Una sola vela iluminaba el volumen en el que Astinus escribía…
Al pie de las colinas, en el pequeño promontorio que sobresalía justo donde se cruzaba la torrentera con el arroyo, la súbita aparición de una figura sobresaltó al desprevenido conejo que trepaba hacia terrenos secos y más altos.
El animal se escabulló a toda velocidad, demasiado asustado para reparar en que se trataba de un humano vestido con una larga y negra túnica con capucha; y, aunque hubiera reconocido las vestiduras, no habría podido entender los símbolos bordados en la prenda ni que se trataba de un hechicero.
Draaddis dio un paso vacilante a causa del cansancio. Llevaba buscando a los kenders y el merchesti sin descanso desde hacía dos días y se había hecho un retrato mental de la ruta que habían seguido. Después de virar hacia el este habían cruzado el sur de las montañas Vingaard; luego, habían bordeado el extremo septentrional de las Garnet y habían llegado a las estribaciones de la pequeña cordillera que se alzaba a unos escasos kilómetros de Pey.
Cuando Draaddis salió de su laboratorio, se teletransportó a un lugar de las montañas donde sabía que otra banda de goblins tenía su guarida. Takhisis le había advertido que no debía encargar la tarea a más humanoides y él tenía intención de seguir sus órdenes al pie de la letra; no obstante, los necesitaba para que lo ayudaran a buscar. Debido a lo intrincado del terreno, plagado de gargantas y montes, sus presas podían esconderse fácilmente. De hecho, era posible que estuvieran en cualquier sitio en una extensión de quinientos kilómetros cuadrados.
Había enviado a la mayor parte de los goblins hacia el norte, más allá del castillo Kurst, pensando que la kender y sus amigos, de poder hacerlo, seguirían evitando adentrarse en las altas montañas. Por eso, cuando descubrió el rastro de unos ponis que se alejaban de Pey en dirección este, tuvo que seguir la pista solo. Para su disgusto, lo único que descubrió fue un grupo de seis neidars y tuvo que empezar de nuevo.
Justo antes de que empezara a llover, dio con otra serie de marcas que al cabo de un rato lo condujeron hasta una quebrada que se abría a sus pies y cuyo fondo estaba lleno de restos de los desprendimientos de las laderas vecinas. Allí vio, amontonados contra un saliente, los restos de unos troncos ennegrecidos por el fuego que le indicaron que alguien había acampado en algún sitio cerca de allí. Lo que no podía saber era si habían abandonado la posición o si habían sido arrastrados por el agua que en ese momento corría con fuerza pendiente abajo.
Draaddis pronunció unas palabras y una bola de luz apareció justo sobre el torrente. Hizo que flotara hasta unos metros en la dirección de la corriente hasta que vio una sombra oscura. Entonces, bajó con cuidado hasta la orilla y descubrió que se trataba de una manta que había sido arrastrada y que había quedado cogida en un arbusto.
Convencido de que sus presas habían sido sorprendidas por una repentina avenida, corrió por la orilla del borboteante cauce mientras se preguntaba a qué distancia estarían los cuerpos de los kenders y el merchesti.
Mi tío Saltatrampas suele decir que, a pesar de lo mucho que le gusta conocer a gente nueva, siempre hay personas que se empeñan en crear complicaciones. Ése era el problema con aquellos molestos enanos, y no es que tenga nada en contra de los enanos, ya me entendéis…
—Si encontramos a los neidars, nos va a costar alejarlos de la entrada —dijo Halmarain, que estaba harta de la lluvia y de ir de resbalón en resbalón por aquellas pendientes. Si en algún momento se había mostrado alegre, ese humor se lo había llevado hacía rato la tormenta—. Aunque la verdad es que no sabemos si estarán instalados cerca del acceso. Es posible que se hayan detenido en un lugar cualquiera para descansar.
—Imposible. No puede. No funcionará. ¡Bah!, ya lo averiguaremos —exclamó Tramp, irritado por el constante pesimismo de la maga—. Además, siempre puedo usar el anillo que me hace invisible…
—Sí, el anillo de Orander.
—El anillo de Orander que me permitirá acercarme sin que me vean y comprobar si se trata del acceso que nos interesa —continuó el kender—. Si no lo es, no tenemos más que seguir buscando.
Halmarain asintió.
—Simplemente recuerda que el encantamiento no dura mucho. No querrás que te atrapen, ¿verdad?
El chaparrón no cesaba y tardaron un rato en llegar hasta el árbol bajo el que Grod se había tumbado a descansar. Desde allí, en un intento de mostrarse servicial, indicó que había visto a los enanos y señaló hacia el norte, el sur y, para asegurarse, hacia el este y el oeste. Afortunadamente, sus compañeros percibieron el resplandor de una hoguera en la distancia.
—¿Cómo mantienen vivo el fuego bajo la lluvia? —preguntó Ondas. Las negras nubes estaban descargando un verdadero diluvio, pero la fogata del los neidars no parecía notarlo.
—¡Estupendo, un fuego que puede arder con este tiempo! A mí me gustaría tener uno ¿Es magia? ¿Los neidars también tienen magia? —preguntó el kender con un brillo de esperanza en los ojos.
—Ninguna que yo sepa; pero no sé gran cosa de enanos, nunca han sido mi especialidad —contestó Halmarain, que se percató de la mirada que le lanzaba Grod y enseguida añadió—: Excepto los aghars, naturalmente.
Tramp pensó que quizá, finalmente, la hechicera había acabado por aceptar la idea de que la rueda de los gullys tenía realmente poderes de algún tipo; pero entonces vio que Halmarain inclinaba la cabeza y reía disimuladamente.
Mientras los demás aguardaban bajo el árbol cuyas ramas les ofrecían cierto cobijo, Tramp corrió pendiente abajo, patinando y deslizándose, hasta que llegó a un arroyo que estaba en el fondo de la garganta que separaba las dos montañas.
Afortunadamente para él, un grueso tronco lo cruzaba de orilla a orilla, y lo usó como puente para pasar al otro lado.
La subida por la otra pendiente no le resultó tan fácil por lo resbaladizo del terreno; pero, por fin llegó a una distancia de unos ciento cincuenta metros de los neidars. Los enanos estaban sentados bajo una especie de tienda que no era más que una lona que se sostenía sobre unas estacas, pero era suficiente para mantenerlos secos a ellos y a la hoguera. No lejos de allí, en parte al abrigo del promontorio, estaban atados sus ponis.
El kender frunció el entrecejo. Si aquello hubiera sido uno de sus relatos, los enanos habrían estado hablando y él se habría enterado de todos sus secretos. En cambio, se limitaban a mirar el fuego en silencio, por lo que tendría que buscar la entrada por sus propios medios.
Sacó un anillo de su zurrón y se lo puso. Mal. Todavía se veía los dedos. Se lo quitó y lo sostuvo en la mano izquierda mientras volvía a buscar con la derecha. ¡Ajá! Con el segundo anillo se hizo completamente invisible.
Ante el silencio obstinado de los neidars, Tramp rodeó el campamento y fue a echarle un vistazo a la pared del acantilado que se levantaba más allá. Cuando se acercó descubrió una extraña formación. Donde se curvaba la base de la pared, un delgado muro, finísimo, sobresalía como una cortina. Una estrecha abertura, tan estrecha que nadie la descubriría a menos que se aplastase contra la pared del acantilado, daba acceso a una cámara de unos cuatro metros de larga por dos de anchura. En algunos lugares, la pared exterior era tan fina como el pergamino y dejaba traspasar la luz de la hoguera. El kender miró a su alrededor.
Estaba seguro de que había encontrado la entrada de la ciudad abandonada cíe Digondamaar. Podía ver claramente las grietas que rodeaban una piedra que era extrañamente lisa y regular, de un metro y medio de alto y uno de ancho aproximadamente. El resto de la pared presentaba un aspecto naturalmente rugoso. Había hallado el gran secreto.
Se deslizó fuera de la antecámara y se alejó por la base del acantilado hasta que se perdió en la oscuridad y, una vez a salvo, se quitó el anillo. Cuando regresó junto a sus compañeros, al pie del árbol, les contó su descubrimiento con todo lujo de detalles.
—Entonces, lo que debemos hacer es mantener alejados a los neidars mientras intentamos abrir esa puerta con unos medios que desconocemos por completo —resumió Halmarain en un tono que hacía que la tarea pareciera imposible. Resultaba evidente que el chaparrón le había empapado hasta el optimismo.
—He pensado en eso. ¿Dónde está ese cuchillo que corta tan bien? —repuso Tramp, al tiempo que rebuscaba en el macuto; pero fue Ondas quien lo encontró en el fondo de su bolsa.
—Seguro que lo has puesto ahí por equivocación —repuso y se lo entregó.
—Linda kender necesitar bonito cuchillo —terció Grod.
—¿Quieres decir que has sido tú el que se lo has quitado? —preguntó la hechicera con incredulidad. La idea de que alguien pudiera quitarle algo a un kender parecía sorprenderla.
—¿Es verdad? —preguntó Tramp al gully mirándolo con asombro antes que con enfado—. Será mejor que comprobemos el contenido de nuestros zurrones —añadió, colocándose el puñal en el cinto.
Trazaron un plan y caminaron penosamente hasta su objetivo. Al amparo de la tormenta y en la oscuridad pudieron acercarse al campamento de los neidars sin que éstos los vieran. Cuando se consideraron a una prudente distancia, el kender se colocó el anillo que lo hacía invisible y se deslizó tras los enanos, que, en ese momento roncaban profundamente, envueltos en sus mantas. Se acercó a los ponis y cortó las correas que los mantenían atados. Luego, imitó un relincho y les dio una palmada en la grupa. Los asustados animales echaron a correr y pasaron al lado de sus dormidos dueños.
El primer neidar que los oyó dio un grito, despertó a sus compañeros, y los seis enanos salieron en pos de sus monturas.
Tan pronto como se hubieron alejado, Tramp se acercó al fuego, se quitó el anillo para que sus amigos lo vieran y les hizo señas para que se acercaran. Al cabo de unos minutos, se hallaban todos dentro de la antesala, al abrigo de la lluvia. El kender le mostró a Halmarain el contorno de la puerta, mientras Ondas vigilaba por si los neidars regresaban.
—Es aquí —indicó Tramp, describiendo la entrada con los brazos—. Es raro que disimularan tan bien el acceso a la antecámara pero no hicieran lo mismo con la puerta.
—Intentaré que se abra con un conjuro —dijo la hechicera, que se apartó unos pasos y se arremangó como si se preparara para un gran esfuerzo.
—Pues no te olvides de los otros que conoces —advirtió Ondas—. Los enanos ya han atrapado un par de ponis y no tardarán en regresar.
—Silencio, no interrumpas mi concentración —le espetó Halmarain antes de murmurar un encantamiento que sonó como una retahíla de extrañas palabras.
—¿Y bien? No ha pasado nada —dijo el kender, recalcando lo obvio.
Halmarain frunció el entrecejo.
—No pensaba que mi conjuro fuera suficiente para abrir la puerta por completo, pero creía que al menos se habría producido un destello, que los bordes se habrían iluminado un momento. Algo tendría que haber sucedido. Probaré con un conjuro de búsqueda.
Todos contemplaron atentamente la pared, pero nada sucedió.
—¿Poder intentado con rueda? —preguntó Humf mientras acariciaba amorosamente su oxidado y embarrado artefacto.
—Está bien —aceptó Halmarain, que se retiró con los brazos en jarras, visiblemente molesta—. Vamos a ver de lo que eres capaz.
—¡Cuidado, los neidars vuelven! —advirtió Ondas.
—Si hubiera más luz quizá podría encontrar la cerradura —comentó Tramp.
—Para eso tendrás que esperar a que se haga de día. Si hacemos luz, los enanos nos verían desde fuera, a través del fino muro —dijo Halmarain—. Si nos quedamos quietos, nadie sabrá que estamos aquí.
Pero se equivocaba.