Mi tío Saltatrampas siempre dijo que su viaje en compañía de la hechicera, los gullys y el merchesti fue divertido…
—¡Rueda avisar que alguien venir!
El grito del gully arrancó bruscamente a Tramp del sueño y lo puso en pie de golpe. Ondas fue igualmente rápida de reflejos y empuñó su whippik.
Humf, como de costumbre, se había dormido con la cabeza sobre la rueda y fue el primero en dar el aviso.
—¿Qué… qué ocurre? —preguntó Halmarain, mirando a su alrededor. La hechicera había estado de guardia durante las últimas horas, pero la absoluta tranquilidad había hecho que se durmiera.
—¡Rueda avisar que alguien venir! —repitió el aghar.
—¿De quién se trata? ¿Dónde está Tramp? —quiso saber la nigromante.
—Se ha puesto el anillo de Orander y se ha vuelto invisible —contestó Ondas, que rebuscaba en el fondo de su zurrón con una mano mientras sostenía el arma con la otra.
Entre tanto, Tramp, invisible para todos, se había alejado del campamento. Al principio no oyó nada; pero, luego, percibió un débil susurro proveniente de la colina. Trepó hacia allí. No habría descubierto que la banda de trasgos gigantes y hobgoblins acababa de sobrepasarlo sino hubiera sido porque uno de ellos pisó una rama que se rompió con un seco chasquido.
«¡Vaya, vaya!, con que espiándonos ¿eh?», se dijo al tiempo que corría cuesta abajo con su jupak presta. Cuando alcanzó al último humanoide le metió el extremo horquillado entre las piernas. El ser lanzó un juramento, trastabilló y cayó pesadamente llevándose por delante a cuatro hobgoblins y a tres trasgos gigantes que, en un desesperado intento de no caer, se agarraron unos a otros.
Los fracasados emboscados rodaron colina abajo por la pendiente más pronunciada, que resultó una torrentera seca. A medida que daban tumbos entre las piedras y los matojos seguían la curva que describía el cauce más allá del campamento.
El kender se lanzó tras ellos, fascinado por el espectáculo de los humanoides que rodaban en un caos de armas, extremidades e improperios. Sin embargo, descubrió que su interés por la escena era excesivo cuando tropezó con una raíz y cayó sobre la maraña de los rodantes cuerpos de sus pretendidos agresores. La zarpa de un trasgo gigante lo agarró de la camisa, y el kender se vio arrastrado junto con los demás. A pesar de que intentaba concentrarse en sus evoluciones cuesta abajo, oyó claramente el sonido de un casco y una cabeza que chocaban contra un pedrusco.
Formar parte de una bola fue una nueva experiencia para el kender; pero, cuando el lío de cuerpos le pasó por encima y quedó aplastado bajo el peso de las criaturas, le pareció muy poco divertido. Afortunadamente, cuando llegaron al final de la pendiente, Tramp se encontró encima de los otros y pudo desasirse y apartarse, mientras los humanoides se recobraban. No obstante, tres de ellos permanecieron inmóviles en el suelo.
Los otros bandidos se levantaron, aturdidos y lejos del lugar de acampada donde estaban Halmarain y los demás. En su estado, a Tramp no le parecieron una amenaza, así que fue en busca de los cuatro trasgos gigantes que no habían caído junto con los demás y que en esos momentos buscaban a sus compañeros extraviados.
El conjuro de invisibilidad todavía funcionaba, por lo que el kender se les acercó sin miedo y se puso entre los que iban en cabeza.
Aquella situación era una novedad. Nunca hasta entonces había podido deslizarse entre la gente sin ser visto y fisgonear sus conversaciones. La lástima era que no entendía una palabra de lo que decían. Estaba mirando a la enorme criatura de su derecha cuando dio un traspié, perdió el equilibrio momentáneamente y golpeó con la jupak en la espalda al trasgo que tenía delante. El ser se dio la vuelta y lanzó un amenazador gruñido al hobgoblin que marchaba tras él, que se limitó a encogerse de hombros con una expresión de sorpresa.
Tramp sonrió, caminó un rato más en silencio y volvió a pinchar al trasgo en las posaderas, pero éste se limitó a resoplar y no se volvió. El kender lo volvió a intentar, en esta ocasión con todas sus fuerzas, y se apartó cuando vio que la criatura se volvía hacia su compinche.
El furioso humanoide bramó y le asestó un puñetazo, pero el hobgoblin no se derrumbó, sino que soltó un montón de imprecaciones y le devolvió el golpe. El vocerío de la pelea resonó por todo el valle. Las otras dos criaturas, muy molestas por el fracaso de la emboscada, se volvieron contra los que se peleaban y los golpearon con sus lanzas.
Tramp se escabulló y corrió hacia el campamento. Ondas se había espabilado y, con la ayuda de Grod, ya tenía listos y ensillados los ponis, mientras Halmarain y Humf vigilaban.
—He conseguido retrasarlos, pero no tardarán en llegar —avisó el kender, que les dio un susto de muerte con aquella voz suya que ahora salía de la nada.
—Tramp, todavía llevas puesto el anillo de Orander —le recordó su hermana—. Ojalá supiera qué hacer con el mío.
—Póntelo y así lo sabrás —propuso su hermano, vigilando el camino por donde había llegado y buscando al merchesti. Si podían partir en aquel mismo instante, tendrían una oportunidad para escapar de sus asaltantes—. No veo a Beglug —añadió escudriñando las sombras.
—Es verdad —terció Halmarain—. ¿Dónde estará?
El pequeño merchesti había desaparecido.
—¿Beglug ido? —preguntó Humf con preocupación, mirando a su alrededor.
—Quizá vuestra rueda lo encuentre —comentó con sorna la hechicera, pero enseguida suavizó el tono y añadió—: Lo siento, ha sido por mi culpa. Debería haberlo vigilado mejor.
—No te preocupes, lo que tú esperabas era un ataque, no que se escapara Beglug —contestó Ondas, que siempre estaba dispuesta a mostrarse comprensiva.
—Ahora ya no se puede remediar —intervino Tramp—. Lo único que debemos hacer es encontrarlo. Puede que si nos quedamos aquí, regrese.
—¡Nosotros tener que encontrar Beglug ya! —exclamó Humf, que tenía la oreja pegada a su rueda—. Grandes pasos llegar.
—Son los trasgos gigantes —explicó el kender aferrando su jupak y buscando en su morral una de las esferas inflamables que había cogido en Deepdel. Estaba convencido de que las encontraría sin dificultad puesto que las había envuelto con cuidado; sin embargo, los cantos rodados del río se habían amontonado en el fondo de la bolsa y, en aquella oscuridad, no consiguió distinguir unos de otros.
Como no podían marcharse y abandonar al merchesti, escondieron los caballos en un bosque cercano y se ocultaron entre los árboles que quedaban más cerca del claro donde habían acampado. Nadie propuso que hicieran aquello, se les ocurrió a todos casi sin pensar.
No tardaron en escuchar los gruñidos y las voces que se aproximaban desde el otro extremo del calvero. Los humanoides se habían reagrupado para el ataque, pero por los gritos del cabecilla se diría que tenía dificultades con su tropa.
De repente, Grod se levantó, anunció que iba en busca del merchesti y desapareció en la oscuridad, mientras Humf, con el miedo pintado en el rostro, se lanzaba hacia el campamento y regresaba con el resto de los pertrechos que no habían conseguido atar en la silla del poni de carga. Nadie le advirtió que con aquella iniciativa estaba delatando el escondite del grupo; pero, finalmente, ya tenían todas sus pertenencias. Sólo faltaban Grod y Beglug para que pudieran huir.
—¿Ir yo a buscar Tripas de Lava? —propuso el aghar, lanzando una inquieta mirada hacia el claro—. ¿Ir todos a buscar Beglug?
—No podemos ponernos a correr como locos por el bosque en medio de la noche —contestó Halmarain, haciendo gala de una determinación que en el fondo era impostada—. Nuestra única oportunidad es que sigamos juntos, aunque no se me ocurre cómo podemos enfrentarnos a esos trasgos gigantes.
—Intenta recordar un conjuro —le sugirió Ondas—. Quizá se te ocurra alguno antes de que se lancen sobre nosotros.
—Eso procuro —masculló la hechicera, que se agachó cuando vio que algo se movía en la penumbra.
Una docena de humanoides salió de las sombras y se acercó al campamento. No habían visto a sus víctimas, ocultas entre los árboles.
—¡Vaya! El anillo está perdiendo sus efectos precisamente ahora —se quejó el kender que se estaba haciendo visible de nuevo—. Cuando me encuentre con Orander pienso decirle cuatro cosas sobre sus artefactos mágicos —añadió al tiempo que se quitaba el anillo, lo guardaba y buscaba el otro.
—Ojalá el mío tuviera poderes —dijo Ondas alzando la mano y contemplando el anillo que había cogido del arcón del mago—. Me gustaría que pudiera convertirme en alguien mucho más grande que ese trasgo, entonces verían como… ¡Uuuy!
Las ramas de los árboles se partieron cuando la kender creció hasta alcanzar una altura de casi cinco metros.
—¡Recórcholis! ¿Cómo has hecho eso? —preguntó Tramp, apartándose de los ahora enormes pies de su hermana—. ¿Puedes hacer lo mismo conmigo?
—No sé cómo ha sucedido —contestó Ondas, mientras se apartaba de las ramas de los árboles.
Desplazó un tronco, y sonó un aterrorizado gemido. Ondas se acercó para mirar y descubrió a Beglug, que se aferraba a un vástago, lo agarró y lo depositó en el suelo. El merchesti miró a su alrededor con ojos somnolientos y bostezó.
—Si Grod estuviera aquí, podríamos… —Tramp hubiese querido decir «marcharnos», pero se interrumpió. Los gritos, el estruendo del súbito aumento de tamaño de Ondas y los aullidos del merchesti habían atraído la atención de los trasgos gigantes, pero éstos todavía no se habían percatado de la gigantesca presencia de la kender, ya que estaba oculta por el alto follaje.
El monstruo más grande se lanzó hacia los árboles; pero, cuando ya había dado tres zancadas, se detuvo, llamó a sus compañeros y dejó que pasaran delante. Luego, les siguió los pasos al tiempo que azuzaba a los que parecían remisos y todos se aproximaron a la espesura.
Ondas salió de entre el ramaje y se enfrentó en terreno abierto a los primeros atacantes. Los humanoides la vieron aparecer y detuvieron en seco su carrera. Los trasgos, que medían más de dos metros de altura, estaban acostumbrados a creer que eran las criaturas más grandes y feroces de Krynn, así que contemplaron a Ondas con incredulidad mientras fruncían el entrecejo y agitaban las puntiagudas orejas.
Mientras tanto, Tramp había encontrado el otro anillo de Orander, se lo había puesto y había cargado la jupak con una piedra del zurrón. Vio al trasgo gigante que parecía que era el cabecilla y que se había deslizado tras Ondas al amparo de las sombras, hizo girar la honda sobre la cabeza y dio un paso adelante para lanzar el proyectil con toda la fuerza de la que era capaz.
Desgraciadamente, se había olvidado del que llevaba el anillo del mago así que dio un salto que lo llevó volando por el aire y lo estrelló contra otro trasgo gigante que acababa de aparecer en el claro. A todo esto, la piedra que había lanzado salió en la dirección equivocada y golpeó a Ondas detrás de la oreja.
La kender perdió momentáneamente el equilibrio y tropezó con el humanoide que iba a atacarla por la espalda. El cabecilla de los trasgos salió disparado, mientras aullaba de pánico, y se golpeó contra un tronco, con lo que quedó tendido a los pies del árbol.
El kender se recuperó del topetazo contra el humanoide y meneó la cabeza.
—¡Vaya, esto ha estado bien! —exclamó lleno de contento, mientras contemplaba que uno de los primeros monstruos que Ondas había dejado fuera de combate se volvía a levantar. Tramp aferró su jupak y dio un decidido paso al frente. Salió despedido a toda velocidad y se estrelló contra el feo rostro de la criatura, que se desplomó por segunda vez.
—¡Hay que repetirlo! —gritó el kender, cuyos oídos le zumbaban a causa del topetazo. Escogió otro trasgo, pero el humanoide vio la maniobra y se apartó en el último instante. De repente, Tramp se encontró aterrizando al otro lado de los árboles y chocando contra un objetivo muy distinto. Grod se levantó del suelo, medio aturdido.
—Yo no encontrar Beglug, pero yo estar a punto de volver —dijo en tono de disculpa, como si la violenta aparición del kender, que parecía que había ido en su busca, fuera del todo innecesaria.
—No te preocupes, ya lo hemos encontrado nosotros. Tu hermano lo vigila —le explicó Tramp, que en seguida se dio la vuelta, dispuesto saltar encima de los trasgos gigantes; pero éstos, y los hobgoblins que todavía podían tenerse en pie, estaban batiéndose en retirada, azuzados por la whippik de Ondas, cuyo tamaño había aumentado proporcionalmente al de su dueña.
Pero Sladge, el cabecilla de la banda, había recobrado el sentido y se disponía a ensartar a Ondas con su lanza atl-atl. Afortunadamente, Tramp se dio cuenta a tiempo y le lanzó una de las bolas inflamables, que se estrelló en la parte baja de la espalda del trasgo y prendió rápidamente en sus sucias ropas. Sladge sintió de pronto que algo le abrasaba una zona muy delicada de su anatomía y salió aullando en busca del arroyo más cercano.
La mayor parte de los atacantes había perdido sus armas. Algunos durante el violento descenso colina abajo; otros, cuando Ondas los había bombardeado con los cuerpos de sus compinches. Los que quedaban en condiciones de luchar conservaban las hachas, pero no podían competir con el descomunal tamaño de la kender, que les propinó una lluvia de golpes con la descomunal whippik.
Cuando los humanoides se percataron de que su jefe había desaparecido entre una nube de humo apestoso y de que se habían quedado solos, lanzaron una sarta de juramentos y se escabulleron en la oscuridad de la noche.
Ondas estaba dispuesta a salir en su persecución, pero se detuvo cuando oyó que Halmarain la llamaba, y apareció en el claro apartando los troncos de los árboles como quien aparta una maleza molesta.
Tramp dio un paso y de un solo salto se unió a sus compañeros, al otro lado del bosque.
—Bueno, si estamos todos, será mejor que nos marchemos antes de que se desvanezca el poder del anillo.
—Sí, pero hasta que eso suceda Ondas no puede cabalgar —le recordó el kender.
—Pero yo puedo desear que… —empezó a decir la muchacha, pero la maga la interrumpió.
—No pidas más deseos. Es mejor que no agotes el poder del anillo inútilmente.
Ondas colocó a Beglug sobre el poni con una sola mano, y los demás montaron a caballo. El kender tiraba de la reata de Humf y Grod, así como del poni de su hermana, mientras que Halmarain conducía al merchesti y al poni de carga, como de costumbre.
De repente, Ondas recobró su verdadero tamaño.
—Me alegro de que vuelvas a ser como antes —dijo la hechicera—. No nos convenía nada que nos siguiera un gigante por campo abierto. Nos habrían visto desde cualquier punto.
En cuanto salieron del bosque se encaminaron hacia el sudeste al abrigo de una pequeña depresión del terreno. Continuaron en aquella dirección hasta después del amanecer; luego, giraron hacia el norte para sortear un saliente montañoso. Al atardecer, cuando volvían a cruzar terreno llano, se detuvieron para acampar. Halmarain encendió una fogata y Ondas asó unos cuantos conejos que su hermano había cazado con la jupak.
Mientras los ponis pastaban en las cercanías y la hechicera descansaba junto al fuego, los dos kender buscaron un puesto de observación e hicieron guardia.
—Agachaos. Que no os vean —advirtió Halmarain.
—Como si no lleváramos horas cabalgando a la vista de todos —se quejó Tramp.
No obstante se tumbaron boca abajo y escrutaron el paisaje durante un rato. Al cabo de unos momentos, cuando los dos hermanos ya empezaban a aburrirse de tanta pradera, Ondas se encogió y señaló hacia el nordeste.
—¿Qué crees que es eso?
—Me parece que son los neidars que nos han estado siguiendo desde el primer día —respondió Tramp y añadió—: Aunque te cueste creerlo, me parece que van por delante de nosotros, como de costumbre.