—¡En cuanto a quién soy, la respuesta es Gorralforza y, respecto a tu otra pregunta, también tú habrías echado a correr si hubieses despertado de tu siesta para encontrarte con una docena de espadas apuntándote! —El kender dejó de frotarse su parte trasera y se retorció para echarle un vistazo. Sus ojos, de un color azul pálido, se abrieron desmesuradamente en una expresión de agravio casi cómica—. ¡Habéis hecho un agujero en mis pantalones! —exclamó mientras los miraba ferozmente—. ¡Alguien va a pagar por esto!
—Cierra el pico —ordenó Verhanna. Sacudió la sábana en la que Gorralforza había estado durmiendo, y dos puñados de guijarros negros cayeron de entre sus pliegues—. Un colector de magnetita —dijo, haciéndose patente en su tono la decepción.
—El colector de magnetita —recalcó el hombrecillo mientras se daba golpecitos en el pecho con el pulgar—. Rufus Gorralforza, de Balifor; ése soy yo.
Los guardias que esperaban abajo, montados a caballo, llamaron a su capitana. Verhanna les respondió que todo iba bien. Envainó la espada.
—Será mejor que vengas con nosotros —le indicó al kender.
—¿Por qué? —chilló Rufus.
Verhanna estaba harta de dar explicaciones al ruidoso kender, de manera que lo empujó para que anduviese. Rufus quitó su sábana a la capitana de un tirón y la enrolló al tiempo que caminaba.
—No es justo… Puñado de bravucones… Rastreros orejas picudas elfos… —No dejó de rezongar durante el descenso por la ladera.
Verhanna se detuvo y ordenó a sus soldados que montaran de nuevo. Ella se sentó en una roca cercana y llamó por señas al kender.
—¿Cuánto hace que estás por esta zona? —le preguntó.
Tras unos segundos de vacilación, el kender aspiró hondo y respondió:
—Bueno, después de que tío Saltatrampas escapara de los hombres moscas y un gran oso polar se lo comiera…
La capitana le tapó rápidamente la boca con la mano.
—No —dijo con firmeza—. No quiero conocer la historia de toda tu vida. Limítate a responder a mis preguntas, o dejaré que el teniente Merith te propine otros cuantos pinchazos.
El largo copete pelirrojo brincó al tiempo que Rufus tragaba saliva con dificultad. Verhanna le doblaba la estatura, y Merith, desde su aventajada posición en lo alto de su caballo, tamborileaba los dedos sobre la empuñadura de la espada con actitud significativa. El kender asintió con un cabeceo, y Verhanna retiró la mano de su boca.
—Va para dos meses que estoy por aquí —dijo Rufus, malhumorado.
Verhanna recordó las magnetitas que el kender tenía.
—No es mucho el resultado de dos meses de trabajo —comentó.
—Sólo cojo las mejores piedras —repuso el kender con orgullo, sacando pecho—. No me lleno los bolsillos con basura, como hacen todos los demás.
Pasando por alto, de momento, el último comentario del hombrecillo Verhanna inquirió:
—¿Cómo vives? No veo equipo para acampar, ni olla ni odre.
Los azules ojos del kender miraron a la capitana con expresión inocente.
—Encuentro lo que necesito —respondió.
Merith soltó un sonoro resoplido; un atisbo de sonrisa asomó a los labios de Verhanna.
—Con que lo encuentras ¿eh? Los kenders son buenos para eso. ¿De quién has «encontrado cosas»? —preguntó.
—De varias personas distintas.
Verhanna sacó una daga larga, de doble filo, de su cinturón y empezó a asentarla lentamente contra el cuero de su bota, como si estuviera suavizando el filo.
—Estamos buscando a varias personas distintas —dijo, asegurándose de que el kender siguiera cada movimiento de la brillante hoja de acero—. Humanos. Quizás algunos elfos. —La daga se detuvo—. Traficantes de esclavos.
Rufus soltó la respiración contenida con mucho ruido.
—¡Ah! —exclamó, bajando un poco el tono chillón de su voz—. ¿Es eso tras lo que andáis? Bueno ¿y por qué no lo dijiste antes?
El kender, con el típico estilo incoherente de su raza, se lanzó a dar una farragosa reseña de sus actividades durante los últimos días: cuevas que había explorado, maravillas que había contemplado, y un campamento secreto que había encontrado al otro lado de las montañas. En este campamento, afirmó, había humanos y elfos que tenían a otros humanos y elfos encadenados. Rufus había visto el campamento hacía sólo dos días.
—¿Al otro lado de las montañas? —inquirió Verhanna con voz cortante—. ¿En la vertiente occidental?
—Ajá. Justo junto al río. ¿Vais a atacarlos? —El entusiasmo del kender era patente. Sus penetrantes ojos pasaron veloces sobre las armaduras y las armas—. Por supuesto que sí. ¿Quieres que os enseñe dónde los vi?
Eso era, exactamente, lo que quería Verhanna. Ordenó que dieran comida y agua a Rufus, y entretanto conferenció con Merith sobre esta nueva información.
El kender devoró unas porciones de quith-pa, un nutritivo pan elfo, y acabó en tres mordiscos una manzana roja.
—Este hombrecillo puede sernos de gran ayuda —dijo Verhanna a Merith en tono confidencial—. Envía un mensaje a lord Ambrodel informándole lo que hemos descubierto.
—Sí, capitana. —Merith saludó. Su expresión se tornó sombría al añadir—: Te das cuenta de lo que significa esto, ¿verdad? Si los traficantes están al otro lado de las montañas, entonces es que actúan a tiro de piedra de la ciudad.
Giró sobre sus talones y se alejó a zancadas para enviar el despacho a lord Ambrodel. Verhanna lo observó un instante y luego se puso los guanteletes.
—¿Sabes montar en albarda? —preguntó al kender.
Rufus bajó la cantimplora de sus labios con premura; la fresca agua de manantial le goteaba por las mejillas, bronceadas por el sol.
—¿Montar en qué? —inquirió receloso.
Sin perder tiempo en dar explicaciones, Verhanna subió a su negro caballo y agarró al kender por la capucha que iba unida a su túnica de piel de gamo. Rufus lanzó un grito al sentir que lo levantaban en el aire y lo colocaban sobre una corta pieza de cuero almohadillado que tenía la silla de montar en la parte posterior.
—Eso es una albarda —dijo Verhanna—. Ahora ¡agárrate bien!