—¿Qué clase de criaturas viven en estas ruinas? —preguntó Tramp, mientras se daba la vuelta para mirar a Halmarain por encima del hombro.
—Criaturas a las que no te gustaría conocer —contestó la maga, pero el destello de curiosidad que inmediatamente apareció en los ojos del kender hizo que matizara la respuesta—. Ni a mí tampoco. Criaturas que podrían ser peligrosas para Beglug.
—¡Vaya, otra cosa interesante que no podremos ver! —exclamó con disgusto Tramp poniendo su atención en el camino que tenían por delante.
Al cabo de un rato, se volvió, ceñudo, y declaró con aspereza:
—La verdad es que no hemos tenido demasiada diversión en este viaje. Cuando encontremos por fin a ese mago amigo tuyo, espero que haga unos cuantos trucos de magia para entretenemos. De lo contrario… —El kender dejó que la amenaza flotara en el aire, ya que no sabía exactamente cómo terminar la frase.
—Eso mismo digo yo —lo apoyó su hermana.
Lo cierto era que ambos estaban hasta el copete de aquella situación. Se estaban acercando a las ruinas de Pey y tenían unas ganas locas de explorarlas.
Halmarain conocía el lugar. Sabía dónde estaba y que se hallaban cerca. Además, desde que habían avistado a los neidars, había insistido en que viajaran de noche excepto cuando se encontraran cerca de la aldea en ruinas. Estaba claro que algo había en aquel sitio que la atemorizaba, algo que hacía que la hechicera no deseara acercarse.
Tramp sólo podía encontrar una ventaja en esa iniciativa. Beglug iba dormido y no se dedicaba a atormentar al poni de carga. El merchesti se estaba volviendo cruel y perverso con el paso de los días y durante la última acampada no había dudado en perseguir a Humf y golpearlo con un palo.
Al final, los dos kenders habían conseguido reducirlo y arrebatarle el bastón, pero los gritos y los gruñidos de la criatura se habían oído a varios kilómetros a la redonda.
—Devolvédselo —había dicho Halmarain conteniendo un suspiro. Había usado todos los conjuros que conocía para tranquilizarlo, pero su magia era cada día menos eficaz con el merchesti. Pronto ni siquiera conseguiría contener sus aullidos.
—¿Por qué no lo conviertes en una rana o en algo parecido hasta que encontremos a tu mago? Así podríamos meterlo en un saco y no nos causaría más molestias —propuso Ondas, que, ante la afición del merchesti por atormentar a los animales, le estaba tomando una franca antipatía.
—Porque no sé cómo —admitió la hechicera—. Si lo supiera nos habríamos ahorrado un montón de dificultades en este viaje.
—¿No poder hacer rana? —preguntó Grod.
Tramp se quedó mirando a la hechicera sin decir nada; luego, se echó a reír hasta que no pudo sostenerse en pie y tuvo que sentarse en el suelo. Su hermana lo contempló con perplejidad, pero enseguida se sintió contagiada y se puso a reír también.
—¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos? —preguntó Halmarain.
—Ahí viene la nigromante con su capa de lana… —empezó a decir el kender.
—Que nos amenaza con convertirnos a todos en ranas… —añadió Ondas.
Grod estalló en una carcajada y aplaudió.
—Realmente es lo último que necesito —exclamó la maga, francamente molesta.
—Bufa, gesticula y nos llena de temor con su intelecto —continuó Tramp.
—Pero sus conjuros carecen de efecto —terminó Ondas, mirando de reojo a la pequeña aprendiza de Túnica Roja.
—¡Grod también hacer pareados! —exclamó el aghar, dando saltitos de emoción—. Nosotros no lavar nosotros más… —dijo muy ufano.
—Ni por delante ni por detrás —terminó la rima Tramp.
—¿Habéis terminado ya? —preguntó la maga, que se había dado cuenta de que acababa de perder la batalla de la limpieza con los gullys.
Dado que todavía no conocían exactamente su destino, al día siguiente Tramp tomó una ruta que los llevaría más allá de las montañas, a unos treinta kilómetros hacia el este; pero, cuando Halmarain se percató de que iban hacia el nordeste, lo corrigió.
—No. Será mejor que vayamos directamente hacia el este, alejándonos de Pey. Nos interesa acercarnos a las montañas que hay a unos quince kilómetros al sur del castillo Kurst. Entonces el collar de los neidars nos será de utilidad.
—¿Quieres decir que casi hemos llegado? —preguntó el kender, incrédulo—. ¿Que estamos a punto de encontrar al mago y de poder ver algo de magia divertida?
—No puedo prometeros nada —respondió con calma la hechicera—. Acordaos de que no conozco personalmente a Chalmis Rosterig. De lo único que estoy segura es de que se trata de un mago muy poderoso.
—No sabes lo contento que estoy de que ya estemos cerca —declaró el kender, que avivó el paso de su montura por la impaciencia. Estaba convencido de que el hogar del hechicero estaría lleno de objetos interesantes, de que podría hablar con el mago y de que éste le enseñaría algún truco. Cabalgaron toda la noche y, cuando empezó a amanecer, se encontraron en una zona de colinas bajas situada entre las ruinas de Pey y las estribaciones más occidentales de las Khalkist.
Acamparon y durmieron durante la mayor parte del día; pero, a última hora de la tarde, los relinchos de uno de los ponis los despertaron. Como era su costumbre, Tramp se puso en pie con las armas dispuestas.
Lo primero que pensó fue que se trataba de un ataque de los neidars o los kobolds, pero se quedó estupefacto y sintió una oleada de repugnancia cuando vio que el merchesti estaba acuclillado al lado del poni de Halmarain y que éste yacía en el suelo, desangrándose. El caballo agitó las patas en un último estertor y murió. Beglug lo había degollado de una dentellada.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! —gritó Ondas precipitándose sobre el caballito entre sollozos. La kender sentía un especial afecto por aquellos animales y nunca le había importado cuidarlos y cepillarlos.
—¡Beglug malo! ¡Muy malo! —estalló Tramp, que se había quedado sin palabras y no se le ocurría ninguna otra cosa que decir.
Halmarain se acercó, murmuró un conjuro y el diabólico destello de la mirada del merchesti se apagó. La criatura se levantó, fue hasta la hoguera del campamento, se acurrucó y se quedó dormida.
—Ya os dije que ese monstruo era un ser malvado —les recordó, mientras contemplaba al desangrado equino.
—Tú no tener que dormir Tripas de Lava —dijo Humf—. Él comer poni y quizá portarse bien unos días.
—¡Ni hablar! Sólo faltaría que Beglug le tomase el gusto a nuestras monturas —espetó la hechicera.
—Si tú no hacer magia nosotros no poder llevar —intervino Grod mirando el cadáver—. Ser demasiado pesado.
Prepararon una frugal cena, repartieron los pertrechos entre el resto de animales, Halmarain montó el poni de carga, y se pusieron nuevamente en marcha.
Al amanecer del segundo día encontraron una profunda torrentera, al abrigo de miradas indiscretas, y acamparon allí. A menos de tres kilómetros se alzaba la primera montaña de la cordillera.
—¿Podremos ir a visitar al mago cuando hayamos acabado de cenar? —preguntó Ondas, que estaba tan contenta como su hermano porque veía que se aproximaba el final de su tedioso viaje.
—Eso no estaría mal —respondió la pequeña maga con un suspiro de abatimiento.
—¡Caramba!, pareces triste. Pensaba que te alegraría que hubiéramos llegado hasta aquí —dijo Tramp, sorprendido de que ella pareciera tan poco optimista.
—Todavía tenemos que buscar por las montañas la entrada de una ciudad enana abandonada hace cientos de años —repuso Halmarain—. Nos aguarda la parte más dura de nuestro viaje.
—¿Dura? Al contrario, será divertida. Me encanta buscar cosas —intervino Ondas—. El único problema es saber cómo reconoceremos lo que andamos buscando.
—No lo sé.
Los kenders se quedaron mirando a la maga, boquiabiertos. Incluso los gullys interrumpieron su almuerzo.
—Hechicera no lista —dijo Humf.
—Sí, no lista —terció Grod.
—¡Callaos de una vez! —estalló Halmarain poniéndose en pie, alejándose a grandes zancadas y levantando pequeñas nubes de polvo a cada paso.
—Está cansada —explicó Ondas—. Cuando alguien está muy cansado todo le parece más complicado de lo que realmente es; pero yo no veo la dificultad; estoy segura de que encontraremos el acceso a esa ciudad.
—¿Y cómo conseguirlo? —preguntó Humf.
—Vosotros sois enanos. Ciertamente no sois neidars, hylars, daewars o daergars, pero deberíais ser capaces de dar con la boca de la cueva.
—Los aghars no viven bajo tierra y no tienen ni idea de minas, pasadizos y cavernas —le recordó Tramp.
—Clan Aglest usar rueda, rueda saber todo —anunció Humf.
—Sí. Saber más que hechicera humana —dijo Grod mirando a su hermano para que quedara claro que hablaba con él.
—Poder encontrar ciudad —declaró Humf, que se movió hasta que quedó sentado delante de su hermano y levantó primero un dedo y, después, otro—. Rueda avisar dos veces que gente llegar. —A continuación levantó dos dedos más de la otra mano y se interrumpió, muy confundido por la conocida incapacidad de todos los aghars para contar más de dos. Resolvió el problema ocultando una mano tras la espalda.
—Rueda encontrar Tramp —repuso su hermano alzando sólo el índice.
El enfado de Halmarain no había durado mucho, y estaba regresando al campamento cuando oyó el final de la conversación.
—¡Ya basta! —les chilló a los enanos. Entonces, recordó que los gritos podrían atraer visitas indeseadas y bajó la voz—. Si vuestra rueda es tan poderosa, pues que sea ella la que encuentre la ciudad abandonada.
—¿Tiene algún nombre ese sitio? —preguntó Tramp.
—Digondamaar, que en lengua neidar significa «Las Salas Doradas».
—¿En neidar?
—¿De verdad? ¡Qué interesante! Cuéntanos algo más —propuso Ondas—. Quizá si sabemos algo más, eso pueda ayudarnos a encontrarlo.
—No es una ciudad hylar. Los neidars empezaron los primeros trabajos de excavación hace cientos de años; pero, por alguna razón, la abandonaron —contó Halmarain, que hizo una pausa y suspiró antes de proseguir—. Cuánto construyeron, a qué profundidad y por qué se marcharon es un secreto que sólo conocen los enanos. Chalmis Rosterig vive en una de las cámaras del subsuelo, cerca de uno de los accesos, concretamente del acceso oeste, si hemos de hacer caso de los rumores. No sé nada más.
—Pues no es mucho —respondió Tramp con un leve tono de reproche—, y tampoco has sabido urdir una buena historia con lo que sabías. De todas maneras es un comienzo. Lo mejor será que te quedes aquí con el merchesti mientras nosotros averiguamos dónde está la entrada. Si dos kenders y dos gullys no pueden dar con ella, entonces es que no existe.
Halmarain pareció que dudaba. Miró el campamento, oculto en el fondo del torrente, y a Beglug, que se había acurrucado en el suelo y dormía al sol.
—Ya lo sé —terció Ondas—. Te traeremos más agua del arroyo y así te podrás preparar un té y relajarte mientras nosotros exploramos o, mejor dicho, buscamos.
—Está bien; pero tened cuidado, no sabéis con qué clase de criaturas os podéis topar en esas montañas —contestó Halmarain.
Tramp se tomó en serio la advertencia de la maga y comprobó que llevaba en el morral piedras suficientes para su jupak; pero sus dedos encontraron algo que no pudieron identificar con el tacto y lo sacaron.
—Me había olvidado de esto —dijo, mientras examinaba un pequeño disco de cristal de un color gris verdoso. Luego lo guardó aparte para no confundirlo con un proyectil para su honda.
Se ha dicho que Astinus de Palanthas estaba al servicio del dios Zivilyn o de Gilean, el dios de la sabiduría. Nadie ha sabido nunca la verdad exacta; sin embargo, meneó la cabeza cuando describió la satisfacción que se percibía en la voz de la Reina de la Oscuridad…
—¡Por fin! —exclamó Takhisis con alivio; pero enseguida resopló, exasperada—. Se han escondido en una torrentera y no puedo ver el terreno a su alrededor.
—Mirad esas estrías rojas y grises de las rocas —indicó Draaddis Vulter—. Sólo hay un lugar en todo Krynn donde se produce una anomalía geológica así. Están al este de aquí, en las colinas. ¡Han pasado al lado de donde nos encontramos!
—Por lo menos, ese estúpido kender no ha perdido el disco de visión.
Pero, mientras observaban, el kender guardó el objeto, y un manto de oscuridad se abatió sobre el disco gemelo en el laboratorio de Draaddis.
—Hemos de atraparlos, hechicero. —La voz de la diosa era amenazadora—. Ya no emplearás más inútiles. No más caballeros resucitados; no más goblins, trasgos gigantes ni kobolds; y, si aprecias en algo tu vida, no más errores.
La cámara pareció llenarse nuevamente con un vapor maligno del cual surgieron largos brazos terminados en afiladas garras que aprisionaron al mago. Draaddis notó que la piel se le desgarraba y que se la arrancaban del rostro y las extremidades, y no le importó saber que toda aquella tortura no era más que una alucinación, ya que el dolor que sentía era auténtico. Gritó y cayó de rodillas mientras rezaba para que sus sentidos recibieran la bendición de la inconsciencia o la muerte; pero, puesto que sus heridas eran simples espejismos, no recibió el consuelo de ninguna de las dos.
Entre sus alaridos apenas pudo oír los gemidos de la rata voladora, que salió de detrás de una pila de libros agitando las alas patéticamente, como si hubiera perdido su facultad de volar.
La ilusión del tormento cesó, y con ella el dolor, pero la criatura seguía gimiendo. Draaddis tardó un rato en recobrar el aliento, tranquilizarse y ponerse en pie.
—¿Lo has entendido, Vulter? Necesito al kender y necesito la piedra.
—Empezaré la búsqueda ahora mismo, mi diosa.
El hechicero hizo una reverencia, pero no dijo que las colinas que había entre Pey y el extremo occidental de las Khalkist estaban surcadas por cientos de profundas torrenteras con el mismo aspecto.
En la superficie, encima del laboratorio del Túnica Negra, el viejo lobo se despertó en su guarida y salió a toda velocidad en mitad de la noche. Corría con una de las patas traseras encogidas porque una extraña criatura con garras había surgido de una nube y le había desgarrado la piel.
Trotó velozmente por entre las ruinas y pasó por encima de un par de ardillas que escarbaban el terreno para esconder unas cuantas nueces tempranas. Los roedores salieron dando tumbos por la maleza mientras el lobo se alejaba.
Siguió así durante casi un kilómetro, hasta que se percató de que volvía a utilizar la pierna herida. Aminoró el paso y se detuvo. El lugar parecía seguro, y él quería lamerse las heridas antes de que volvieran a dolerle; pero, cuando llevó el hocico hacia el pellejo, lo encontró intacto. No había el más pequeño arañazo. ¿Qué le estaba pasando?